30.7.24

Algo relacionado con el uso excesivo de la fuerza


Te tengo que decir algo fuerte, es difícil, son temas de una profundidad tremenda y quizás no estás preparada. Sí sentate si querés, pero no pichona, dejar qué, cómo te voy a dejar si sos lo mejor que me pasó en la vida. Me levanto a la mañana cuando te quedás a dormir y no lo puedo creer, te veo ahí al lado mío durmiendo con el flequillo sobre la frente y me dan ganas de arrodillarme al lado de la cama y rezar, decir una plegaria de agradecimiento.
¿Qué? Ah, sí, que te iba a decir algo importante, bueno, sí, ahí vamos.
Mirá, no me gusta que me chupen la pija.
Nooo, pará, no te pongas así. Qué puto ni que no puto, si a los putos también les gusta que les chupen la pija, pero por tipos supongo y entiendo. No tiene nada que ver con lo que estamos hablando.
Es un tema técnico, no, ya te dije que no. No tiene nada que ver con vos, no hiciste nada mal, no me lastimaste. ¿Me dejás hablar?
El tema es así, me gusta que me chupen la pija, claro que me gusta que me chupen la pija, me encanta que me chupen la pija, quedate tranquila. Pero acá viene la cuestión, no tanto que me la chupen. Que la tengan en la boca se podría decir.
Es una diferencia no menor y para nada sutil, porque la gente tiene mucha pornografía encima, supongo que es el signo de los tiempos. Entonces vos vas y te prendés a la pija como una garrapata y empezás a cabecear como un oso hormiguero succionando como si tuvieras que raspar el fondo del tarro donde quedó la última cucharadita de miel de la vida misma.
Pero no, eso me incomoda un poco y quizás en parte me intimida, no es lo que yo preciso. Lo que me gusta, lo que me sirve a mí, es que la pija, mi pija, descanse. Descanse en una boca, en tu boca claro, porque la pija descansa y se siente muy cómoda, es un estímulo placentero pero no excesivo. Y sí claro, hay un crescendo, puede haber algún ínfimo movimiento de la parte receptora que serías vos, o que el portador de la poronga, de la pija propiamente dicha o sea yo, en algún momento acelere un poco de algún modo, intensifique el contacto de la herramienta dentro del recipiente por decirlo así buscando el resultado por todos conocido.
O sea, en algún momento algo, la plácida criatura descansando en el líquido amniótico de la vida misma si nos ponemos poéticos, despertará, abrirá los ojos, y es probable que con algunos movimientos no demasiado efusivos eyacule como un chancho pecarí, como un maldito mono carayá. Adentro de tu boca, claro.
Y eso es todo lo que tenés que saber por ahora. Y puede que no haya sido así desde siempre, desde muy jovencito ahora que me lo preguntás y que lo pienso. Lo importante es que quizás como en tantos otros órdenes de la vida no haga falta que te exijas tanto, no es necesario hacer gran cosa. La experiencia resulta de lo más satisfactoria sin que sea preciso tan elaborado esfuerzo. Sucede igual.

