30.4.23

Arranque a patada


Ella me vino a decir que se iba a matar, se iba a tirar por la ventana, no podía soportar más el calvario de su vida. Le recordé que vivíamos en un contrafrente bastante cerrado, que si se iba a tirar por la ventana lo mejor era tirarse cuando viviéramos al frente. Tirarse de un contrafrente y que no la viera prácticamente nadie, además de caerle justo en el patio al gordo de la planta baja B, el gordo que se pasaba todos los sábados a la tarde escuchando una y otra vez el mismo disco Julio Iglesias y tenía ese caniche horrible no sé, era un bajón.
Ella me vino a decir que se iba a tomar un blister de pastillas, Rivotril, Alplax, Lexotanil, con alcohol. Se iba a sentar a ver la tele mientras se quedaba, suponía, dulcemente dormida, para no volver a despertar jamás. Le dije que ni se le ocurriera usar mi whisky, me habían regalado un single malt del carajo (un laphroaig). Total ella no entendía un pomo de bebidas, le ponía jugo al vino, cualquier cosa.
Ella me vino a decir que se iba a cortar las venas, se iba a meter en la bañera llena de agua caliente y se iba a cortar las muñecas con un cuchillo opinel que nos habían regalado especial para filetear pescado. Se iba a sumergir por completo en el agua muy despacio para luego desangrarse, se iría de viaje, se hundiría su nave. Le recordé que no dejara la canilla abierta de la bañera, ya habíamos tenido quilombo con los del sexto B por una pérdida de nuestro baño y el consorcio había dicho que ese gasto no le correspondía. Le dije que pusiera unos toallones al costado de la bañera por si caía algo de agua, esa rejillita de morondanga a veces tardaba un montón en absorber el agua.
Entonces ella descubrió que si se suicidaba el mundo seguiría girando. Seguiría habiendo fútbol los domingos, alguna de sus amigas adelgazaría, alguien cambiaría el auto.
Ella vino y me dijo que lo había pensado bien y ya no le interesaba. Se ponía mal sólo de oír hablar del tema.

20.4.23

Todos tus dentistas


Voy al dentista. Se me hizo moco una muela, una muela que terminó pudriéndose primero, rompiéndose después. Me tengo que sacar la muela.
No me gusta ir al dentista. Desde que era chico, desde siempre, fue una experiencia traumática para mí. Aunque últimamente la mayoría de las experiencias se han vuelto traumáticas para mí. No quiero sufrir.
–Tengo miedo –le digo al dentista.
–Ya sé –dice el dentista. Me conoce hace tiempo. Debe tener unos setenta años, casi hitleriano bigote, pelo blanco, ojos muy claros. Tiene sentido del humor, y tres infartos encima, también.
–¿Me va a doler?
–No. –Dice el dentista.
–Tengo miedo –digo, otra vez.
–Ya sé –dice el dentista, otra vez.
–¿Cómo sé que no me va a doler? –pregunto, quiero saber. Estoy desesperado, como casi siempre. Estar desesperado es una de las cosas que mejor me salen.
–Mirá, es sencillo –el dentista se pasa una mano por el pelo, suspira–. Vas a tener la sensación, no se puede evitar la sensación. Pero no vas a tener dolor, así funciona la anestesia.
–Una cosa más –levanto una mano, casi entregado pero no todavía, bañado en sudor– ¿Por qué alguien elige una profesión donde hay que meterle la mano en la boca a la gente? Una profesión donde hay que agujerear, extirpar, limpiar podredumbre, en medio de sangre y saliva mientras alguien, el otro alguien, permanece aterrado al borde de la extenuación y una crisis de nervios, con ganas de llorar o de morder. ¿Eh?
–No sé, flaco –el dentista se sienta, se deja caer en su butaca, todavía con la gigantesca jeringa de anestesia en una mano, el pulgar listo para empujar el émbolo–. Todos queríamos ser felices, pero vivimos en un mundo donde hay que sacar muelas. No me rompas más las pelotas, yo no lo inventé.

10.4.23

Sananding


Hay una cadena de gimnasios en la ciudad de nombre muy conocido. Dentro de esa cadena hay diferentes tipos de abonos. Pero hay uno especial, llamalo el plan ‘platino’, que te permite usar todos los gimnasios de la red, y son muchos. Además te permite usar tres o cuatro gimnasios especiales que se encuentran ubicados en distintos shopping-centers, o en los barrios más caros de la ciudad. Los gimnasios cuentan con maquinaria de última tecnología, personalizada atención, pileta climatizada, clases prácticamente de todo, de lo que se te ocurra, crossfit o spinning. Es caro, el carnet de la membresía ‘platino’, en relación al carnet común, casi como la diferencia que existe entre sacar un pasaje de avión en ‘primera’ en lugar de ‘turista’. Dos o tres veces el precio básico, más o menos.
Pagué un año por adelantado del plan ‘platino’. Un par de veces por semana voy a alguno de los gimnasios. Elijo el barrio al azar o si estoy por la zona, pero trato de rotarlos, de no ir siempre al mismo.
Voy al vestuario, me cambio. Zapatillas, shorts, una remerita.
Y entro a cualquier lado. Al gimnasio repleto de máquinas y aparatos, o a una sala donde veinte o treinta personas pedalean bicicletas fijas mientras resoplan o gritan, o a un salón donde mujeres en multicolores mallas saltan sobre pequeñas plataformas.
Me tiro a un costado sobre una delgada colchoneta o sobre el piso directamente. Y me quedo dormido. Por lo general duermo dos horas hasta que alguien, un profesor o el personal de limpieza o alguien que cree que me descompensé, que estoy muerto, me habla, me toca, me despierta.
Yo tengo un trabajo estresante, por lo general estoy ansioso, angustiado, con infinidad de preocupaciones, triste. Con todos los trastornos psicofísicos que esa situación perpetuada en el tiempo conlleva.
Y he descubierto que una de las pocas cosas que me permite descansar, que me da paz y me relaja, es estar en presencia de la energía mal canalizada, el esfuerzo sin sentido, la más pura imbecilidad ajena.