Pero justo había estado mirando un programa, como dos o tres meses seguidos. De lunes a viernes, a las nueve de la noche, en animal planet. El programa se llamaba, traducido, ‘el encantador de perros’. Había un mexicano muy simpático, bajito, con barba candado, que sabía todo, absolutamente todo, sobre los perros.
El programa estaba estructurado como si fueran casos psicológicos. Hablaban primero los que vivían con el perro, contaban el problema (del perro). Después, César (el encantador de perros, así se llama el sujeto), los visitaba en su domicilio, veía al perro, si tenía miedo, si era dominante o agresivo, si había que arrinconarlo hasta que se rindiera, o agacharse para que el perro pudiera olfatear al visitante. Cómo dejar floja la correa cuando el perro hacía lo correcto, o tironear en el momento exacto para mandar una señal. O darle una curiosa patada, al perro, un sorpresivo tacazo cruzando una pierna por detrás de la otra, de la pierna más cercana al perro, en las costillas, sin que el perro se la esperara. Para distraerlo, para corregirlo, para que el perro comprendiera que lo que estaba haciendo estaba mal y grabara ese mensaje en su perruna mente.
Veía el programa, yo, mientras hervía arroz para la cena, o me hacía unos miserables ravioles comprados en el supermercado. Veía y aprendía sobre las conductas y los comportamientos de los perros. Era fantástico, además no tenía un pomo para hacer, con mi vida en general. En esa época yo andaba apesadumbrado, triste, así que me convenía tratar de distraerme con cualquier cosa, porque encima sabía que no iba a poder dormirme. Trataba de dormir y a las dos horas como mucho me despertaba temblando como la momia negra, muerto de miedo, empapado de sudor. Sabiendo que el universo todo no tenía mayor sentido pero sin saber qué hacer al respecto.
Bajé para ir a trabajar, era jueves. En la puerta del edificio, el vecino del séptimo B. Con su perro. Un Boxer, amable y musculoso, trompudo, todo su ser apuntando hacia adelante, hacia arriba, como una fuerza de la naturaleza. El pecho inflado.
–Buenos días –dije.
–Buenos días –dijo el vecino. El perro me miró con sana curiosidad, alerta, las orejas paradas.
Me acerqué con una sonrisa. Sabía exactamente lo que debía hacer, me gustan los perros, además.
Me acerqué un poco más, sin mirar al perro a los ojos. ‘Primero la nariz’, decía siempre César en su programa. El perro debe olfatearte, esa es su manera de conocerte.
Me arrodillé, junto al perro, de costado, para que el perro pudiera olfatearme tranquilo, reconocer mi energía calmada y asertiva (no tenía la menor idea del significado de la palabra ‘asertivo’, pero César decía la palabra todo el tiempo).
Ahí me quedé, arrodillado, de perfil, hice una respiración profunda.
El Boxer, que se llamaba ‘Káiser’, en un movimiento de eléctrica repentización pero de ningún modo exento de gracia, me mordió el rostro. Me alcanzó el lado derecho de la cara, la mejilla, la boca, un poco de la oreja.
Quedé tirado sobre la vereda, aullando de dolor. Hubo que llamar a una ambulancia. Me hicieron las primeras curaciones, me dieron la antitetánica, la antirrábica. Dijeron que dentro de seis meses o un año si quería me podía operar las cicatrices que me iban a quedar, hacerme una cirugía plástica. La medicina había avanzado mucho en ese campo.
Las cosas no son como las muestran por televisión.