Dormí como diez horas, no pude recordar hacía cuánto que no dormía diez horas. Desde que tenía diecisiete años, no sé, y volvía de bailar y me había tomado un par de vodkas con 7up en honor a Bukowski, y encima una chica me había dado un beso. Me iba a dormir lleno de magia.
Me desperté y no me dolía nada, nada de nada. Tardé en abrir los ojos, saboreando esa sensación. Estaba contento, no podía recordar hacía cuánto que no estaba contento. Sentí las ganas, las ganas en estado puro corriendo dentro de mí como un hámster en pantuflas. Esas olvidadas ganas de coger o de tomar café con leche o de caminar bajo la lluvia, de vivir, porque eran ganas de vivir, de reírme y agradecer por estar vivo, motivo suficiente. Recordé la frase que había visto en video, la conferencia de aquel gurú de túnica y su bordado casquete en la cabeza, con sus modales en cámara lenta y su infinito ingenio. Somos criaturas tan ingratas, había dicho el gurú, pero en su pausado inglés había sonado mejor todavía, mucho mejor todavía (human beings are so ungrateful criatures, algo así).
Me reí, como si me hubieran contado un chiste que en verdad me hubiera tomado por sorpresa y me hubiera hecho gracia. Sentí luz, una luz recorriendo la totalidad de mi ser, una suave caricia en los dedos de los pies, una dulce luz inundándome la cara.
Supe que me iría bien, hiciera lo que hiciera. Me iría bien a pesar de los terremotos y las catástrofes aéreas. Estaba bendito, por decirlo de alguna manera, por ponerlo en palabras. La había perdido, alguna vez, y ahora había vuelto, la sensación, esquiva por tantos años. Recuperada.
Entonces me desperté.
30.3.12
25.3.12
Abrazar la fe
El hombre era un hombre más o menos normal. Casado, dos hijos, tenía un local de venta de artículos de limpieza sobre la calle Senillosa. Le gustaba ir a jugar al fútbol una vez por semana, con sus amigos. Después comían un asado en alguna parrilla de barrio (por lo general en ‘Los amigos’, también en ‘El 22’) recordando anécdotas de una juventud algo remota, anécdotas que no tenían por qué ser del todo ciertas.
Sus dos hijos crecían, iban al colegio, eran sanos y estaban bien educados. Su mujer daba clases de matemáticas en tres escuelas primarias, no, dos escuelas primarias y una secundaria. Él cambiaba el automóvil cada tres años, habían ascendido de Miramar a Florianópolis. A veces estaba triste, a veces soñaba con alguna aventura, a veces le dolía una rodilla. No le iba mal.
Entonces su mujer, Viviana, enfermó. Con la sutil desidia que tienen estas cosas. Viviana se sintió mal. Decía que estaba cansada, que le costaba salir de la cama, que no podía arrancar.
Pensó que era una anemia. Viviana se cuidaba desde siempre con las comidas y hacía gimnasia para estar bien, para no engordar.
Pero no. Fue al médico, al médico de siempre. La mandó a hacer un par de análisis. Tenía una leucemia fulminante, Viviana, había que hacer quimioterapia, había que tratarla con todo lo que la medicina moderna tenía para echarle encima, pero las posibilidades eran mínimas. Viviana estaba mal.
Así es como se desmorona el castillo de mermelada de una vida, pensó Ernesto, que era el marido de Viviana. Casi veinte años juntos, construyendo algo bello, y páfate, un análisis de sangre dice que todo se termina. La tristeza lo tapó como un mar.
Viviana quedó internada, después de la segunda sesión de quimio, su cuerpo no resistía la batalla que se libraba en su interior. Ernesto, que se pasaba el día corriendo entre el negocio y el hospital, un día, pasó por una sinagoga. Olvidé decir que Ernesto había nacido judío. Jamás había tenido la más mínima formación religiosa, pero esa era su religión, por nacimiento.
Entró a la sinagoga, Ernesto, y pidió hablar con el rabino. Estaba desesperado, Ernesto, no daba más.
