30.12.11

La historia del emperador de China

La historia es, más o menos, siempre más o menos, así. Hay un emperador, en China, en la antigua imperial China, no sé su nombre. No me preguntes el nombre.
El emperador es venerado y temido, quizás en idénticas proporciones. Un chasquido de sus dedos puede provocar la muerte de una persona. Duerme, el emperador, rodeado de vírgenes doncellas. Le preparan sopa de una tortuga que sólo habita el río Yang Tsé. Elaboran sus prendas de vestir con las mejores sedas, estampadas con tigres y dragones bordados en hilos de oro. Cosas de ese estilo.
El emperador se acuesta a dormir. El emperador duerme. Al despertar, a la siguiente mañana, mientras le preparan un matinal baño con aceite de lavanda y pétalos de flores y agua traída de la cima del monte Emei, el emperador recuerda su sueño.
Fue un maravilloso sueño, el emperador recuerda que soñó que era una mariposa. Una mariposa de magníficos colores, volaba hacia una flor. Volaba y era una sensación tan deliciosa.
Entonces al emperador lo asalta una duda. Una duda que inmediatamente se para en dos patas y se transforma en angustia, en congoja.
¿Es un emperador que acaba de soñar que era una mariposa?, piensa el emperador, ¿o es una mariposa que sueña que es un emperador?
El emperador sabe que esa duda lo consumirá por dentro. Busca, pero no encuentra respuesta. Cómo saberlo.
Esa es la historia, la historia del emperador que una noche soñó que era una mariposa. Vos te preguntarás por qué te cuento, con evidente precariedad, con todas mis limitaciones, a qué viene, esta historia.
Es que no veo manera que te vuelvas interesante, quizás si abrimos otro vino.

25.12.11

Curar la mente

El tratamiento es bien sencillito, vos sabés cómo soy yo, lo mío siempre fue curar. Pero curar prácticamente sin recursos, sin instrumental. Porque si le decís a la gente que el tratamiento para curarlos es demasiado complejo se asustan, es comprensible, la medicina se ha transformado en una presuntuosa ciencia que arroja una catarata de información que se extrae con los más modernos instrumentos y que la mayoría de las veces no sirve para nada. Y si les decís que lo que precisan para curarse es muy caro, bueno, la mayoría de las personas preferiría morirse, porque encima que están mal, encima que prácticamente todo lo que les sucede es una verdadera mierda, encima llegás vos y les decís que van a tener que gastar plata, mucha plata, y durante mucho tiempo. Mejor no darle bola a la enfermedad, a la dolencia, nadie tiene ni la guita ni la paciencia, quién aguanta.
Te explico el tratamiento, entonces, para curar la mente. Y no te olvides, está estudiado, más del 97% de las enfermedades arrancan, tienen su origen, en algún desarreglo de la mente. Estalla en el cuerpo, sí, el cuerpo es el parlante, la caja de resonancia, la tela donde se pintan los estragos de la mente. Si curás la mente, curás el cuerpo, eso ya ni se discute, no importa si trabajás en el Mount Sinai o si sos un médico umbanda.
Hacen falta dos milanesas, nada más. Viste qué fácil. No muy grandes, dos milanesitas. Se puede hacer con una milanesa sola y cortarla por la mitad, pero no es lo mejor. Conviene que sean dos milanesas separadas.
Pueden ser de rotisería, sí, pueden ser compradas. Pero el efecto es mucho más potente si las dos milanesas fueron hechas en casa.
Agarrás las dos milanesitas, así como están, calentitas, y las colocás, una en cada zapato. Como si fueran plantillas.
Y te ponés los zapatos.
Sí, así nomás. Como si nada. Sin medias, por supuesto, no podés usar medias. Total casi ni se nota, no pasa nada.
Y listo. Salís a trabajar, vas y hacés tu vida, no importa si sos abogado o maestra de geografía. Vas, vivís el día, como cualquier otro día. cuando terminás de hacer lo que tenés que hacer, a las cinco de la tarde o a las siete, volvés a tu casa.
Haber pasado todo el día caminando sobre dos milanesas hace que te des inmediata cuenta que todo lo que te sucede no es tan grave, no interesa, no pasa nada.
Llegás a tu casa, te sacás los zapatos, tirás las milanesas (no las comas). Te das un baño, podés mirar un poco de televisión o meterte en la cama.

20.12.11

Como si estuviera en trance

Voy a correr. Bah, a correr no, me arrastro. El día que se invente la disciplina deportiva ‘arrastring’ (o ‘repting’), quizás gane una medalla olímpica. No entiendo por qué la gente corre, desconozco la imbecilidad que los aturde, no vale la pena volver sobre la cuestión.
Lo mío es trotar apenas, una vuelta al parque, una vez por semana. La idea es subirme un poco en vueltas, transpirar, agitarme, corroborar que funciona el sistema, que estoy vivo por decirlo de algún modo, oxigenar la maquinaria y de esa forma saber que estaría apto, desde lo cardiológico, desde lo vascular, en el hipotético caso que hubiera que cogerse a alguien.
Así que troto una vuelta, y a punto de desfallecer, al borde de la extenuación misma, camino para recuperar el aliento. Como sé que no tendré ganas de dar otra vuelta completa ni siquiera caminando, me meto en el parque, con la intención de sentarme. Es martes, no son ni las ocho de la mañana, hace calor, es diciembre, no, no puedo decirte el nombre del parque.
Me siento en un banco a terminar de transpirar. A pesar del calor, la mañana es agradable todavía. Se oyen un par de pajaritos. Algunas personas, pocas, pasean a sus perros. Me tomaría una cerveza, y probablemente me quedaría dormido. No está mal, hay gente que para intentar ser feliz necesita ir al Caribe o hacer esquí acuático.
A lo lejos, a unos cincuenta metros sobre el sendero de piedras flanqueado de árboles, está la fuente. Es una fuente bastante grande, circular, debe tener unos buenos cinco o siete metros de diámetro.
Veo que hay una chica, de pie, sobre el borde de la fuente. La escena capta mi atención de inmediato. La chica es muy joven, muy delgada, lleva un etéreo vestido blanco.
Camino hacia ella, me acerco. Está descalza. Tiene un fantástico y desordenado cabello que le roza la cintura, de un castaño con reflejos más claros. La chica, parada sobre el borde de la fuente, mira hacia adentro, hacia adentro de la fuente, y murmura, o no, mejor, mucho mejor aún, canta. Tiene los ojos cerrados, su voz es tan dulce.
Más cerca todavía, veo que la chica hace alguna pausa mientras el sol se filtra entre los árboles y la ilumina, la nimba de luz. Se le transparenta la pequeña bombacha blanca a través del vestido, no lleva corpiño. Sus pechos son pequeños y puntiagudos. La chica, con los ojos cerrados, parece sonreír apenas mientras ensaya un delicado movimiento de una secreta y armoniosa danza. Como si estuviera en trance.
Me acerco, me acerco más, con fascinación no exenta de respeto. La chica lanza una moneda al agua, tiene un bolsito, a sus pies, un bolsito multicolor tejido a mano. Hay un libro, también, y un par de carpetas, junto a sus sandalias. El movimiento sigue, casi en cámara lenta, la danza, es como si la alegría misma acariciara el sol, los árboles, el agua.
Espero un momento, la contemplo. Intento disminuir mi agitación y al mismo tiempo mantenerme vivo, respirar, mientras ella percibe mi presencia.
–Disculpame –digo finalmente, carraspeo– ¿Qué deseos pedís? –No soy quizás muy original, lo admito, pero tampoco grosero. Mi inquietud es genuina, fui respetuoso, mostré mi interés, educado.
–Que aparezcas vos –la chica con un grácil movimiento ha metido la mano en el bolsito, pero no ha sacado otra moneda, sino un .38 corto, me apunta al centro exacto de mi fatigado pecho, me está apuntando–. Que aparezca un pelotudo más o menos como vos. Dame todo lo que tengas, la guita, el reloj, las zapatillas. Dame todo rapidito sin chistar, porque te mato.

15.12.11

The way you are

Me gustan las mujeres que tienen tetas con esos pezones tan particulares, tan característicos, unos pezones que no he visto últimamente, unos pezones que casi ya no se fabrican. Son unos pezones gorditos, es la única forma que tengo de definirlos, van del rosa muy pálido hacia el beige, se ubican en esa gama de colores. Forman parte constitutiva de las tetas desde ya, pero es como el último brochazo que las termina. Es un pezón suave, muy suave, generoso. No es ese pezón negro de araña muy chiquito, ni el pezón puntiagudo como la primer falange de un meñique.
Me gustan las mujeres que tienen el culo corto, esa es la clave. No importa si es más o menos gordo, si tenés alguna picadura de viruela o algo de celulitis. No tiene que haber perfección ni excesiva turgencia, no es necesaria la matemática simetría. Pero que el culo sea corto es importante. Porque si el culo es largo, se derrama y ahí pierde toda la potencia expresiva. El culo corto va con cualquier par de jeans, y acostada boca abajo, o en cuatro patas, rinde siempre.
Me gustan las mujeres con algo de vello púbico. La vagina debe estar cubierta, la mágica hendidura, las puertas del cielo, por un delicado velo. De nada sirve que te depiles por completo si ya no sos una nena. Puede que hagas eso por mal asesoramiento o exceso de pornografía, el hombre que se calienta con una treintañera vestida de colegiala, bueno, quizás no sea su culpa, quizás tiene demasiado fútbol encima. De nada sirve que te depiles por completo, decía, si tenés la vulva como si te hubieras hecho matraquear por una manada de canguros. Tampoco bueno, desde ya, que tengas en la entrepierna la continuación de la selva amazónica donde crece la más variada vegetación y hay restos de lechuga o de fideos a la bolognesa, eso sí que no ayuda. No seas excesivamente original con tu vello púbico, por favor, podés aplicar el ingenio, en caso de existir, en otra cosa. Podés hacer un curso.
Igual por mí no te hagás mucho problema. Yo he pasado larguísimos períodos sin ponerla, yo te cojo como vengas.

10.12.11

Son situaciones

Por lo general, la vida transcurre entre dos tipos de situaciones bien diferenciadas. Es lo habitual, se trata de la norma que nos rige, nos contiene, nos abarca.
Un tipo de situaciones son aquellas en las cuales no hay nada para hacer, de tu parte. El otro tipo de situaciones son aquellas donde lo que hagas es irrelevante, no importa, no cambia nada.
Por ejemplo hay un terremoto, por ejemplo se te rompió una muela masticando un puñado de maní japonés. No hay nada para hacer, actuaron las fuerzas de la naturaleza, la fatiga de materiales, las cosas suceden, pasan.
Por ejemplo tu marido te dice que tiene una amante y que se va de casa, por ejemplo ascienden a un compañero de oficina a la subgerencia que tanto tiempo anhelaste. Vas a irlo a buscar, vas a ir a hablar, te vas a quejar, vas a patear una puerta o a esgrimir un razonable argumento. Vas y hacés y no sirve, no modifica nada.
No, no hace falta que discutas conmigo, mucho menos que me expliques por qué no estás de acuerdo. Para eso está tu psicólogo, para eso le pagás.

5.12.11

Planes y proyectos

Vino Mónica, a verme. Raro, habíamos vivido juntos, algo menos de un año, pero de eso hacía mucho, más de cinco años. Me acuerdo que ella estaba llena de planes, de proyectos.
Tocó timbre, Mónica, un sábado a la mañana. Raro, dije, porque en mi casa nadie toca timbre, salvo cuando pido una pizza. No veo a mucha gente, no veo prácticamente a nadie, y menos en mi casa. Si subís a mi casa es para coger, si no ni subas, si no por favor andate.
Bajé. Le pregunté si quería ir a tomar un café. Le dije que me sorprendía verla.
–Me sorprende verte –dije.
–Tengo que almorzar con una amiga que vive acá cerca, se me ocurrió tocarte un timbre para ver cómo estabas.
Caminamos dos cuadras, entramos a un bar. Diciembre en Buenos Aires, un calor del carajo, la tristeza de siempre, potenciada por el twister emocional de fin de año. Debían ser las nueve de la mañana.
–Cómo andás, tanto tiempo –dije, por decir algo. El tiempo nos había pasado por encima a todos. A ella, a mí. Cinco años es mucho tiempo, salvo que tengas diez años, y entonces cinco años es poco tiempo, pero es la mitad de tu vida.
–Cuando nos peleamos me fui a laburar a un geriátrico –dijo Mónica–. Mi prima es enfermera, y me consiguió ese laburo. Al toque empecé a pajear a los viejos, por poca plata. Me embadurnaba las manos con óleo calcáreo y los pajeaba un rato largo. Les tiraba de la goma a cambio de cualquier cosa, de las tartas o los yogures que les trajeran los familiares. De las frazaditas, las almohadillas eléctricas, los frascos de compota.
–Mirá, no –dije. Qué se puede decir cuando te cuentan algo así.
–Ahí uno de los tipos de limpieza me ofreció trabajar de prostituta, en Constitución. Zona brava. Cogí en la calle con bolivianos que se emborrachaban con alcohol de farmacia, con chinos que te eructaban en la cara y se tiraban pedos chiquitos, apenas un blip que te dejaba olor a pescado podrido en el pelo por una semana. Cogía en la calle, atrás de un árbol, o en autos, por monedas. Con albañiles que se quedaban dormidos en medio del polvo en hoteles donde podías ver las pulgas saltando sobre los acolchados. Cogía con tipos a los que le faltaban todos los dientes que se reían abriendo bien la boca y te daba más miedo que mirar adentro del túnel del tren fantasma, tipos que después de coger te partían la nariz a trompadas, tipos que después de coger te apagaban cigarrillos en los brazos o en las piernas, y te robaban.
–Debió ser bravo –dije.
–Después me metí en el mundo del sadomasoquismo, fui directamente al escalón más bajo. Cogía con tipos que me pedían que les clavara tachuelas en el culo, o que les arrancara una muela con una tenaza. Tipos que me filmaban con el teléfono celular mientras me tomaba un vaso de pis o le chupaba los dedos de los pies a un enano, cosas así.
–Fuerte, eh –terminé mi café. Con la yema de un índice fui juntando las miguitas de la medialuna que había pedido, y me las comí también.
–Y todo lo que te conté –Mónica vació lo que quedaba de su jugo de naranja, de un trago–, todas las barbaridades que hice, las peores cosas, lo que viví, en ningún caso fue ni la mitad de malo que el año que vivimos juntos. Pasaba por acá y vine a decirte eso.
Se me quedó mirando, Mónica, con esos ojazos color miel, su fantástico cabello algo más corto, las uñas carcomidas como siempre.
–Es bueno saber que estar conmigo te sirvió para crecer, para superarte –pensé en pedir otro café pero me pareció que no, levanté la vista y el mozo me estaba mirando. Hice un gesto en el aire, como quien dibuja una ínfima ola–. Sí, la cuenta.

