30.1.08

Un kilo de éxito

A falta de talento en el sentido amplio del término, pero lleno de inquietudes, aún así, de deseos de vivir del arte, de firmar autógrafos, de recibir las mieles del éxito, decido llevar adelante un procedimiento ingenioso.
Los fines de semana, los días sábado, por lo general, voy a la frutería. Compro, entonces, por ejemplo, ciruelas, un kilo, por ejemplo, duraznos, un kilo.
A la mañana del lunes, me como una ciruela, o me como un durazno. Terminada la ingesta me queda el carozo. Lo chupo, elimino así cualquier resto del fruto.
Es entonces cuando, sin quitarme el carozo de la boca, me dirijo a los principales museos y galerías de arte de la ciudad. Pido ver al dueño, a la persona a cargo, aunque por lo general no consigo ver a nadie más allá del portero, del personal de seguridad.
Para resumir, propongo exponer el carozo. Digo que incluso estoy dispuesto a venderlo, si la suma que me ofrecen es adecuada.
En la mayoría de los casos soy echado a empujones, recibí incluso algún golpe de puño. Esto no me desanima ni me intimida. He leído acerca de la incomprensión y el rechazo que han debido afrontar los más brillantes artistas.

26.1.08

Detalles

En el bar, tomo el pocillo de café y me vuelco el contenido, con cuidadosa lentitud, sobre la pechera de la camisa. Abro un sobrecito de azúcar y me lo espolvoreo con ampulosidad por encima de la cabeza. Consigo engancharme una medialuna mordida detrás de mi oreja izquierda.
El mozo se me acerca y me pregunta si me siento bien.
–No –le digo–. Claro que no.

La música te transporta

Cuando escucho el cuarteto para cuerdas número 76, opus 35, de Haydn, visitan mi mente algunas cuestiones. Por ejemplo, no sé absolutamente nada sobre la vida de Haydn, no sé cuál fue su nacionalidad, ni cuántos años vivió, ni siquiera estoy seguro de la manera precisa en que se escribe su apellido. No sé el significado exacto de la palabra ‘opus’. Tampoco sé tocar ningún instrumento de cuerdas, bah, bien pensado, no sé tocar ningún instrumento.
Cuando escucho el cuarteto para cuerdas número 76, opus 35, de Haydn, comprendo que debe estar sonando la radio, la radio del reloj, la radio del reloj despertador. Y que debo levantarme, ir a trabajar.

23.1.08

Mercancía

La prostituta se llama Nancy, usa el cabello muy corto, tiene una carcajada franca y expansiva, todo en ella tiene una redondez tan lujuriosa como excesiva.
En el culo, en el ángulo superior externo de la nalga derecha, si la nalga derecha tuviera un ángulo superior, tiene tatuado un código de barras.
Le hago un comentario al respecto. No puedo dejar de elogiar su originalidad, su sentido del humor.
Ella, sin prestarle demasiada atención al tema, mientras se envuelve en un desteñido toallón color mostaza y me ofrece un whisky, me dice que su trabajo anterior era de cajera en un supermercado. Ahora, cada vez que alguien le toca el culo, ella puede ver que por fin es otra persona la que tiene que mover el producto, revisarlo, manipular la mercancía. Y a ella eso le huele a venganza, a revancha, la deja más tranquila.

19.1.08

En el circo

En el circo el elefante quiere ser payaso el payaso quiere ser león el león quiere ser la mujer barbuda la mujer barbuda quiere ser el enano el enano quiere ser trapecista el trapecista quiere ser domador el domador quiere ser el sujeto sentado en la boletería.
El sujeto sentado en la boletería quiere ser uno de los chicos que ríen y aplauden.

Mecánica de la adicción

Déjenme que les cuente cómo sucede. El premio se transforma en hábito. Así pasa. Y cuando el premio se transforma en hábito, uno debe aprender a encontrar nuevos premios, uno debe aprender a dejar viejos hábitos.
Y eso es una de las cosas más difíciles que se me ocurren en este momento.

16.1.08

Cualquier venganza

Camino por la calle y tropiezo con una cáscara de banana inexistente. Patino, tropiezo, y caigo. Escucho una carcajada, otra risa. Lo que ocurre es gracioso, mientras le suceda a otro, y un par de personas disfrutan de la escena, el sketch, ríen sin poder evitarlo.
Me acomodo sobre la vereda, boca arriba, las manos debajo de la nuca, las piernas extendidas.
Sé, me consta, que las cosas que dan alegría, pasado cierto tiempo, pierden su potencia, su efecto, y la alegría, el entusiasmo, la risa franca, se transforman sin que uno consiga entender qué sucedió, en algo diferente, en algo triste, de regusto amargo.
Y yo pienso quedarme tirado en la calle hasta que eso suceda.

