Tenía que hacer un trámite en el centro. Mi madre había vendido un departamento para mudarse a uno más barato, más chico, la vida suele ser un asco, envejecer y todo eso. Y sin guita ni te cuento.
El asunto es que habían hecho algo mal, en la escritura, se habían equivocado con unos datos de la baulera. Un amigo me recomendó un escribano de confianza que me dijo por teléfono que no me preocupara, y que me iba a cobrar poca guita.
Así que fui, hacía un tiempo que había dejado el centro y mi trabajo y tenía pensado no volver, a ninguna de las dos cosas, nunca más en mi vida.
Impresionante torre sobre la calle 25 de mayo. Había que identificarse en un mostrador, te daban una tarjeta plástica para poder pasar un molinete de aluminio. Te sacaban una foto con una camarita digital, faltaba que te manosearan la poronga y te dijeran cuánto hacía que no cogías.
Esperé el ascensor, vino. Entré con dos personas más, un tipo de más de cincuenta años con lentes sin marco y carita de venir cagando gente desde hacía mucho tiempo. Al final era cierto eso que pasados los treinta años tu rostro va reflejando eso que sos, la repugnante alimaña que te habita. Y un muchacho jovencito, veinte años, traje barato y todas las ganas de correr en la carrera de la vida.
–¡Stop! –Eso escuché, así como lo cuento. Trabó el ascensor con una mano cuando las puertas ya habían comenzado a cerrarse. Entró una chica.
–Me asusté –dije–. Pensé que nos estabas diciendo ‘sit’, como a los perros.
No se rió. Venía hablando por teléfono celular, y siguió hablando. Estaba buena, menos de treinta años, pantalones color hueso, camisa negra, cabello a la altura de los hombros y cara de ‘ni te molestes, te quedo lejos’. Tocó el piso 28. Yo iba al 21. Habían tocado el 9 también, y el 12.
Se cerraron las puertas.
Se bajó el pibito primero, el garca con saco príncipe de gales, después. Yo desplegué mi estrategia que se llama ‘mirar al horizonte’. Soy alto, casi un metro noventa. Alcanza con levantar la vista apenas por encima de la línea de los ojos, como si estuvieras mirando algo, el mar. Aunque no estás mirando nada, simplemente decidís no participar de la escena, no estar.
–La puta que lo parió –dijo la chica, se le había cortado la llamada–. Celulares de mierda.
Se notaba que sabía exactamente lo que quería de este mundo, y sabía también cómo conseguirlo.
–No son los celulares –dije, sin mirarla–. Es el país.
Chistó, la chica, hecha una furia. Los celulares que no andaban, los boludos que tenía que cruzarse en el ascensor, el tráfico para llegar al centro. No era eso para lo que se había preparado, y de seguro no era eso lo que se merecía. Llegaría adonde quisiera llegar, conseguiría lo que quisiera conseguir de este mundo. Después, eso pensé, se pondría amarga, se deprimiría. Después, qué importa después, rezaba el tango.
Hubo un ruido fuera de lugar, un metálico aleteo seguido de un prolongado raspón. Ruido como de cadenas, como si cediera un telón desde arriba. Se sacudió el ascensor, y se detuvo. Parpadeó la luz, bajó de intensidad.
–Qué mierda –dijo la chica.
–Sí –dije yo.
Nada, silencio. Tengo claustrofobia, la verdad, y el ascensor, si bien grande, era hermético. Me concentré en respirar.
–¡Qué mierda! –Gritó la chica. Comenzó a tocar todos los botones, la alarma. Dejó un dedo sobre la alarma que sonaba fuerte como el carajo pero parecía sonar más adentro que afuera, mientras daba pataditas contra los laterales de la cabina. Se encendió la luz, se volvió a apagar.
–¡Abran! –gritó– ¡Saquenmé!
Se me ocurrió pensar, en medio del susto, que no había usado el plural. Lo que quería era salir, ella. El resto del universo no importaba gran cosa. Detalles, detalles.