30.11.11

Acerca del autor

Nadie, que yo recuerde. Nunca me extrañó nadie. Jamás pude bajarme de un avión, o de un micro en una terminal, y que alguien estuviera ahí, de pie, alegre de verme. Salvo mi perro Urko, sí, cuando yo era chiquito, pero Urko era un capo y yo le daba de comer pedacitos de Bay Biscuit durante la merienda. Urko era genial, y era un perro, los perros tienen códigos muy superiores a los de las personas. Urko no cuenta.
Nadie quiso coger conmigo, de verdad, de onda. Tuve tres o cinco novias, claro, como todo el mundo, pero no sentían la actividad, no tenían esa pulsión. No les nacía nada. Cogíamos, claro que cogíamos, pero muchas veces tuve que pedir, prácticamente mendigar unas migajas de sexo, y ellas cogían porque bueno, era algo que había que hacer mientras esperaban reponerse de su penúltimo fracaso, tomaban aire o un par de cafés con leche o buscaban dónde aterrizar con sus crecientes adiposidades antes de quedarse sin combustible en el medio del negro cielo de sus vidas.
De chiquito nadie quería bailar lento conmigo, lo recuerdo perfectamente, no te podés olvidar de eso. En la primaria, o hasta los catorce años. Ensayaba frente al espejo del comedor, el catatónico pasito de baile, aferraba la sinuosa cintura de la nada escuchando a Air Supply o el lento de los Bee Gees, yo qué sé. Imaginaba la cabeza de Andrea descansando sobre mi pecho, los brazos de Gisela rodeándome el cuello, el perfil de Verónica respirándome cerca, tan cerca. Pero nada, las chicas no querían abrazarme, y yo me quedaba a un costado y miraba a los que bailaban, como si tuvieras que tragarte un sachet de vinagre, sorbo a sorbo. Salía al balcón y miraba hacia abajo, ponía cara de estar pensando en algo, en algo muy importante como si lo que pasaba en el salón no me importara, cuando lo único que me importaba era bailar un lento, uno solo, olisquear un cuello, sentir una mejilla transpirada.
Y eso es todo, así fue mi vida. Ahora vos me estás leyendo y te parece que con eso es suficiente, que quizás yo pueda sentirme satisfecho. Que con eso alcanza.

25.11.11

Tolombetti

El médico me había recomendado que nadara. Por la espalda. Me dolía la espalda, a veces las cervicales, a veces las lumbares, pero me dolía la espalda, siempre. De estar todo el día sentado frente a una computadora, dijo el médico. Te sentás mal y no te das cuenta, o hacés fuerza con el cuello porque el respaldo de la silla está vencido, y no te das cuenta.
Lo importante, lo que deberías saber, es que después de los treinta años te va a doler algo, eso no es negociable. Conviene ir haciéndose amigo del dolor, invitarlo a dar una vuelta, conocerse. Prepararse para una relación más íntima.
Te haría bien nadar, dijo el médico. Me anoté en un Megatlón de barrio, no importa el barrio. Sabía nadar, había nadado de chico, ese no era el problema.
El problema era la gente. Mucha gente, siempre. Hay una nueva monada que considera conveniente cuidarse el cuerpo, creen que eso les garantizará alguna clase de status y aceptación. Están los que hacen pesas, están los que corren en cinta o andan en bicicleta fija, y así. No hay fauna más estúpida que la que concurre a un gimnasio, de más está decirlo. Gente bastante particular, que han olvidado la relevancia de pensar de tanto en tanto, o de permanecer en silencio. Sign of the times.
Probé ir a nadar después del trabajo, pero estaba la pileta llena. No, no llena de agua, llena de boludos. Así que probé ir a las siete, después a las ocho de la noche. Finalmente, a las nueve. El club cerraba a las diez y media, la pileta a las diez. A las nueve por lo general la gente se va a cenar, la cosa se ponía algo más fluida, disminuía el caudal de infelices, se volvía todo menos traumático.
Entraba a la pileta nueve y cuarto más o menos, nadaba media hora, salía, me duchaba, me secaba, me vestía, y me iba a comer algo por ahí, antes de volver a casa. La actividad física me hacía dormir mejor, la espalda se seguía quejando un poco, pero no chillaba como un animal herido.
Salía de nadar, me duchaba, esperaba un poco que el cuerpo se secara / secase, sentado en un banco del vestuario, antes de vestirme.
Había un tipo. Cada vez que yo salía de nadar, y me sentaba en el mismo banco, había un tipo. Sentado. Cubierto apenas por una pequeña toalla sobre los hombros.
Hablando por teléfono celular, el tipo. Siempre.
–Sí, mi amor, sí. ¡Ya te dije que sí! –Hablaba muy fuerte, miraba alrededor, buscando aprobación, empatía–. Ahora voy, linda. ¡Te dije que ahora voy!
O sino.
–Pero no, bebé, no era yo. ¿Cómo voy a estar tomando un café con otra mina justo enfrente de tu casa? –Se reía, el tipo, subía el tono de voz, gesticulaba para su involuntario y algo fastidiado público, desplegaba los abstrusos avatares de su ajetreada vida afectiva.
–Cortá de una vez, Tolombetti –le gritaba desde el mostrador el empleado del vestuario, con un cigarrillo colgando de la boca.
Así supe que al tipo le decían Tolombetti, y que estaba siempre ahí, después de correr doce minutos en la cinta, recién bañado, hablando media hora o más por teléfono celular, con una o varias mujeres, no se sabía, porque a veces cortaba, tomaba aire, y atendía de nuevo o volvía a llamar. A los gritos, discutiendo, por lo general sobrador, peleando o reconciliándose.
–Te dije que hoy no puedo, preciosa –resoplaba, Tolombetti, se rascaba con un índice la nuca, o arriba, justo en el centro y arriba, en el techo, por decirlo de algún modo, de su cabeza–. Te había avisado que hoy me voy a comer con los muchachos.
Pálido como un fantasma, Tolombetti, peinado para el costado con un peine muy finito, como lo debía haber peinado su mamá a los once años, los ojos algo enrojecidos, mirada de dogo aturdido, entre cuarenta y cincuenta años. Hablando por teléfono, siempre.
Había algo más, algo perturbador, difícil de omitir. Tolombetti era portador de una descomunal garompa. Por regla general no me gustan los tipos, y en los vestuarios de hombres la norma básica es no mirar, o no mirar más abajo del cuello en caso de ser preciso mirar a alguien. Pero el tipo estaba ahí, sentado sobre un banco de madera, con la verga descansando sobre uno de sus muslos, como una pequeña foca o el antebrazo de un rollizo bebé. El tipo hablaba por teléfono y se miraba un poco la chaucha, o la palpaba con dos dedos, como si le estuviera tomando el pulso, y hasta los tipos que querían burlarse de las conversaciones de Tolombetti, enfocaban por un momento la gaver, y no tenían más remedio que hacer un respetuoso silencio. Así como en las cárceles se respetan la cantidad de asesinatos cometidos, en los vestuarios se respetan las vergas (los tamaños). El tipo dejaba ahí la herramienta, tomando aire, imponiendo presencia, mientras seguía con sus interminables discusiones telefónicas.
–¡Basta, Tolombetti! ¡Cortala, basta! –gritaba el tipo del vestuario y todos los que terminábamos de cambiarnos (éramos cinco o siete sentados en diferentes bancos del vestuario) nos reíamos, porque Tolombetti hacía la señal de silencio con un dedo sobre los labios, o se tapaba el otro oído para no perder el hilo de la conversación que mantenía.
Hasta que un día. Como siempre. Diez de la noche. Había nadado, me había duchado, estaba terminando de vestirme. Demoraba un poco en ponerme la camisa porque hacía calor, yo transpiro como un condenado.
–Bueno, bebé, bueno –Tolombetti hablaba–. Ya se te va a pasar, voy a comprar un vinito y paso en un rato. Vas a ver que nos amigamos.
Fueron dos, así que estaba planeado. Uno era un instructor del gimnasio, al otro no lo había visto nunca. La maniobra fue perfecta en su ejecución, sumado al efecto sorpresa.
Uno de los dos, no el instructor, inmovilizó a Tolombetti deste atrás, con una toalla. Simplemente le pasó la toalla enrollada por encima de la cabeza, y de esa forma, tirando, le trabó los brazos. Mientras el otro, el instructor, le quitaba justo en ese instante a Tolombetti el teléfono celular de la mano.
El instructor se puso el teléfono en una oreja.
–¡A ver si te dejás de romper las pelotas, querida, que acá en el gimnasio no aguantamos más! –Dijo. Y todos nos reímos con ganas, mientras Tolombetti forcejeaba para zafarse aunque sin suerte, porque el pibe que lo atenazaba con la toalla era joven, de unos ochenta kilos, físico muy trabajado.
La escena era tremenda, brillante y tremenda, por aquello que dijo Cioran alguna vez, eso de ‘lo que no es desgarrador, es superfluo’.
Pero el instructor, después de lanzar la puteada, se quedó con la boca abierta. Fue pasándonos el teléfono, de uno en uno, para que lo viéramos, tocaba teclas, nos acercaba el teléfono a las respectivas orejas, nos hacía escuchar.
El teléfono estaba mudo, el teléfono no andaba, el teléfono jamás había funcionado. Tolombetti, ya liberado de la toalla, se tapaba la cara con las manos. Lloraba como un chico, negaba con la cabeza. Lloraba.

20.11.11

Villano

Yo hubiera podido ser el hombre araña. Claro que sí, perfectamente. Pero mi vieja no hubiera parado de preguntarme qué hago ahí afuera, colgado de los edificios, con el frío que hace. Por qué mejor no termino una carrera más tradicional, médico, abogado. Algo que deje unos mangos.
Yo hubiera podido ser Batman. Tenía la actitud, la capacidad. Pero mi vieja me hubiera preguntado qué me pasa que tengo que andar con la cara tapada, y algo malo tengo seguro en las orejas tan puntiagudas, otitis tal vez, la otitis media es jodidísima, encima con ropa tan ajustada, siempre con ese pibito cerca. Por qué no me voy de una buena vez a vivir con una mina que me quiera, que sepa cocinar algo rico.
Yo hubiera podido ser Superman. Tenía la fuerza, las ganas, sabía volar. Pero mi vieja me hubiera dicho que no ande cambiándome en las cabinas telefónicas, así como tampoco es conveniente entrar a cagar a los baños de las estaciones de servicio. No están dadas las mínimas condiciones de profilaxis, son circunstancias demasiado extremas, hay que lavarse bien los dientes antes de ir a dormir, uno debería tomar un redoxon a la mañana aunque no esté resfriado, porque sí, dicen que el kiwi tiene más vitamina C que las naranjas, mirá vos, y que la palta no tiene colesterol, ahora me vienen a avisar.
Para resumir, yo podría haber sido cualquier superhéroe. Pero preferí no serlo, para que no se hiciera mala sangre, para que no se preocupara mi mamá.

