Farmacia. Me dirijo directamente al fondo del local, paso por un estrecho pasillo donde venden productos para que el pelo púbico te quede lacio, productos para que los huevos te huelan a caléndulas, productos para que la piel de la vagina adquiera la textura de la cáscara de durazno, productos para que el agujero del culo te brille como si fuera de bronce, y así.
Necesito un medicamento, un medicamento en particular, una crema que me ha recetado una doctora hace mucho, pero aún recuerdo el nombre (del medicamento, no de la doctora). Tengo una extraña patología: la axila derecha se me pone roja primero, verde después, me salen puntitos naranjas y violetas, un festival de color. La doctora me explicó aquella vez, que podía ser un virus, podía ser un hongo, podía ser una bacteria. La doctora, después de haberse pasado unos buenos siete años en la facultad, no tenía la más puta idea de lo que me sucedía, y entonces me había dado una crema para comprar tiempo y esperar así que se me pasaran las manchas, que se aburrieran y se fueran, o que te pasara, a vos, al paciente, en este caso a mí, algo peor. La medicina no es mucho más que una maniobra distractiva.
Llego al mostrador. Me atiende una bioquímica petisita, de pelo recogido y un fastidio que supera su estatura. Quería ser doctora, probablemente, quería ser feliz, no pasa nada. Es joven todavía, está triste, cree que tal vez jugando al tenis se le pase, o haciendo un curso de teatro, no, mejor de fotografía.
–Buenos días, señora –digo.
–Mdía.
–Necesito Pichuleishon –el nombre de la crema no importa, no hace al corazón de la historia, no quita ni agrega. No puedo dar información tan confidencial, tan privada. Por favor, no me comprometan.
–¿Loción o crema? –consulta una computadora. Teclea con sus ínfimos dedos.
–Crema.
–¿Chica o grande?
–No sé –digo, porque no sé–. Grande.
–¿Tenés receta? –sigue mirando un monitor. El monitor es viejo, y está muy sucio. Podrían limpiarlo, con alcohol por ejemplo.
–No.
–Tenés un descuento del quince por ciento por el plan ‘Salud para todos’.
–Me parece bien. Salud para todos me parece muy bien.
–Llename esta ficha con tus datos –pone la crema en una bolsa, cierra la bolsa con un cierre hermético, una traba que garantiza que yo no me pueda poner la crema, en la axila o en los huevos, en mi trayecto hacia la caja registradora.
–¿Qué?
–Que me llenes la ficha con tus datos. El precio es treinta y siete pesos.
–No.
–¿Qué? –se da un tirón en el pelo, y una patadita. No entiende que alguien no quiera hacer lo que ella ordena.
–No, te dije. Prefiero no llenar ninguna ficha.
–¡Entonces no puedo hacerte el descuento! –da un saltito, apoyando las manos sobre el mostrador. Es bajita de verdad.
–O sea que no hay salud para todos –digo.
–¡Sí! Hay Salud para todos. Son cinco datos, nada más.
–No. La verdad que no tengo ganas de escribir nada.
–Dictame, yo lo completo –agarra la birome con sus manitas de hámster. La birome es verde, y está muy mordisqueada.
–No me entendiste. No quiero decirte quién soy, ni dónde vivo, ni mi teléfono. No quiero decirte nada.
–¡Mentime! –se ríe, cree que finalmente hemos llegado a un acuerdo– ¡Decime cualquier cosa! ¡Inventá un nombre!
–No –me pongo más serio todavía–. Yo no miento. Al menos en los temas relativos a la salud. Ahora si estuviéramos en un bar, si yo estuviera tomando un whisky, si existiera la más remota posibilidad de ir a coger, bueno, eso ya sería otra cosa.
–¡Entonces no tenés el descuento!
–O sea que sería una salud para todos, menos para los que no llenan la ficha. Entonces habría que cambiar el nombre del plan. El plan podría llamarse Salud para todos, pero a veces con descuento, y a veces sin descuento. Para simplificar, podríamos decir que el plan debería llamarse: Salud para todos los que tengan dinero. ¿Te parece?
–Sin descuento la crema te cuesta cuarenta y nueve pesos.
–Me parece bien. –Doy media vuelta, con la bolsa, con la crema en el interior de la bolsa.
–¿No querés el descuento?
–No, quiero el medicamento. No quiero el descuento, si quisiera el descuento te hubiera pedido el descuento, pero no creo que el descuento me cure, en cambio el medicamento, la crema, ya me curó una vez, así que elijo recostarme en la experiencia. El descuento es mentira, el descuento es parte de la enfermedad, el descuento jamás curó a nadie, ya estás grandecita, entendelo de una vez.
