30.11.11

Acerca del autor

Nadie, que yo recuerde. Nunca me extrañó nadie. Jamás pude bajarme de un avión, o de un micro en una terminal, y que alguien estuviera ahí, de pie, alegre de verme. Salvo mi perro Urko, sí, cuando yo era chiquito, pero Urko era un capo y yo le daba de comer pedacitos de Bay Biscuit durante la merienda. Urko era genial, y era un perro, los perros tienen códigos muy superiores a los de las personas. Urko no cuenta.
Nadie quiso coger conmigo, de verdad, de onda. Tuve tres o cinco novias, claro, como todo el mundo, pero no sentían la actividad, no tenían esa pulsión. No les nacía nada. Cogíamos, claro que cogíamos, pero muchas veces tuve que pedir, prácticamente mendigar unas migajas de sexo, y ellas cogían porque bueno, era algo que había que hacer mientras esperaban reponerse de su penúltimo fracaso, tomaban aire o un par de cafés con leche o buscaban dónde aterrizar con sus crecientes adiposidades antes de quedarse sin combustible en el medio del negro cielo de sus vidas.
De chiquito nadie quería bailar lento conmigo, lo recuerdo perfectamente, no te podés olvidar de eso. En la primaria, o hasta los catorce años. Ensayaba frente al espejo del comedor, el catatónico pasito de baile, aferraba la sinuosa cintura de la nada escuchando a Air Supply o el lento de los Bee Gees, yo qué sé. Imaginaba la cabeza de Andrea descansando sobre mi pecho, los brazos de Gisela rodeándome el cuello, el perfil de Verónica respirándome cerca, tan cerca. Pero nada, las chicas no querían abrazarme, y yo me quedaba a un costado y miraba a los que bailaban, como si tuvieras que tragarte un sachet de vinagre, sorbo a sorbo. Salía al balcón y miraba hacia abajo, ponía cara de estar pensando en algo, en algo muy importante como si lo que pasaba en el salón no me importara, cuando lo único que me importaba era bailar un lento, uno solo, olisquear un cuello, sentir una mejilla transpirada.
Y eso es todo, así fue mi vida. Ahora vos me estás leyendo y te parece que con eso es suficiente, que quizás yo pueda sentirme satisfecho. Que con eso alcanza.