15.11.11

In grasa

–Es bastante sencillo, no hay que darle demasiadas vueltas al asunto, está todo inventado –la doctora estaba sentada, recostada contra el respaldo de una silla que daba la impresión de quedarle grande. A decir verdad, todo parecía quedarle grande: el despacho, el delantal, incluso su propio cabello, tirante y recogido, peinado hacia atrás, probablemente con gel. Debía pesar, la doctora, como mucho, cuarenta kilos.
–Para bajar de peso, y lo que usted necesita es bajar de peso –quizás le pareció por un momento que había dicho algo gracioso y se rió, apenas, una ínfima carcajada, un sonido muy parecido al graznido de un ave–, para bajar de peso se trata de no comer hidratos de carbono, no comer azúcares, y no comer grasas. Y no, desde ya, ni bebidas gasificadas, ni mucho menos alcohol.
Siguió.
–Usted deja de comer esas cosas, hace actividad física una hora por día, se mueve un poco, y baja de peso. Si se fija bien es fácil, usted reeduca su mente, cambia sus hábitos alimentarios, y baja de peso. Fácil, fácil –asintió varias veces, golpeteó la parte de atrás de su birome sobre el metálico y algo descascarado escritorio. Se le marcaban mucho los pómulos y las venas del cuello, le latían las sienes, uno casi podía delinear su calavera por debajo de la piel.
–Doctora –dije–, tiene usted la curiosa dualidad de representar, prácticamente, todo lo que odio de la medicina y todo lo malo del género femenino, al mismo tiempo. Usted es un asco de persona, refugiada en su precaria ciencia hecha de contar kilos y medir panzas. Cree que sabe algo de algo, cuando, es demasiado evidente, no sabe nada de nada. Se siente protegida de todo lo malo del mundo por su delgadez, y no advierte que es usted prácticamente traslúcida, etérea, vacía de contenido. Mi perro podría voltearla con una pata, aunque dudo que ni siquiera él se sentiría tentado de cogerla, porque mi perro tiene buen gusto. Estimo que la totalidad de su menstruación no alcanzaría para pintar una uña de un chihuahua. Tiene usted menos atractivo que un ficus, y desde ya menos capacidad intelectual. En lo personal, obtendría más placer en fornicar con una tira de asado. ¿Hace cuánto que alguien no la abraza? ¿Hace cuánto que no se ríe a carcajadas hasta que se le llenan los ojos de lágrimas? ¿Hace cuánto que no come un pedazo de mantecol con la mano? Para resumir, doctora, para no hacerle perder tiempo, debería usted saber que si se le saca a alguien todo lo que le gusta, todo lo que le da placer, no queda nada. Sin harina, sin grasa, sin azúcar, sin alcohol, ¿cuál es su idea? ¿Que chupe un azulejo de la cocina antes de acostarme? ¿Que me frote el prepucio con una galleta de arroz? Pero quédese tranquila, doctora, no hará falta concurrir a ningún cementerio el día de su muerte. Usted cabe en ese cajón de su escritorio, al lado de la abrochadora, su entierro será de lo más práctico.
La doctora, algo temblorosa, se puso de pie, salió del consultorio y se encerró en el baño. La escuché llorar mientras me iba, por el pasillo.
–¿Necesita un turno? –Me dijo la pibita de la recepción. Leía unos apuntes de contabilidad o psicología, las tetas recién operadas, 350 megahertz de cada lado.
–No –le dije– ¿Cuánto me cobrás por hacerme una paja en el ascensor? ¿No sabés dónde hay por acá un local de empanadas?

10.11.11

Experiencia traumática

Me secuestraron, así como te la cuento. Bajé a la nochecita a retirar plata del cajero, porque quería comprar cigarrillos y me había quedado sin plata, generalmente acreditan el sueldo el anteúltimo día hábil del mes. Retiré quinientos mangos, salí de la pecera, encendí un cigarrillo, y me levantaron con un auto.
Eran tres en un Renault 12 hecho pelota. Pero las armas eran nuevitas, las armas brillaban con esa particular contundencia de lo fáctico.
–Subí, boludo –me dijo uno que esperaba en la calle como para pedirme fuego, mientras otro, desde el auto, me apuntaba.
Subí, me dieron un culatazo en la cabeza, me debo haber desmayado.
Cuando me desperté estaba tirado en el piso, las manos atadas a la espalda, con esos plásticos precintos que se usan ahora y que no los podés romper ni en mil años. Estaba encadenado de un tobillo, además, a un caño que salía de una pared de ladrillos a la vista.
Abrí los ojos.
–Che, se despertó la bella durmiente –dijo uno.
Estábamos en un departamento, en un monoblock, bien alto, llegaba el olor del Riachuelo.
Era una cocina bastante precaria, pero había un buen televisor encendido, teléfonos celulares, como diez, sobre la mesa, varias armas.
Estaba el gordo que me había pedido fuego, sentado, tomando vino. Había dos más, uno jovencito, con una gorrita puesta al revés y la camiseta de un equipo inglés, quizás el Chelsea, terminaba un porro. Había una mujer también, sentada algo separada de la mesa, con cara de cansada, amamantando un bebé.
–Che, gato –el pibe del porro me habló, aguantando la respiración–, decinos un teléfono, así pedimos que te rescaten.
–¿Qué? –La cabeza me explotaba. Tenía un chichón del tamaño de una pelota de tenis junto a la oreja izquierda. Me incorporé como pude, para quedar sentado contra la pared. Me latía la cabeza, me sangraban las muñecas, me picaba la nariz.
–Un teléfono, gil –el pibe dio una calada más y me tiró la tuca que hizo chispitas en el aire–. No te hagás el pelotudo, porque te pego un corchazo acá, y te tiro al río.
Le di el teléfono. Marcó el otro, dejó el tenedor y agarró el teléfono. Era más grande, quizás el padre del pibito, o el tío. Estaba en cueros, tenía una fea cicatriz que le cruzaba la panza en diagonal. Comía ñoquis con estofado de una bandejita de plástico. Sobre la mesa había, también, una botella de Fanta de dos litros.
Había un reloj sobre los azulejos, arriba de la heladera, eran las dos y cuarenta de la mañana. Mónica debía estar durmiendo.
Sonó el teléfono, tres veces. El tipo puso el teléfono en altavoz, siguió comiendo.
–Si hablás sin que yo te diga –me miró, después miró otra vez su comida, se rascó la panza con el revés de un pulgar–, te mato de una.
–Hola –dijo Mónica, todavía dormida.
–Hola, nena –habló el gordo, tenía mi cédula en la mano–, tenemos a Juan.
–¿Qué?
–Que tenemos a Juan, pelotuda –el gordo tiró el documento al piso, se sirvió más vino, llenó el vaso–. Lo tenemos acá, a Juan, secuestrado.
Se hizo un silencio. Mónica procesaba la información, descubría que yo, aunque hubiera salido a tomar algo con los pibes, ya debería estar con ella, durmiendo en casa.
–¿Qué pasa? ¿Te dormiste? –preguntó el otro, mientras masticaba los ñoquis. Se manchó de tuco el costado de la cara.
–No, no –dijo Mónica.
–Tenemos a Juan –repitió el gordo, bebió medio vaso de vino, de un trago.
–Bueno –dijo Mónica.
–Queremos treinta mil dólares de rescate –dijo el gordo–. Si no, lo matamos.
–Jaja –Mónica se rió. Tenía una fantástica risa.
–¿De qué te reís, flaquita?
–Nada, nada –Mónica paró de reírse–. Treinta mil dólares. Quizás si me dan treinta años de plazo.
–¿Te creés que es joda? –el gordo acarició la culata de un revólver, un .38 corto, con dos dedos–. Voy a agarrar a tu marido y le voy a pegar un tiro.
–No es mi marido –dijo Mónica.
–¿Qué?
–No es mi marido –repitió Mónica–. Vivimos juntos hace un par de años.
–Bueno, linda, voy a agarrar a tu pareja y le voy a cortar un dedo con un cuchillo.
–Me parece bien, porque lo único que hace es meterse el dedo en la nariz –dijo Mónica. Los tres me miraron, la nariz. Era cierto. Meterme el dedo en la nariz era una de las cosas que me había gustado desde que era chico, desde siempre. Meterse el dedo en la nariz es una experiencia de lo más gratificante.
–Ah, sos graciosa. Bueno, le voy a cortar la japi, entonces.
–No problem –Mónica se rió otra vez–. Para lo que la usa conmigo, no creo que me de cuenta la diferencia.
–Nena, lo voy a agarrar a Juan, ahora, y le voy a quemar la cara con una plancha. Quedate en línea y vas a oír los gritos.
–Bueno, fijate si lo arreglás un poco con eso. Porque él ya es un monstruo, no sé qué carajo le habré visto.
–¡Boluda, te estamos pidiendo treinta lucas para no matar a tu novio! ¿Cuánto ofrecés?
–Nada –dijo Mónica–. Mándenlo cuando quieran, pero si se lo pueden quedar un tiempo más, mucho mejor. No tengo apuro.
Cortó. Mónica. El gordo volvió a llamar, daba ocupado. El de la cicatriz resopló sin levantar la vista de su comida.
Al rato se levantó la mujer con el bebé y se fue a uno de los cuartos. El gordo se tiró en un sillón. El pibito enchufó una playstation al televisor y se puso a jugar.
A la mañana siguiente me soltaron. Me dieron veinte pesos y una tarjeta para hablar por teléfono público.
–Tomate este que te lleva a capital –me dijo el gordo y me dio la mano–. Ahí te arreglás solito, ¿no?
–Sí –dije. El pibito esperaba al volante del Renault, misma gorrita, otra camiseta, de otro equipo. El de la cicatriz no estaba. Después de comer se había ido sin decir palabra.
–Deberías dejar a esa mina –el gordo había encendido un cigarrillo, me convidó uno, pitó–. Para vivir así, quizás convenga estar solo.
Asentí. El gordo se subió al Renault, y arrancaron. Pasaron delante mío, los saludé con la mano.

5.11.11

Como si le preguntaras a un albino

Lo que tenés que entender es que hombres y mujeres son especies diferentes. No hace falta la comprensión, comprender al otro, olvidate de la comprensión. ¿A quién carajo le importa la comprensión?
Es antropomórfico, como si le preguntaras a un albino por qué tiene el pelo blanco, o si le dijeras que comprendés el color de su pelo. No va por ahí.
Son antropomórficas razones, te digo, la forma de interpretar el universo. Lo vas a entender mejor con el sexo.
Para coger, el hombre tiene que enarbolar la herramienta. La tiene, claro que la tiene, pero aquí llega el esfuerzo. El hombre debe erguir el perico, afilar la lanza, modificar, desde lo vascular y volitivo, algo, el herramental, el estado de cosas que le permitirá, por la eternidad que dura un parpadeo, obtener lo que desea del universo, saciar su sed.
Al terminar la faena, al emerger de las profundidades del sexo, por no decir del núcleo basal, del magma de la vida misma, el hombre descubre la futilidad de todo esfuerzo. Ha estado cincelando la existencial piedra de la nada, y nada queda justamente allí que pruebe su empeño, apenas una fina capa de tristeza ante la perecedera naturaleza de las cosas.
En el coito, la mujer vislumbra que de su predisposición depende la multiplicación de los peces y los panes. Su lubricidad equivale al riego por aspersión del jardín de la casa del barrio privado de la vida misma, alzar las piernas es el equivalente a una plegaria hacia algún cielo de yeso que jamás resultará indiferente. Para la mujer, la pija es destino, lo sabe desde siempre. El mundo sucede a través suyo, así como la galera permite que pase la mano del mago, sin galera no hay truco. Sabe, la mujer, resulta un ejercicio de ancestral resignación, que debe soportar en el proceso una carga, algún peso. En la fornicación, la mujer se completa, recibe la visita del perico para el cual acondicionó la jaulita con paciencia y esmero. En la práctica sexual la mujer descubre que sus ansias pueden ser abarcadas, la situación la deja locuaz, con esperanzas y proyectos.
Las mujeres y los hombres son especies diferentes. Es todo lo que hay que saber al respecto.

