30.12.14

La rana y el escorpión, again


El escorpión había ido a jugar al fútbol con los muchachos, varios escarabajos, los cangrejos de siempre, un cucarachón nuevo que jugaba de wing, parecía medio gordo y hacía siempre la misma. Pero lograba sacar el centro, siempre, y le pegaba a los tiros libres con un fierro. Después del partido habían tomado un par de cervezas. Llegó hasta la orilla de la laguna.
Ahí nomás, pintándose las uñas, escuchando música en el iphone, estaba la rana.
–Hola, qué hacés –dijo el escorpión–. Te invito a cenar, hay un restaurante en Palermo Hollywood donde hacen comida molecular, está muy de moda, van animales conocidos. O sushi, si preferís. Ah, primero, ¿no me cruzás hasta el otro lado de la laguna? Hoy arranqué muy temprano, y dejé el auto de ese lado.
–No, sorry –dijo la rana–. Pero si te cruzo me la vas a poner así de una, y después seguro no me llevás a comer a ningún lado. Además, tengo las uñas recién pintadas, y el agua de la laguna me las deja a la miseria. Vengo de Pilates, estoy recansada.
–Pero no seas tonta –dijo el escorpión– ¿Cómo te voy a garchar en medio de la laguna, por quién me tomás? Te digo que quiero ir a cenar con vos, a tomar un champancito. Quiero que me cuentes cosas de tu vida, me interesás como rana. Si lo único que quisiera es coger, no hubiera venido hasta esta laguna. Hay un charquito a mitad de camino donde organizan unas fiestas electrónicas que se ponen rebuenas, van culebras verde flúo y ratas jovencitas, venden pastitos energizantes y plancton alucinógeno, todo el mundo dado vuelta. Además, si te cojo en medio de la laguna, nos ahogaríamos los dos.
La rana duda. Mira al escorpión, es un escorpión joven, tiene el cuerpo trabajado, se nota que va al gimnasio. Usa un peinado moderno, y tiene auto.
–Bueno –dice la rana–. Dale, te cruzo.
El escorpión se sube. La rana comienza a cruzar, nadando, la laguna.
De pronto, la rana, siente. Es inconfundible, la sensación, apenas dolorosa, y tan agradable a la vez. La están cogiendo.
–Pero –dice la rana, contrariada–. ¡Me estás cogiendo! Me estás cogiendo en el medio de la laguna, y sin forro además. Me dijiste que íbamos a ir a cenar, o un fin de semana al Conrad en Punta del Este. 
–Sí –dice el escorpión–. Sé que sos una rana conchuda y mala, jamás debí hablarte, pero viste cómo es. La calentura, las ganas de coger. No pude evitarlo.
La rana queda embarazada. Entonces, la rana y el escorpión se van a vivir juntos. Al escorpión no le alcanza la guita, nunca le alcanza la guita. La rana está siempre de mal humor. Vienen algunos parientes, de la rana, los fines de semana, de visita. El escorpión no puede ni ver un partido de fútbol tranquilo. Duerme mal, el escorpión. Va a ver a un médico de la selva que le dice que el diagnóstico es bien sencillo: está estresado. La rana, después de parir, queda del tamaño de una rana y media, lo único que quiere es comer insectos dulces y ver programas de concursos por televisión. Casi no se hablan.
Lo que quise decir es que el escorpión y la rana se hunden, como todos ya saben.