25.11.11

Tolombetti

El médico me había recomendado que nadara. Por la espalda. Me dolía la espalda, a veces las cervicales, a veces las lumbares, pero me dolía la espalda, siempre. De estar todo el día sentado frente a una computadora, dijo el médico. Te sentás mal y no te das cuenta, o hacés fuerza con el cuello porque el respaldo de la silla está vencido, y no te das cuenta.
Lo importante, lo que deberías saber, es que después de los treinta años te va a doler algo, eso no es negociable. Conviene ir haciéndose amigo del dolor, invitarlo a dar una vuelta, conocerse. Prepararse para una relación más íntima.
Te haría bien nadar, dijo el médico. Me anoté en un Megatlón de barrio, no importa el barrio. Sabía nadar, había nadado de chico, ese no era el problema.
El problema era la gente. Mucha gente, siempre. Hay una nueva monada que considera conveniente cuidarse el cuerpo, creen que eso les garantizará alguna clase de status y aceptación. Están los que hacen pesas, están los que corren en cinta o andan en bicicleta fija, y así. No hay fauna más estúpida que la que concurre a un gimnasio, de más está decirlo. Gente bastante particular, que han olvidado la relevancia de pensar de tanto en tanto, o de permanecer en silencio. Sign of the times.
Probé ir a nadar después del trabajo, pero estaba la pileta llena. No, no llena de agua, llena de boludos. Así que probé ir a las siete, después a las ocho de la noche. Finalmente, a las nueve. El club cerraba a las diez y media, la pileta a las diez. A las nueve por lo general la gente se va a cenar, la cosa se ponía algo más fluida, disminuía el caudal de infelices, se volvía todo menos traumático.
Entraba a la pileta nueve y cuarto más o menos, nadaba media hora, salía, me duchaba, me secaba, me vestía, y me iba a comer algo por ahí, antes de volver a casa. La actividad física me hacía dormir mejor, la espalda se seguía quejando un poco, pero no chillaba como un animal herido.
Salía de nadar, me duchaba, esperaba un poco que el cuerpo se secara / secase, sentado en un banco del vestuario, antes de vestirme.
Había un tipo. Cada vez que yo salía de nadar, y me sentaba en el mismo banco, había un tipo. Sentado. Cubierto apenas por una pequeña toalla sobre los hombros.
Hablando por teléfono celular, el tipo. Siempre.
–Sí, mi amor, sí. ¡Ya te dije que sí! –Hablaba muy fuerte, miraba alrededor, buscando aprobación, empatía–. Ahora voy, linda. ¡Te dije que ahora voy!
O sino.
–Pero no, bebé, no era yo. ¿Cómo voy a estar tomando un café con otra mina justo enfrente de tu casa? –Se reía, el tipo, subía el tono de voz, gesticulaba para su involuntario y algo fastidiado público, desplegaba los abstrusos avatares de su ajetreada vida afectiva.
–Cortá de una vez, Tolombetti –le gritaba desde el mostrador el empleado del vestuario, con un cigarrillo colgando de la boca.
Así supe que al tipo le decían Tolombetti, y que estaba siempre ahí, después de correr doce minutos en la cinta, recién bañado, hablando media hora o más por teléfono celular, con una o varias mujeres, no se sabía, porque a veces cortaba, tomaba aire, y atendía de nuevo o volvía a llamar. A los gritos, discutiendo, por lo general sobrador, peleando o reconciliándose.
–Te dije que hoy no puedo, preciosa –resoplaba, Tolombetti, se rascaba con un índice la nuca, o arriba, justo en el centro y arriba, en el techo, por decirlo de algún modo, de su cabeza–. Te había avisado que hoy me voy a comer con los muchachos.
Pálido como un fantasma, Tolombetti, peinado para el costado con un peine muy finito, como lo debía haber peinado su mamá a los once años, los ojos algo enrojecidos, mirada de dogo aturdido, entre cuarenta y cincuenta años. Hablando por teléfono, siempre.
Había algo más, algo perturbador, difícil de omitir. Tolombetti era portador de una descomunal garompa. Por regla general no me gustan los tipos, y en los vestuarios de hombres la norma básica es no mirar, o no mirar más abajo del cuello en caso de ser preciso mirar a alguien. Pero el tipo estaba ahí, sentado sobre un banco de madera, con la verga descansando sobre uno de sus muslos, como una pequeña foca o el antebrazo de un rollizo bebé. El tipo hablaba por teléfono y se miraba un poco la chaucha, o la palpaba con dos dedos, como si le estuviera tomando el pulso, y hasta los tipos que querían burlarse de las conversaciones de Tolombetti, enfocaban por un momento la gaver, y no tenían más remedio que hacer un respetuoso silencio. Así como en las cárceles se respetan la cantidad de asesinatos cometidos, en los vestuarios se respetan las vergas (los tamaños). El tipo dejaba ahí la herramienta, tomando aire, imponiendo presencia, mientras seguía con sus interminables discusiones telefónicas.
–¡Basta, Tolombetti! ¡Cortala, basta! –gritaba el tipo del vestuario y todos los que terminábamos de cambiarnos (éramos cinco o siete sentados en diferentes bancos del vestuario) nos reíamos, porque Tolombetti hacía la señal de silencio con un dedo sobre los labios, o se tapaba el otro oído para no perder el hilo de la conversación que mantenía.
Hasta que un día. Como siempre. Diez de la noche. Había nadado, me había duchado, estaba terminando de vestirme. Demoraba un poco en ponerme la camisa porque hacía calor, yo transpiro como un condenado.
–Bueno, bebé, bueno –Tolombetti hablaba–. Ya se te va a pasar, voy a comprar un vinito y paso en un rato. Vas a ver que nos amigamos.
Fueron dos, así que estaba planeado. Uno era un instructor del gimnasio, al otro no lo había visto nunca. La maniobra fue perfecta en su ejecución, sumado al efecto sorpresa.
Uno de los dos, no el instructor, inmovilizó a Tolombetti deste atrás, con una toalla. Simplemente le pasó la toalla enrollada por encima de la cabeza, y de esa forma, tirando, le trabó los brazos. Mientras el otro, el instructor, le quitaba justo en ese instante a Tolombetti el teléfono celular de la mano.
El instructor se puso el teléfono en una oreja.
–¡A ver si te dejás de romper las pelotas, querida, que acá en el gimnasio no aguantamos más! –Dijo. Y todos nos reímos con ganas, mientras Tolombetti forcejeaba para zafarse aunque sin suerte, porque el pibe que lo atenazaba con la toalla era joven, de unos ochenta kilos, físico muy trabajado.
La escena era tremenda, brillante y tremenda, por aquello que dijo Cioran alguna vez, eso de ‘lo que no es desgarrador, es superfluo’.
Pero el instructor, después de lanzar la puteada, se quedó con la boca abierta. Fue pasándonos el teléfono, de uno en uno, para que lo viéramos, tocaba teclas, nos acercaba el teléfono a las respectivas orejas, nos hacía escuchar.
El teléfono estaba mudo, el teléfono no andaba, el teléfono jamás había funcionado. Tolombetti, ya liberado de la toalla, se tapaba la cara con las manos. Lloraba como un chico, negaba con la cabeza. Lloraba.

