Leticia sabía que lo que debía soportar para continuar con su estilo de vida no era tan grave. Siete minutos durante la cópula, lo había leído en un libro. Una vez por semana Eduardo, por lo general los domingos a la mañana o los sábados a la hora de la siesta, se le echaba encima.
Leticia cerraba los ojos y pensaba en otra cosa. Jadeaba un poco, daba tres o cuatro soplidos, o decía ‘Aaa’, y otra vez ‘aaa’, o ‘sí, sí, así’, y listo. Eduardo aceleraba un poco y emitía un ronco gruñido para luego echarse de lado y quedarse dormido.
Los chicos crecían bien, Leticia vivía en un regio barrio privado, iba al gimnasio. Había cumplido 41 pero todavía tenía todo más o menos en su lugar. Veraneaba en Punta del Este y la miraban cuando se tiraba a tomar sol. Estudiaba pintura con un pintor reconocido que le enseñaba a pintar naranjas y jarrones y a veces la cogía. No era su único amante, también había un chico de menos de treinta, cadete del estudio de arquitectura, con abdominales bien marcados y el cabello largo.
Leticia cenaba los miércoles con sus amigas, cambiaba de amante y cambiaba la camioneta cada dos años, la vida no se había ensañado con ella. Se aburría un poco y a veces, viendo películas de Meg Ryan o de Sandra Bullock le entraba una congoja, unas ganas de llorar. Se fumaba un par de cigarrillos mentolados, iba a la peluquería.
Un sábado a la tarde Leticia se preparaba para el clásico ataque de Eduardo con el televisor encendido, pero Eduardo se paró, fue a la cocina y volvió con un vaso de jugo de pomelo rosado.
–Deberíamos separarnos –dijo Eduardo, y se sentó en la cama. Le explicó que no tenía demasiado sentido seguir juntos si ya no se querían. Sabía Eduardo y se lo dijo, de los amantes de Leticia. También le dijo que el dinero no sería un problema. Él estaba dispuesto a dejarle la casa y alguno de los autos. Se iría a vivir a un departamento que tenía sobre la calle Talcahuano. Vendría a buscar a los chicos todos los fines de semana. Ella tenía derecho a ser feliz, dijo, a rehacer su vida. Lo mejor era conservar una buena relación, separarse en los mejores términos. Ella era una buena mujer a pesar de todo, él lo sabía.
Ella se puso a llorar, dijo que no, que jamás había pensado en separarse.
–No entiendo –dijo ella–. Si estamos bien.