31.5.09

Trance

Existe un momento, yo no sé si dura un minuto o tres, yo no sé si uno está en algo llamado estado alfa, o qué, pero está estudiado, por aproximación, como todo. Es el minuto, o los tres, que duran cuando uno todavía no se ha despertado, pero tampoco está dormido. Uno emerge como un buzo idóneo que se ha animado, justamente, a bucear en las profundidades del inconsciente, llámenlo como quieran, no estoy aquí para hacer gárgaras mitad psicoanalíticas, mitad semánticas.
En ese momento donde me despierto, entonces, sin estar todavía despierto, en ese momento donde vengo de un lugar tan real como cualquier otro, veo con claridad que soy un faraón, un emperador, un rey. Veo una multitud que aguarda mi presencia para que los impregne de mi sabiduría, para que los esclarezca y les de algo de sentido a sus vidas, veo mis criados que terminan de preparar los manjares para el desayuno, mientras vírgenes vestales terminan de bañarme con el mayor de los cuidados, en absoluto silencio. Veo a mi perro Eke a un costado de la bañera, indiferente tal vez al cargo que le he conferido, hermano de sangre con plenos poderes.
Es todo tan real como inobjetable, me espera un día con las recompensas de un iluminado. Debo conducir el reino a un destino de grandeza, la gente me reverencia, confían en mí.
Abro los ojos, y te veo a vos, al lado mío, todavía dormida, con la boca ligeramente entreabierta y el cabello sobre la frente. Y es ese momento exacto en el cual no sé qué es mejor, de qué lado del sueño quedarme.

27.5.09

En la otra orilla

Terminado el colegio secundario, o entre los dieciséis y los diecisiete años para fijar alguna vana precisión, el noventa y tres por ciento de la gente, durante el noventa y tres por ciento del tiempo, se lo pasa pensando y haciendo cosas en conexión directa con el dinero (lo sepan o no). Se trabaja por dinero, se tiene un hijo y se necesita más dinero, se divorcia y se discute por dinero, se habla con amigos y se pide dinero, se toma alcohol añorando dinero (o una guitarra eléctrica, que cuesta, en fin, dinero), se sueña cómo sería despertarse con dinero (o con la guitarra eléctrica), y así. El dinero está allí, como un ácido, como un óxido, siempre presente, comiendo, alterando la esencia misma de las cosas.
Y de pronto, por una extraña combinación de azar y voluntad, unos pocos elegidos logran trascender el dinero, saltar la valla imposible que se come tu mayor esfuerzo, despejar el dinero de la trágica ecuación de la vida.
Es entonces cuando uno esperaría ver en esos genios o santos la luz de la sabiduría, la beatitud del nirvana, la paz en alguno de sus uniformes. Pero lo que se ve por lo general son unos imbéciles rematados, indignados en cualquier restaurante porque el molinillo para la pimienta ya no es lo que era, llorando como chicos porque una pelotita se les fue al bunker, mujeres con tanta silicona que uno podría apagarles un puro en una teta y no se darían cuenta.
Lo que quiero decir es que retirado el dinero, ese espacio de la desesperación más pura sólo puede ser llenado por algo absurdo, ridículo, trivial.