30.10.11

Sanador

Es como el Reiki pero es más que el Reiki. Es como la meditación, pero mucho más profundo que la meditación, que meditar. Es como diez o quince años de psicoanálisis de un saque, todo junto, sin ese emocional desgaste que implica repasar una y otra vez cada cosa que te salió mal, traer a la superficie cada cosa que no funcionó como vos querías. Es como el yoga pero sin forzar las articulaciones, sin exigirte complicadas posiciones que te dejan al borde del estupor y la distensión de ligamentos. Es como el Tai Chi sin la tan milenaria como oriental rutina. Es como el sexo, pero mejor.
Vamos a una pizzería. Yo recomiendo hacer la cura en Buenos Aires, en las pizzerías tradicionales que se encuentran ubicadas, desde siempre, por el centro. Por lo general atiendo en ‘El Palacio de la Pizza’, pero se puede ir tranquilamente a ‘Las Cuartetas’, o a ‘Güerrin’. Se puede hacer sin inconvenientes en ‘El Cuartito’, y en una época la cosa funcionaba en ‘Nápoles’, pero se vendió la esquina y ya no es lo mismo. Se puede curar en ‘Imperio’, aunque tampoco es lo mismo de antes (hay que ir al de Chacarita, ahí sí), en ‘La Mezzetta’, en ‘Angelín’. Desde ya que se puede tratar en ‘Los Campeones’, quizás todavía en ‘Burgio’, en ‘Banchero’ también. Puede ser en algún ‘Kentucky’, aunque hace mucho que no atiendo allá. Mejor que no sea una cadena de pizzerías, ni una pizzería moderna, ahí no funciona la cura, se diluye el poder de sanación. Aunque parezca mentira, durante una corta temporada atendí algo de gente en ‘Romario’, y la cosa fue bien.
El tratamiento es bien fácil, sencillito. Se hace de noche. Vamos y te sentás, nos sentamos, aunque se puede hacer de parado, en la barra, también. Se pide la pizza. Últimamente yo recomiendo pedir una grande de fugazzeta. Se puede hacer con pizza napolitana con ajo (sin jamón, el jamón no pega con la pizza, mucho menos el ananá o los palmitos, no seas ridícula, por favor). Provolone sirve, camina, el Roquefort lo uso para casos muy agudos.
Te sentás, y respirás. Cualquier ejercicio de respiración consciente. Ojos cerrados, respiración pausada, brazos al costado del cuerpo, manos sobre el regazo. Yo decido si me siento frente a vos, o al lado tuyo, o si me paro y me coloco, de pie, detrás. Eso lo voy viendo en el momento, lo tengo que sentir.
Entonces el maestro (que vengo a ser yo), a los dos o tres minutos, con un movimiento algo enérgico pero no exento de gracia, te hundo la cabeza, la cara, el rostro, en la pizza. De un saque, de una. Te incrusto la cabeza en la pizza, la pizza no se mueve, y te sostengo la cara en la pizza, como si te metiera la cabeza bajo el agua.
Y se te pasan todas las boludeces que te atormentan, la melancolía por tu patético pasado, la angustia por tu incierto y desde ya preocupante futuro, tu miedo a la muerte, la ira, tu falta de fe.
Pasados treinta segundos, menos de un minuto, te ayudo a incorporarte. Sacás la cabeza de la pizza, y estás curado/a. Te sentís distinto/a. Sos otra persona, te sentís bien.

*el tema del presente fragmento es recurrente. quiero decir, lo he utilizado, con variantes, en alguna otra ocasión. pero no pierde en nada su vigencia, sigo curando. la magia perdura.

25.10.11

Distinta

–¿Si yo fuera japonesa, me querrías?
–Sí, por qué no –dije–. Las mujeres orientales tienen una delicadeza de lo más particular, una sumisión que resulta sensual y sutil a la vez, característica.
–¿Si yo fuera negra, me querrías?
–Sí, no veo inconvenientes –dije–. Las mujeres negras tienen generosos culos, y una particular conexión tanto con el sexo como con el propio cuerpo. Un desparpajo, no sé, unas ganas de disfrutar aquello que les fue concedido por el solo hecho de estar vivas.
–¿Si yo fuera enana, me querrías?
–Sí, sería algo altamente erótico, supongo –dije–. Coger con una diminuta mujer. O entrar a la cocina y ver cocinando, preparando tu alimento, a alguien que apenas llega a la mesada. Las enanas son pura personalidad, además.
–¿Si yo tuviera algún defecto físico, me querrías?
–Sí, claro que sí. El cuerpo, creo, busca un estado de homeostasis, aunque no sé si está bien dicho. Pero al perder, pongamos una facultad, un sentido, el cuerpo desarrolla otras capacidades. Como alguien que es mudo, por poner un ejemplo, pero desarrolla una exquisita habilidad para la pintura con rodillo o para hacer asado. Lo que quiero decir es que si te falta algo, más allá del fastidio y la contrariedad, Dios te da otra cosa. O quizás no sea Dios, pero la vida tiene algo, un estado de bendición, no sé cómo llamarlo, una capacidad de correr como el agua que busca su nivel y encontrar otro sitio, otra destreza que permite sobreponerse.
–¿Me querés?
–Mirá, creo que no. Sos bastante pelotuda, y te volviste aburrida. Preferiría no tener que volver a verte.

20.10.11

Los otros

Hay dones, claro que hay dones. Cualquier salame se da cuenta, de la existencia de dones. Y quizás, mucho más, claro, un salame. Por carencia, por la contraria. El que tiene puede ignorar, puede no advertir, por desaprensión o displicencia, la posesión de ciertos dones. Pero quien carece, quien no posee, a quien le falta, sabe perfectamente lo que le falta. Adolece, podríamos decir.
Y uno cree que es así, que no hay nada más que hacer. Como la suerte. Alguien entre las nubes agita un celeste cubilete, salen los dados.
Pero no, es un poquito más complejo. Creo que se trata de un mecanismo más curioso, más sofisticado.
El que no tiene, los dones, al que le faltan, va por la vida sin poder evitar pensar por qué no le tocó a él, la suerte, los dones, la gracia. Siente que lo han dejado afuera de la fiesta de la vida, sin motivo, una pegajosa injusticia como la teta de una gorda pintada con mermelada de damasco.
Pero entonces, un poquito más tarde, descubrís que los otros, los afortunados, los que tienen los dones, advierten una soleada mañana que van a perderlos. Que los dones se van, se apagan, se acaban.
El espejo de la tristeza hace morisquetas, muestra su otra cara.

15.10.11

Te juro que no

Hace calor. Buenos Aires, con calor, pierde prácticamente toda la gracia, y de por sí ya mucha no le queda, así que imaginate. Tuve una reunión, una posible venta que al final no era tan posible ni tan venta, lo normal. Estoy en el barrio de Belgrano, es lunes, no, martes, son las tres y media de la tarde.
Veo una heladería, de las buenas. No quiero caminar hasta el subte y volver al centro. Estoy triste, más triste que de costumbre, y estoy cansado, más cansado que de costumbre. Prefiero entrar a la heladería, tomar un helado.
Poca gente, en la heladería. Gente linda, más linda que en mi barrio, la belleza es una gran cosa. Una parejita joven, dos mujeres charlando, un señor leyendo un diario italiano, un diario italiano escrito en italiano, así como la cuento. Si te fijás bien, si prestás atención, hasta corre algo de brisa. Esa calle tiene buenos árboles, el clima es relajado.
Saco un ticket, pido mi helado, me siento junto a la ventana. Quizás la realidad no sea tan hostil, quizás el mundo no sea tan malo.
Entra una mujer. Una mujer embarazada. Muy embarazada, siete meses o más. Es joven, no más de treinta años, y es muy bonita. Hay un tipo de mujeres que al embarazarse estallan, literalmente, se derraman, sus cuerpos abandonan los contornos y no volverán a ser las mismas, ni parecidas, nunca más. Pero otras mujeres no, conservan las formas, se engrosan un poco los culos, las patitas siguen ahí, crecen las tetas, y salen unas panzas, unas panzas redondas como pelotas. Pero esas mujeres saben que después de parir recuperarán sus formas, conservarán algo de sus atributos. Quizás porque ser madres no las define, o porque están hechas de otro material que les permite durar, no lo sé, la genética no suele dar explicaciones. Mi mujer se transformó en un hipopótamo, un chancho cimarrón quejosa y amarga. Pero eso ocurrió hace bastante tiempo, estoy divorciado.
La mujer usa unos jeans bastante ajustados, una musculosa negra, y un pulovercito con botones. Tiene buenísimas tetas de generosos pezones, fresco el rostro. No puedo evitar mirarla cuando entra. A poco de parir, y está bárbara. Sin maquillaje, pelito castaño recogido. Finos rasgos de una belleza que ya prácticamente no se ve, una belleza que se debe haber dejado de fabricar.
–¡Hijo de puta! ¡Mierda! –Me sorprenden un poco, los gritos. Algo pasa. Sigo con mi helado, mirando por la ventana.
–¡Acá estoy, acá me tenés! ¡Matame si querés, o reconocé al chico! –giro la cabeza. Los gritos son fuertes, han ganado en intensidad. La mujer está de pie, frente a mí, me apunta con un dedo mientras con la otra mano se sostiene la panza.
–¿Eh? –Se me cae la cucharita de la sorpresa. La cucharita con dulce de leche granizado, sobre uno de mis zapatos.
–¡Reconocé al chico, asqueroso! ¡Vos me prometiste, cuando me obligabas a coger sin forro, me decías que me quede tranquila, que ibas a estar conmigo siempre! ¡Siempre! –Cae de rodillas, la mujer, llora, el llanto la vence. Uno de los empleados de la heladería la ayuda a incorporarse. Alguien le ofrece un vaso de agua.
–Pero no, yo no –digo. Miro el recipiente de mi helado, cómo el helado se va derritiendo, transformándose en líquido, perdiendo la gracia.
–¡Qué basura sos, por Dios! –ella bebe un poco de agua, traga, le han traído una silla, pero permanece de pie–. ¡Me dejás embarazada y ahora decís que no querés saber nada! ¡Encima me amenazás! ¡Que vas a contratar a alguien para que me haga abortar de un par de trompadas en la panza! Sos lo peor, lo más bajo.
Ahora sí se sienta. Llora. Se seca las lágrimas con un antebrazo.
–Pero no, te juro que no –digo, pero estoy diciendo cualquier cosa. No conozco a la mujer, no sé qué decir. Se ha juntado algo de gente a nuestro alrededor. Me odian, saben que soy culpable. El universo entero sabe que soy culpable, del asesinato de Kennedy, de los terremotos, de las catástrofes aéreas. Están esperando un gesto, nada más, una señal, para saltarme encima y molerme a patadas.
–Flaco, mejor andate –es el cajero, el que me habla. No es que me aprecie, no hay en él una pizca de empatía hacia mi persona. Pero sabe que está a punto de desatarse la violencia, y prefiere preservar el local.
–Sí, andate –dice un pibe, jovencito, se le marcan los bíceps, tiene la fuerza, cree haber encontrado una noble causa donde canalizar algo de su desbordante energía. La causa es romperme la cara para que su novia lo quiera un poco más, para que el mundo mejore. La única manera que el mundo mejore, es que tipos como yo dejemos de estar. Usa una barbita candado, el pelo con gel, pobre.
Dejo el helado, me voy. Cuando estoy saliendo, alguien me tira algo, un servilletero que me da de pleno en la espalda. Escucho puteadas. Alguien, otro alguien, desde atrás, me escupe.
Apuro el paso. Estoy agitado, y asustado también. Decido caminar hasta Cabildo y tomar el subte.
A la cuadra y media escucho una voz.
–¡Che, che! ¡Pará! –es la voz de la mujer, otra vez. Me detengo, pero miro hacia dónde correr, es preciso escapar.
–Disculpame –le digo–. Pero estás equivocada. No te vi jamás en mi vida.
–Sí, ya sé.
–¿Eh?
–Que ya sé –prende un cigarrillo, pita, sonríe–. Lo que pasa es que en un rato me tengo que encontrar con el verdadero padre de la criatura –se toca la panza–, y me pareció que lo mejor era practicar la escena antes. Así no me olvido todo lo que tengo para decirle.
Me cuesta comprender, quizás entendí mal.
–No es con vos, quedate tranquilo –me da un beso en la mejilla, me acaricia, apenas, un hombro–. Andá, no pasa nada.