20.7.24

Tantos Rodolfos


Pasa algo, nada genial desde ya, hace rato que no me suceden cosas geniales. Las cosas geniales pasan hasta los treinta años, treinta y cinco como mucho. Lo que queda después bueno, fatiga de materiales, decadencia y caída. Podríamos decir, la vida.
En fin. Tenía que reunirme con uno por un tema, un tema de laburo, pero después de la pandemia el laburo ya no es lo que era antes, demos gracias a Dios por eso. Quiero decir, ya no es necesario que las reuniones sean en la oficina, uno puede tener algo de libertad ambulatoria, reunirse en cualquier lado.
Y eso hago, cito a A. en un bar de chacharita, por lacroze, a las 11 de la mañana.
Camino un poco, llego antes, hace frío pero el bar tiene mesas sobre la vereda y una especie de carpa de nylon que no protege de nada pero para el viento. Y la gente se sienta adentro del local, claro, porque es más calentito o para agruparse. Y yo me siento afuera entonces, claro también.
Eso es todo o casi todo lo que tengo para contar, lo que quiero contar, ya llego.
Llega una mujer. O no llega, la traen, porque está en silla de ruedas. Es muy mayor, la mujer, se nota que le han cepillado un poco el pelo hacia atrás, entre blanco y gris. Tiene manchas, esas manchas tan características que te deja el paso del tiempo en el rostro, en las manos. La trae una enfermera. La enfermera es realmente un mamut, una mujer de más de cien kilos que bufa y resopla mientras corre una silla para poner directamente la silla de ruedas, con la mujer, a la mesa. Afuera claro, porque es más cómodo. La enfermera, que es realmente una heladera de dos puertas y lleva un uniforme azul y un pulover, acomoda a la mujer y se sienta a su lado, ambas frente a mí.
Viene a atenderlas un mozo, chiquito, con barbita candado y el cabello imitando el corte de algún jugador de fútbol. Es muy afeminado y excesivamente amable. Le dicen que todavía no le van a hacer el pedido porque están esperando a alguien. El chico se va, la mujer saca un celular de su abrigo e intenta parecer mundana y desenvuelta, pero se nota que apenas puede manipular el pequeño artefacto. Le tiemblan las manos. La enfermera ha sentado a la mujer en el bar, ése era su encargo, y se desentiende por completo. Está aburrida, de la vida y de la mujer y de su trabajo. Mira su reloj.
Mientras tanto pasa gente, por la calle. Gente que sale de una verdulería con alcauciles y zanahorias, chicos con gorritas con visera y miradas ávidas que buscan algo para robar, suenan las bocinas de los automóviles. La ciudad se ha vuelto la mierda más pura o quizás fue siempre así pero yo no me daba cuenta porque estaba ocupado o entusiasmado con algo que no consigo recordar. Pienso en eso.
Llega entonces el otro invitado. Es un hombre mayor, mayor todavía que la mujer que lo aguarda, y en silla de ruedas también. Tiene las venas muy azules marcadas sobre un cráneo que parece un huevo a punto de romperse y yo no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando eso suceda. Le han puesto un buzo polar que le queda grande, y el hombre tiene las manos sobre el regazo. El buzo es color verde botella, reconozco la marca por el logo de una suerte de montaña.
Al hombre lo trae otro hombre, otro enfermero o cuidador, debe tener unos cincuenta años y tiene bigote, algo de rulos, nada en él llama excesivamente la atención.
El cuidador hace de maestro de ceremonias, saluda a la mujer con una sonrisa excesiva y un beso en la mejilla.
–Cómo está, Rodolfo –dice la mujer.
–Bien, Rosita, bien, me duelen las rodillas de tanto subir al podio –dice Rodolfo, mientras corre otras sillas para acomodar al hombre que ha traído. El hombre en silla de ruedas debe ser un familiar de la mujer, quizás un primo, quizás un hermano.
Y yo que no tengo nada para hacer mientras espero que venga la persona que debo ver, presto atención y sé que me molesta Rodolfo. Me molesta su bigote y su ropa ordinaria y las boludeces que dice, veo claramente que el hombre se ha ido yendo a pique y no le ha quedado otra alternativa que trabajar de enfermero o cuidador de ese pobre viejo.
Vienen a tomarles el pedido, otra vez.
–Bueno –dice Rodolfo–, vamos a pedirle a mi amigo un asado con papas fritas…
Se ríe, Rodolfo, y se ríe Rosita. El hombre que ha traído Rodolfo no se ríe, tampoco gesticula. Es evidente que su situación vital es mucho más comprometida, además de la edad. Ha debido tener un ataque o algo que lo ha dejado prácticamente incapaz de moverse.
Me entra un mensaje al teléfono, A. me avisa que va demorado, que va a tardar como media hora. Corto, puteo un poco, miro el tráfico.
Y entonces pasa algo. Vuelvo a prestar atención a la mesa, a la mujer que mira a su primo o a su hermano y que apenas puede probar su café con leche, al paquidermo que bufa y mira su celular y espera que se pase el tiempo, al pobre hombre que no puede mover ni sus pies ni sus manos y que está mucho más cerca del reino vegetal que del animal.
Y ahí está Rodolfo, contando algún chiste de hace más de treinta años que le contó el mismísimo facha martel, acercando la taza de café con leche a los labios del pobre hombre que babea, limpiándole la cara con una servilleta, riendo, gesticulando, contando una anécdota de una pelea de mano de piedra durán, sosteniendo como puede los frágiles piolines de esa mesa que se derrumba, tratando que parezca una reunión normal, familiares que se encuentran porque se quieren ver y tomar algo.
Y por un momento quizás recuerdo los últimos versos de ‘los justos’, y sé que Rodolfo está haciendo lo que puede por salvar al mundo y me dan ganas de pararme, de ir hasta la mesa y pedirle diculpas y abrazarlo y decirle ´gracias, loco’.

