28.2.19

A ver, permiso


Estaba tomando un café en un bar, debían ser las ocho y media de la mañana. Tomo un café y miro por la ventana, de lunes a viernes, antes de ir al centro. Vendo mi alma por unas monedas, más o menos como hace todo el mundo. Me gano la vida.
De pronto, un hombre sobre la avenida, un hombre que parecía estar esperando para cruzar, se sintió mal. Con una mano se apretó el pecho, tambaleó. Intentó afirmarse contra un semáforo pero no pudo, el impacto de lo que le estaba sucediendo era superior a su capacidad de comprensión y raciocinio. Cayó boca arriba.
–¿Señor, se siente mal?
–¡Médico, a ver! ¡Llamen a un médico!
–¡No lo toquen que es peor! ¡Déjenlo respirar!
Se juntó un grupo de curiosos, gente. Con buenas intenciones y cero conocimiento desde ya, pésima combinación. Se juntarían también frente a la vidriera de una casa de electrodomésticos si estuvieran pasando en un televisor Argentina-Holanda del 78. La gente es muy pelotuda, básicamente.
Terminé mi café. Salí a la calle, me acerqué.
–A ver, permiso –dije. Busqué en el bolsillo interior del saco, la billetera del hombre. Poca plata. Le saqué el reloj, el celular. Miré los zapatos, demasiado caminados, y chicos.
–Oiga, ¿usted es médico? –negué apenas con la cabeza (¿con qué querés que niegue, con la poronga?) – ¿Por qué le saca las cosas?
–Señores, esto es una guerra –me guardé la plata, tiré la billetera–. Ya están grandecitos, deberían saberlo.

20.2.19

El perro y la lluvia


Necesitaba trabajar. Era joven, demasiado joven, y necesitaba trabajar.
Para ser algo más riguroso con los conceptos, no necesitaba trabajar, de ninguna manera. Lo que necesitaba era dinero, eso sí. No sabía robar, no sabía tocar el bandoneón. Si se miraba bien la cuestión, no había absolutamente nada que yo supiera hacer. Es por eso, nada más que por eso que la gente que trabaja, trabaja. Porque no saben hacer nada más.
Estaba yendo a la facultad, a estudiar, no importa qué. Mandé algunos mails, me anoté en algunos sitios web. Y me llamaron, me djieron que sí, que podía haber trabajo para mí.
Ahí llegamos, hago lo que puedo, a lo que quiero contar.
Para conseguir trabajo, para dejar veinte o treinta años en una estúpida oficina, tenés que pasar, entre otras cosas, un examen de salud. Lo que equivale a decir que para morir tenés que demostrar, precisamente, que estás vivo. Los trabajos no contratan muertos, el chiste es irlos matando de a poco. Si ya estás muerto de antes no te toman, no entrás.
Lo otro que te hacen, que te piden que hagas, es un psicotécnico. A eso quería llegar.
Dentro del test, del test psicotécnico, del test de manchas y completar figuritas y cosas así, me pidieron que haga un dibujo. De más está decir que no sé dibujar, otra vez, si supiera dibujar quizás no precisaría trabajar.
Lo que me pidieron que dibujara era una escena, con una casa, un hombre, un árbol, una mujer, un chico, no sé qué más. Me tomé unos buenos diez minutos, hice el dibujo. Una escena familiar.
Dibujé la casa, con un sendero y un árbol. Un hombre llegando a su casa, con su maletín, en traje, de trabajar. La mujer en la puerta, un hijo mirando por la ventana. Se me ocurrió dibujar un perro, también, un perro boludeando por ahí.
Se me ocurrió que llovía, que el hombre volvía a su hogar, de trabajar, y su esposa lo esperaba con una sonrisa. Y llovía, también. Llovía, como suele suceder con los fenómenos naturales, como se suele decir en la jerga militar, sin causa.
Llamé a la mujer que me estaba tomando el test. Me puse de pie, le entregué el dibujo. Me volví a sentar.
La mujer miró el dibujo, un buen rato. Se acomodó sus lentes sin marco sobre el puente de la nariz. Carraspeó. Olía a ropa vieja, la mujer, a perfume barato, a fracaso más o menos tradicional.
–Ajá –dijo la mujer, debía tener más de cincuenta años, una pequeña verruga peluda sobre la mejilla izquierda–. Veo que dibujó un perro, también.
–Sí –dije –. Se me ocurrió que la familia tiene un perro. Me gustan los perros, además.
–Y llueve –dijo la mujer.
–Sí, llueve –dije yo–. Siempre me gustó la lluvia.
–¿Y el perro se moja? –Algo en el tono de la mujer cambió, se hizo más oscuro, más metálico.
–¿Eh?
–Si el perro se está mojando –repitió la mujer. Y me miró.
–Bueno, sí, supongo –me senté más derecho en la silla–. Si está lloviendo, el perro se moja.
–Fíjese –la mujer me mostró mi dibujo, y señaló con un dedo, al perro. Las gotas, los puntazos del lápiz, las rayitas que debían representar la lluvia caían sobre la casa, sobre el árbol, sobre el hombre, sobre la mujer parada en el umbral. Pero no sobre el perro, ubicado en el extremo inferior derecho de la hoja–. Por eso se lo pregunto.
Me miró, la mujer. Apoyó la hoja sobre la mesa, se quitó los lentes, cruzó los brazos.
–Mirá –dije–, el que necesita el trabajo soy yo. El que necesita este trabajo de mierda y por eso tengo que hablar con una pelotuda como vos soy yo. Si me decis algo más, si volvés a abrir la boca agarro esos anteojos y te los meto por el culo de una, acá arriba de la mesa, y cuando los saques y los logres enderezar un poco y los vuelvas a usar, los anteojos, cada vez que te los pongas te vas a acordar cómo sos por dentro, de qué horrendo material estás hecha. El perro no tiene la culpa que este sea un mundo tan asqueroso, eso es más o menos lo que te quise decir.