El rabino lo hizo pasar a una salita, le dio un poco de té, se sentó a escucharlo. Habló, Ernesto, habló y habló y sintió que mientras hablaba se vaciaba, dijo que había sido una mala persona. Lloró, lloró como un chico, prometió que si Viviana se salvaba se volvería a Dios, abrazaría la religión con todas sus fuerzas. Viviana no debía morirse, ahora Ernesto comprendía que, sin Viviana, su vida no tendría sentido.
Y Viviana se salvó. Como ocurren los milagros, en silencio, abrió los ojos una mañana de domingo. Soportó el tratamiento, la leucemia dejó su sangre en paz. Volvió a casa, caminaba un poco más cada día, le comenzó a crecer el cabello, volvió a sonreír.
Ernesto abrazó la religión con todas sus fuerzas. Dios había oído sus súplicas. Comenzó a ir al templo, primero los sábados, luego tres veces por semana, se dejó la barba, cambió su manera de alimentarse, de vestir, siguiendo sagrados mandamientos. Dios había cumplido con él, y Ernesto estaba agradecido.
Había pasado ya casi un año. Viviana bajó un día a dar una vuelta al parque, y se paró a ver unas pulseras de plata que vendía un artesano. El muchacho era africano, senegalés, tenía diecinueve años y apenas hablaba castellano. La sonrisa blanquísima y la piel casi azul, de tan negro que era. Los modales eran suaves, con su hablar muy dulce, pausado, y la miraba, a Viviana, se quedaba mirándola con esos ojazos enormes.
Se enamoraron casi instantáneamente. El muchacho le regalaba collares que había hecho pensando en ella, y ella, todos los viernes, bajaba al parque y le llevaba comida. Algo de pollo con arroz que había sobrado de la cena, o dos porciones de tarta de verdura, una vez le preparó un bizcochuelo relleno de dulce de leche. Finalmente, el chico la llevó a la pensión donde vivía, por San Cristóbal. Cogieron, Viviana no podía dejar de acariciar ese fibroso cuerpo, muy marcado, las venas como cables, la garompa del tamaño de un antebrazo, el pausado tam tam, el sexo infinito.
Viviana se fue a vivir con el pibe, que se llamaba Mpele. Ernesto no pudo soportar la noticia. Lo que sucedía estaba muy por encima de su capacidad de entendimiento.
Volvió Ernesto, la mañana de un sábado, para hablar con el rabino. Le contó Ernesto, que su mujer lo había dejado por un africano que vendía pulseras en la plaza, un chico semianalfabeto que fumaba marihuana en el desayuno y se la cogía, a Viviana, unas rigurosas tres veces por día.
El rabino escuchaba, miraba por una ventana cómo se movían las copas de los árboles, bebía su té. De vez en cuando asentía.
Sus dos hijos crecían, iban al colegio, eran sanos y estaban bien educados. Su mujer daba clases de matemáticas en tres escuelas primarias, no, dos escuelas primarias y una secundaria. Él cambiaba el automóvil cada tres años, habían ascendido de Miramar a Florianópolis. A veces estaba triste, a veces soñaba con alguna aventura, a veces le dolía una rodilla. No le iba mal.
Entonces su mujer, Viviana, enfermó. Con la sutil desidia que tienen estas cosas. Viviana se sintió mal. Decía que estaba cansada, que le costaba salir de la cama, que no podía arrancar.
Pensó que era una anemia. Viviana se cuidaba desde siempre con las comidas y hacía gimnasia para estar bien, para no engordar.
Pero no. Fue al médico, al médico de siempre. La mandó a hacer un par de análisis. Tenía una leucemia fulminante, Viviana, había que hacer quimioterapia, había que tratarla con todo lo que la medicina moderna tenía para echarle encima, pero las posibilidades eran mínimas. Viviana estaba mal.
Así es como se desmorona el castillo de mermelada de una vida, pensó Ernesto, que era el marido de Viviana. Casi veinte años juntos, construyendo algo bello, y páfate, un análisis de sangre dice que todo se termina. La tristeza lo tapó como un mar.