24.12.14

Música para meditar


Las cosas que no te dicen.
Después de trabajar, ponele, diez años en el centro, no queda nada. No queda nada de vos. Imaginate, para que lo entiendas, que tu sistema nervioso central fuera un paquete de fideos ‘Don Vicente’. Bueno, ahora imaginate que agarrás el paquete de fideos, lo sacás de la bolsa, y lo partís en dos, como te salga, como puedas. Ahí está, eso es lo que sucede si trabajás diez años en el centro, en algunos casos con cinco años alcanza, es suficiente. No servís más.
A Moni se le había ocurrido que yo tenía que meditar. Ella decía que desde que había empezado a meditar veía la vida en colores. Pero yo no tenía tiempo para meditar, a decir verdad no tenía tiempo ni para rascarme el culo, mucho menos para meditar. 
Pero Moni me quería ayudar, tuvo una idea. Me grabó en su Ipod música para meditar. Lo único que yo tenía que hacer era aprovechar cada viaje en subte. Transformar ese calvario en mi terapia, cerrar los ojitos, escuchar la música. Y meditar.
–El símbolo de tortura, una vez trascendido, se transforma en la salvación. Fijate, por ejemplo, Cristo en la cruz –dijo Moni, muy seria. 
Ahí iba yo, a las ocho de la mañana, me subía al subte en Lacroze, cerraba los ojos, de pie, en medio de un millón de almas. Prendía el Ipod.
La verdad que lo más difícil era vencer mi propio escepticismo. Mi constante angustia de sentir que la vida, mi vida, había tenido la relevancia de un pedo en una tormenta eléctrica. No me había salido nada, nada de lo que yo había querido, y lo que se venía era peor.
La música era primero ínfima, mezclada con el sonido del viento, y después con el sonido del agua, agua cayendo. Como si estuvieras en presencia de una cascada. Unas pocas instrucciones, cerrar los ojos, sentir, sentir el cuerpo, cualquier sensación corporal que te arrastraba de inmediato hacia el presente. Respirar, sentir la respiración, la respiración era el ancla, prestar atención a los intervalos, a lo que no tiene forma, al silencio. Venían los pensamientos, claro que venían, los pensamientos, pero no importaba. No luchés, no hay que luchar, si luchás con la mente vas a perder, la mente come de vos, se alimenta de tu atención y se hace más fuerte. ‘What you resist, persists’, entender que la mente no es un objeto, es una acción.
Nada, escuchás la música. Luego la música era como la música de las películas del espacio, como si estuvieras fuera de la tierra, flotando en la inmensidad de la galaxia. Esa música, agradable por cierto, y vos sos el observador, el eterno testigo, lo que eras antes de nacer. Estás fuera de todo lo observado, ni cuerpo ni mente, ‘I am that by which I know I am’, somos presencia consciente. Pausa, silencio, un tintineo como de un xilofón, y más pausa. Silencio y pausa. Silencio.
Me había ido, lejos de mi vida, a otra parte. Era yo, todavía era yo, pero no era yo, era una especie de yo sin centro, una sensación de dicha sin causa, algo tan placentero. La meditación funcionaba, le iba a contar a Moni apenas llegara a la oficina. Se iba a poner contenta.
Abrí los ojos, estaba en Carlos Pellegrini. En el vagón, de pie. Me habían robado el Ipod. Tuvieron la delicadeza de dejarme los auriculares puestos, y me robaron el Ipod, son unos fenómenos, ni me di cuenta.

18.12.14

De qué se trata


No, flaquito, estás en bolas, no entendiste  nada. Por eso fracasaste, fracasás y vas a volver a fracasar, no queda otra.
A ver, cuando sos chico, buscás una mina linda, es de lo más normal que busques una mina linda. Tetas, culos, lo que más te guste, lo que prefieras. Una piba que pueda bajar a la playa sin tener que usar un poncho, que se ponga un jean apretadito. Que den ganas de verla en bombacha mientras busca algo en la heladera.
Pero si la chica es linda de joven, significa que fue linda desde siempre. Y eso hará que la piba crea en algo, que el universo le debe algo, a ella, por el mero hecho de existir. Por tener las tetas grandes o paraditas, o un culito firme. Le molestará todo, será una catarata de fastidio. Se quejará del café muy caliente y del helado muy frío, le molestará que repitas otra vez esa ridícula historia de la adolescencia o que le salpiques el cabello con una mísera gota de esperma. Se irá dedicando más y más a defender sus naturales atributos contra el mucho más natural paso del tiempo, será ése el leitmotiv de su existencia. Destino de frustración.
Después de eso, es de lo más normal, buscarás una mujer inteligente. ¡Peor! Muchísimo peor, un error con características de absoluto. Buscarás una piba que haya estudiado filosofía o ciencias de la comunicación, o incluso psicología. Una mujer que lea de corrido y corrija parciales, que de clases o tenga pacientes que dependan de ella. Una mujer que fuma y que sabe con mayor o menor precisión, con un error de no más de diecinueve centímetros, dónde queda su propio clítoris, y quiere hablar de eso, además.
Pero si la mujer es inteligente, si la mujer cree que es inteligente, le parecerá que freír un par de milanesas es una actividad muy menor, pudiendo perfectamente aprovechar ese tiempo para angustiarse por el hambre en Etiopía. Le parecerá que la práctica del boxeo es una machista demostración, un rústico intento por regresar al tiempo de las cavernas. Le parecerá que cuando comés pizza con ajo a la noche, a la mañana siguiente tenés el aliento de un dragón y ella bien podría estar en Paris, tomando un té con leche con Deleuze. 
Lo que hace falta, lo que hay que encontrar pero casi sin buscar, buscar es parte del problema por paradójico que parezca,  es una mujer con algún trauma. Algún defecto físico menor, una leve bizquera, o una fina renguera, o una mancha de nacimiento, en el rostro, una quemadura. Algo que la haya hecho sentir, desde niña, que no habría nada bueno en el mundo para ella. Una mujer que haya sido golpeada un poco por sus padres, o con un no consumado intento de violación por parte de un tío, una mujer que haya sido mordida por un doberman o que haya salido volando a través del parabrisas en un accidente automovilístico. Algo que le haya dejado bien en claro que el mundo puede perfectamente volverse, en el intervalo de tiempo que dura un instante, un espanto, un horror.
Ahí aparecés vos.