20.11.11

Villano

Yo hubiera podido ser el hombre araña. Claro que sí, perfectamente. Pero mi vieja no hubiera parado de preguntarme qué hago ahí afuera, colgado de los edificios, con el frío que hace. Por qué mejor no termino una carrera más tradicional, médico, abogado. Algo que deje unos mangos.
Yo hubiera podido ser Batman. Tenía la actitud, la capacidad. Pero mi vieja me hubiera preguntado qué me pasa que tengo que andar con la cara tapada, y algo malo tengo seguro en las orejas tan puntiagudas, otitis tal vez, la otitis media es jodidísima, encima con ropa tan ajustada, siempre con ese pibito cerca. Por qué no me voy de una buena vez a vivir con una mina que me quiera, que sepa cocinar algo rico.
Yo hubiera podido ser Superman. Tenía la fuerza, las ganas, sabía volar. Pero mi vieja me hubiera dicho que no ande cambiándome en las cabinas telefónicas, así como tampoco es conveniente entrar a cagar a los baños de las estaciones de servicio. No están dadas las mínimas condiciones de profilaxis, son circunstancias demasiado extremas, hay que lavarse bien los dientes antes de ir a dormir, uno debería tomar un redoxon a la mañana aunque no esté resfriado, porque sí, dicen que el kiwi tiene más vitamina C que las naranjas, mirá vos, y que la palta no tiene colesterol, ahora me vienen a avisar.
Para resumir, yo podría haber sido cualquier superhéroe. Pero preferí no serlo, para que no se hiciera mala sangre, para que no se preocupara mi mamá.

