30.1.19

Un día de calor


Un día de verano, un día de verano cualquiera. Si lo hacés en Buenos Aires, conviene que sea un día de Diciembre, o un día de Enero. Si lo vas a hacer en Düsseldorf no sé, a mí qué carajo me importa lo que pasa en Düsseldorf. Yo vivo acá.
Agarrás entonces, un día que haga más de treinta grados. A la mañana, después de desayunar, te vestís para ir a trabajar, como todos los días. Te preparás para salir. Pero.
Acá viene el detalle. Te abrigás. Te abrigás como si fuera el día más frío del año, como si hiciera ese frío que hacía cuando eras chico y tenías que ir a la escuela y te pinchaban los dedos, del frío, claro. Ese frío que pareciera que nunca existió pero vos estás seguro de haberlo vivido. Un frío que pasó de moda, se dejó de fabricar.
Te abrigás a más no poder. Campera, bufanda, guantes puede ser también.
Y salís así, como si fuera un día cualquiera. Vas a seguir con tu vida. Vas y te metés en el subte, o hacés algún trámite en el banco. Vas a la oficina, entrás a un bar a tomar un café, te encontrás con alguien que te conoce, por la calle. Un día cualquiera, un día de lo más normal. Vos estás emponchado como si estuvieras en el Polo Norte, mientras el sol te achicharra la cabeza. Hay gente, en las plazas, en cueros, tomando sol.
Y alguien, alguna persona, se va a animar. A preguntarte. Qué hacés así, tan abrigado, si hace treinta y cuatro grados a la sombra. Qué carajo te pasa.
Pero vos no contestes nada. Llevás tanto pero tanto tiempo sin poder soportarte, a vos mismo, cada estúpida cosa que te pasó en la vida. Sos pura incomodidad, el clima es anécdota.

