30.7.22

Sensibilidad superior


Los hombres y las mujeres son diferentes. Ya está, ya te lo dije, quizás no lo sabías. Es antropomórfico y no es antropomórfico. O mejor dicho, lo antropomórfico tiene consecuencias que no son antropomórficas, y lo que no es antropomórfico tiene consecuencias antropomórficas.
Vamos a lo importante, a cosas de carácter definitivo. Vamos a la masturbación.
La mujer a la hora de masturbarse, a la hora de proporcionarse alguna suerte de placer sexual sin la intervención de la otredad, de otro humano. Bueno, la mujer no tiene mayores pruritos en buscar un objeto. Un consolador puede ser, claro, desde ya, o un zapato, o un control remoto, un estuche de anteojos, una botella, un envase de algo, un cartón de leche descremada larga vida, un paraguas, un palo de hockey, en fin, una cosa.
Pero el hombre a la hora de proporcionarse algo de placer sexual recurrirá, en el 97% de los casos, a su mano. Son excepciones y merecen ser tratadas como tal, los casos en que un hombre para masturbarse utiliza trescientos gramos de carne picada en un florero de tallo largo (buk dixit), o el pie de un maniquí. No es lo habitual, no es la norma, implica, por lo general, severos trastornos conductuales de quienes recurren a esos implementos, quizás podríamos decir mecanismos.
Y esto que acabo de expresar con prístina claridad viene a dejar en claro por qué el mamífero mediano de sexo masculino está dotado de una sensibilidad superior. La mujer sale al mundo a munirse del implemento, del artilugio que le permite de algún modo completarse. La búsqueda del hombre está revestida de un superior grado de existencialidad. Me atrevería a afirmar que es más sofisticada.

20.7.22

A lo nefli


Él entró a robar el banco, esa sucursal de Villa Urquiza, con otros tres tipos. Intercambió un par de palabras con la cajera de la caja 4. La verdad que a pesar de la adrenalina del momento la piba le encantó. Le hizo acordar a una chica que había conocido en la primaria, una chica que se llamaba Bettina.
El robo se complicó, un guardia se puso nervioso y uno de los muchachos tuvo que rematarlo de un tiro. Escaparon con poca plata. Un mal día.
Al mes, haciendo las compras en un supermercado de Boedo un domingo a la mañana, la vio, a la cajera. Se animó a hablarle, pensó que la piba se iba a asustar. Pero no, la piba sabía que era él, se acordaba de su rostro perfectamente. Él la invitó a salir, ella aceptó.
Empezaron a verse, un amor apasionado, total, inoportuno pero aún así. Como en las películas.
Él quería cambiar, dejar la mala vida. Se anotó en la nocturna para terminar la secundaria, sentía que se venía grande y quería ser papá. Ir a trabajar y volver y que su señora le estuviera preparando una cena caliente. Ver la televisión. Ella quería participar de algún robo, que la dejaran manejar el auto aunque sea, andar armada, tomar cocaína desde tempranito. Tirotearse con la policía.
Se terminaron separando. Él terminó la secundaria, y pensó que quizás podía seguir estudiando, quería ser abogado. Consiguió un trabajo en un estudio donde no les importaba que tuviera antecedentes. Alquiló un departamentito más grande por San Cristóbal. Los sábados iba al cine a cualquier shopping en la función del mediodía, y después se iba a visitar a su mamá en Ituzaingó. Volvió a hablarse con su hermana, jugaba con sus sobrinos.
Ella se fue a vivir a Barracas, a una casa tomada que parecía un conventillo. Empezó a salir con un pibe de la banda de él, un pibe que andaba todo el día empastillado y que tenía una poronga desproporcionada para el resto de su cuerpo tan huesudo, tan flaquito. Un chico que cuando venía demasiado subido en anfetas la obligaba a prostituirse por poca plata. Le gustaba, al pibe, sentarse y verla coger con otros tipos. Vendían drogas por la zona oeste, cada tanto robaban alguna motocicleta, entraban en la casa de algún viejo y le robaban los ahorros.
Él se empezó a cansar de ir todos los días a la misma oficina. Se trabó en la carrera, le empezó a doler una pierna, flebitis. Andaba corto de guita. Ella estuvo internada por sobredosis, cayó en cana dos o tres veces. En una revisación le dijeron que tenía sida.
Y nada. La mejor forma de vivir es seguir siendo más o menos lo que sos. Anhelar ser otro, cómo no, y no serlo nunca. Podés creer en el karma si querés, en la reencarnación. También los viernes a la noche podés pedirte una pizza.

10.7.22

Es una cuestión de energía


Iba caminando por la calle, volvía a mi casa. Había pasado a tomar unos mates con mi hermana, paré en una verdulería, que también es frutería, y compré tomates, cebollas, bananas. Estaba tratando de comer un poco más sano, después de diez años de almorzar en el microcentro perdés hasta el gusto de la comida. Sos arrasado por un twister hecho de una tristeza que es como un sarro, se te mete en la sangre y no se te va más. Perdés el sabor de las cosas. Las de carne son de pollo, así se va a llamar mi próxima novela.
Volvía despacio, caminando unas cuadras, pasé por la puerta de un Farmacity y noté que el perro venía hacia mí. Fue un instante nomás, levanté la vista y miré al perro a los ojos y el perro salió como disparado.
Era un setter irlandés mezclado con algo, tenía el pelo brillante y oscuro. Arrancó desesperado pero sintió el tirón de la correa. Lo tenía una chica de veintipico en jogging y remera que parecía haber bajado a comprar algo.
El perro insistía con todas su fuerzas por venir a mi encuentro, la chica avanzó unos pasos Era claro que el perro no era agresivo ni quería hacerme daño. Desbordaba entusiasmo.
–Bueno, bueno –me arrodillé, lo abracé, pareció calmarse un poco. No hay nada más lindo que abrazar a un perro, es la verdad–. Ya está, master. Acá estamos.
–No entiendo –me hablaba, la chica, desde arriba–. Por lo general no se deja ni tocar por extraños. Te debe haber confundido con alguien.
–No –dije, el perro me lamía una mejilla–. Es una cuestión de energía. El perro siente mi energía, yo permanezco abierto a la apertura, como diría Heidegger, pero lo puede haber dicho Gary Cahill lo más bien. Soy el espacio que celebra su existencia, de hecho, en este instante somos lo mismo, podríamos decir que soy él. Eso es lo que pasa.
–Es raro –la chica me miraba y negaba con la cabeza–. Nunca me había pasado.
–Bueno, campeón –lo rasqué un poco en el cuello, lo miré a los ojos–. Me tengo que ir. ¿Te trata bien?
Ladró el perro, como si hablara.
–Bueno, bueno, está bien.
–¿Qué te dijo? –Me preguntó la chica, se reía, era linda.
–Dice que lo querés –me puse de pie–. Pero que lo retás cuando quiere dormir arriba del sillón. Y dice que también, bueno, una vez hiciste algo –hice una pausa–. Algo que no corresponde, pero no vamos a hablar de eso.
–¡Es increíble! –se ruborizó, la chica–. O sea, no puede ser.
–Bueno, el perro está bien –le dije, le apoyé una mano en el hombro–. Cuidalo mucho, te quiere de verdad.
Se pasó la mano por el pelo.
–Si querés dame tu teléfono y te invito un día a tomar algo –dije–. Si no querés no pasa nada, está todo bien.
Me dio el teléfono. Se llamaba Tamara, nos despedimos con un beso en la mejilla.
La verdad que el perro no me dijo nada. Pero la mayoría de las veces para saber lo que te pasa, lo que hacés, no hay más que mirarte un poquito la cara.