10.10.11

En la tormenta

Habíamos decidido irnos con Ana, a la costa, fuera de temporada. Así que fuimos. Yo necesitaba descansar, Ana necesitaba ser feliz, los dos necesitábamos escapar.
Cinco noches. Arrancamos diciendo ir a Cariló, pero nos pareció muy caro. Valeria, Ostende, terminamos alquilando un apart en Mar Azul. Lo vi por internet, me gustó, hice la reserva por teléfono, deposité la plata en la cuenta bancaria que me indicaron.
La verdad que era todo una cagada. Las fotos que había visto por internet eran mentira, no se veía el mar desde la habitación porque enfrente había una gigantesca duna, el desayuno era triste, café con leche tibio, pan viejo, mermelada que era casi agua coloreada, la heladera hacía ruido como si albergara en su interior un eruptivo alienígena.
Nos peleamos, en el auto, a la ida. Yo quería parar a desayunar en Minotauro, ella no, me paró la policía, yo quise darle cien pesos al oficial antes que me dijera buenos días, ella dijo que no teníamos nada que ocultar. Descubríamos que cuando uno viaja, se sigue siendo el mismo pero en otra parte, no es posible viajar y ser otro, te molestan las mismas cosas, te angustia lo mismo. Cambia el decorado y eso te distrae, con suerte, un poco.
Me despertó Ana, en mitad de la noche. Me sacudió. No podía querer coger, no podía ser eso, Ana había perdido, después de tres años de convivencia, el apetito. Era algo que había que hacer una vez por semana, como lavarse los dientes o secarse el pelo con una toalla, una mecánica tarea, un metódico incordio, no mucho más que eso.
–Eh, qué pasa –abrí los ojos, sabía que no iba a volver a dormirme
–Escuchá.
–Qué.
–Escuchá, ¿Escuchás?
Escuché.
–Si entraron ladrones y te van a violar –dije–, poneles esa carita de fastidio que me ponés a mí. Ni te van a tocar.
–No, pelotudo. Escuchá, la tormenta.
–La tormenta –dije yo–. Pintó romanticismo.
–No, Juan. Está granizando.
Era verdad. Pegaban las piedras contra el techo del apart. El viento hacía chocar una y otra vez alguna ventana mal cerrada. Era una tormenta del carajo.
–Sí –dije–. También está el hambre en Etiopía, y hay que salvar a los delfines. Yo pago las expensas, todo no puedo.
–¡El auto, boludo!
Entendí. Ahí entendí. Entre todas las cosas que no tenía el apart, más allá que todo tuviera la palabra ‘azul’ en el nombre (sala ‘azul’, desayuno ‘azul’, posibilidad de salir a hacer una cabalgata ‘azul’), no tenía estacionamiento techado. Se habían olvidado de poner, en el estacionamiento ‘azul’, un techo ‘azul’.
–¡Uh! –me puse un short y salí. Mi auto, un buen auto que había comprado hacía cinco años, poco uso. El auto que me había llevado y traído tantos domingos. Quería a ese auto.
Bajé. La tormenta no iba a terminar nunca. El auto, mi auto, desnudo, bajo la ira de un poderoso e inclemente Dios. Las piedras del granizo eran del tamaño de pelotitas de ping pong. No iba a quedar nada, de mi auto.
Ese absurdo viaje que sólo había servido para que Ana y yo descubriéramos que no nos soportábamos más, me iba a costar mi auto.
Al lado de mi auto, a unos tres metros de distancia, había otro auto. De un matrimonio mayor, que también estaba parando en el apart. El hombre luchaba bajo la lluvia, cubría el auto con frazadas y toallas, las frazadas eran afirmadas con ladrillos. El hombre iba y venía, tenía un plan, su mujer colaboraba, lo asistía, y en cada viaje de ida y vuelta al cuarto, la mujer secaba al hombre con un toallón, le daba un sorbo de una taza de café.
–Perdí el auto –le dije a Ana–. No va a quedar nada.
Me fui a dormir. Mi pobre auto, y yo sin la más mínima idea, como de costumbre, y sin voluntad. No había dónde refugiar el auto, no se me ocurría un pomo ni sabía hacer gran cosa. Era la historia de mi vida. Ni ideas propias, ni un plan común. La nada misma.
–Pero –dijo Ana.
–Tachame el auto –dije, cerré los ojos, y no hablé más.
La tormenta siguió toda la noche, los truenos recordándome mi fracaso. A la mañana llovía, pero menos. Ana estaba sentada en el comedor, viendo la televisión, un programa donde un japonés explicaba las ventajas de hacer reiki. Aunque si el reiki tenía alguna ventaja, bueno, al japonés no se le notaba nada.
–Pedí el desayuno porque tenía hambre –dijo, y me apuntó con el mentón hacia la mesa, las absurdas jarras donde podía leerse ‘café’, y ‘leche’, la panera con medialunas de un material (tal vez un polímero) no apto para el consumo humano.
Salí del cuarto en short. Me acerqué a mi auto sólo para verificar el daño, darle el pésame, decirle que yo también había sufrido mucho toda mi vida, una cariñosa palmada. El chapista me iba a arrancar el corazón.
Nada. Cero. Per-fec-to. Ni un rasguño. El auto, todavía húmedo, brillaba. Ni una marca, no podía ser, había estado escuchando los piedrazos, arrasando con todo lo que fuera ‘azul’ o de cualquier otro color, casi toda la noche.
–Qué raro –dije. Levanté la vista. A tres metros, el auto del hombre. Tenía agua hasta el volante. Se había inundado por completo. Al sujetar las frazadas trabando las puntas con las ventanillas, las frazadas habían chorreado toda la noche, hacia adentro del vehículo. El auto del tipo no servía más, no se iba a secar ni en mil años.
El tipo se agarraba la cabeza, negaba, después se agarraba el corazón y lo apretaba un poco, para verificar que siguiera funcionando. La mujer lo observaba desde el umbral del cuarto sin animarse a decir palabra.
Increíble. El hombre había hecho todo lo que había que hacer, y su auto no servía más. Yo no había hecho nada, me había ido a dormir, y ahí estaba mi auto. Impecable.
Volví al cuarto.
–Subí un minuto –le dije a Ana–. Vení que te voy a pegar una buena cogida, y después nos vamos a ir a desayunar a Cariló. Algo rico, no nos merecemos desayunar esta cagada.

5.10.11

Misíl

Si se me permite el tecnicismo, tengo un pedo. Quiero decir, gas. Desayuno fuerte, bien temprano, y es probable que no vuelva a casa hasta la nochecita. Me voy al centro, a laburar, por lo general no almuerzo. Vida de ciudad.
A la media hora, después de desayunar, sé que me podría tirar un pedo. Pero no es un pedo urgente, imperioso, incontenible. Sé que está ahí, puede esperar.
Te vas al centro, a laburar, o a hacer un trámite, en uno de esos modernos edificios que tienen treinta y siete pisos y doscientas ochenta y cuatro oficinas. Ascensores automáticos capaces de transportar hasta once personas. Entrás.
Ahí llega el momento. Desayunaste dos porciones de fugazzeta fría, un café con leche, un huevo duro, y un alfajor. O mate, un vaso de mirinda, y una empanada de carne de hace tres días. O un té, un tercio de milanesa de pollo, y dos mandarinas.
El ascensor se llena. Ejecutivos de sedosas corbatas, chicas con bombachas importadas tipeando absurdos mensajitos en sus táctiles pantallas, un señor mayor con lentes sin marco, una señora con un simpático trajecito color marfil.
Y te cagás. Lo soltás, finalmente, ese pedo generado durante el desayuno, tan tuyo, tan intenso, tan particular. Es un slip, apenas, o un prrr muy oscuro, muy ronco. Una inaudible vibración, nada más.
Contás, hasta dos, después de cagarte como un chancho cimarrón, como un indómito jabalí. Contás hasta dos y preguntás algo, cualquier cosa, con absoluta naturalidad, a la persona que tengas al lado, a quien te preste algo de atención, al público en general.
Preguntás si el estudio del Doctor Garófalo está en la oficina 633, o si el ciento treinta y dos para sobre Alem, o a cuántas cuadras estamos de la calle Paraguay.
Y mientras vos ya hiciste la pregunta, justo, llega el olor. La clave está en jugar con ese ínfimo delay, similar al que existe entre el rayo y el trueno (William Faulkner escribió alguna vez ‘el sonido y la furia’, pero, según entiendo, tampoco se refería exactamente a esto). Llega el olor entonces, repugnante, fétido, una hedionda frazada de la mierda más pura que todo lo cubre, lo inunda, un arma química y letal.
Como vos ya hiciste la pregunta, alguien te está contestando, y bueno, vos quedás excluido, relegado, vos estás prestando atención con una mezcla de imbecilidad y sencillez. Tu pregunta, tu acción, llegó antes que el olor. Eso te otorga inmunidad.
Es probable que la persona que te está contestando ya haya respirado una bocanada de aire, la gente, aunque parezca paradójico y por lo general, necesita respirar. Verás cómo experimenta una profunda perturbación, se sonroja, parpadea varias veces o tose, tiene un acceso de tos, se tira del pelo, consulta un imaginario reloj, se pasa una mano por la frente, se angustia. Porque ha llegado el olor justo cuando ella (o él) habla y entonces, por una cuestión digamos automática, el resto de los presentes asocia el pútrido olor que los invade con la voz cantante. Es un mecanismo de la mente, el olor, la náusea, golpea el cerebro al mismo tiempo que la voz de tu interlocutor y se transforman en uno. El olor y la voz. El pedo tiene dueño, es evidente, y quien está hablando, que sabe que no se tiró ningún pedo pero a la vez por un instante es preso del mismo razonamiento, se pone mal.
Justo en ese momento el ascensor se abre, en cualquier piso. Vos te bajás.

30.9.11

Todo mail

Recibo mails, soy un ser humano. Claro que recibo mails, como todo el mundo, qué te pasa.
Los mails que recibo son, más o menos, así.
La gran mayoría de mails son para decirme que existe la forma de hacerme crecer el pito. Hay que comprar una máquina, más bien simple, unas poleas, unos tensores, ciertas pesas, un mecanismo, para que mi afligido pito adquiera un tamaño decente. No podés andar por la vida con un pitito así, loco.
También recibo mails que dicen que tengo un padre, un abuelo, quizás un tío, nigeriano. Soy el heredero de un príncipe nigeriano, o de un importante funcionario del gobierno nigeriano, debo darle unos pocos datos (empezando por el número de mi cuenta bancaria, y el número de mi tarjeta de crédito) y me haré acreedor de una tan elocuente como simpática fortuna. De más está decir que si soy nigeriano, implica que soy negro, también. A juzgar por los mails anteriores, soy uno de los pocos nigerianos que ha nacido con el pito pequeño, un incordio, una contrariedad, pero igual soy el heredero de una cuantiosa fortuna.
Recibo mails para comprar medicamentos sin receta, también. Principalmente Xanax, Vicodin, Foxetin, Prozac, Atenix, Rivotril, Alplax, Tranquinal, Sertralina en barra, Clonazepam en pomo, cualquier cosa para el bocho. Es lógico desde ya, es tremendamente lógico. Soy un negro, soy un negro con el pito insignificante, y además no logro hacerme de la fortuna que me corresponde como legítimo heredero de un príncipe africano. Como para no andar con ganas de empastillarme hasta los huevos.
Recibo mails de organizaciones que me piden donaciones para combatir el hambre en Etiopía, para combatir la malaria en la Polinesia y la paspadura inguinal en la zona de Pilar, para que el Dalai Lama se haga un transplante capilar y pueda usar el cabello como Claudio Pol Caniggia en el mundial 90, para luchar contra el trabajo esclavo en Mongolia donde hacen zapatillas para las grandes marcas usando una mezcla de piel de culo de guepardos y piel de culo de niños muy pequeños, me piden dinero para comprar un gigantesco aire acondicionado y combatir de ese modo el calentamiento global, para impedir el turismo sexual en Tailandia (y declarar a Cocodrilo patrimonio de la humanidad), para que los preservativos se fabriquen con neumáticos reciclados y entonces se puedan usar dos o tres veces y con esa plata que se ahorrará el mundo enseñarle computación a los delfines, y así. Está bien, está muy bien, soy negro, pero tengo el pito chico, soy legítimo heredero de una fortuna, y tomo una parva de medicamentos sin receta. ¿Qué me cuesta donar unos mangos para una justa causa?
Recibo mails de gente de facebook que me dicen que quieren ser mis amigos. Muchas ‘Jennifer’ y ‘Janice’, cantidades de ‘Peter’ y de ‘Tom’, gente de México y de Chile, también, gente de la que no había oído hablar en mi vida. Mails de gente que dice que fue a la secundaria conmigo, en Minneápolis, en Arkansas, en Malibú, y me envian fotos de sus más o menos peludos culos, fotos de vaginas excesivamente amplias, vaginas donde se podría colocar sin dificultades un backgammon o algún otro juego de mesa, vaginas en cuyo interior se podría jugar a la generala, incluso al pool o al metegol.
Gente que dice que me conoce de mucho antes, de antes que me pasaran todas las barbaridades que te acabo de contar. Si no, cuando me ven por la calle cruzarían de vereda, seguro ni me saludarían.