*https://www.youtube.com/watch?v=UZChO9l78Zg

20.1.19

Desayuno en Imperio


Hace poco pasé una noche por ‘Imperio’. Canning y Corrientes, claro, Villa Crespo 90210. Eran como las doce de la noche. Paré el auto en cualquier lado y bajé a comer un par de porciones de pizza. El lugar me trae recuerdos de la adolescencia, me dieron ganas.
Mientras esperaba que me sirvieran me acordé una cosa, una anécdota vivida allí, llamalo como quieras. Una de tantas.
Era joven, no tenía ni veinte años, volvía de bailar. De Cinema, que era el sitio donde antiguamente, pero más antiguamente, había estado el cine Atalaya.
Me había ido mal, como de costumbre. Yo era feo de chiquito, desde siempre, no tenía flequillo y me vestía como podía porque en casa no había dinero para esas boludeces. Era tímido, además, me ponía colorado, transpiraba.
Conclusión, tomaba como un forajido alcohol de bajísima calidad, para darme ánimo. Iba con mis amigos a bailar pero yo no quería bailar, quería estar con una chica, reírme, sentirme querido. Y coger, desde ya, coger era una pulsión indomitable. Bueno, pero no me salía nada, nada de lo que yo quería, así estaban las cosas. Lo único que quedaba era esperar al siguiente sábado para volverlo a intentar. Repetir el experimento y esperar un resultado diferente. Locura, diría Einstein (pero Einstein no iba a bailar a Cinema).
Sigo. Me fui del boliche, debían ser las cinco de la mañana. Me encontré con mi amigo D. antes de salir. Le dije que me iba, me dijo que se venía conmigo.
Raro, que D. se viniera, porque a él le iba bárbaro con las minas. Siempre estaba en los reservados, metiendo las manos por debajo de una pollerita, riéndose, con su peinado con gel y sus camisas con algún bordado sobre el cuello (eran la última moda).
Pero D. me dijo que se venía conmigo, quería charlar de algo, de cualquier cosa. D. siempre me consultaba sobre sus planes de cómo pensaba hacerse millonario. Yo lo escuchaba, asentía, mientras no podía dejar de pensar qué carajo tenía que hacer, yo. No, no para ser millonario, para poder tocar una teta. Porque yo no tenía la más puta idea de cómo iba a hacer para tener guita, pero tampoco sabía cómo hacer para coger antes que me estallaran los huevos por el aire. Así era mi complicada vida.
–Qué hacemos –dijo D.
–Vamos a Imperio –dije yo.
–Sí, vamos –D. saludó a una piba, le dio un beso en la boca mientras la chica intentaba retenerlo de un brazo para que no se fuera–. Estoy muerto de hambre.
Caminamos las siete cuadras, hacía un frío del carajo. Llegamos a Imperio, apenas iluminado. Dos o tres mesas ocupadas, algún viejo desayunando. Un perro atado afuera a un poste de luz, ladrando con angustia y método.
Sacamos ticket, pedimos nuestras porciones de pizza en la barra. Y una cerveza de litro. Estaba Angelito, todavía. Nos saludó, nos conocía.
–Pará –dijo D. –. Teneme un minuto.
Se sacó la campera y me la pasó. Fue hacia el salón. Tomó carrera.
Dio un salto. Y le dio una furibunda trompada a un viejo que estaba sentado, de espaldas.
El viejo salió despedido hacia adelante, se cayó de la silla. Se le rompió la taza de café con leche que tenía en la mano. Se le cayeron los lentes, también. Quedó, el hombre, aturdido, desparramado en el piso entre las mesas y las hojas del diario. Le sangraba el rostro.
–¡Hijo de puta! –Gritaba D. señalándolo con un dedo– ¡Vos cagaste a mi viejo, mierda!
–¿Eh?
–Pará, flaco, qué hacés. –Un mozo ayudó a levantar al hombre, que todavía permanecía aturdido por el golpe. Mareado, sentado entre las mesas, intentaba rearmar sus anteojos.
–¡Vos cagaste a mi viejo, hijo de puta! –Daba saltitos, D., preparándose para volver a atacar. Le salía espuma de la boca.
Entró el pibe que repartía diarios a ver qué pasaba. Una señora que esperaba el colectivo, se asomó detrás del vidrio y se puso a llorar.
–¡Bueno, se van de acá! ¡Se van ya! –Angelito había salido de atrás del mostrador, cuchillo en mano– ¡Tomenselás!
Nos fuimos. Tuve que darle un par de empujones a D. para que me siguiera.
–Vámonos, boludo. Que van a llamar a la policía.
Nos fuimos por Corrientes, corriendo. Paramos al llegar a Serrano. Le devolví la campera, se la puso.
–¿Me podés decir qué carajo pasa? –Le pregunté– ¿El tipo robó a tu viejo?
–Mirá –dijo D. –, el tipo era parecido a uno que nos cagó con unos cheques, la verdad que no estoy seguro. Pero no me vas a decir que no estuvo buenísimo. ¿Viste cómo se le voló todo a la mierda? Ese no caga más a nadie.

10.1.19

Yaya


En el futuro vas a poder apretar un botón de tu teléfono celular mientras volvés a tu casa y se va a encender el aire acondicionado, de tu casa, en la temperatura que vos quieras. Para que cuando llegues a tu casa la casa, justamente, ya esté fresca. Y vos no tengas calor.
En el futuro vas a poder subir a tu automóvil y decir la dirección, la dirección a la cual tenés que ir, y el automóvil te va a ir contestando, te va a ir diciendo dónde doblar, cómo llegar.
En el futuro vas a entrar a un sitio de internet y te van a saludar mil o dos mil personas por tu cumpleaños, gente de Melbourne o Estambul, gente que desde ya no conocés. El sitio te va a decir qué te convendría comer para el almuerzo, dado que tus gustos han sido registrados a lo largo de los años. Te va a decir para qué sitios podés reservar pasajes en avión con descuentos especiales, la marca de zapatillas que deberías comprar para correr, y cuántas pulsaciones tenés cuando te levantás de la cama y cómo están esos valores en relación a tu promedio histórico, y que fumar hace mal.
En el futuro todo va a estar medido y registrado y almacenado, fácil de encontrar.
En el futuro vas a estar triste, más o menos como ahora.