23.5.09

Tres meses, en ningún caso más de seis

Pasa, lo sé, que alguien me conoce, una mujer, y se involucra, por decirlo de alguna forma, conmigo, a la manera más o menos tradicional, como suele involucrarse una mujer con un hombre.
Y pasa un tiempo, no quiero generalizar, tres meses, no mucho más, en ningún caso más de seis, y la mujer cree que se ha agotado la experiencia. La experiencia de conocernos. Y la mujer, a la manera tradicional, también, me abandona, se va. Ha hecho pie en mí, y debe continuar su camino, su venturoso futuro que la aguarda a la vuelta de cualquier esquina. Porque si le ha pasado algo bueno que fue conocerme, razona, eso ha sido tan sólo el principio y no debe demorarse, porque le pasarán muchas cosas buenas, muchas cosas más. Siente, la mujer, que se le han alineado los planetas, que debe aprovechar su racha.
Así que la mujer se va. Y yo me quedo. Me iría, si esto fuera posible, con la mujer, pero no es posible, la mujer me lo impide de manera taxativa, así que me quedo conmigo.
Pero al poco tiempo, pasados tres meses, no mucho más, en ningún caso más de seis, la mujer no se siente bien, la mujer siente un curioso malestar. Descubre entonces, la mujer, que mi ausencia es desgarradora, que gran parte de su alegría era por interpósita persona, por radiación, por exposición, por contacto, como en el caso del saturnismo, como en el caso del uranio, si se trata de dar fútiles ejemplos.
Y la mujer descubre, un domingo a la tarde, que no encuentra otras fantásticas puertas para abrir, que tal vez el venturoso futuro le ha hecho trampa, y tampoco puede regresar a bañarse en el mismo río, que a Heráclito se le terminó el jabón.
Esos extraños momentos donde me fascina ser yo.

19.5.09

Biotipos

Existen tan solo dos tipos de actividades: las actividades que se hacen desde la exigencia, y las actividades que se hacen desde el placer.
¿Qué cómo hacés para darte cuenta cuál es cuál? Fácil. Las actividades que se hacen desde la exigencia son las actividades que se disfrutan al final, y las actividades que se hacen desde el placer son las actividades que se disfrutan en el durante.
Veamos alguna aproximación, algún atisbo de ejemplo. Comer se disfruta durante, correr se disfruta al final. Es fácil, ves, es fácil.
Ahora avancemos con los problemas. Si sos una persona sesgada a las actividades que se hacen desde el placer, entonces es muy sencillo, te gusta todo lo que hace mal, sos hedonista, autocomplaciente, dionisiaco, en nuestro ejemplo sos gordo, llamalo como quieras, en fin. Si sos una persona sesgada a las actividades que se hacen desde la exigencia, entonces es sencillo también, te gustan todos los desafíos, tenés un mandato monumental, contás las calorías, los kilos, los metros, querés ser campeón del mundo aunque no sabés de qué, en nuestro ejemplo sos uno de los tantos infelices que uno puede ver corriendo bajo un sol del once de enero, con gorrita, concentrado, ingiriendo bebidas de colores fosforescentes, mirando un absurdo reloj, y todo eso sin dejar de correr, mientras tu rostro refleja una profunda contrariedad.
Y listo, ya está, eso es todo lo que tenía para decirte sobre el tema. ¿No te alcanza? ¿Vos querías una moraleja? ¿Vos querías algo más?
Bueno. Si vos estás dentro del grupo de la exigencia, entonces no hay remedio. Es triste, es aburrido, y nada más. Tu ecuación de premios y castigos te impedirá ser feliz más allá de los logros que alcances, aunque sea un momento, como quien arranca con despreocupación un durazno del árbol de la vida.
Y si estás dentro del grupo del placer, tenés que saber que nunca serás bueno en nada. Las mieles de la excelencia te han sido negadas. Podés prender un cigarrillo o servirte otro whisky y recostarte en una reposera, eso sí.