25.9.11

Vuelta a casa

Voy caminando por la calle, sin exceso de motivos. Vuelvo a mi casa, después de trabajar. Me bajo del subte, locura en estado puro, vibración de muerte de alta densidad. Camino por la avenida, cruzo, sigo, doblo, espero, cruzo, sigo. Son cinco cuadras, no más. Sigo.
Un mendigo, tirado contra la puerta de entrada de un edificio. Ha pasado el umbral de la mendicidad, le falta un zapato. Tiene la barba con restos de comida, fideos quizás, o tuco. Sucesivas capas de ropa que ha ido adhiriendo a su piel para protegerse del frío. Un cartón de vino blanco, recién terminado, otro, de repuesto, para empezar.
–Una moneda, una moneda –ni se molesta en extender la mano, tampoco le interesa establecer contacto visual.
–No, no te voy a dar nada –me detengo, un momento–. Sos un desastre, y sos joven. No podés tomar vino todo el día, loco. Deberías bañarte, rescatarte un poco. Hacer algo, no sé. Laburar.
–Puta madre –digo también, no sé por qué. La ciudad se ha vuelto una especie de Bombay. Parás un segundo y sale alguien de abajo de una baldosa y te pide plata. Antes no era así. Está todo mal.
Sigo caminando.
–Dame la plata, loco, porque te mato acá –es un muchacho, gorrita con visera, pantalón largo adidas, orejas al más puro estilo Carlos Monzón. No sé de dónde salió, de atrás de un árbol. Olvidé decir que me está apuntando con un revólver, quizás un .38 corto, bastante viejo, con la contundencia original.
–Pará, no me hagas nada –saco la billetera–. ¿Me dejás sacar los documentos?
Niega con la cabeza. Se guarda mi billetera en un bolsillo de su campera de jean con corderito.
–Dame el celular –se lo paso– ¿Qué tenés? Dame el reloj. ¿Tenés algo más?
–No –dije. No puedo dejar de mirar el arma.
–Bueno, gil, rajá de acá –sonríe, se ve la sonrisa por debajo de la gorrita–. Andá. Agradecé que no te pego un tiro, por la cara de boludo que tenés.
Me voy. Apuro el paso. Llego a la esquina. Doblo. Subo a mi departamento. Estoy bastante agitado por el susto. Estoy mal.
A la semana siguiente. Vuelvo del trabajo. Hago el mismo camino. Como cualquier bestia de carga, la fuerza de la costumbre.
Está el mendigo. Ahora le faltan los dos zapatos. Se acumulan, a sus pies, junto a un enroscado y sarmentoso perro, los cartones vacíos de vino.
–Una moneda, una moneda –dice.
–Sí, cómo no, señor –saco de mi billetera nueva, un billete de cincuenta pesos, dos de veinte, uno de diez. Se los doy. No entiende, agarra pero todavía no entiende, ensaya una sonrisa de dos o tres verdosos dientes. Se pasa una mano por la cara para despejarse, no puede creer lo que está sucediendo–. Tenés que comer algo, también. Si no te va a hacer moco el vino. ¿No tenés frío? ¿Querés que te traiga un par de zapatillas? Si estás descalzo no vas a aguantar. Mañana paso.
Le doy una palmada en un hombro, sonríe otra vez y me hace el saludo hindú (namasté), sigo.
–Dame todo lo que tengas, loco –es el pibe, el ladrón de la otra vez. Se cambió la gorrita, usa una gorrita verde, ahora. El revólver es el mismo–. Dame plata o te quemo de una.
–No –le digo–. No te voy a dar nada. Sos un protoplasma, una rata de quincho, sos todo lo malo de este mundo, un genético error. Te voy a arrancar una de esas orejas de chihuahua que tenés de un mordisco, y después te voy a meter el revólver en el culo, pendejo.
Me pegó un tiro. La bala entró a medio centímetro de la aorta. Los médicos dicen que me salvé de casualidad. Algún vecino llamó al 911, si no me moría ahí tirado en la calle. Tengo para una recuperación de seis meses como mínimo.
No, no hay moraleja. Pero si hubiera moraleja quizás sería que a veces conviene ser como sos, seguir siendo como sos. No inventes nada, para qué vas a improvisar.

20.9.11

Seguimos todos

Dentro de las cosas que me pasaron cuando me estaba separando de Ana Laura, fue que me deprimí. Bah, no sé si era una depresión, no sé cómo llamarlo. Me había venido grande, y no me salía una. Me caí como un piano, eso sí. Tampoco culpo a Ana Laura. Lo que le pasa a uno le pasa a uno, aunque cuesta darse cuenta, la cosa nunca se trata de buscar culpables.
Empecé a ir a un homeópata, me lo habían recomendado. Había probado ir a un acupunturista que me pinchaba las orejas y entre los dedos de los pies, había probado ir a lo de un japonés muy chiquitito que era un reconocido maestro de reiki. Estaba retriste, me despertaba a la mañana y ya sabía que el resto del día iba a ser una mierda, no tenía ni un poquito de energía. No me reía, no me causaba gracia nada.
Al homeópata me lo recomendó una prima. Un tipo de unos cincuenta años (el homeópata, no mi prima), canoso, macanudo. Le dije que cuando salía del subte en Florida, a la mañana, me sentía como el oso de Holiday on Ice, ese oso que andaba en patines y parecía todo el tiempo que estaba a punto de caerse, se me movía el piso. Me escuchó, me recetó unas gotas, dos gotas diferentes, para ser más exacto. Me dijo que lo que me pasaba era normal, que no me preocupara, que de eso, de lo que a mí me pasaba, se salía.
Ana Laura se terminó yendo a los pocos días. Una traumática separación, dolorosa, como todas, supongo, no hace falta aburrir con detalles. Casi tres años juntos, una vida.
Pasaba ella, de visita, cada dos meses más o menos. A llevarse algo que se había olvidado, a ver cómo estaba yo o el gato, diluía su culpa. Decía que no podíamos seguir juntos, que lo nuestro no iba más, enumeraba razones. Pulía los motivos.
De a poco fui mejorando. Los domingos iba con un par de amigos a comer asado o a pescar. Compré un televisor nuevo para ver partidos de algo, de cualquier cosa. Me quedaba dormido con el televisor encendido en el canal de cocina escuchando a Narda Lepes, me hacía bien saber que en alguna parte de este mundo estaba esa mujer friendo milanesas o preparando puré, me calentaba más que ver pornografía.
Seguía con las gotas, claro. Cada dos meses iba a ver al homeópata que me daba algunas pistas de mi progreso. Cómo se iba retirando, poco a poco, con morosidad de boa, la tristeza, la angustia, la confusión, el vértigo. Cómo volvían las ganas de coger o de reír, de tomar vino, de ir una semana a la costa con una piba del laburo. Meterme al mar, comer una porción de torta de chocolate.
Las gotas, las gotas. Mi talismán, mi ancla para no perderme en el medio del mar de la tristeza. Volvía a ser yo. Me afirmaba, me nivelaba, me reconocía.
Al año, una tarde fui a tomar un café con Ana Laura. Me contó que estaba de novia, que se había ido a vivir al departamento de su novio, con su novio, por Villa Urquiza. Tenía la necesidad de contarme que me había cuerneado, dos veces, mientras estábamos juntos. Con un profesor del gimnasio, y con alguien de su laburo. Me contó también que cada vez que venía a casa desde que nos habíamos separado, cuando entraba al baño, me vaciaba los frasquitos esos homeopáticos que yo guardaba en el botiquín y los llenaba, más o menos a la misma altura, con agua de la canilla.
Dijo que lo hacía porque le daba un poco de bronca ver que yo me recuperaba tan rápido, como si me hubiera olvidado de ella, que andaba mejor. De jodida.

15.9.11

Asesino

Atropellé al perro. Sentí el golpe. Ni a cien venía, porque acababa de salir a la ruta, para volver a casa. Kilómetro cuarenta y cuatro, bajé el puentecito y ahí empecé a acelerar. Domingo, nueve de la mañana, un frío del carajo.
No sé de dónde salió, el perro, de cualquier parte, quiso cruzar la ruta. Sentí el golpe, algo como si el perro me hubiera rebotado contra las piernas. O sentí el ruido, primero, no lo sé. Clavé los frenos. Puse el auto a un costado.
Me bajé. El perro estaba a veinte o treinta metros, en el medio de la ruta, tirado.
Caminé hasta el perro, estaba vivo, pero no se movía. Había un charquito de sangre. Sangraba por la boca, y no se movía, pero tenía los ojos abiertos.
Lo levanté, cada tanto algún automóvil bajaba un poco la velocidad para mirar la escena, y después aceleraba. Alguien tocó bocina. Gimió, el perro, como un silbido. Las patas traseras le colgaban de una forma extraña.
Lo levanté contra mi pecho como si fuera un bebé, le salía sangre de la boca y del hocico. Me miraba.
–Perdoname, perdoname –repetí como un arrorró. Me senté a un costado de la ruta. Maté al perro y se moría en mis brazos, llovía apenas, una lluvia finita y muy fría, tan fría. Era Domingo, pasaban los autos, la tristeza me tapó como un mar.

10.9.11

Leyes de Newton

Repasemos lo que sucedió.
Primera ley de Newton o ley de inercia. Todo cuerpo permanece en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo o uniforme a menos que otros cuerpos actúen sobre él.
Vos estabas dormida, eso estaba claro. Vos dormías, con bombacha y una remerita de manga corta. Yo me acerqué, me desperté en mitad de la noche, alzado, por decirlo de algún modo, y me acerqué. Te di vuelta con mucho cuidado, casi con ternura. Te puse boca abajo. Te bajé la bombacha, un poquito. Te dije al oído ‘quedate quietita’. Me pareció que asentías.
Segunda ley de Newton o principio fundamental de la dinámica. La fuerza que actúa sobre un cuerpo es directamente proporcional a su aceleración.
Me subí, sí, claro, encima tuyo, y te la quise poner. Por la cola, así, de una. Te puerteé, apenas, y me dejé caer, detrás de mi garompa, hice presión. Embestí.
Tercera ley de Newton o principio de acción-reacción. Cuando un cuerpo ejerce una fuerza sobre otro, éste ejerce sobre el primero una fuerza igual y de sentido opuesto.
Se ve que te despertaste. Justo cuando me pareció que tus nalgas cedían a mi entusiasta empuje. Se ve que te despertaste, que te dolió. Arqueaste la espalda, un movimiento muy brusco, hacia atrás. Me diste de lleno, con la parte más dura de tu cabeza, en mi ceja derecha.

Y ahora estamos acá. Son casi las cinco y media de la mañana y estamos acá, en la guardia del Hospital Alemán. Siete puntos, tuvieron que darme, en la ceja. Sé que fue una involuntaria reacción de tu parte, y sé que seguís un poco enojada. Gracias por acompañarme.

5.9.11

Por culpa de la bebida

Tenés que entender que en esa época yo tenía la enfermedad de la bebida. Tomaba como mínimo una botella de vino por comida, almuerzo y cena. Y después del trabajo, o me quedaba en los bares del centro tomando gin tonics hasta que me echaban, o si volvía a casa, bueno, entonces tomaba tres whiskys después de la cena, generalmente cinco.
Por eso te pegaba, no está bien que diga que no era yo, porque vos estabas ahí recibiendo los golpes, Mónica, y sabés que los golpes te los daba yo. Pero no era exactamente yo, era yo en medio de una etílica nube. Flotaba en alcohol, y entonces me venían como eléctricas corrientes de pura furia, de odio, de ira.
Claro que te pegaba, buenísimas trompadas, o con el cinturón, con la parte de la hebilla, te pegaba porque estabas ahí, por eso, y te apagaba cigarrillos en los brazos o en los muslos, y vos chillabas como un animal, a mí no me importaba.
Maté al perro, lo maté yo, Mónica, eso nunca te lo dije. Llegué un día a casa totalmente borracho, y ese absurdo pekinés se puso a saltar y a dar su concierto de agudos ladridos. Lo alcé, lo acaricié un poco, el perro estaba feliz, y lo tiré por el balcón, así de una, ni lo pensé, todavía lo estaba acariciando y de pronto lo tiré como si hiciera un pase de rugby. El perro voló siete pisos y se hizo mermelada contra la avenida.
Quise violar a la nena, Mónica, por eso estuvo como un año sin hablar. Pará, la manoseé un poco nada más, te explico. La nena ya tenía como trece años, calculo, le habían empezado a crecer los zapallitos, y vos la dejabas vestirse con esas calcitas. Le ponías calcitas apretadas. Y vos no querías coger conmigo. Un domingo a la tarde, ya me había bajado más de media botella de ginebra, y me la quise sentar un rato encima. La apoyé un poquito, así, vestida. Le dije que si decía algo la mataba, le dije que iba a entrar una noche a su cuarto y la iba a estrangular con un alambre. Por eso la nena tenía problemas en el colegio, por eso la nena anduvo sin hablar, como tartamuda, unos seis meses. Después se puso bien, vos viste que después se recuperó mucho.
Cogí con tu hermana, Mónica, una vez que vino de visita. Cogí con tu hermana, le puse cocaína en el clítoris y acabó como 33 veces, tuve que pasar un trapo después para secar el parquet. Acababa y lloraba y decía que yo estaba loco, que ella era una mala hermana. Se le dieron vuelta los ojos, pensé que había tenido un ataque de epilepsia pero no, era simplemente una interminable sucesión de acabadas. Por eso dejó de venir, por eso cada vez que venía de Madariaga de visita se quedaba en un hotel del centro. Decía que estaba muy ocupada, a lo sumo nos aceptaba un desayuno en algún bar, o ni siquiera eso.
Ah, los ladrones. Nunca entraron ladrones, Mónica. Tu madre había vendido el departamento y te había dejado la plata para que se la cuides. Eran como ochenta lucas, y yo había empezado a jugar al poker por internet. Me fumé las ochenta lucas en una semana. Tuve que inventar lo de los ladrones, para poder llevarme la plata. Me acuerdo que tu vieja se puso remal, tuvimos que internarla. Quedó muy mal, de los nervios, nunca volvió a ser la misma.
Por eso te llamé, porque hace como dos semanas que no tomo. Pasamos buenos momentos juntos, yo creo que ahora lo nuestro puede funcionar.

