Necesitaba trabajar. Era joven, demasiado joven, y necesitaba trabajar.
Para ser algo más riguroso con los conceptos, no necesitaba trabajar, de ninguna manera. Lo que necesitaba era dinero, eso sí. No sabía robar, no sabía tocar el bandoneón. Si se miraba bien la cuestión, no había absolutamente nada que yo supiera hacer. Es por eso, nada más que por eso que la gente que trabaja, trabaja. Porque no saben hacer nada más.
Estaba yendo a la facultad, a estudiar, no importa qué. Mandé algunos mails, me anoté en algunos sitios web. Y me llamaron, me djieron que sí, que podía haber trabajo para mí.
Ahí llegamos, hago lo que puedo, a lo que quiero contar.
Para conseguir trabajo, para dejar veinte o treinta años en una estúpida oficina, tenés que pasar, entre otras cosas, un examen de salud. Lo que equivale a decir que para morir tenés que demostrar, precisamente, que estás vivo. Los trabajos no contratan muertos, el chiste es irlos matando de a poco. Si ya estás muerto de antes no te toman, no entrás.
Lo otro que te hacen, que te piden que hagas, es un psicotécnico. A eso quería llegar.
Dentro del test, del test psicotécnico, del test de manchas y completar figuritas y cosas así, me pidieron que haga un dibujo. De más está decir que no sé dibujar, otra vez, si supiera dibujar quizás no precisaría trabajar.
Lo que me pidieron que dibujara era una escena, con una casa, un hombre, un árbol, una mujer, un chico, no sé qué más. Me tomé unos buenos diez minutos, hice el dibujo. Una escena familiar.
Dibujé la casa, con un sendero y un árbol. Un hombre llegando a su casa, con su maletín, en traje, de trabajar. La mujer en la puerta, un hijo mirando por la ventana. Se me ocurrió dibujar un perro, también, un perro boludeando por ahí.
Se me ocurrió que llovía, que el hombre volvía a su hogar, de trabajar, y su esposa lo esperaba con una sonrisa. Y llovía, también. Llovía, como suele suceder con los fenómenos naturales, como se suele decir en la jerga militar, sin causa.
Llamé a la mujer que me estaba tomando el test. Me puse de pie, le entregué el dibujo. Me volví a sentar.
La mujer miró el dibujo, un buen rato. Se acomodó sus lentes sin marco sobre el puente de la nariz. Carraspeó. Olía a ropa vieja, la mujer, a perfume barato, a fracaso más o menos tradicional.
–Ajá –dijo la mujer, debía tener más de cincuenta años, una pequeña verruga peluda sobre la mejilla izquierda–. Veo que dibujó un perro, también.
–Sí –dije –. Se me ocurrió que la familia tiene un perro. Me gustan los perros, además.
–Y llueve –dijo la mujer.
–Sí, llueve –dije yo–. Siempre me gustó la lluvia.
–¿Y el perro se moja? –Algo en el tono de la mujer cambió, se hizo más oscuro, más metálico.
–¿Eh?
–Si el perro se está mojando –repitió la mujer. Y me miró.
–Bueno, sí, supongo –me senté más derecho en la silla–. Si está lloviendo, el perro se moja.
–Fíjese –la mujer me mostró mi dibujo, y señaló con un dedo, al perro. Las gotas, los puntazos del lápiz, las rayitas que debían representar la lluvia caían sobre la casa, sobre el árbol, sobre el hombre, sobre la mujer parada en el umbral. Pero no sobre el perro, ubicado en el extremo inferior derecho de la hoja–. Por eso se lo pregunto.
Me miró, la mujer. Apoyó la hoja sobre la mesa, se quitó los lentes, cruzó los brazos.
–Mirá –dije–, el que necesita el trabajo soy yo. El que necesita este trabajo de mierda y por eso tengo que hablar con una pelotuda como vos soy yo. Si me decis algo más, si volvés a abrir la boca agarro esos anteojos y te los meto por el culo de una, acá arriba de la mesa, y cuando los saques y los logres enderezar un poco y los vuelvas a usar, los anteojos, cada vez que te los pongas te vas a acordar cómo sos por dentro, de qué horrendo material estás hecha. El perro no tiene la culpa que este sea un mundo tan asqueroso, eso es más o menos lo que te quise decir.