28.2.10

Una visita al psiquiatra

Pedí un turno y fui al psiquiatra. El psiquiatra me lo había recomendado un amigo, mi amigo P. Mi amigo P. había estado muy mal. Mi amigo P. iba al zoológico y se masturbaba mirando a una jirafa, o se pasaba por las axilas y por las ingles el borde de los vasos con los cuales después ofrecía algo para tomar a las visitas, hacía cosas así.
Así que fui al psiquiatra, fui al psiquiatra y le dije.
–Doctor, estoy cansado, muy cansado. Y aburrido. Y triste, por sobre todas las cosas estoy triste. Antes me reía, y ahora no. Ahora estoy tomando café en un bar cualquiera y me pondría a llorar, tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no largarme a llorar como un chico. Y tengo angustia, se me cierra el estómago y pierdo el apetito, o siento que no voy a poder respirar. Y ansiedad, palpitaciones, me levanto a las tres de la mañana con el corazón corriendo como un hámster en pantuflas y pienso ‘bueno, ahora viene el infarto’, y dejo el teléfono celular cerca, sobre la mesita de luz, por si sobrevivo al ataque, aunque no sé muy bien a quién llamar. Pero el infarto no viene, así que me ducho o tomo una cerveza o me quedo viendo la televisión, cualquier pelotudez. Y pienso que la vida no tiene sentido, no se me ocurre nada, miro para atrás y siento que hice todo mal, que me equivoqué en todo, y miro para delante y no veo nada, veo que hay que seguir porque todo el mundo sigue, despacito, como si fuera una valija en una cinta transportadora, una valija que nadie desea cargar, y la cinta es un círculo, porque vuelve, porque trae la valija de vuelta, porque no hay en verdad adónde ir. No sé.
–Es habitual –dijo el doctor, encendió su pipa, aunque quizás no la encendió, quizás hizo los gestos, usar el encendedor y después dar una pequeña bocanada, de una pipa vacía tal vez. No percibí olor a tabaco, casi lo puedo asegurar–. Terminó la sesión.

25.2.10

Dogmas

Las religiones del occidente civilizado, sin ahondar demasiado, sin entrar en detalles que puedan herir alguna susceptibilidad, resaltan las virtudes del ahorro. No se debe gastar todo lo obtenido mediante el trabajo, mediante el esfuerzo, se debe guardar algo para el futuro, para después.
Desde otro lugar los hindúes, gente profundamente creyente no hace falta mencionarlo, consideran importante la práctica de, no sé si está bien dicho, sublimar la eyaculación, evitarla, para de esa forma, con esa energía, emprender el camino de la iluminación.
Lo que resulta diáfano para mí en esta preciosa mañana de invierno, es que si no tenés guita y no se te para la garcha, no te salva ni Dios.

20.2.10

Dos mujeres

Sucedió que me estaba viendo con dos mujeres. Al mismo tiempo. Raro. Yo nunca fui un galán, y estaba desde siempre, desde la adolescencia, acostumbrado a largos períodos de abstinencia. Para mí, estar entre tres y seis meses sin contacto físico, sin tocar una teta, sin olisquear un culo, era algo de lo más normal. Y después, cuando finalmente enganchaba algo, me transformaba en un famélico dromedario, me ponía a fornicar como un desesperado, como una ametralladora uzi, tratando de acumular alegría para todo lo que durara el próximo páramo. Lo cual, obvia decirlo, era mucho peor, ya que terminaba molestando a mi ocasional compañera que no podía entender mis apetitos. Hasta que la situación se hacía insoportable (podríamos decir que la relación sufría de paspaduras) y yo volvía a deambular con una vidriosa mirada y el labio inferior levemente entreabierto, jadeando cuando quedaba cerca de un puñado de femenino cabello en algún subterráneo. Mi vida sexual jamás fue algo para destacar.
Pero estaba, no sé cómo, no sé por qué, viendo a dos mujeres. Una vez por semana, a cada una, nada que pudiera exigir una logística demasiado sofisticada, nada que pudiera implicar un sesgo de aguda formalidad.
Una de las mujeres tenía alrededor de cuarenta años, quizás uno menos, quizás tres más. Y era, de seguro, la mujer más inteligente que yo haya conocido en mi vida. Con sentido del humor, con puntos de vista, con personalidad.
La otra mujer tenía menos de veinticinco años, probablemente veintidós. Verla desnuda hacía que uno tuviera que apoyarse, disimuladamente, contra el marco de la puerta, porque el instinto sugería ponerse de rodillas y agradecer por tanta belleza. Una sonrisa como un amanecer en la playa, tetas pequeñas, culito firme, toda ágil y dispuesta para lo que podríamos denominar ‘imaginación horizontal’.
Y ahí estaba yo, viendo a las dos, sufriendo de una manera muy particular.
Porque cuando estaba con la mujer uno, llamémosla ‘mujer 1’, yo no podía evitar añorar la frescura, el olor, la turgencia de nalgas y potencia capilar de la mujer dos, llamémosla ‘mujer 2’. Y cuando estaba con la mujer dos, llamémosla ‘mujer 2’, yo extrañaba profundamente aunque sea un atisbo de la inteligencia, un comentario, una forma de abrazar, un gesto, de la mujer uno, llamémosla ‘mujer 1’.
Así estaba, sin poder creer en mi suerte, sufriendo como un condenado. Sabiendo lo inconcebible que iba a ser para mí, llegado el caso, decidirme.
Hasta que hubo un error de cálculo, algo salió mal, como de costumbre. La mujer 1 y la mujer 2 se conocieron, en la puerta de mi casa. Comprendieron la situación casi de inmediato.
Se fueron a vivir juntas. Se quieren. Son felices, así lo manifiestan a familiares y amigos, sienten que son la una para la otra, jamás imaginaron que podía existir un amor tan genial.
Las dos piensan que soy un pelotudo, no pueden entender cómo fue que pudieron estar conmigo, todavía se ríen cuando recuerdan el mal momento que debían estar pasando para que les sucediera semejante incordio, tamaña contrariedad.

