30.1.22

Siete minutos


Hacía tiempo que Leticia no quería más a su marido. Más de diez años de matrimonio, doce para ser precisos. Tenía dos chicos y una más que buena posición económica. Eduardo era escribano, un escribano reconocido.
Leticia sabía que lo que debía soportar para continuar con su estilo de vida no era tan grave. Siete minutos durante la cópula, lo había leído en un libro. Una vez por semana Eduardo, por lo general los domingos a la mañana o los sábados a la hora de la siesta, se le echaba encima.
Leticia cerraba los ojos y pensaba en otra cosa. Jadeaba un poco, daba tres o cuatro soplidos, o decía ‘Aaa’, y otra vez ‘aaa’, o ‘sí, sí, así’, y listo. Eduardo aceleraba un poco y emitía un ronco gruñido para luego echarse de lado y quedarse dormido.
Los chicos crecían bien, Leticia vivía en un regio barrio privado, iba al gimnasio. Había cumplido 41 pero todavía tenía todo más o menos en su lugar. Veraneaba en Punta del Este y la miraban cuando se tiraba a tomar sol. Estudiaba pintura con un pintor reconocido que le enseñaba a pintar naranjas y jarrones y a veces la cogía. No era su único amante, también había un chico de menos de treinta, cadete del estudio de arquitectura, con abdominales bien marcados y el cabello largo.
Leticia cenaba los miércoles con sus amigas, cambiaba de amante y cambiaba la camioneta cada dos años, la vida no se había ensañado con ella. Se aburría un poco y a veces, viendo películas de Meg Ryan o de Sandra Bullock le entraba una congoja, unas ganas de llorar. Se fumaba un par de cigarrillos mentolados, iba a la peluquería.
Un sábado a la tarde Leticia se preparaba para el clásico ataque de Eduardo con el televisor encendido, pero Eduardo se paró, fue a la cocina y volvió con un vaso de jugo de pomelo rosado.
–Deberíamos separarnos –dijo Eduardo, y se sentó en la cama. Le explicó que no tenía demasiado sentido seguir juntos si ya no se querían. Sabía Eduardo y se lo dijo, de los amantes de Leticia. También le dijo que el dinero no sería un problema. Él estaba dispuesto a dejarle la casa y alguno de los autos. Se iría a vivir a un departamento que tenía sobre la calle Talcahuano. Vendría a buscar a los chicos todos los fines de semana. Ella tenía derecho a ser feliz, dijo, a rehacer su vida. Lo mejor era conservar una buena relación, separarse en los mejores términos. Ella era una buena mujer a pesar de todo, él lo sabía.
Ella se puso a llorar, dijo que no, que jamás había pensado en separarse.
–No entiendo –dijo ella–. Si estamos bien.

20.1.22

Bienvenido bienvenido amor


Durante mucho tiempo Alicia creyó que el amor era una caminata de la mano a la salida del colegio. Un chico de sonrosados cachetes con una flor en la mano, una lata de gaseosa compartida. Cartas escritas en hojas mal arrancadas de un cuaderno, respuestas de un rosa fuerte llenas de corazoncitos dibujados con una temblorosa mano. Y promesas que superaban las leyes de la física.
Después hubo un tiempo en que Alicia creyó que el amor era una peluda entidad embistiendo contra ella, ella siendo atravesada por el urgente tren del deseo, ella abrazando hasta que se apagaran los jadeos del animal satisfecho contra su pecho, ella arqueando la espalda y empujando también hacia atrás, contra peludos muslos y alguien que le tiraba del pelo.
Después vino una etapa en que Alicia creyó que el amor era cotidianeidad, compañía. Levantarse a la mañana y rascar un brazo que no era suyo, escuchar a alguien lavándose los dientes del otro lado de la puerta del baño, ver una película en el living mientras alguien fumaba o terminaba su whisky. El ruido del hielo golpeando contra las paredes del vaso, particular, característico, inconfundible.
Y después Alicia se dio cuenta que el amor podía ser cualquier cosa. La lluvia contra una ventana o el humito saliendo del café con leche o un perro que salta a tu encuentro y parece inagotable de agudos ladridos o la fragancia de la ropa recién lavada o un pedazo de chocolate con avellanas. Porque el amor jamás había existido, el amor era un estado de la mente.

10.1.22

Última vértebra


Hago un movimiento, irrelevante por cierto, ínfimo, hacia delante y hacia el costado, inclino mi cuerpo. Para guardar ropa sucia en una bolsa, en una bolsa donde suelo guardar la ropa sucia antes de llevarla a lavar.
Escucho un ‘cric’ apenas, casi inaudible, en la base de mi espalda, un sonido similar al de partir un cigarrillo entre los dedos.
Y se desata el caos. Caigo al piso. La columna deja de sostenerme. Dolor en estado natural, dolor puro. Algo, la última vértebra, ha tocado un nervio. El dolor me ha tirado al piso.
Es ridículo, lo sé, pero he caído como si me hubieran pegado un piedrazo. Siento un pavoroso adormecimiento detrás de las piernas y sé, porque lo sé, porque lo siento, que no podría ponerme de pie aunque me fuera la vida en ello.
Al dolor le sigue el miedo, el miedo de morir ahí sobre el parquet, de inanición quizás por no poder llegar hasta el teléfono para pedir una pizza o socorro. Intento arrastrarme pero no, tampoco puedo. Quedo de espaldas, los brazos en cruz, junto a la bolsa de basura tamaño consorcio que uso para juntar la ropa sucia de la semana.
Nada, cierro los ojos, sé que moriré ahí, mientras el dolor agujerea la espalda como un aplicado pájaro de filoso pico.
Pero sucede algo extraño además, al mismo tiempo. Mientras me duele, mientras me duele y me aturde y es el dolor más profundo que yo pueda recordar, descubro. Descubro que mientras me duele, mientras el dolor baila su lacerante danza sobre mi atribulado cuerpo, ya no importa. No importa si me dejaste, no importa ese feo rayón que le hice al auto de la manera más absurda en el estacionamiento de la calle Beruti, no importa si jamás pude escribir un cuento decente. No importa si no volveré a tomar un vaso de vino rojo con un pincho de tortilla en Madrid algún otro diciembre.
El dolor es una experiencia totalizadora como quizás ninguna otra y no importa, mientras el dolor duele, nada más. Nada de nada.
Entonces, desde el piso me brota una carcajada venida de quién sabe dónde. Me duele y me río.