Viviana quedó internada, después de la segunda sesión de quimio, su cuerpo no resistía la batalla que se libraba en su interior. Ernesto, que se pasaba el día corriendo entre el negocio y el hospital, un día, pasó por una sinagoga. Olvidé decir que Ernesto había nacido judío. Jamás había tenido la más mínima formación religiosa, pero esa era su religión, por nacimiento.
Entró a la sinagoga, Ernesto, y pidió hablar con el rabino. Estaba desesperado, Ernesto, no daba más.
El rabino lo hizo pasar a una salita, le dio un poco de té, se sentó a escucharlo. Habló, Ernesto, habló y habló y sintió que mientras hablaba se vaciaba, dijo que había sido una mala persona. Lloró, lloró como un chico, prometió que si Viviana se salvaba se volvería a Dios, abrazaría la religión con todas sus fuerzas. Viviana no debía morirse, ahora Ernesto comprendía que, sin Viviana, su vida no tendría sentido.
Y Viviana se salvó. Como ocurren los milagros, en silencio, abrió los ojos una mañana de domingo. Soportó el tratamiento, la leucemia dejó su sangre en paz. Volvió a casa, caminaba un poco más cada día, le comenzó a crecer el cabello, volvió a sonreír.
Ernesto abrazó la religión con todas sus fuerzas. Dios había oído sus súplicas. Comenzó a ir al templo, primero los sábados, luego tres veces por semana, se dejó la barba, cambió su manera de alimentarse, de vestir, siguiendo sagrados mandamientos. Dios había cumplido con él, y Ernesto estaba agradecido.
Había pasado ya casi un año. Viviana bajó un día a dar una vuelta al parque, y se paró a ver unas pulseras de plata que vendía un artesano. El muchacho era africano, senegalés, tenía diecinueve años y apenas hablaba castellano. La sonrisa blanquísima y la piel casi azul, de tan negro que era. Los modales eran suaves, con su hablar muy dulce, pausado, y la miraba, a Viviana, se quedaba mirándola con esos ojazos enormes.
Se enamoraron casi instantáneamente. El muchacho le regalaba collares que había hecho pensando en ella, y ella, todos los viernes, bajaba al parque y le llevaba comida. Algo de pollo con arroz que había sobrado de la cena, o dos porciones de tarta de verdura, una vez le preparó un bizcochuelo relleno de dulce de leche. Finalmente, el chico la llevó a la pensión donde vivía, por San Cristóbal. Cogieron, Viviana no podía dejar de acariciar ese fibroso cuerpo, muy marcado, las venas como cables, la garompa del tamaño de un antebrazo, el pausado tam tam, el sexo infinito.
Viviana se fue a vivir con el pibe, que se llamaba Mpele. Ernesto no pudo soportar la noticia. Lo que sucedía estaba muy por encima de su capacidad de entendimiento.
Volvió Ernesto, la mañana de un sábado, para hablar con el rabino. Le contó Ernesto, que su mujer lo había dejado por un africano que vendía pulseras en la plaza, un chico semianalfabeto que fumaba marihuana en el desayuno y se la cogía, a Viviana, unas rigurosas tres veces por día.
El rabino escuchaba, miraba por una ventana cómo se movían las copas de los árboles, bebía su té. De vez en cuando asentía.
20.3.12
Teorema del champú
No, no tenés que hacer gimnasia, ni tener los abdominales marcados, ni correr siete o diez kilómetros tres veces por semana. No vale la pena, el esfuerzo, no conduce a nada. Te lo digo porque yo fui nadador, en la adolescencia, nadaba como un loco, hacía los cien metros debajo del minuto, bajaba en el verano a la playa con esas mallitas chiquititas, pegadas al cuerpo, y me metía a nadar una hora al mar.
Tampoco es necesario tener un auto caro, para qué carajo te vas a comprar un auto caro. En la ciudad apenas te podés mover. Si querés tener auto para ir a Pinamar o para salir a pasear un domingo está muy bien, claro que está muy bien. Pero el auto, en este tema, no te va a ayudar en nada.