15.2.10

Novedades

Nada es tan malo, nunca es tan malo.
Estar vivo es mejor que todo lo malo. Mejor que tu labio leporino y la quemadura en el rostro del más puro morado y la gente que grita después del choque de trenes y los famélicos chiquitos con ojos de insecto que aprietan los dientes y extienden sus bracitos como fósforos esperando un vaso de leche tan blanca como la sonrisa de algún Dios.
Siempre habrá un perro que mueva la cola a pesar del más lacerante de tus fracasos. Siempre habrá un café con leche con tostadas, queso y mermelada, en algún bar de mala muerte, escondido entre los mitológicos pliegues de algún barrio. Siempre habrá una lluvia que te lave tantos pero tantos sueños rotos. Una carcajada sin motivo, un atardecer en la playa. El sonido del mar.
Te lo digo yo, que ya casi no soy nada, apenas todo lo que no me salió, lo que no fui. Soy el dos por ciento de mí, que camina por una calle cualquiera, silbando una vieja tonada. Soy los harapos de lo que quise ser, estas palabras que se vuelven a tropezar, este whisky transpirado.
Nada es tan malo, nunca es tan malo.

10.2.10

Siete frascos

Eran siete frascos, los conté. Estaban sobre la mesa, uno al lado del otro. Frascos de un plástico algo ordinario tal vez, cada uno de un color diferente. El consultorio era uno de tantos, el número 3, pequeños compartimentos apenas separados por paredes de algo que no era cartón, pero tampoco era pared. Cada consultorio con su correspondiente número sobre la precaria puerta.
Te llamaban por el apellido, y decían a qué número de consultorio debías ingresar. Dijeron ‘Hundred, consultorio 3’.
Frente a mí, un muchacho jovencito, vestido con uno de esos uniformes de médico color celeste muy clarito, con una canchera hilera de botones no en el pecho, sino a un costado del cuello. Pero no tenía estetoscopio, no, porque no era médico en el sentido exacto. Estábamos en un centro de salud capilar, que también es salud, pero otra cosa. Tenía una lupa en la mano, el muchacho, y cada tanto la cambiaba de mano, o la hacía repicar sobre la metálica superficie del pequeño escritorio.
El muchacho tenía un pelo muy tupido, cortado bien corto, y usaba mucho gel. El rasgo determinante en él era, no por casualidad, su magnífico cabello. El cabello del joven apuntaba hacia lo alto, enhiesto, grueso, como diciendo ‘esto es posible, esta puede ser también tu realidad’.
–Tiene que lavarse la cabeza por etapas, usando estos productos –dijo el joven y suspiró, aburrido de tener que repetir la misma cantinela una y otra vez–. Lavarse la cabeza todos los días con estos productos, como complemento de la terapia de masajes.
Hice silencio y puse una circunspecta expresión. El tema exigía el máximo de mi atención, estaban en juego muchas cosas.
–El verde es un exfoliante natural del cuero cabelludo, elimina residuos de las sucesivas capas de sedimentación termogenética generadas por reacciones nerviosas, mala alimentación, tabaquismo. ¿Usted fuma?
–Sí –dije.
–El amarillo es para el tratamiento de la caspa y la seborrea, los dos grandes enemigos del bulbo capilar.
–Del bulbo, del bulbo –recité, para mostrar mi estado de concentración.
–Sí, porque el pelo es como pasto. Uso este ejemplo para que usted comprenda. El bulbo vendría a ser la raíz. Hay que cuidar la raíz. Es muy importante la raíz.
–Sí, la raíz –dije.