15.5.09

Encuentro con Satán

Voy caminando, deben ser las siete de la tarde y voy caminando por una calle de mi barrio. Debo encontrarme con una persona, una persona cualquiera, para discutir un tema sin importancia. La calle en realidad no es una calle, es una avenida, y el movimiento es el habitual de esa hora de la tarde. La gente que trabaja en oficinas, la gente que trabaja en el centro, ha comenzado ya su proceso migratorio, huye, atraviesa los barrios por cielo, por tierra y por mar, tan rápido como es capaz. Sólo desea estar de vuelta, no importa adónde. Así como la salud puede ser definida como la ausencia de enfermedad, tal vez la vida consista en escapar de un lugar y luego de otro lugar, sólo para descubrir que uno ha llegado a un lugar del que desea escapar. El aerobismo no sería otra cosa que la última religión, la máxima expresión de la única necesidad.
Voy caminando, entonces, eso ya lo dije, por una avenida plagada de pequeños comercios donde nadie se esfuerza mucho por vender, lo que nadie desea en verdad comprar.
De pronto, sin ningún motivo particular, observo un automóvil estacionado al bordillo de la acera (he leído la expresión tantas veces que presumo que es la manera correcta de decirlo). Es un automóvil bastante viejo, de un color cremita que lleva unos tres años, quizás cinco, sin ser lavado. Está abierta la puerta del acompañante, y dos personas, un hombre y una mujer de mediana edad, todavía sobre la vereda, sostienen del brazo a una mujer, una mujer muy mayor, a la que acompañan los pocos pasos que hace falta dar hasta el automóvil.
En el automóvil, en su interior, en el asiento trasero, hay dos chicos de entre siete y once años de edad, una nena y un varón, que siguen la escena con urgencia y desinterés. Es fácil deducir que el auto es de sus padres, y sus padres son el matrimonio que ayuda a la mujer, a la mujer mayor, y la mujer mayor es la abuela, y esa es la escena. Y no tiene importancia. Y punto.
Pero tiene importancia. Yo conozco a esa mujer. Esa mujer fue mi dentista. Esa mujer fue mi dentista cuando yo era un niño. Esa mujer me hizo daño. Es ella, un torturado jamás olvida el rostro de su torturador. No tengo dudas.
–¡Usted! –me detengo, frente a ellos. La mujer levanta la vista, todavía preocupada en arrastrar sus fatigados pies, la mirada extraviada, algo de saliva en la comisura de sus labios– ¡Usted es la hija de puta más grande que yo vi en mi vida! –el hombre y la mujer se inquietan, pero tienen los brazos ocupados, no pueden soltar a la mujer mayor– ¡Usted me torturó! ¡Usted me aplicó cuatro anestesias para sacarme una muela, y después me dijo que la anestesia no prendía, y me sacó la muela igual! ¡De un tirón! ¡Me sacó la muela igual! ¡Usted usaba ese torno, y cada vez que escucho un zumbido similar siento deseos de llorar! ¡Usted decía que yo levantara la mano si me dolía, y entonces usted iba a parar! ¡Y yo levantaba la mano! ¡Y usted no paraba jamás! ¡Usted sonreía! ¡Usted me hizo llorar! ¡Usted mintió! ¡Cuando yo sabía que debería ir al dentista, sufría con una semana de anticipación! ¡Usted es Josef Mengele rediviva! ¡Usted no usaba anestesia para arreglar caries, para abaratar costos! ¡Usted es la reencarnación del mal sobre la faz de ésta pútrida tierra!
–Oiga, un momento –habla el hombre. Es el hijo. Usa una barbita candado, y gruesos lentes. Se lo ve algo fatigado por el esfuerzo de cargar a su madre.
–¡Callate, infeliz, porque te voy a matar acá delante de tu absurda madre! ¡Y voy a violar a tu señora a pesar de su inconcebible fealdad! ¡Y voy a quemar a tus hijos con un cigarrillo! ¡Y voy a destrozar ese ordinario automóvil a patadas! ¡Y me voy a comprar un helado y me voy a sentar a ver cómo pataleás, vieja de mierda, hasta que el ataque cardíaco arrase con tu asquerosa existencia! Te odio, hija de puta, te odio de verdad, y espero que agonices un largo rato con un brazo extendido sin poder alcanzar el blister de aspirinas sobre la mesada, que tu última visión sea un blister de aspirinas en lo alto de tu triste cielo de yeso mientras una de tus mejillas se enfría sobre las ridículas baldosas del piso de tu cocina.
Me apoyo contra una pared, necesito reponerme, tomar aire para poder continuar.
–Yo –dice la vieja, la Doctora Golbfard, la encarnación del mal– yo, yo soy –tiene la mirada acuosa detrás de sus gafas, su voz es un graznido, pone su último esfuerzo en balbucear–… Yo soy arquitecta.
–¿Ah, sí? –me acerco y me agacho un poco, mi rostro a unos tres centímetros de su rostro–. Puede ser, entonces me equivoqué de persona, pero es parecida. Buenas tardes.