Nos hablaron por el parlante. Nos dijeron que se había cortado la luz en todo el centro y el generador había hecho cortocircuito. Nos dijeron que nos iban a sacar pero necesitaban un poco de tiempo. Nos dijeron que esperáramos.
–¿Qué? –La chica se agarró la cabeza con las dos manos.
–Que esperemos –dije. Intenté mantenerla calma, parecer tranquilo, pero había comenzado a transpirar como un loco–. Tengamos paciencia.
–¡Qué mierda! –Grito la chica– ¡Pelotudos, forros!
Esperamos. La chica intentó hacer un par de llamadas, pero dentro del ascensor no había señal. Yo intenté permanecer con los ojos cerrados y concentrarme en la respiración, pero sentí el aire caliente envolviéndome como una frazada y me empapé. Me sequé la frente con un antebrazo y fue peor, como si le avisara a la piel, como si mandara la orden que era el momento de transpirar más. Mucho más.
Esperamos pero no pasó nada. La chica volvió a tocar la alarma y un par de botones más. Era como viajar en avión, en medio del miedo, no había demasiado para hacer. Te acostumbrás, te entregás.
–No –dijo la chica, se desfiguró un poco, apoyaba la espalda contra la metálica pared del fondo del ascensor. Se apretó el estómago con una mano– ¡No!
–Mirá –le dije, me volví a pasar el antebrazo por la frente–, yo también estoy asustado, pero no podemos hacer nada. Nos van a sacar.
–No entendés –Me dijo la chica, dejó caer su cartera al piso, me miró.
–Sí, yo también estoy…
–¡No entendés, forro! –escupía cuando hablaba–. Necesito cagar.
–¿Eh?
–Me estoy cagando –dijo, no se rió–. A la mañana desayuno yogur, cereales, y fruta. Y voy al baño acá, en la oficina, antes de empezar el día.
–Bueno –dije–. Ya nos deben estar por sacar. Aguantá un poco.
–No –hizo un feo rictus con la cara–. No puedo. No puedo más..
–Bueno –dije otra vez. Hice una pausa, pensé. No se me ocurrió nada, tal suele ser mi costumbre–. Cagá.
Vi que no podía más, pero tampoco sabía qué posición adoptar, cómo hacer. Se levantó la pollera, ahora transpiraba ella también.
–Ponete en cuclillas –dije–, yo te tengo las manos.
Se puso en cuclillas, cerró los ojos, muerta de vergüenza. La sostuve mientras cagaba.
Cagó nomás, un par de bolitas negras y pestilentes. El olor era realmente repugnante, como si a pesar de su maravilloso cuerpo de algún modo estuviera podrida por dentro.
–Qué espanto –dijo, sin animarse a abrir los ojos, parafraseando quizás a su manera al Colonel Kurtz (the horror..). Se puso de pie, se subió la bombacha, se bajó la pollera.
Lo terrible era el olor, el olor a mierda pura inundándonos como una maldición bíblica, como una mancha que no se iba a ir nunca más.
Entonces el ascensor se empezó a mover. Subió, tres pisos primero, y empezó a bajar. Me miró, aterrada. Se agarraba la cabeza con las manos, cómo escapar de lo que se venía.
–No pasa nada –dije–. Quedate tranquila.
Tenía, además de un par de carpetas, un diario doblado. Agarré con dos dedos las bolitas de mierda y las coloqué dentro del diario. Llegamos a planta baja, se abrieron las puertas. Había más gente abajo, esperando, preguntando si había vuelto la luz, si se podía subir por las escaleras, si había sido un atentado.
Salimos apurados, ella llegó a la calle y cruzó casi sin mirar, sin darse vuelta para saludarme. Me quedé en la puerta del edificio, prendí un cigarrillo. Dejé el diario arriba del capó de un auto. Me olvidé del escribano, me entraron ganas de desayunar en un bar cualquiera, café con leche, medialunas. Mirar por la ventana, la gente yendo de acá para allá.