Necesito un medicamento, un medicamento en particular, una crema que me ha recetado una doctora hace mucho, pero aún recuerdo el nombre (del medicamento, no de la doctora). Tengo una extraña patología: la axila derecha se me pone roja primero, verde después, me salen puntitos naranjas y violetas, un festival de color. La doctora me explicó aquella vez, que podía ser un virus, podía ser un hongo, podía ser una bacteria. La doctora, después de haberse pasado unos buenos siete años en la facultad, no tenía la más puta idea de lo que me sucedía, y entonces me había dado una crema para comprar tiempo y esperar así que se me pasaran las manchas, que se aburrieran y se fueran, o que te pasara, a vos, al paciente, en este caso a mí, algo peor. La medicina no es mucho más que una maniobra distractiva.
Llego al mostrador. Me atiende una bioquímica petisita, de pelo recogido y un fastidio que supera su estatura. Quería ser doctora, probablemente, quería ser feliz, no pasa nada. Es joven todavía, está triste, cree que tal vez jugando al tenis se le pase, o haciendo un curso de teatro, no, mejor de fotografía.
–Buenos días, señora –digo.
–Mdía.
–Necesito Pichuleishon –el nombre de la crema no importa, no hace al corazón de la historia, no quita ni agrega. No puedo dar información tan confidencial, tan privada. Por favor, no me comprometan.
–¿Loción o crema? –consulta una computadora. Teclea con sus ínfimos dedos.
–Crema.
–¿Chica o grande?
–No sé –digo, porque no sé–. Grande.
–¿Tenés receta? –sigue mirando un monitor. El monitor es viejo, y está muy sucio. Podrían limpiarlo, con alcohol por ejemplo.
–No.
–Tenés un descuento del quince por ciento por el plan ‘Salud para todos’.
–Me parece bien. Salud para todos me parece muy bien.
–Llename esta ficha con tus datos –pone la crema en una bolsa, cierra la bolsa con un cierre hermético, una traba que garantiza que yo no me pueda poner la crema, en la axila o en los huevos, en mi trayecto hacia la caja registradora.
–¿Qué?
–Que me llenes la ficha con tus datos. El precio es treinta y siete pesos.
–No.
–¿Qué? –se da un tirón en el pelo, y una patadita. No entiende que alguien no quiera hacer lo que ella ordena.
–No, te dije. Prefiero no llenar ninguna ficha.
–¡Entonces no puedo hacerte el descuento! –da un saltito, apoyando las manos sobre el mostrador. Es bajita de verdad.
–O sea que no hay salud para todos –digo.
–¡Sí! Hay Salud para todos. Son cinco datos, nada más.
–No. La verdad que no tengo ganas de escribir nada.
–Dictame, yo lo completo –agarra la birome con sus manitas de hámster. La birome es verde, y está muy mordisqueada.
–No me entendiste. No quiero decirte quién soy, ni dónde vivo, ni mi teléfono. No quiero decirte nada.
–¡Mentime! –se ríe, cree que finalmente hemos llegado a un acuerdo– ¡Decime cualquier cosa! ¡Inventá un nombre!
–No –me pongo más serio todavía–. Yo no miento. Al menos en los temas relativos a la salud. Ahora si estuviéramos en un bar, si yo estuviera tomando un whisky, si existiera la más remota posibilidad de ir a coger, bueno, eso ya sería otra cosa.
–¡Entonces no tenés el descuento!
–O sea que sería una salud para todos, menos para los que no llenan la ficha. Entonces habría que cambiar el nombre del plan. El plan podría llamarse Salud para todos, pero a veces con descuento, y a veces sin descuento. Para simplificar, podríamos decir que el plan debería llamarse: Salud para todos los que tengan dinero. ¿Te parece?
–Sin descuento la crema te cuesta cuarenta y nueve pesos.
–Me parece bien. –Doy media vuelta, con la bolsa, con la crema en el interior de la bolsa.
–¿No querés el descuento?
–No, quiero el medicamento. No quiero el descuento, si quisiera el descuento te hubiera pedido el descuento, pero no creo que el descuento me cure, en cambio el medicamento, la crema, ya me curó una vez, así que elijo recostarme en la experiencia. El descuento es mentira, el descuento es parte de la enfermedad, el descuento jamás curó a nadie, ya estás grandecita, entendelo de una vez.