15.11.11

In grasa

–Es bastante sencillo, no hay que darle demasiadas vueltas al asunto, está todo inventado –la doctora estaba sentada, recostada contra el respaldo de una silla que daba la impresión de quedarle grande. A decir verdad, todo parecía quedarle grande: el despacho, el delantal, incluso su propio cabello, tirante y recogido, peinado hacia atrás, probablemente con gel. Debía pesar, la doctora, como mucho, cuarenta kilos.
–Para bajar de peso, y lo que usted necesita es bajar de peso –quizás le pareció por un momento que había dicho algo gracioso y se rió, apenas, una ínfima carcajada, un sonido muy parecido al graznido de un ave–, para bajar de peso se trata de no comer hidratos de carbono, no comer azúcares, y no comer grasas. Y no, desde ya, ni bebidas gasificadas, ni mucho menos alcohol.
Siguió.
–Usted deja de comer esas cosas, hace actividad física una hora por día, se mueve un poco, y baja de peso. Si se fija bien es fácil, usted reeduca su mente, cambia sus hábitos alimentarios, y baja de peso. Fácil, fácil –asintió varias veces, golpeteó la parte de atrás de su birome sobre el metálico y algo descascarado escritorio. Se le marcaban mucho los pómulos y las venas del cuello, le latían las sienes, uno casi podía delinear su calavera por debajo de la piel.
–Doctora –dije–, tiene usted la curiosa dualidad de representar, prácticamente, todo lo que odio de la medicina y todo lo malo del género femenino, al mismo tiempo. Usted es un asco de persona, refugiada en su precaria ciencia hecha de contar kilos y medir panzas. Cree que sabe algo de algo, cuando, es demasiado evidente, no sabe nada de nada. Se siente protegida de todo lo malo del mundo por su delgadez, y no advierte que es usted prácticamente traslúcida, etérea, vacía de contenido. Mi perro podría voltearla con una pata, aunque dudo que ni siquiera él se sentiría tentado de cogerla, porque mi perro tiene buen gusto. Estimo que la totalidad de su menstruación no alcanzaría para pintar una uña de un chihuahua. Tiene usted menos atractivo que un ficus, y desde ya menos capacidad intelectual. En lo personal, obtendría más placer en fornicar con una tira de asado. ¿Hace cuánto que alguien no la abraza? ¿Hace cuánto que no se ríe a carcajadas hasta que se le llenan los ojos de lágrimas? ¿Hace cuánto que no come un pedazo de mantecol con la mano? Para resumir, doctora, para no hacerle perder tiempo, debería usted saber que si se le saca a alguien todo lo que le gusta, todo lo que le da placer, no queda nada. Sin harina, sin grasa, sin azúcar, sin alcohol, ¿cuál es su idea? ¿Que chupe un azulejo de la cocina antes de acostarme? ¿Que me frote el prepucio con una galleta de arroz? Pero quédese tranquila, doctora, no hará falta concurrir a ningún cementerio el día de su muerte. Usted cabe en ese cajón de su escritorio, al lado de la abrochadora, su entierro será de lo más práctico.
La doctora, algo temblorosa, se puso de pie, salió del consultorio y se encerró en el baño. La escuché llorar mientras me iba, por el pasillo.
–¿Necesita un turno? –Me dijo la pibita de la recepción. Leía unos apuntes de contabilidad o psicología, las tetas recién operadas, 350 megahertz de cada lado.
–No –le dije– ¿Cuánto me cobrás por hacerme una paja en el ascensor? ¿No sabés dónde hay por acá un local de empanadas?