11.5.09

Dejá de llorar

Estoy en un bar, dónde podría estar. Es muy temprano, las ocho de la mañana o menos, la hora donde la ciudad flexiona las rodillas y sale a tirar patadas hasta que a nadie le queden ganas de soñar.
El bar es un bar de barrio, poca gente, sin los colmillos a flor de piel de los que van al microcentro a morir, pero primero a matar. Hay una mesa ocupada, en realidad tres, pero los solitarios no cuentan, los solitarios miran por la ventana o fuman o piensan o se conforman con estar del lado de adentro del cristal. Hay una mesa, entonces, una mesa con cuatro integrantes, papá, mamá, nene, nena. El nene, porque es el nene el que ha captado mi atención, llora. Llora como si fuera la actividad para la que se preparó toda la vida, llora como si, después de esta vez, no fuera a llorar nunca más.
Intento seguir con mi vida, leer, garabatear un par de palabras en un cuaderno gastado de tanto manoseo. Pero no es posible, lo que equivale a decir que es imposible. El nene no para de llorar. Debe tener siete años, un flequillo que se aparta de la frente con un antebrazo, pero que de inmediato vuelve a caer, y mocos que van cayendo en dos surcos y que él se encarga de ir sorbiendo, pero sólo en parte. Tiene la taza de café con leche con ambas manos, pero no toma. Y llora, y su llanto, cada tanto, sube en intensidad, y luego desciende a la intensidad original, a esa intensidad media, pero no desaparece.
La madre ha intentado hacerlo callar, dos veces, pero ha perdido la fe, conoce al chico desde hace demasiado tiempo y sabe que el chico, su llanto, no va a cesar. El tema que atormenta al chico es una visita al dentista, o un partido de fútbol que se le ha prometido como contraprestación, como recompensa, en una negociación en la cual se lo ha engañado, no le han cumplido y eso lo decepciona profundamente. Y a falta de herramientas, el chico elige llorar.
La hermana del chico debe ser tres o cinco años mayor, disfruta viendo que su hermano es el problema, y elige portarse bien, sólo para mostrar que está en la vereda opuesta. El padre no habla, se hunde en su café con leche y no habla, porque necesita algo de fuerza para enfrentar las próximas doce horas de lo que sea que le espere. La madre unta una tostada con particular desinterés, y con queso descremado o desquesado también, por hacer algo y mantener las manos ocupadas. El fastidio como una bufanda transparente.
El chico retoma su berrinche. Ha juntado un poco de aire y tiene más fuerza. Eleva su planteo a un mundo que no lo comprende. El dentista, el partido de fútbol, el dolo, la injusticia, la maldad.
Me pongo de pie, me acerco hasta su mesa.
–No llorés, pichón –le digo–. Dejá de llorar que esto recién empieza. Ya vas a tener oportunidades para vengarte, o de repetir la historia de estos forros, seguramente de entregarte, o de intentar escapar. Pero mientras tanto, por ahora, tomate el café con leche y no llores más.

7.5.09

Trompada de mono

cabalgando sobre el vulgar fastidio
de tu vida
tu conciencia enjabonada de mentiras
más o menos clásicas
te permite dar el salto en largo de la noche
mientras miles de almohadas se impregnan
de penas
difíciles de clasificar
para los amantes de los insectos y las prácticas
aberrantes.

aunque la química y los fenicios estén de tu lado
mi cuchillo de duda contempla el tajo por el que
vas a sangrar
cada sonrisa.

