–Tenemos que hablar, Juan –dijo, con las rodillas muy juntas, cruzó los brazos primero pero después le pareció que estaba incómoda y apoyó las manos sobre los muslos. Me pidió que apague el televisor. Puse el volumen en mute pero ella me hizo que no con la cabeza, tenía que apagar la tele.
Me dijo que se estaba viendo con alguien de la oficina. Empezó como una pavadita pero después se fue poniendo más y más serio. No había sido sólo un recreo, algo para cortar de algún modo la monotonía. Se querían de verdad, más allá de la pasión por la novedad.
A las dos semanas durante el desayuno, Mónica me puso el café sobre la mesa y se quedó de pie, muy cerca de mí. ‘Tenemos que hablar, Juan’, dijo.
Volvió a contar que había conocido a alguien, un tipo de la oficina que la había encandilado. La escuchaba, tomaban café juntos en algún bar, caminaban de la mano. Alguien al que le importaba lo que le pasaba, a ella. Cómo se sentía.
Volvió del trabajo, Mónica, yo salía de bañarme, hacía un calor del carajo. Me había preparado un fernet con soda y un cigarrillo.
–Tenemos que hablar, Juan.
–Ya me lo contaste –le dije–. Ya está claro. Te estás viendo con alguien, con otro, un tipo de la oficina que te quiere de verdad. Alguien con quien vas a poder, por decirlo de algún modo y porque de algún modo hay que decirlo, rehacer tu vida. Lo que no termino de entender es por qué carajo no te vas de una vez, qué estás esperando.
Me miró, Mónica, entre risueña y sorprendida.
–Me parece que no me entendiste –dijo–. Yo a vos te quiero, no te dejo ni loca. Pero me gusta hacerte sentir mal.