10.11.11

Experiencia traumática

Me secuestraron, así como te la cuento. Bajé a la nochecita a retirar plata del cajero, porque quería comprar cigarrillos y me había quedado sin plata, generalmente acreditan el sueldo el anteúltimo día hábil del mes. Retiré quinientos mangos, salí de la pecera, encendí un cigarrillo, y me levantaron con un auto.
Eran tres en un Renault 12 hecho pelota. Pero las armas eran nuevitas, las armas brillaban con esa particular contundencia de lo fáctico.
–Subí, boludo –me dijo uno que esperaba en la calle como para pedirme fuego, mientras otro, desde el auto, me apuntaba.
Subí, me dieron un culatazo en la cabeza, me debo haber desmayado.
Cuando me desperté estaba tirado en el piso, las manos atadas a la espalda, con esos plásticos precintos que se usan ahora y que no los podés romper ni en mil años. Estaba encadenado de un tobillo, además, a un caño que salía de una pared de ladrillos a la vista.
Abrí los ojos.
–Che, se despertó la bella durmiente –dijo uno.
Estábamos en un departamento, en un monoblock, bien alto, llegaba el olor del Riachuelo.
Era una cocina bastante precaria, pero había un buen televisor encendido, teléfonos celulares, como diez, sobre la mesa, varias armas.
Estaba el gordo que me había pedido fuego, sentado, tomando vino. Había dos más, uno jovencito, con una gorrita puesta al revés y la camiseta de un equipo inglés, quizás el Chelsea, terminaba un porro. Había una mujer también, sentada algo separada de la mesa, con cara de cansada, amamantando un bebé.
–Che, gato –el pibe del porro me habló, aguantando la respiración–, decinos un teléfono, así pedimos que te rescaten.
–¿Qué? –La cabeza me explotaba. Tenía un chichón del tamaño de una pelota de tenis junto a la oreja izquierda. Me incorporé como pude, para quedar sentado contra la pared. Me latía la cabeza, me sangraban las muñecas, me picaba la nariz.
–Un teléfono, gil –el pibe dio una calada más y me tiró la tuca que hizo chispitas en el aire–. No te hagás el pelotudo, porque te pego un corchazo acá, y te tiro al río.
Le di el teléfono. Marcó el otro, dejó el tenedor y agarró el teléfono. Era más grande, quizás el padre del pibito, o el tío. Estaba en cueros, tenía una fea cicatriz que le cruzaba la panza en diagonal. Comía ñoquis con estofado de una bandejita de plástico. Sobre la mesa había, también, una botella de Fanta de dos litros.
Había un reloj sobre los azulejos, arriba de la heladera, eran las dos y cuarenta de la mañana. Mónica debía estar durmiendo.
Sonó el teléfono, tres veces. El tipo puso el teléfono en altavoz, siguió comiendo.
–Si hablás sin que yo te diga –me miró, después miró otra vez su comida, se rascó la panza con el revés de un pulgar–, te mato de una.
–Hola –dijo Mónica, todavía dormida.
–Hola, nena –habló el gordo, tenía mi cédula en la mano–, tenemos a Juan.
–¿Qué?
–Que tenemos a Juan, pelotuda –el gordo tiró el documento al piso, se sirvió más vino, llenó el vaso–. Lo tenemos acá, a Juan, secuestrado.
Se hizo un silencio. Mónica procesaba la información, descubría que yo, aunque hubiera salido a tomar algo con los pibes, ya debería estar con ella, durmiendo en casa.
–¿Qué pasa? ¿Te dormiste? –preguntó el otro, mientras masticaba los ñoquis. Se manchó de tuco el costado de la cara.
–No, no –dijo Mónica.
–Tenemos a Juan –repitió el gordo, bebió medio vaso de vino, de un trago.
–Bueno –dijo Mónica.
–Queremos treinta mil dólares de rescate –dijo el gordo–. Si no, lo matamos.
–Jaja –Mónica se rió. Tenía una fantástica risa.
–¿De qué te reís, flaquita?
–Nada, nada –Mónica paró de reírse–. Treinta mil dólares. Quizás si me dan treinta años de plazo.
–¿Te creés que es joda? –el gordo acarició la culata de un revólver, un .38 corto, con dos dedos–. Voy a agarrar a tu marido y le voy a pegar un tiro.
–No es mi marido –dijo Mónica.
–¿Qué?
–No es mi marido –repitió Mónica–. Vivimos juntos hace un par de años.
–Bueno, linda, voy a agarrar a tu pareja y le voy a cortar un dedo con un cuchillo.
–Me parece bien, porque lo único que hace es meterse el dedo en la nariz –dijo Mónica. Los tres me miraron, la nariz. Era cierto. Meterme el dedo en la nariz era una de las cosas que me había gustado desde que era chico, desde siempre. Meterse el dedo en la nariz es una experiencia de lo más gratificante.
–Ah, sos graciosa. Bueno, le voy a cortar la japi, entonces.
–No problem –Mónica se rió otra vez–. Para lo que la usa conmigo, no creo que me de cuenta la diferencia.
–Nena, lo voy a agarrar a Juan, ahora, y le voy a quemar la cara con una plancha. Quedate en línea y vas a oír los gritos.
–Bueno, fijate si lo arreglás un poco con eso. Porque él ya es un monstruo, no sé qué carajo le habré visto.
–¡Boluda, te estamos pidiendo treinta lucas para no matar a tu novio! ¿Cuánto ofrecés?
–Nada –dijo Mónica–. Mándenlo cuando quieran, pero si se lo pueden quedar un tiempo más, mucho mejor. No tengo apuro.
Cortó. Mónica. El gordo volvió a llamar, daba ocupado. El de la cicatriz resopló sin levantar la vista de su comida.
Al rato se levantó la mujer con el bebé y se fue a uno de los cuartos. El gordo se tiró en un sillón. El pibito enchufó una playstation al televisor y se puso a jugar.
A la mañana siguiente me soltaron. Me dieron veinte pesos y una tarjeta para hablar por teléfono público.
–Tomate este que te lleva a capital –me dijo el gordo y me dio la mano–. Ahí te arreglás solito, ¿no?
–Sí –dije. El pibito esperaba al volante del Renault, misma gorrita, otra camiseta, de otro equipo. El de la cicatriz no estaba. Después de comer se había ido sin decir palabra.
–Deberías dejar a esa mina –el gordo había encendido un cigarrillo, me convidó uno, pitó–. Para vivir así, quizás convenga estar solo.
Asentí. El gordo se subió al Renault, y arrancaron. Pasaron delante mío, los saludé con la mano.