No hace falta que seas culto, no te esfuerces. Yo fui como tres años a estudiar teatro, y leía a Chéjov, leí a Dostoievski también. En una época andaba siempre con un libro de Foucault en la mano, un libro que debo haber tratado de leer como treinta y tres veces, y jamás entendí un pomo. Tampoco hace falta que escuches música clásica, podés seguir leyendo el suplemento deportivo de cualquier periódico, lo mismo da.
Para resumir, si querés tener minas, no tiene nada que ver con eso. No hace falta que hagas taekwondo para defenderlas, ni que seas cantante de una banda de rock, ni que uses trajes Hugo Boss o que tengas casa en Punta del Este. No tiene la más mínima importancia.
Lo que tenés que hacer es lavarte el pelo con algún champú para bebés, eso sí. Porque vos te lavás el pelo con champú para bebés, ponele, una vez por semana. Y algo de ese olorcito tan particular, una fragancia en extremo sutil se te impregna, te va quedando. Y cuando una mina, por cualquier motivo, se te acerca, en un laburo o en la calle o en un bar, en cualquier lado, siente, percibe, algo que no puede definir, ese olor a bebé limpio que viene de cualquier parte y las impacta.
Ante ese olor la mujer, por imperativo categórico, porque está en el código genético, porque ahí están los dos mil años de civilización más allá de la rueda y el fuego, bueno, la mujer, ante ese olor, se prepara para parir, se le relajan un poco los músculos de la vagina. Ingresa en un estado de existencial predisposición y ahí sí, no importa lo imbécil que seas, ahí le entrás aunque digas dos pavadas.
Tampoco es necesario tener un auto caro, para qué carajo te vas a comprar un auto caro. En la ciudad apenas te podés mover. Si querés tener auto para ir a Pinamar o para salir a pasear un domingo está muy bien, claro que está muy bien. Pero el auto, en este tema, no te va a ayudar en nada.
No hace falta que seas culto, no te esfuerces. Yo fui como tres años a estudiar teatro, y leía a Chéjov, leí a Dostoievski también. En una época andaba siempre con un libro de Foucault en la mano, un libro que debo haber tratado de leer como treinta y tres veces, y jamás entendí un pomo. Tampoco hace falta que escuches música clásica, podés seguir leyendo el suplemento deportivo de cualquier periódico, lo mismo da.
Para resumir, si querés tener minas, no tiene nada que ver con eso. No hace falta que hagas taekwondo para defenderlas, ni que seas cantante de una banda de rock, ni que uses trajes Hugo Boss o que tengas casa en Punta del Este. No tiene la más mínima importancia.
Lo que tenés que hacer es lavarte el pelo con algún champú para bebés, eso sí. Porque vos te lavás el pelo con champú para bebés, ponele, una vez por semana. Y algo de ese olorcito tan particular, una fragancia en extremo sutil se te impregna, te va quedando. Y cuando una mina, por cualquier motivo, se te acerca, en un laburo o en la calle o en un bar, en cualquier lado, siente, percibe, algo que no puede definir, ese olor a bebé limpio que viene de cualquier parte y las impacta.
Ante ese olor la mujer, por imperativo categórico, porque está en el código genético, porque ahí están los dos mil años de civilización más allá de la rueda y el fuego, bueno, la mujer, ante ese olor, se prepara para parir, se le relajan un poco los músculos de la vagina. Ingresa en un estado de existencial predisposición y ahí sí, no importa lo imbécil que seas, ahí le entrás aunque digas dos pavadas.
15.3.12
Hola, hola
Todo lo que te dije por twitter, todo lo que fui contando que me pasaba, cucharitas de mi vida, no era verdad. No me ocurría nada de eso, a mí.
Todo lo que puse en mi facebook, mis intereses, mis gustos y mis contactos, la gente que conozco, la música que escucho, fotos de lugares donde estuve, fotos mías. Es mentira, todo mentira. No soy yo, no me gusta lo que dije que me gusta, no conozco a quienes dije que conozco. Ni la foto de mi perro es de mi perro. Es de otro perro que no me ladró jamás.