3.5.09

Derecho de propiedad, lección # 47

Estás en una oficina. Trabajás en una oficina, es algo que no pudiste evitar. Y entre las cosas que hacés para poder soportarlo, tomás café, mandás un mail a alguien que no conocés, cogés con alguien porque está cerca, comprás el diario aunque todos los diarios estén disponibles por Internet.
Y hay alguien, porque en las oficinas siempre hay alguien, que te lee el diario. Pero no te lo pide, no, no dice ‘por favor’, o ‘me fijo una cosa y te lo devuelvo enseguida’, o ‘muchas gracias’. De ninguna manera, porque eso implicaría reconocer que se trata de una rata miserable que tal vez tiene un automóvil de cincuenta y tres mil dólares pero no está dispuesto a gastar dos pesos. La gente es así, tiene una insensata fascinación por todo aquello que pueda ser gratis, no vale la pena razonarlo ni intentar.
Y ese alguien ha descubierto que vos salís a almorzar, y dejás el diario sobre el escritorio. Y ese alguien sabe a qué hora salís a almorzar. Y cuando vos no estás, ese alguien se acerca a tu escritorio, y agarra tu diario, sin pedir permiso, y lo lee mientras come una milanesa fría que trajo de su casa, o lo lee mientras se va a cagar.
Cuando vos volvés, de almorzar, el diario está sobre el escritorio, con una mancha de tomate o de mierda pura, y está doblado distinto a como vos lo dejaste, o alguien lo ha usado para entrenar para el panamericano de sudoku, o alguien le ha hecho un pequeño recorte de algo que necesitaba, y vos te das cuenta de inmediato pero ese alguien está sentado, lejos de tu escritorio, haciéndose el distraído o hablando por teléfono, sintiendo que es capaz de leer tu diario sin pagarlo ni avisarte, sintiendo esa minúscula victoria crecer y desarrollarse como una oruga, sintiendo que tal vez eso le salve el día y le permita saberse un tipo astuto y especial.
Aquí viene el procedimiento. Antes de irte a comer, antes de dejar el diario sobre el escritorio, uno debe tomar unas tijeras. Se coloca el diario, que para ser leído debe estar en una posición que podríamos definir como vertical, se lo coloca, entonces, sobre el escritorio, de manera horizontal, con el manojo de hojas dispuestas a ser leídas, ese lateral por el cual uno debería usar los dedos para pasar las hojas, de frente a uno. Y se hace un corte, de todas las hojas, de una sola vez, justo por la mitad. Debe ser un corte limpio, recto, pero no total. Hay que detener la tijera entre uno y tres centímetros antes de llegar a la otra punta, al otro extremo. Se trata, la maniobra, su originalidad, consiste en que el corte no sea total. Allí descansa todo el procedimiento.
Se guarda la tijera. Se deja el diario en posición de ser leído. Y uno se va a comer.
Cuando uno no está presente, ese alguien se acercará a tu escritorio, puede que incluso se siente en tu silla, y se prepare a leer el diario. Tras sondear los títulos de la tapa, procederá a intentar dar vuelta una hoja, la primera hoja.
Pero entonces descubrirá que consigue dar vuelta la mitad de la hoja, la mitad superior de la hoja, si ha puesto sus dedos en el extremo superior derecho del diario, porque la mitad inferior de la hoja no se mueve, se queda quieta.
Ese alguien descubre, que para dar vuelta la hoja debería usar las dos manos, para lograr que las dos mitades se muevan al unísono, y no una mano. Porque cuando intente dar vuelta la hoja, la siguiente hoja, vuelve a descubrir que sólo consigue mover, como en su intento anterior, media hoja.
Lo que le sucede lo desmotivará un poco, le generará un curioso fastidio, porque leer el diario teniendo que pasar las hojas con las dos manos, en lugar de con una, no es lo mismo, no tiene la misma gracia.
Pero el diario lo compré yo, es mi diario. Y yo considero que para vos leerlo debiera ser más difícil, te tiene que costar un poquito más.