12.12.14

Molestar y doler


Repasemos.
Hay cosas que te van a molestar, y cosas que te van a doler. El problema es que la gente se confunde. La gente va y confunde, lo que le molesta con lo que le duele, lo que le duele con lo que le molesta. 
Y es un problema, dije, porque lo que hay que hacer, ante ambas situaciones, es bien diferente.
En líneas generales, por cierto, tampoco podemos ir caso por caso. En líneas generales, entonces, decía. Ante la molestia, ante lo que molesta, uno debe amigarse. Sí, claro, con la molestia. Uno debe, lo digo como puedo, lo digo como me sale, sintonizarse con esa molestia, y de esa forma, entonces, la molestia molesta menos, mucho menos. O no molesta. Ante el dolor es distinto, pero básicamente lo que hay que hacer, cuando duele, es primero evitar, alejarse del dolor, tanto como se pueda, y recién entonces, acorralado como un jabalí contra el río, combatir. Pero nunca en exceso, sería, si se tratara de un combate de boxeo, de devolver la trompada, al dolor, una suerte de palo por palo.
Ejemplos los que quieras, ejemplos miles. Si escuchás a las dos de la mañana el ruido del aire acondicionado de tu vecino, eso es una molestia. No luches contra el ruido, hacete amigo de ese ruido. Ese ruido será lo que te permita descansar como un bebé. No le toques el timbre a tu vecino, no vayas a ninguna reunión de consorcio, no discutas. Si acariciaste a un perro y te mordió la mano, eso es dolor. No lo sigas acariciando, podés retirar la mano. Si el perro insiste en volver a morderte, aplicale una patada en el hocico, corta, fuerte, la famosísima ‘patada de chancho’. Tampoco saques un .38 corto que te dejó tu abuelo, y le pongas, al perro, tres tiros.
Eso es todo lo que tenés que saber. También es importante que vayas entendiendo, en el mientras tanto, que la vida no es mucho más, está hecha básicamente, de cosas que te molestan, y cosas que te duelen.
El sufrimiento vendría a ser, como los asientos tapizados de cuero de los automóviles. Opcional.