12.1.08

Fragmento para el novio de la meteoróloga

En la televisión, en dónde podría ser, una mujer, aparentemente meteoróloga, aparentemente experta en meteorología, muestra un huracán que azota, eso dice, las Islas Bermudas. La mujer, puntero en mano, señala un ángulo de la pantalla y dice que el huracán es varias veces el tamaño de las islas. Y, no puede evitarlo, sonríe.
Este fragmento es, entonces, está dirigido, fue creado, para el novio de la meteoróloga. Para el ex novio de la meteoróloga, para ser más exacto. Para el muchacho que mira la pantalla, quién sabe dónde, y descubre que el tamaño sí importa. Que ella no le dijo la verdad. Que ella mentía.

Si todo fuera distinto

si las bicicletas tuvieran volante
si los clavos fueran tornillos
si después fuera parecido al antes
si el cielo fuera siempre amarillo.

si los perros no movieran la cola
si las lágrimas no fueran saladas
si no te hubieras quedado tan sola
si las cebras repudiaran ser rayadas.

si los autos se olvidaran de las ruedas
si la comodidad descansara en lo imperfecto
si bastara con que hagas lo que puedas.

si las mesas no usaran cuatro patas
si no tuvieran que ganar las ratas
si este poema valiera un ‘te quiero’.

9.1.08

Yo no lo haría, yo no lo haría (2), yo no lo haría (3)

Entonces el telépata me miró y dijo:
–Puedo leerte la mente.
–Te morirás de pena –respondí.

*

–Puedo leer tu mente –dijo el telépata.
–No se me ocurre en este momento un trabajo peor –respondí.

*

–Puedo leer tu mente –dijo el telépata.
–¿Tenés obra social? No creo que te lo cubra –respondí.

5.1.08

Lo que falta

Una persona amiga se muda. A un bello barrio, tranquilo. Su casa es amplia y agradable. La persona en cuestión, siguiendo al parecer una simpática tradición, hace una fiesta para inaugurar su nueva morada. Cada uno de los invitados hace un regalo.
Así que voy a una afamada mueblería y elijo la mejor silla que encuentro. La persona en cuestión, merecedora del obsequio, suele leer, suele escuchar música. La silla es la silla más perfecta que yo jamás haya visto.
Le solicito al vendedor que me atiende, tras afirmarle que voy a comprar la silla, y darle la dirección en la cual debe ser entregada la misma, que deseo un detalle. Pero no, no es un cambio en el color del tapizado, y no, tampoco se trata de un minúsculo grabado en la madera, una inicial a modo de recordatorio.
Lo que deseo es que tomen la pata delantera izquierda, y la acorten tres centímetros, cinco, como mucho. Sólo una pata.
El vendedor vuelve a preguntar, no entiende. Cree que tal vez, y aún así sería extraño, debe acortar las cuatro patas; se trata quizás de un regalo para un enano, una persona muy pequeña.
Pero no. Lo que deseo es que corten una pata. Siento que la persona receptora del regalo, con su nueva vivienda, ha alcanzado un grado de confort tal vez excesivo.
Y deseo regalarle alguna incomodidad, alguna molestia.

Esa es mi chica

Ella mira el flan cubierto con dulce de leche y crema con la misma concentración y entusiasmo con que alguien contemplaría un cuadro, La Gioconda, por ejemplo, en el Museo del Louvre.
Me pareció incluso que se movía un poco hacia un costado, para ver si el flan la seguía con la mirada, si le sonreía.

2.1.08

En esa esquina

Existe una esquina de Buenos Aires en la cual me vuelvo lindo. Es extraño, no consigo explicarlo, pero es así. Lo descubrí de casualidad, hace algunos años, porque tenía que hacerme un análisis de sangre para ingresar a un nuevo empleo. Me paro en esa esquina, o me siento en ese bar, y me vuelvo irresistible. Las mujeres se quedan embobadas del otro lado del cristal, como si hubieran visto al galán de cine que sólo habita en sus más insondables fantasías. Se detienen en la calle al verme, no pueden resistirlo. Una mujer dejó caer su cartera y se agarró la cabeza con las dos manos, la observé murmurar ‘no lo puedo creer’, de rodillas sobre la vereda. Una mujer extendió una palma y la apoyó contra el vidrio y se quedó en esa posición hasta que el dueño del bar le dijo a uno de los mozos que saliera y le preguntara a la mujer qué corno le pasaba, cosas así.
Una chica con dos colitas en el peinado y una pollera demasiado sugestiva entró y me pidió que le firmara el palo de hockey. Una mujer sentada en otra mesa con su novio fue al baño, y a la pasada dejó caer su corpiño junto a mi café. Cuatro chicas entraron y me ofrecieron ir a la casa de una que vivía cerca, y participar, yo, con ellas, de una orgía, con la única condición que las dejara tomar fotografías con sus teléfonos celulares.
El efecto, como una radiación, se extiende unos metros, aunque va decayendo en intensidad. A una cuadra de distancia todavía arranco alguna mirada, alguna sonrisa. Pero a las tres cuadras en cualquier dirección, vuelvo a ser el mismo de siempre. No despierto mayores simpatías.
Decidí no pasar por esa esquina, no sentarme en ese bar, nunca más. Porque es tan fuerte la fascinación que genero, y sobreviene una tremenda decepción a los pocos metros, que son martillazos del más puro desconcierto y les hace mal, quedan muy mal, les cuesta mucho recuperarse, pobrecitas.