30.8.11

El hada

Estoy en un bar, desayunando. No importa el bar, qué carajo importa el bar. Fue en un bar donde ella te dejó, y en un bar donde te diste cuenta que te ibas a morir, y fue en un bar donde supiste que eras un genio, también. Si te preguntaran qué cosa importante te pasó fuera de un bar, tendrías problemas para responder.
Ya sé, también, muchas veces mis historias empiezan así. ¿Qué querés, que te diga que me enfiesté con la selección nigeriana (femenina) de vóley? ¿Que estuve haciendo jet ski en bolas en los lagos de Palermo? No, loco, la mayor parte del tiempo no te pasa nada, la vida no es como en las películas.
Estoy en un bar, desayunando. Nada, hay una humedad del carajo, una humedad que te deja la ropa como si un elefante se hubiera sonado los mocos encima tuyo, Buenos Aires.
Entra una pareja, al bar. Clase media, con aspiraciones quizás. Mayores de treinta, la edad del reconocimiento, las galeras hacen huelga de conejos, se pierde la gracia. Lo que era divertido deja de serlo, y es lo suficientemente triste como para llenar una bañera de lágrimas.
Es mala, ella, se nota que es muy mala. Bajita, con un fastidio que la supera en estatura. Se queja, de algo, de cualquier cosa, de cómo se abre la puerta del bar, de la humedad, de lo mal que estaciona el auto su marido, de la rotación y traslación del planeta tierra. Nació para quejarse, ella, porque hizo más o menos lo que quiso, llegó como pudo adonde creía que debía llegar, y ahora se da cuenta que no le sirve, que el fastidio se le ha pegado como una fina película de polietileno que la envuelve, la contiene, la abarca.
Detrás de ella, corresponde mucho más desde lo metafísico que desde la cortesía, entra, su marido. Debe tener dos o tres años más que ella, aunque ha comenzado un proceso de inexorable deterioro, producto quizás de la mala alimentación, el tránsito en la ciudad, el día a día en la oficina comiéndole el corazón como una metódica rata. Él sabe, también, cómo no saberlo, porque ni siquiera hay que saberlo, basta con sentirlo, que no aguanta más. No aguanta más y sabe que le faltan, como mínimo, otros veinte años de ese insoportable crucero donde el paisaje nunca cambia, no hay nada para avistar, sólo bandadas de tedio. No era malo, él, quizás de jovencito, soñaba con algo que no fue, la frustración muta con asombrosa velocidad y un día sos todo maldad, querés ver noticias donde se caen los aviones, o que muere de sobredosis algún rockero que parecía estar pasándola bien, el resentimiento se para en dos patas como un oso después de un largo invierno y se golpea el pecho. La envidia quiere comer.
Detrás de ellos, entra una niña. Es la hija, debe tener cinco años, quizás siete. El cabello con dos vibrátiles colitas, la inquieta mirada. Pero eso no es lo llamativo, no. Va vestida de hada.
Sí, va vestida de hada. Blancas medias que le cubren la totalidad de sus piernitas como alambres, y una pollerita de tul. Es eso, básicamente en eso consiste el disfraz, en la pollerita de tul, en las medias. No, lo que define que es un hada, es que tiene un palito, en una mano, que termina en una precaria estrella de cinco puntas. Puede que el palito sea la base de una percha, y la estrella es dorada, hecha con cartón y papel metalizado, algo pegoteada de plasticola.
La nena entra al bar, también. Yo estoy sentado, desde el punto de vista de los que ingresan, del lado izquierdo. Los padres avanzan, caminan, hacia el lado derecho, en busca de una mesa, pero la nena se desvía. Viene para mi lado. Da un saltito, un esforzado saltito con las dos piernas juntas, que la deposita junto a mi mesa. Con teatral gesto me toca, me toca la cabeza, con la varita de estrellada punta. Y sonríe, es la sonrisa más linda que yo jamás haya visto, aunque no cambie nada.

25.8.11

Conste en actas

No. Me dijeron que no. Todo el tiempo me dijeron que no, que yo no. Que no sabía, que no servía, que no era suficiente, no alcanzaba, nunca, no. En el colegio, en las entrevistas de trabajo, en los exámenes de la facultad, en los psicotécnicos, en los concursos literarios, la vez que saqué a bailar lento a esa chica de la primaria, cuando le pregunté a los médicos si mi papá se iba a salvar, la vez que te dije que me gustabas, no, no, y no.
Mi vida ha sido más o menos un ejercicio de flotación en un proceloso mar de no, olas de no, no y más arriba nubes de no, acá me ves, empapado de no, mirá cómo estoy.
Y es curioso porque si me preguntás si me gustaría volver a vivir, volverlo a hacer, aún sabiendo que todas y cada una de las cosas no me van a salir, que recibiré el más pulido no como respuesta a mis deseos, que la vida será para mí un diamante de mil caras de no. Bueno, yo te diría que sí.

20.8.11

La búsqueda del tesoro

P. me preguntó si lo podía ayudar. Éramos amigos hacía más de diez años, veinte quizás, cómo no lo iba a ayudar. Le dije que claro, le dije que sí.
Había muerto el papá de P., hacía más de tres meses. Tenía ochenta y tres años, el hombre, un alemanote retirado de la fuerza aérea al que sólo le gustaba ir a Pinamar a pescar. Había tenido un ovejero alemán, desde siempre, desde que lo habían pasado a retiro. Decía, el papá de P., que no le interesaban demasiado las personas. Decía que prefería tener un perro. Tenía un amigo con criadero de perros, y el papá de P. se llevaba un perro, bien de cachorrito. Lo tenía diez años, o doce, hasta que el perro se moría. Entonces, el papá de P. iba a ver a su amigo, que también había estado en la fuerza aérea, y se llevaba otro perro. Los perros se habían llamado Otto, Sigfrid, Hans. Pero me estoy yendo del tema.
El papá de P. le había dicho una vez, a P., que le iba a dejar los oros. Mientras tomaban cerveza y comían salchichas con chucrut un domingo cualquiera, el papá de P. le había dicho: ‘los oros, a vos te dejo los oros’.
Habían pasado más de diez años desde aquel comentario, y finalmente el papá de P. se había muerto. Pero no le había dicho más nada, de los oros. La ubicación, el escondite, por ejemplo, cuánto era. Al parecer, mientras uno se muere, mientras te estás muriendo, hay algunas cosas que te parecen más relevantes que otras, hay algunas cosas que te dejan de importar. Detalles.
P. había decidido alquilar el viejo caserón de Olivos donde el padre había vivido los últimos treinta o cuarenta años de su vida. Había que pegarle una lavada de cara, a la casa, y podía dejar unos buenos mangos de renta. Era una casa grande y estaba bien ubicada, en la mejor zona de Olivos. P., después de un segundo divorcio, vivía en un cómodo departamento en Belgrano.
Me pidió entonces P. que lo ayudara. Que lo ayudara a buscar los oros de su padre.
–Conociendo a mi viejo –dijo P. – los debe haber enterrado en el jardín. Necesito que me ayudes a buscarlos.
Arreglamos para encontrarnos el sábado, muy temprano. La idea era buscar los oros toda la mañana, y después ir a almorzar. Era verano, hacía calor, la idea de tomar unas cervezas frías hacía viable cualquier plan.
Me llevé un shorcito y unas zapatillas viejas en un bolso. P. trajo las herramientas, un pico, dos palas. Había conseguido prestado, de no sé quién, un detector de metales. P. había recibido instrucción militar siendo joven, era uno de esos tipos que para cualquier tarea, sin importar, justamente, la tarea, sabía cómo prepararse.
P. caminaba con el detector de metales de acá para allá. Metía un palo largo, de metal, como un caño de los que se usan para colgar las cortinas, en la tierra. Después pensaba un rato, sacaba el palo, y volvía a encender el detector que hacía un molesto zumbido. Después hacía, sobre el césped, unas marcas con un aerosol, pequeñas equis.
Era un lindo jardín, algo descuidado. De 8 x 12 quizás, con dos o tres árboles que daban buena sombra y habían ido creciendo más y más alto a lo largo de tres generaciones de la familia de P. Sus abuelos habían construido esa casa, unos cien años atrás.
–Acá –dijo P., muy serio, había metido la varilla y hasta yo, que no estaba prestando demasiada atención, sentí que la punta del palo había golpeado con algo, a unos dos metros de profundidad–. Cavemos acá.
Empezamos a cavar. Hacía un calor del carajo, y además no sé cavar. Para qué carajo tengo que saber cavar, trabajo en una oficina. Cuando trabajás en una oficina no hace falta cavar, ya estás en lo profundo. Sé viajar en subte y tomar café, eso sí. Sé caminar por Florida con la misma perplejidad y estupor que si estuviera paseando por las orillas del Ganges. Pero no sé cavar.
Trabajamos unos buenos veinte minutos. P. ablandó un poco el terreno con el pico, y después empezamos a palear, la tierra se volvía más oscura y húmeda, a lo lejos ladraba un perro de alguna casa vecina.
–Los oros –dijo P. después de resoplar por el esfuerzo–. Mi viejo no me iba a mentir. Tienen que estar.
Mi pala chocó algo con el filo, un sonido seco. Habíamos hecho un buen pozo de unos dos metros de diámetro, así que estábamos, P. y yo, dentro del pozo hasta la cintura, paleando tierra, como los dibujos animados. Igual igual.
–¿Qué es? –P. clavó la pala en la tierra, y se secó el sudor del rostro con un antebrazo. Yo estaba muy agitado, no daba más– ¿Un cofre? ¿Una caja de metal?
Habíamos comenzado a usar las manos para remover la tierra.
Lo primero que levanté fue una mano. Los huesos de una mano, una mano semicerrada, como si estuviera preguntando por qué. Casi de inmediato P. levantó un cráneo, que por el tamaño debía ser el cráneo de un niño muy pequeño.
Había mucho hueso, estaba lleno de huesos, brazos y piernas, huesos con manchas negras o verdes, el pedazo de una dentadura a la mitad de un grito o de una pavorosa mueca. Más manos, huesos de cuerpos apilados, los pedazos, cinco o siete, no sé.
Salimos del pozo, en silencio. Me senté sobre el pasto, el sol me daba en la cara, tenía el cuerpo cubierto de tierra y respiraba como un animal que acaba de estar corriendo por su vida.
P. estaba de pie, a un costado del pozo, mirando hacia abajo. Negaba con la cabeza, mientras se rascaba el pecho. El perro del vecino no paraba de ladrar.

15.8.11

No sex, no city

El problema con ‘Sex & the city’ es que vivís por Monserrat. Monserrat tiene su onda, hay un par de bares más o menos dignos para desayunar, lo admito. Pero Monserrat no es New York.
El problema con ‘Sex & the city’ es que te dieron un pelotazo en la primaria, jugando al vóley, un pelotazo que cuando te acordás todavía te arde la cara, pero no tenés la nariz de Sarah Jessica Parker, tenés la nariz de un maldito perico.
El problema con ‘Sex & the city’ es que los tipos que se te acercan no son ejecutivos, nunca son ejecutivos, ni saben tocar el saxo, ni son reconocidos fotógrafos. Los tipos que se te acercan tienen los calzoncillos desteñidos y creen que dos porciones de fugazzeta es una salida, y después de ponértela un ratito quedan vencidos, boca arriba, como agonizantes hipopótamos, regurgitando un vino barato.
El problema con ‘Sex & the city’ es que tus amigas creen que ‘Gucci’ es una marca de alimento para perros.
El problema con ‘Sex & the city’ es que la gente que conocés jamás te invita a una galería de arte. Te han invitado a ver Atlanta-Chacarita, una vez, y alguien te pishó desde arriba en la tribuna.
El problema con ‘Sex & the city’ es que es una serie de televisión, capítulos de media hora. Y después te quedás ahí sentada, vos, con tu vida.