6.12.14

Tenés que entender que era la guerra


Tenés que entender que era la guerra. Íbamos a Villa Gesell, de vacaciones, como diez amigos. Diecisiete años, esas ganas de ser felices, esas ganas de cogerse al universo todo, tan puras, tan tremendas.
Teníamos un par en la barra que eran lindos, y trabajaban para un boliche. Eso nos garantizaba treinta días de diversión nocturna. Nos sentábamos a tomar alcohol a las doce de la noche, en la cocina de la casa, cada uno con su vaso y su asiento asignado. Lo que ahora se llama ‘la previa’, y antes se llamaba, creo, ‘la previa’.
Alquilábamos una casa alejada, lo más barata posible, para llegar había que subir por un camino de tierra los últimos doscientos metros. Le decíamos ‘La Colina’.
Imaginate, diez o doce pibes viviendo ahí, cagando, cogiendo con cualquier cosa que se moviera, comiendo sandía y tirando la cáscara al piso, uno haciendo flexiones de brazos, otro fumando marihuana, otro leyendo una revista de deportes. Los baños tapados, la ducha ínfima, a veces hormigas, a veces cucarachas, a veces las dos cosas, la cocina rota. Éramos salvajes bajados de los árboles, sedientos de experiencias. El mundo era un maravilloso lugar repleto de posibilidades, estábamos vivos.
Pero eso no es lo que quería contar, lo que quería contar es otra cosa. A los nueve días estábamos famélicos. La plata que habíamos llevado alcanzaba apenas para el alcohol, para una hamburguesa en Carlitos a las siete de la mañana, antes de irnos a dormir. Yo me había pasado una semana cenando un cuarto de helado en Tucán (un helado que hoy podría ser considerado sin dificultades un arma química), otros días cenaba un cono de papas fritas. Ni ganas de coger tenía, soñaba con milanesas con puré.
Llegó uno nuevo, se habían ido un par también, extenuados, enojados por algo, porque alguien les había usado la toalla para limpiarse el culo, aturdidos. Lo normal, lo de siempre. Pensá que era como la cárcel, el que llegaba traía sus pertenencias, su ropa. Algo de comida.
Se me acercó L., en el boliche. Yo volvía de haber estado cogiendo en la playa con una tucumana petisa, muy divertida, gordita. Se me había llenado el culo de arena, se me habían paspado los dos huevos.
–Lo revisé, boludo –me dijo L., en el reservado donde me había ido a fumar. 
–¿Eh? –Había estado tomando vodka con seven-up, un vodka de lo más ordinario. Me había bajado más de media botella de ese vodka Don Peters que era veneno puro, lustramuebles, insecticida. Sentía como si algo, un animal furioso y primitivo, me estuviera rasguñando el esternón desde adentro. 
–Le revisé el bolso, al Pipi –dijo L. Pipi era el que había llegado a La Colina esa mañana–. Tiene Nesquik. 
–Nesquik –murmuré, y pensé en la maravillosa lata amarilla. Me relamí, como si estuviera viendo una chica en cuatro patas, flaquita, dispuesta, con el cabello cayéndole sobre la espalda muy blanca. El Nesquik era como soñar despierto, el Nesquik era la cosa más rica del mundo.
L. me explicó el plan. La noche siguiente íbamos a venir a bailar, como todos, como de costumbre. Pero a eso de las cinco de la mañana nos íbamos a ir, íbamos a comprar dos litros de leche en un almacén que estaba abierto las veinticuatro horas. Y nos íbamos a ir a La Colina. Nos íbamos a tomar un litro de Nesquik cada uno.
Eso hicimos. L. había comprado la leche con anticipación, para que no fallara nada, por las dudas, y escondió los cartones durante el día debajo de la cama, en su valija. Encontramos la lata de Nesquik que se había traído el Pipi. Nos sentamos en la cocina. Nos tomamos un litro de Nesquik cada uno. ¡Ah, si Dios había inventado algo mejor, se lo había guardado para él! Me fui a dormir con los bigotes todavía manchados de chocolate, feliz como un bendito.
Algo más, una cosa más. Le habíamos bajado media lata de Nesquik, habíamos estado, entre vaso y vaso, comiendo Nesquik con cucharita, espolvoreando Nesquik sobre unas medialunas de hacía tres días. L. tuvo una idea.
–Hay que rellenar la lata.
–No entiendo –dije.
–Hay que rellenar la lata, para que no se de cuenta –dijo L. 
Fuimos, y rellenamos la lata, la lata de Nesquik, con arena. Pusimos arena mezclada con el Nesquik, y nos fuimos a dormir. Dejamos todo en su lugar, un plan maestro. 
Al día siguiente, me desperté a eso de las cinco de la tarde. Me puse un short para bajar un rato a la playa, ir a tomar una cerveza, fumar un par de cigarrillos. Empezar a pensar cómo podíamos hacer para cenar sin guita. Rutina.
Me lo encontré a M. charlando con A., en la cocina. Jugaban a las cartas.
–Qué tal –dije.
–Che, se fue el Pipi –dijo M.
–¿Se fue? –dije yo–. Qué raro, no aguantó ni dos días.
–Se hizo el desayuno, al rato vino, y nos dijo que éramos todos una mierda –A. tiró una carta–. Dijo que éramos malas personas, que no quería tener nunca más nada que ver con ninguno de nosotros. Dijo que Dios nos iba a castigar.
–Raro –dijo M., aprovechó que A. estaba mezclando para cortarse las uñas de los pies, sobre la mesa. Tenía las uñas muy duras, y amarillas–. Se lo veía mal al Pipi. Le pregunté qué le pasaba, pero no me dijo nada. Me pareció que lloraba.
–No sé –dije yo–. Quizás extrañaba a la familia. Viste que para estar acá y hacer la que hacemos nosotros, seguirnos el ritmo, tenés que ser un tipo especial. Esto no es para cualquiera. 