Todo lo que chateamos por el Messenger, las cosas que te conté que me estaban sucediendo, lo que te dije que hice, lo que había hecho, lo que íbamos a hacer juntos. Nada de eso me pasó nunca, nada de eso nos va a pasar.
Acá estoy. En la esquina, abajo, junto al semáforo. Soy la computadora que salta y ladra como un incombustible chihuahua y te invita a dar una vuelta en mouse.
Todo lo que puse en mi facebook, mis intereses, mis gustos y mis contactos, la gente que conozco, la música que escucho, fotos de lugares donde estuve, fotos mías. Es mentira, todo mentira. No soy yo, no me gusta lo que dije que me gusta, no conozco a quienes dije que conozco. Ni la foto de mi perro es de mi perro. Es de otro perro que no me ladró jamás.
Todo lo que chateamos por el Messenger, las cosas que te conté que me estaban sucediendo, lo que te dije que hice, lo que había hecho, lo que íbamos a hacer juntos. Nada de eso me pasó nunca, nada de eso nos va a pasar.
Acá estoy. En la esquina, abajo, junto al semáforo. Soy la computadora que salta y ladra como un incombustible chihuahua y te invita a dar una vuelta en mouse.
10.3.12
Bajo este cielo
Buenos Aires, 27 de Diciembre. Calor. Mucho calor. Buenos Aires con calor es lo peor que te puede pasar, es peor que vivir con una tribu de pigmeos en Nueva Guinea o combatir en Saigón. Buenos Aires con calor es un catálogo de barbaridades, es todo eso y muchísimo más.
Cuando hace más de veinte grados a las siete de la mañana, es porque va a hacer más de treinta grados el resto del día. Es como ir a una pizzería y recostarse un rato adentro del horno, es como pedirle a un bombero que te deje sentarte a leer un rato en el sillón de un living que se incendia. Buenos Aires con más de treinta grados es el horror de estar vivo.
Me visto. Pantalón, camisa. Saco el gamulán. Un gamulán que trajo mi abuelo de Polonia. Tiene, el gamulán, un peludo forro de piel de oso, de búfalo quizás. Está diseñado, el abrigo, fue pensado, para ir a hacer las compras en Varsovia, para tomar unos vodkas con Lech Walesa, algo así.
Me pongo el gamulán, cierros los gruesos botones de ese material tan característico, tan particular. Me pongo una colorida bufanda también, enroscada al cuello, y salgo.
Hago mi vida, voy y vengo. Tomo un colectivo, desayuno en un bar, camino unas cuadras, compro una pomada en Farmacity, pago un impuesto, lo normal.
La gente me observa con resquemor, pero yo estoy de un impecable humor, pago, sonrío, pregunto por una calle, mastico un alfajor.
Finalmente, mientras aguardo en una esquina que el semáforo cambie de color, para cruzar, se me acerca una señora. Tendrá unos cuarenta y pico de años, bien vestida, usa un correcto trajecito color marfil, lleva una cartera, no, un maletín.
–Señor –me dice–, disculpe, pero hace calor. ¿No le parece que hace calor? –Me observa a una distancia de dos pasos, por las dudas. Yo llevo todo el día sin parar de transpirar.
–Tiene usted razón, señora –digo–. Lo que equivale a decir que está usted en lo cierto. Pero últimamente me parece que la gente es tan mala y tan boluda, siento tan poco en común con el resto del género humano, que no me alcanza con no ver fútbol ni los programas de entretenimientos que todos miran, ni negarme a ir de vacaciones donde todos van de vacaciones, ni rechazar hacer compras con descuento de lo que todos quieren comprar con descuento. Creí que con eso sería suficiente, pero no, no es suficiente. No quiero tener que compartir ni un climático fenómeno con el resto de la humanidad.
Cuando hace más de veinte grados a las siete de la mañana, es porque va a hacer más de treinta grados el resto del día. Es como ir a una pizzería y recostarse un rato adentro del horno, es como pedirle a un bombero que te deje sentarte a leer un rato en el sillón de un living que se incendia. Buenos Aires con más de treinta grados es el horror de estar vivo.