10.2.19

A veces siento que no te conozco


Vivíamos con Mónica juntos hacía más de seis meses, pero menos de un año. Dormíamos juntos, mirábamos televisión, cogíamos. Ella trabajaba en un estudio de arquitectura, yo seguía con mi via crucis financiero, picando la piedra de la guita. La vida se volvía predecible pero no rutinaria, una amable meseta para compartir lo simple. Te venías grande, te dabas cuenta que no ibas a ser Keith Richards y que tampoco era tan grave. Entendías que vivir no era tirarse en ala delta en pelotas, ni nada de lo que apareciera en la tapa de las revistas. Habías estado en esa playa y el agua no era tan turquesa, las palmeras estaban desteñidas. Era como cuando veías la televisión en National Geographic, la majestuosidad del león, la curiosidad de la cebra. Si ibas y lo veías en persona el león tenía toda la melena pegoteada de pis y los mosquitos le daban vuelta alrededor de los ojos, el rinoceronte apestaba como si no se hubiera pegado una ducha en veinte días.
​El mundo estaba photoshopeado hasta la manija, si la gente pudiera apreciar la realidad de las cosas aunque fuera por un instante, no tendrían más remedio que matarse.
​–Nunca me decis lo que te pasa, Juan –Me dijo Mónica, mientras cenábamos bajo las impiadosas luces de la cocina–. Sos hermético.
​Después otro día, cuando salió de la ducha mientras yo terminaba mi café antes de ir a trabajar.
​–No sé, Juan, a veces siento que no te conozco –se me quedó mirando mientras terminaba de secarse el cabello con un desteñido toallón–. Te miro pero no consigo saber qué estás pensando.
​Y después, una vez que había llegado temprano del trabajo. Miraba la televisión pero no miraba, sólo veía formas que se movían con el volumen bajito, sentado en el sillón del comedor.
​–Qué hacés, Juan –llegó, ella, traía una bolsa del supermercado–. Me gustaría saber más de vos, lo que pensás cuando te quedás callado mirando una pared, cuando no decis nada.
​–Bueno –dije, estaba tomando un whisky pero no me quedaba casi nada, pasé la lengua por un costado del vaso intentando sentir otra vez el calor, como si fuera un oso que recuerda la miel–. Lo que me pasa es que me di cuenta que no te soporto. No sólo me aburre verte, te diría que me aburre hasta tener que cogerte. Y me preocupa un poco la verdad, porque me conozco y sé que es muy difícil que cambie, una vez que me pasa. No sé, como si se rompiera un vidrio. Me preocupa, te decía, porque me conozco y sé que no hay manera que se me pase este fastidio, no se me va a ir.
​A partir de ahí Mónica no preguntó más nada. Y hubo una reunión social, un cumpleaños en el que la escuché decirle a una amiga que una de las cosas que más le gustaban de mí era que no podía saber qué me pasaba por la cabeza, mis silencios.