10.7.24

El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial


Mirá, fue de casualidad, así es como se producen los descubrimientos. Me estaba cogiendo a una francesa, o sea una piba de Francia que había venido a la Argentina a estudiar no sé qué. La verdad que la piba cogía con entusiasmo, con alegría, y para mí eso era más que suficiente. Me pedía que la lleve a comer a parrillas, a bodegones, y después íbamos a coger. Se levantaba a la mañana de buen humor, se bañaba pero no mucho, una enjuagada apenas, tomábamos un café y se iba fresca como un tomate. Alegría.
Y alguna vez haciendo tiempo para entrar a un cine o porque sí, habíamos entrado a alguna librería. Hubo un tiempo que fue hermoso, no, digo, hubo un tiempo en que yo creí que estaba destinado a ser el mejor escritor de la argentina, y eventualmente del mundo. Sabía que tenía una misión, la misión de contar, no sé, de escribir. Y durante esa época, es de lo más natural si querés escribir, leía. Compraba libros, iba a librerías.
Pero se me había ido pasando, la vida desde ya en general, y eso de escribir en particular. El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial, que no tenés nada para decirle al universo pero que aún así vas a tener que seguir viviendo. La vida que te va pasando la lija triple cero por las bolitas hasta que no podés más, lavarse los dientes, pagar el gas. En fin.
Y al haber pasado mi tiempo de escribir creí que había pasado también mi tiempo de leer, así que había dejado de ir a librerías.
El asunto fue que entré a una librería con la chica francesa, y A. me hizo un comentario. Me dijo algo como ‘acá, en esta librería, hay más libros de Foucault que en toda Francia. No sé qué carajo les pasa en Argentina’. No lo dijo exactamente así desde ya, lo dijo algo risueña y sorprendida y mechando un poco alguna palabra en francés que yo no entendía pero que sonaban hermosas. Pero eso fue lo que dijo.
Sí, no va a ningún lado lo que te estoy contando pero no me jodas, es mi manera de estar en el mundo, soy así. No, no tiene nada que ver con la tristeza de saber que uno no tiene nada para decir, que la vida no tiene ningún propósito en particular (el glorioso mantra de Richard Sylvester: hopeless, helpless, meaningless), ni con la chica francesa que terminó lo que tenía que hacer en la argentina y se volvió a Francia.
Pero el otro día estaba haciendo tiempo antes de entrar al laburo, pasé por una librería, me senté en un bar a tomar un café, me acordé de la chica francesa. Y ahí me di cuenta.
Me di cuenta que no hacía falta ni saber francés ni leer a Foucault, pero que se podía contestar prácticamente todo, cualquier pelotudez que te preguntaran. Usando los títulos, los títulos y nada más, de los libros de Foucault.

Ejemplo 1.
–Che, Juan, ¿vos qué opinás del matrimonio igualitario?
–Bueno –dije yo–. Ni apocalípticos ni integrados.

Ejemplo 2
–No tengo pastrón –dice el chino del supermercado, que además tiene la fiambrería o algo parecido a una fiambrería adelante, junto a la caja–. Pero tengo salchichón.
–Ay, maldito hijo del sol naciente –respondo–. Las palabras y la cosas.

Ejemplo 3
–La puta madre que te remil parió, Hundred –El tipo tiene barba candado y se peina con gel, debe medir más de un metro noventa, se lo ve atlético y enojado–, dice mi hermana que además de no llamarla nunca más, le quedaste debiendo guita.
–Vigilar y castigar –digo y enciendo un cigarrillo.

Listo, no hace falta más, creo que ya entendiste la idea. Lo interesante es que vos decis un título de algún libro de Foucault y la gente se queda pensando. Te lo digo porque lo tengo bien estudiado.