10.8.11

Lejano Oriente

Ignacio se había perdido en el camino, más o menos como todos. Tenía un buen laburo de oficina (si la contradicción es admisible), se había divorciado después de nueve años de casado. Tenía una madre viuda, tenía un hijo. Había tenido un perro, también, pero lo pisó un auto, un Fiat que dio marcha atrás una tan tremenda mañana de invierno. El perro, que se llamaba Toti, quedó tirado sobre el indiferente asfalto, le salía sangre de la boca. Ignacio lo levantó y le sostuvo la cabeza con las manos, mientras el perro lo miraba, lo miraba muy hondo, y le salía como un silbido del pecho. Hasta que se murió, Toti. Ignacio pensó que no iba a poder parar de llorar nunca, que simplemente se iba a inundar toda la ciudad con su llanto.
Probó de todo, Ignacio, porque se había dado cuenta que estaba triste, que la vida no tenía mayor sentido. Había cumplido treinta y tres años y no veía ninguna resurrección a la vista. La escalera mecánica de la vida se había puesto para abajo, eso generaba fastidio al principio, susto después. Algo nuevo, algo malo. Después de cierta edad, lo nuevo y lo malo caminan de la mano.
Fue de casualidad y se enganchó de inmediato. Lo llevó un amigo, Hernán. Hernán siempre había tenido el mambo de las artes marciales, desde chico. Lo llevó a un gimnasio, en Almagro. Había un profesor, un japonés. El japonés daba clases de Aikido.
Ignacio fue la primera vez, a la primera clase, porque estaba aburrido. Pero le gustó. El profesor era un hombre de unos cuarenta y tantos años, gordito, siempre sonriente. Y les explicaba los movimientos, el uso de la energía del oponente, cómo lo blando se imponía a lo duro aunque pareciera joda, los hacía pasar de largo con ínfimos movimientos, dejando al ocasional atacante en el más pleno desconcierto. Te dejaba despatarrado en el piso y te ayudaba a levantarte, siempre con esa tibetana sonrisa que era un mar de comprensión y agradecimiento.
Practicaban kendo, también, con máscaras y palos. El profesor Ling, porque así se llamaba, Ling, les contaba historias de samuráis que se suicidaban por honor. Y les enseñaba, les seguía enseñando. Ling les hablaba de los sutiles protocolos, de las geishas, la ceremonia del té. Ling hablaba de los ritos del Japón de su niñez, con respeto no exento de emoción, con una voz que era apenas un susurro. Ignacio sentía que mejoraba, que finalmente había encontrado algo donde poner su atención, algo que hacer.
Iba los martes y los jueves, a sus clases de Aikido, practicaba, y Ling les hablaba de la importancia del Reiki, les enseñaba los simples y tan profundos caminos de la meditación, la esencia del Zen.
Ignacio llegó temprano, ese día, porque había salido del trabajo a las cinco y no tenía nada para hacer. Tomó un café y se fue caminando al gimnasio, con el bolsito. Entró al vestuario.
–Me das una toalla, Mario –el pibe lo conocía. Le dio la toalla, y él le dio cinco pesos en lugar de dos, como de costumbre. Todos contentos.
Siempre que Ignacio llegaba a la clase, Ling ya estaba sentado en el Dojo, piernas cruzadas, los ojos cerrados, las palmas hacia arriba sobre el regazo, meditando, así recibía a los alumnos. Decidió Ignacio hacer lo mismo, cambiarse, ir al recinto, sentarse a meditar y esperar al maestro. La clase empezaba a las siete, eran las siete menos veinte.
Se estaba cambiando en una punta del vestuario, cuando entró Ling. Vestido con ropa de calle, bolsito al hombro, con sus lentes sin marco, sonriente como siempre.
–Hola, Malio –Ling no lo había visto, había ido directo al mostrador– ¿Sabés qué númelo salió en la quiniela?
Ignacio se dio cuenta que jamás podría volver a creerle a Ling nada de lo que le dijera. Que ya no importaba el Aikido ni el Kendo, el Reiki, el Zen. A la semana dejó de ir, se borró del gimnasio y se compró una bicicleta con cambios.

5.8.11

Necesitaría ver

No, no puedo decir la calle. Conviene que no diga la calle, el barrio en el que vivo. Imaginate si nos llegamos a cruzar por la calle un sábado a la mañana, no sería bueno para ninguno de los dos. En particular para mí, así que no voy a decir la calle.
Llevo la ropa al laverap, los sábados a la mañana, eso sí te lo puedo decir, eso sí te lo digo. Llevo una bolsa con la ropa, doblo en F., me gusta caminar por F. pero los sábados a la mañana solamente. Conozco las baldosas y los árboles de esa calle que debe atrasar como cien años. Hasta hay un par de perros que me conocen, me mueven la cola, me ladran cuando paso.
Y me pasó un sábado bien temprano, que vi a un ciego. Caminaba, el ciego, con natural temor, con excesivo cuidado. Despacio, muy despacio. Algo encorvado y con la cabeza bien hacia delante, como si quisiera ir olfateando el terreno. Canoso, el pelo casi blanco en su totalidad. Unos anteojos muy gruesos, y el bastón, el bastón blanco.
Lo reconocí por los anteojos, el mismo armazón, aunque con vidrios el triple de gruesos, y allá lejos, muy lejos, sus diminutos y acuosos ojos que miraban a ninguna parte.
Daniel Hoffenbasch, era. Seguro. Había ido conmigo a la primaria. Todavía veía en esa época, claro, pero ya usaba esos tremendos anteojos. Daniel sabía que se iba a quedar ciego, me lo había contado en un recreo. Los demás chicos se burlaban, le escondían las cosas. La crueldad en estado puro que después no hacemos más que perfeccionar a lo largo de la vida adulta.
Me mató verlo. Me hizo moco. Habíamos ido juntos al colegio, ya lo dije. La vida nos había pasado por encima a todos, eso estaba claro. Pero esto era otra cosa, era bien bravo.
No me animé a hacer nada, me puse muy nervioso. Me dejó pensando todo el fin de semana.
Al sábado siguiente lo vi de nuevo. Era parte de su rutina. Lo seguí, caminaba por F. hasta V., tres cuadras, y se tomaba el 92. Perdido en una ciudad indiferente y hostil, aferrado a su bastón en medio de su particular e intransferible naufragio.
Quería hablarle, saludarlo. Preguntarle cómo estaba, cómo era su vida a pesar de lo que le había sucedido, saber si había algo en lo que yo pudiera ayudarlo.
Junté coraje. Dejé pasar, con indolencia, otra monótona semana.
Sábado a la mañana, bajé, doblé por F., y esperé en la esquina de D. Lo vi llegar, vestido como siempre, un holgado jean, camisa a cuadros, una campera de esas con relleno de pluma de ganso, viejísima, de un desteñido gris.
–Daniel –dije, y se me secó la garganta, me quedé por un instante sin voz–. Daniel Hoffenbasch.
Se detuvo. Alzó la cabeza un poco, sorprendido de oír su nombre.
–Soy Juan –dije–, Juan Hundred. Fuimos juntos a la primaria, te vi el otro día y te reconocí. Me dieron ganas de saludarte, de saber cómo estás. Si te puedo ayudar en algo.
–¿Qué?
–No sé, te reconocí, quiero saber si necesitás algo.
Hizo una pausa. Palpó uno de los bolsillos de su campera, como si buscara algo, un objeto que de pronto se había vuelto importante.
–Bueno, sí –dijo–. Necesitaría ver.
–No entiendo –dije, pero quizás sí entendía.
–Eso, Juan. Lo que necesitaría es volver a ver. Ver el número del colectivo que espero, y el color de los árboles. Mirar una chica que pasa y un perro que mueve la cola. ¿Me podés hacer ver?
–No –me salió un sollozo, no sé de dónde vino, me sorprendió como un piedrazo–. No puedo hacer eso.
–Entonces andá, Juan –me apoyó la mano libre sobre un hombro, dio dos palmadas, muy pequeñas, apenas, como si un gorrión se hubiera posado sobre uno de mis hombros y estuviera estirando las patitas–. Tuviste un ataque de lástima y eso está muy bien. Quizás te creas buena persona por un rato, si querés te lo agradezco. Pero no me sirve, Juan, no cambia nada.

30.7.11

Einstein no dijo

Durante un tiempo fuimos felices, durante un tiempo creímos que la felicidad era posible. Pero después no. De pronto, como quien se mira al espejo y descubre una cana y no puede creer qué le pasó, el gorila del tiempo comiendo su banana hecha de vos.
Te quedás mirando por la ventanilla de la vida, no alcanzás a entender, todo aquello que funcionaba, la alegría, las ganas escurriéndose como una luz debajo de una puerta.
Llegan los reproches, el fastidio, el insoportable again and again de una diluida fragancia, una fruta que perdió su sabor.
Cada tanto alguien vuelve a repetir, generalmente fuera de contexto, aunque quién puede saber cuál es el contexto, la frase de Einstein, respecto a su definición de la locura. Aquello de hacer una y otra vez lo mismo y esperar un resultado diferente. Se refería, supongo, a insistir con algo que no funcionó, esperando que la insistencia lo haga funcionar.
Lo que Einstein no dijo, o quizás olvidó mencionar, es que aquello que funcionó, aquello que una y otra vez funcionó, también dejará de funcionar. No será ninguna locura, será triste y nada más.

25.7.11

Energético

Te voy a explicar algo, aunque últimamente ya no ando con ganas de explicar nada, pero te voy a explicar algo. Porque no lo sabés, porque sería bueno que lo sepas, prestá atención.
A ver, la única energía que existe en este planeta proviene de los seres vivos. Ya está, eso. Veo que no entendés, no es tu culpa tampoco, debés ser perito mercantil, o estudiaste psicología, no pasa nada.
Lo que se enchufa, en realidad, no se enchufa. Lo que lleva baterías, bueno, no lleva baterías. Es un push, un empujón, para arrancar, pero después, mientras dura, come de vos. Veo que seguís sin entender. Ahí voy de nuevo, no te hagás problema.
Vos prendés la luz, y la luz, para permanecer encendida, usa tu energía, la energía del ser vivo que alumbra, la luz te alumbra gracias a vos.
Vos hablás por teléfono celular, el milagro de la comunicación, pero el teléfono por el que hablás, no anda a batería, anda a vos. No, no es que trae cáncer, el cáncer pasó de moda, no se usa más. Te estoy diciendo que el teléfono, para permanecer encendido, usa tu energía, te chupa vida.
¿La computadora? Sí, claro, la computadora también. La heladera anda de la energía que todavía conserva la comida, una manzana, carne, leche, así.
No, no te sale, ni siquiera sabés qué preguntar. No importa. Basta con que sepas que cualquier aparato o dispositivo que precisa de energía para funcionar en cualquiera de sus formas, usa principalmente tu energía.
El residuo de ese proceso de combustión, lo que va quedando, sos vos, extraviado, perplejo, aturdido. Apestando a información.

20.7.11

Cómotevatantotiempoquéesdetuvida

Alguien se encuentra con alguien. En un bar. Para identificar con mayor precisión, para que la historia sea quizás un poco más accesible, serán, en adelante, ‘Alguien1’, y ‘Alguien2’.
Tanto Alguien1 como Alguien2 son mujeres, olvidé mencionarlo.
La historia, lo que está sucediendo, en el bar, es más o menos así. Alguien1 y Alguien2 son amigas desde hace mucho, quizás desde la secundaria. Alguien1 se ha ido a vivir a Europa, a Londres muy probablemente, o a Paris, no hace a la cuestión, no viene al caso. Alguien1 se ha ido a Londres hace muchos años, a estudiar idiomas, o filosofía, o antropología, algo así. Ahora vive allí, en Londres o en Berlín, es profesora de algo, de algo que estudió, da clases. Está en pareja con alguien, alguien que conoció allá, alguien que vive también allá, en Londres o en Roma, era parte del plan.
Alguien1 habla, Alguien2 escucha. Alguien1 es la mujer que fue a ver qué había allá afuera, salió al mundo, aprendió a comprar aspirinas en alguna farmacia de Europa, a tener frío lejos de mamá, a fumar hachís con un compañero de curso africano que además tenía la verga del tamaño de un antebrazo, y olía horrible, apestaba a curry, algo que puede ocasionar más de un incordio a la hora de fornicar, no es como en las películas, nunca es como en las películas.
Alguien2, que escucha, se quedó, en el sentido amplio del término. Se casó pronto, a los veintidós, tiene tres hijos, y un marido al que desprecia, pero es más lo que se tiene invertido en el plan, que lo que el mundo tiene para ofrecer, conviene seguir, así que sigue. Pero se siente mal, Alguien2, sabe que no saltó, que no saltó a ninguna parte, hizo, más o menos, lo que le fue apareciendo en el camino, lo que pudo, está aburrida, está cómoda, no le va mal.
Alguien1, en cambio, en esta visita, advierte lo lejos que se ha ido, tan lejos que ya no hay manera de volver. Necesita, a través del descubrimiento de Alguien2, sentir que hizo bien, que su viaje le abrió el abanico de la vida al que casi nadie se anima. Que toda la húmeda melancolía de Londres tuvo algún sentido, que los solitarios cigarrillos frente a aquella ventana que daba a una pared de ladrillos, lo que equivale decir a la nada misma, tuvieron su recompensa. Puede subirse a un tren, dormir una siesta, y despertarse en Amsterdam, o en Madrid. Puede ir a un concierto de jazz, en Berlín.
Pero, mientras Alguien1 habla, al mismo tiempo Alguien1 siente, como nunca antes, que su vida no ha ido a ninguna parte, que lo único que le ha quedado de los últimos diez años son tres o cuatro cafés con leche y los museos, y la verga del africano que tiene un chivo particular y único, por las mañanas las axilas le huelen a algo que sólo puede semejarse a la orina de un gato, de aquel gato que tenía en su niñez, Felipe, se llamaba, el gato. El negro se llama Daniel, pero con acento en la a.
Y mientras Alguien2 escucha, Alguien2 siente que no le ha pasado nada, con la notable excepción de sus hijos, que ni siquiera se animó a probar la marihuana aquella vez en San Bernardo, que lo único que ha estado haciendo son trámites, para los chicos, inscripciones, legalizaciones, certificaciones, análisis de sangre, y compras, compras y más compras para mantener andando un aerostático globo que apenas se sostiene en el aire, cada vez más bajito, en un abrumador viaje hacia la senectud sin paradas donde poder bailar, o coger, o reír.
Alguien1 habla, Alguien2 escucha, y la mañana transcurre como cualquier otra mañana. Las dos tienen fotos para mostrar, digitales y en papel. Las dos se hicieron las tetas, por motivos bien diferentes, por motivos que ambas desean explicar con cierto detalle. Pasan los autos por la avenida.