30.3.22

Tenemos que hablar


La primera vez que Mónica después de terminar de levantar los platos de la cena vino y se sentó en el sillón y me dijo ‘tenemos que hablar’, me sorprendió.
–Tenemos que hablar, Juan –dijo, con las rodillas muy juntas, cruzó los brazos primero pero después le pareció que estaba incómoda y apoyó las manos sobre los muslos. Me pidió que apague el televisor. Puse el volumen en mute pero ella me hizo que no con la cabeza, tenía que apagar la tele.
Me dijo que se estaba viendo con alguien de la oficina. Empezó como una pavadita pero después se fue poniendo más y más serio. No había sido sólo un recreo, algo para cortar de algún modo la monotonía. Se querían de verdad, más allá de la pasión por la novedad.
A las dos semanas durante el desayuno, Mónica me puso el café sobre la mesa y se quedó de pie, muy cerca de mí. ‘Tenemos que hablar, Juan’, dijo.
Volvió a contar que había conocido a alguien, un tipo de la oficina que la había encandilado. La escuchaba, tomaban café juntos en algún bar, caminaban de la mano. Alguien al que le importaba lo que le pasaba, a ella. Cómo se sentía.
Volvió del trabajo, Mónica, yo salía de bañarme, hacía un calor del carajo. Me había preparado un fernet con soda y un cigarrillo.
–Tenemos que hablar, Juan.
–Ya me lo contaste –le dije–. Ya está claro. Te estás viendo con alguien, con otro, un tipo de la oficina que te quiere de verdad. Alguien con quien vas a poder, por decirlo de algún modo y porque de algún modo hay que decirlo, rehacer tu vida. Lo que no termino de entender es por qué carajo no te vas de una vez, qué estás esperando.
Me miró, Mónica, entre risueña y sorprendida.
–Me parece que no me entendiste –dijo–. Yo a vos te quiero, no te dejo ni loca. Pero me gusta hacerte sentir mal.

20.3.22

Supernatural


Cada tanto, como relleno en los noticieros de televisión o sino en los programas de la tarde, se presenta alguien, una persona, un sujeto que dice haber visto una nave espacial. Iba por la ruta la persona, era de noche y estaba yendo a Necochea o a San Clemente cuando se le apareció la nave. Vio extrañas luces, o de pronto quiso esquivar algo pero dejó de responderle el volante de su vehículo. El hombre, la persona, quería doblar o frenar pero no podía.
Y la persona cuenta que se bajaron de la nave unos hombrecitos de no más de un metro de altura, con cabezas con forma de huevos acostados y manos que terminaban en tres dedos. Y los hombrecitos, sin hablar, comunicándose de algún otro modo, le decían a la persona que habían venido a conquistar la tierra, que les gustaban mucho los perros Schnauzer miniatura y el dulce de batata solo, sin chocolate.
O alguien por televisión también, va y cuenta que iba caminando por la playa fuera de temporada y surgió del agua un monstruo, una especie de elefante pero en dos patas y todo recubierto de escamas, como si tuviera puesto un traje metalizado. Y la criatura de pronto apuntaba con uno de sus plateados dedos hacia un edificio y lo hacía desaparecer, para luego volver a sumergirse entre las olas sin dejar rastros.
Y así. Alguien que va y cuenta una experiencia de sobrenatural carácter, variaciones por el estilo.
Pero nunca vi a nadie contar que hubieran visto a alguien riéndose en el subte. Esa no se le ocurrió jamás a nadie.

10.3.22

No me ves


Hay noches que sueño que soy un avezado ajedrecista. Juego un interminable match con Kasparov y lo derroto en la última partida, con una exquisita combinación que comienza en la movida 23 y lo deja sin ninguna posibilidad en la movida 29. En el auditorio se hace un enigmático silencio hasta que Kasparov niega con la cabeza y por un momento parece que sonríe, me extiende la mano aceptando su derrota. La gente aplaude, la gente se pone de pie. Me voy a dar una ducha y luego a cenar. Pido un whisky single malt, hace frío, un fantástico frío en Budapest.
Hay noches que sueño que soy un piloto de fórmula 1. Corro en Montecarlo, hago imposibles maniobras. Paso por un lugar por el cual es imposible pasar, venzo las leyes de la física, parece como si me deslizara en la velocidad. Y triunfo. Subo al podio, bebo de la gigantesca botella de Dom Pérignon. La gente de la televisión que me entrevista me dicen que jamás han visto nada igual, esa manera de conducir. Voy a boxes a saludar a los mecánicos y me aguardan nueve jovencitas en bombacha y corpiño. Son de distintas nacionalidades, desde alemanotas de turgentes tetas hasta delicadas filipinas de compactos culitos. Elegí, elegí, me dice el jefe de la escudería y me palmea la espalda. Elegí y dejanos algo para los demás.
Después me despierto. Tomo un mate cocido, me lavo los dientes. Viajo en subterráneos, compro una revista, fumo un cigarrillo, entro a trabajar. No pasa gran cosa, mi día transcurre más o menos como de costumbre. Nadie parece darse cuenta, nadie advierte que en mis sueños soy genial.