Me visto. Pantalón, camisa. Saco el gamulán. Un gamulán que trajo mi abuelo de Polonia. Tiene, el gamulán, un peludo forro de piel de oso, de búfalo quizás. Está diseñado, el abrigo, fue pensado, para ir a hacer las compras en Varsovia, para tomar unos vodkas con Lech Walesa, algo así.
Me pongo el gamulán, cierros los gruesos botones de ese material tan característico, tan particular. Me pongo una colorida bufanda también, enroscada al cuello, y salgo.
Hago mi vida, voy y vengo. Tomo un colectivo, desayuno en un bar, camino unas cuadras, compro una pomada en Farmacity, pago un impuesto, lo normal.
La gente me observa con resquemor, pero yo estoy de un impecable humor, pago, sonrío, pregunto por una calle, mastico un alfajor.
Finalmente, mientras aguardo en una esquina que el semáforo cambie de color, para cruzar, se me acerca una señora. Tendrá unos cuarenta y pico de años, bien vestida, usa un correcto trajecito color marfil, lleva una cartera, no, un maletín.
–Señor –me dice–, disculpe, pero hace calor. ¿No le parece que hace calor? –Me observa a una distancia de dos pasos, por las dudas. Yo llevo todo el día sin parar de transpirar.
–Tiene usted razón, señora –digo–. Lo que equivale a decir que está usted en lo cierto. Pero últimamente me parece que la gente es tan mala y tan boluda, siento tan poco en común con el resto del género humano, que no me alcanza con no ver fútbol ni los programas de entretenimientos que todos miran, ni negarme a ir de vacaciones donde todos van de vacaciones, ni rechazar hacer compras con descuento de lo que todos quieren comprar con descuento. Creí que con eso sería suficiente, pero no, no es suficiente. No quiero tener que compartir ni un climático fenómeno con el resto de la humanidad.
5.3.12
Ella vino a ver
Ella me vino a ver.
Me dijo que estaba embarazada.
Le dije que la felicitaba, que la maternidad era una extraordinaria experiencia que mejoraba a las mujeres, les daba un sentido a sus por lo general erráticas existencias. Dar vida es quizás el más milagroso de los actos, agregué.
Me dijo que al parecer yo no había comprendido, no había entendido bien. Ella estaba embarazada, de mí. De yo. No sé cómo lo dijo con exactitud, pero lo dijo.
Le dije que era una situación por demás inverosímil. Le dije que no podía ser.
Habíamos cogido una o dos veces, hacía más o menos un mes. No sólo me había colocado, con monótono cuidado, el correspondiente preservativo, sino que además, eso no lo dije, mi espermático caudal había disminuido, en los últimos tiempos, de manera más que sensible. Eyaculaba yo una mísera gota de un líquido muy similar al agua, sin consistencia ni opacidad ni mucho menos espesura. Era yo, me había transformado, en un atribulado ser, preocupado por la vejez y la falta de dinero. Temeroso, triste, gordo también.
Le dije que yo no estaba en condiciones, ni físicas, ni mucho menos anímicas, de dejar embarazada ni a una perra salchicha. Había perdido, como se pierde un juego de llaves o una foto, esa capacidad, ese poder.
Ella me dijo que no le importaba nada de lo que yo le dijera. Estaba embarazada, íbamos a tener un hijo. Ella me preguntó qué íbamos a hacer.
Lo pensé un par de minutos, me serví un whisky. Miré por la ventana de la cocina, parecía que todo el fin de semana no iba a parar de llover.
Le dije que se pusiera en cuclillas, eso íbamos a hacer. Que se pusiera en cuclillas, y respirara hondo, bien hondo, relajándose.
Le dije que cerrara los ojos, también.
Le dije que le iba a dar una patada, con todas mis fuerzas, en el abdomen. Le iba a dar un patadón con unos zapatos que me habían traído de Italia, unos zapatos Salvatore Ferragamo de piel de pecarí con puntera de metal, ideales para la ocasión, y ella iba a perder al chico, casi de inmediato. Era un segundo, nada más, después nos podíamos ir a tomar algo, a comer.
