Decidí que iba a escribir. Había leído que Woody Allen decía que escribía dos carillas por día durante noventa días, y entonces tenía el guión de una película. Había leído que Martin Amis había dicho que mientras todos sus compañeros de curso se preparaban para escribir la gran novela, o la obra de teatro que revolucionaría el arte moderno, él se sentaba a las seis de la mañana y escribía una hora.
Empecé a ir a un bar. A las ocho de la mañana, me compré un cuaderno y un par de biromes. Dije ‘me voy a sentar de lunes a viernes, una hora’. Iban a ser, ponele, doscientos cuarenta días, a dos carillas por día, bueno. Después de limpiar, corregir, quitarle la grasa. Ver lo que quedaba.
Nada. Me sentaba en el bar, abría el cuaderno, pedía un café y una medialuna de grasa, al mes siguiente un cortado y una medialuna de manteca. A los pocos días pensé ‘con una carilla por día también está muy bien’.
Nada, cero, kaputt. Ni un miserable párrafo, ni una oración. De mi mente no surgía una palabra.
Pasó el año. El cuaderno se había gastado un poco de tanto llevarlo en la mano. Había perdido algunas biromes y había comprado otras. El mozo me conocía, me saludaba.
Y entonces me di cuenta que no iba a escribir nunca nada. No sabía escribir, no quería escribir, no tenía nada para decir. Pero vivir también era desayunar, tomar un café con leche en invierno, ver por un instante el humito saliendo de la taza. Esas cosas.