Si uno concurre a un restaurante. Un restaurante donde se coma, por lo general, carne. Y se pide chinchulines. Y luego, cuando a uno le traen el plato de chinchulines, uno debe estudiar, por un instante, el plato. Elegir, entre los chinchulines, uno en particular. Uno que sea casi un redondel perfecto. Se lo debe tocar con dos dedos, índice y pulgar, para verificar su consistencia, su textura. El chinchulín debe ser gomoso, grasoso al tacto, de material flexible, aunque resistente incluso al primer corte de un cuchillo afilado.
Se toma el chinchulín seleccionado, entonces, y con un diestro movimiento debe uno colocarlo detrás de una oreja. La oreja debe ser propia. La oreja debe ser la que el individuo utiliza con habitualidad para hablar por teléfono.
El chinchulín, que viene de la cocina por lo general con un corte que altera su casi perfecta circularidad, se adaptará de inmediato y con suma facilidad a la oreja elegida.
El chinchulín está caliente. Me atrevería a decir que el chinchulín quema.
Hecha la mencionada operación, uno se ha colocado el chinchulín como si se tratara de un adminículo habitual en los teléfonos celulares de más alto desarrollo tecnológico.
Alguien en el restaurante, porque siempre habrá alguien en el restaurante, o incluso si uno ha concurrido acompañado por alguien de su confianza y estima, habrá observado la maniobra y se lo quedará observando. Al ejecutor. A usted. Que lleva un chinchulín colocado detrás de una oreja.
Puede entonces usted adoptar la postura de quien escucha algo de suma importancia. Puede usted hablar, como si estuviera interconectado con seres de otra galaxia. En cualquier caso, se lo aseguro, usted no escuchará nada, ni recibirá respuesta alguna a sus palabras.
Debe entonces usted pedir la cuenta y retirarse del establecimiento, circunspecto, pensativo pero no apesadumbrado, y partir del establecimiento siendo el original portador de un chinchulín detrás de una oreja.
Y no volver más, al establecimiento. Nunca más.