5.11.11

Como si le preguntaras a un albino

Lo que tenés que entender es que hombres y mujeres son especies diferentes. No hace falta la comprensión, comprender al otro, olvidate de la comprensión. ¿A quién carajo le importa la comprensión?
Es antropomórfico, como si le preguntaras a un albino por qué tiene el pelo blanco, o si le dijeras que comprendés el color de su pelo. No va por ahí.
Son antropomórficas razones, te digo, la forma de interpretar el universo. Lo vas a entender mejor con el sexo.
Para coger, el hombre tiene que enarbolar la herramienta. La tiene, claro que la tiene, pero aquí llega el esfuerzo. El hombre debe erguir el perico, afilar la lanza, modificar, desde lo vascular y volitivo, algo, el herramental, el estado de cosas que le permitirá, por la eternidad que dura un parpadeo, obtener lo que desea del universo, saciar su sed.
Al terminar la faena, al emerger de las profundidades del sexo, por no decir del núcleo basal, del magma de la vida misma, el hombre descubre la futilidad de todo esfuerzo. Ha estado cincelando la existencial piedra de la nada, y nada queda justamente allí que pruebe su empeño, apenas una fina capa de tristeza ante la perecedera naturaleza de las cosas.
En el coito, la mujer vislumbra que de su predisposición depende la multiplicación de los peces y los panes. Su lubricidad equivale al riego por aspersión del jardín de la casa del barrio privado de la vida misma, alzar las piernas es el equivalente a una plegaria hacia algún cielo de yeso que jamás resultará indiferente. Para la mujer, la pija es destino, lo sabe desde siempre. El mundo sucede a través suyo, así como la galera permite que pase la mano del mago, sin galera no hay truco. Sabe, la mujer, resulta un ejercicio de ancestral resignación, que debe soportar en el proceso una carga, algún peso. En la fornicación, la mujer se completa, recibe la visita del perico para el cual acondicionó la jaulita con paciencia y esmero. En la práctica sexual la mujer descubre que sus ansias pueden ser abarcadas, la situación la deja locuaz, con esperanzas y proyectos.
Las mujeres y los hombres son especies diferentes. Es todo lo que hay que saber al respecto.