–El naranja es para el fortalecimiento del tallo, evitar el aspecto quebradizo que es la etapa previa a la caída. El rojo es el que estimula energéticamente y electromagnéticamente al pelo, posee henna egipcia y extractos de ginseng de las montañas del Tíbet, estimula la circulación y regula la serotonina capilar. El azul es para otorgarle suavidad y brillo, genera una fina capa protectora para que el cabello no sea agredido por factores contaminantes, smog, ondas gamma de alto impacto, ruido, lo que sucede en una ciudad hoy en día. El violeta es el que permite agrupar todas las propiedades, balancea el ph y encuentra sincronía entre el metabolismo del cabello y el metabolismo basal del cuerpo, para que el cabello esté armonizado con el resto del organismo. Es un poco difícil, al principio, pero vale la pena. Por si olvida la secuencia, los frascos tienen un pequeño número que le recuerda el orden en que deben ser utilizados. El mismo no debe ser alterado, eso es crucial para el tratamiento.
–Perdón –dije–, si no conté mal, usted me detalló seis productos, y sobre la mesa hay siete frascos. Faltó el frasco negro. ¿Para qué es el frasco negro?
Se entreabrió la puerta, justo en ese instante, y se asomó un sujeto. Algo mayor, con el mismo uniforme que el muchacho, sólo que llevaba abierta la casaca. El hombre era bastante calvo, ojeroso, tenía gafas de lectura colgadas del cuello, y todo el aspecto de estar recién levantado. Probablemente había pasado la noche bebiendo, se había quedado dormido en el consultorio de al lado. Emanaba un agrio sudor.
–El frasco negro es para cuando te canses de todo lo demás, flaco –sonrió–. Es para que te laves la cabeza rapidito y te busques algo para hacer. ¿No vieron por acá un diario? Necesito un diario.

5.2.10

Una pena

Hace algunos años conocí, a todo el mundo le pasa, a la mujer de mi vida. Era linda, pero no demasiado. Era linda sin arreglarse, a la mañana. Era flaca, sin esfuerzo, y tenía buen pelo. Tetas pequeñas, cualidades perdurables. Había sufrido de chica, eso siempre es bueno. Sin llegar al extremo, no la había violado un primo ni un rottweiler le había arrancado medio brazo, nada que dejara un eterno resentimiento. Pero tenía una cicatriz en una mejilla, algo que le había preocupado, y había tenido que trabajar. Eso es muy importante, porque entonces la mujer puede disfrutar un abrazo, una cena, la mujer deja de creer que el mundo le debe algo por el anecdótico y peculiar hecho de existir.
Leía, sin caer en la crónica estupidez de las estudiantes de ciencias sociales, empeñadas en descifrar un lacaniano mecanismo en la forma que te rascás el culo. Sabía cocinar, milanesas con puré. Cogía bien, con entusiasmo, genuino interés, sin la impostación que puede dar el abuso de la pornografía, ni el atonal fastidio de la excesiva práctica desde muy pequeña.
Me gustaba verla salir de la ducha o abrir la heladera en bombacha, y podíamos caminar por la playa, en invierno, sin hablar, o le acariciaba el cabello, a veces, mientras ella dormía.
Pero. Un día quedamos en encontrarnos, en un bar. Un bar cualquiera. Debo haber llegado cinco minutos tarde, no más de siete. Ella ya estaba, en el bar. Era de mañana, temprano, un bar de barrio, poca gente, alguien que lee un diario, las noticias del mes pasado, alguien que fuma escondido en un rincón, nada más.
Ella se había sentado en una mesa, una mesa prácticamente en el centro del salón, pudiendo perfectamente sentarse contra cualquier lateral. Se había sentado de espaldas a la puerta, en lugar de sentarse de frente al vidrio, a la avenida, al ventanal.
Y yo supe entonces que había en ella algo perturbador y triste, no era la mujer de mi vida, algo estaba mal.