Ella me insultó un rato largo. Me dijo las peores cosas, cosas que yo había escuchado alguna vez sobre mi persona pero no todas juntas, con tanto énfasis. Me dijo que yo era una basura humana y que me sucedería lo peor, que cuando muriera iba a ser necesario contratar un par de extras para que llevaran las manijas de mi ataúd, cosas así.
Me dijo, después, antes de dar un portazo, que era mentira, lo del chico, que no estaba embarazada, pero que ella quería ver cómo respondía yo, cuál era mi reacción, qué le decía.
Me dijo que no quería saber más nada conmigo, no quería tener que volver a verme. Y se fue.
Lo interesante de este simpático episodio, es que muchas veces el, por decirlo de algún modo, ocasional espectador, puede quedar abrumado con la rústica crueldad de la acción directa. Se suele ser algo más condescendiente, en lo relativo a la maldad, con el particular encanto de lo sutil.
Me dijo que estaba embarazada.
Le dije que la felicitaba, que la maternidad era una extraordinaria experiencia que mejoraba a las mujeres, les daba un sentido a sus por lo general erráticas existencias. Dar vida es quizás el más milagroso de los actos, agregué.
Me dijo que al parecer yo no había comprendido, no había entendido bien. Ella estaba embarazada, de mí. De yo. No sé cómo lo dijo con exactitud, pero lo dijo.
Le dije que era una situación por demás inverosímil. Le dije que no podía ser.
Habíamos cogido una o dos veces, hacía más o menos un mes. No sólo me había colocado, con monótono cuidado, el correspondiente preservativo, sino que además, eso no lo dije, mi espermático caudal había disminuido, en los últimos tiempos, de manera más que sensible. Eyaculaba yo una mísera gota de un líquido muy similar al agua, sin consistencia ni opacidad ni mucho menos espesura. Era yo, me había transformado, en un atribulado ser, preocupado por la vejez y la falta de dinero. Temeroso, triste, gordo también.
Le dije que yo no estaba en condiciones, ni físicas, ni mucho menos anímicas, de dejar embarazada ni a una perra salchicha. Había perdido, como se pierde un juego de llaves o una foto, esa capacidad, ese poder.
Ella me dijo que no le importaba nada de lo que yo le dijera. Estaba embarazada, íbamos a tener un hijo. Ella me preguntó qué íbamos a hacer.
Lo pensé un par de minutos, me serví un whisky. Miré por la ventana de la cocina, parecía que todo el fin de semana no iba a parar de llover.
Le dije que se pusiera en cuclillas, eso íbamos a hacer. Que se pusiera en cuclillas, y respirara hondo, bien hondo, relajándose.
Le dije que cerrara los ojos, también.
Le dije que le iba a dar una patada, con todas mis fuerzas, en el abdomen. Le iba a dar un patadón con unos zapatos que me habían traído de Italia, unos zapatos Salvatore Ferragamo de piel de pecarí con puntera de metal, ideales para la ocasión, y ella iba a perder al chico, casi de inmediato. Era un segundo, nada más, después nos podíamos ir a tomar algo, a comer.
Ella me insultó un rato largo. Me dijo las peores cosas, cosas que yo había escuchado alguna vez sobre mi persona pero no todas juntas, con tanto énfasis. Me dijo que yo era una basura humana y que me sucedería lo peor, que cuando muriera iba a ser necesario contratar un par de extras para que llevaran las manijas de mi ataúd, cosas así.
Me dijo, después, antes de dar un portazo, que era mentira, lo del chico, que no estaba embarazada, pero que ella quería ver cómo respondía yo, cuál era mi reacción, qué le decía.
Me dijo que no quería saber más nada conmigo, no quería tener que volver a verme. Y se fue.
Lo interesante de este simpático episodio, es que muchas veces el, por decirlo de algún modo, ocasional espectador, puede quedar abrumado con la rústica crueldad de la acción directa. Se suele ser algo más condescendiente, en lo relativo a la maldad, con el particular encanto de lo sutil.
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