30.11.14

Para qué fui puesto sobre la faz de la tierra


Nunca me gustó mucho el tema, nunca lo entendí. Tampoco es mi especialidad, aunque, para decir la verdad, si me preguntaran cuál es mi especialidad, tendría dificultades para responder.
La carga genética. Quiero decir, siempre se me antojó como dogmático. Injusto además, ajeno a la voluntad, como si Dios se cagara en el ‘libre albedrío’. No hay nada que uno pueda hacer al respecto, tenés rulos, o sos petiso. No sé, fijate.
Pero después fui descubriendo, con asombro, con fastidio, que era verdad. Es cierto.
Ha pasado el tiempo y me descubro, no soy mucho más que la acumulación de defectos de mi madre y de mi padre. Tengo la ansiedad de mi madre, la panza de mi padre, el insomnio de mi madre, la hipertensión de mi padre, las dificultades mentales de mi madre, el torpor de mi padre, las cancerígenas propensiones de mi madre, la psoriasis de mi padre, la anímica fragilidad de mi madre, la eterna preocupación de mi padre, y así podría seguir. Hasta aburrirlos. Hasta cansarme.
Me toca preguntarme entonces, si no soy mucho más que una curiosa y particular combinación de todo lo malo, de los negativos atributos de esas dos personas, qué he hecho yo, cuál ha sido mi aporte, mi distintivo rasgo, lo que le da sentido a mi errática existencia.
Ah, sí, te lo estoy contando.

24.11.14

Reflejo condicionado


Te cuento cómo curamos a la gente de las adicciones, el método único que aplicamos en el instituto.
Primero los escuchamos, claro, la gente por lo general necesita que la escuchen. Vienen, los tipos, y hablan. Explican, a su manera, por qué se hicieron alcohólicos o fumadores, obesos, comedores compulsivos de hamburguesas o dulces, cocainómanos, fundamentalistas de la marihuana, en fin.
Hablan, de cómo empezaron a consumir, tal o cual experiencia generalmente situada en la adolescencia y que siguió después, lo que sintieron, qué les alivió, si son medicamentos para dormir después de una jornada de trabajo, si es el whisky antes y después de haber engañado a una esposa, si fuman después de la comida o esperando un colectivo que nunca llega, por qué creen que lo necesitan, por qué creen que esa sustancia los hace felices, si les genera placer mental o físico. O las dos cosas.
Vienen y hablan, una vez por semana, entre cinco y nueve sesiones. Los escuchamos, claro, hacemos alguna pregunta, tomamos notas de ciertos patrones de conducta.
Luego, en lo que vendría a ser la última sesión aunque el paciente todavía no lo sabe, se lo recibe como de costumbre. Se le dice que después de lo que podríamos denominar ‘la parte teórica’, ese día será una sesión algo diferente. Vendría a ser la ‘práctica’. 
Se lo recibe, al paciente, y se lo hace pasar a un cuarto, a otro cuarto. En el cuarto no hay nada, una mesa. Sobre la mesa está la sustancia, exacta, precisa, lo que el sujeto sufre como adicción. Aquello que le encanta y lo destroza a la vez. Se sabe, con precisión, la marca exacta de aquello que el sujeto consume, el detalle de lo que le fascina, en parte para eso han sido las charlas previas. 
Se le explica, al paciente, que debe hacer lo siguiente. Debe consumir, un poco, de la sustancia. Se lo dejará solo en el cuarto y debe consumir, porque es preciso analizar algunas reacciones. Para eso, luego de los preparativos, se apagarán las luces del cuarto. La oscuridad debe ser total. Lo único que tiene que hacer, es consumir. No se ve nada, está, el sujeto, en la oscuridad de su circunstancia. Asimismo se le indica que debe estar de pie, ya sea fumar o tomar cocaína o comer una hamburguesa. Eso es todo.
El paciente muestra cierta curiosidad, pero ninguna resistencia. Revisa, eso sí, que esté aquello que es objeto de su adicción, al detalle, sobre la mesa. Puede incluso decir que precisa un vaso más ancho, o que suele usar un encendedor diferente, o que para tomar cocaína preferiría estar sentado, pero bueno.
–Comenzamos entonces –Digo. El sujeto ha quedado de pie, junto a la mesa. Apago las luces del cuarto. Doy unos pasos, abro y cierro la puerta. Pero no me he ido. Estoy ahí, en silencio.
Cuando oigo que el sujeto ha llenado a tientas el vaso de whisky y lo levanta, o a mitad de una aspirada de cocaína, o comiendo un puñado de papas fritas. Justo ahí, tomo una pequeñísima carrera, de dos o tres pasos como máximo, y desde atrás, le doy una patada. Una patada en el culo, con todas mis fuerzas. Si se lo agarra bien de abajo, es posible patearle, a un masculino, las pelotas, desde atrás, salvo que use jeans muy ajustados. A la mujer también, si la patada es certera, se le puede patear la concha, la patada debe ser corta, como una patada de chancho, pero de abajo hacia arriba. Es una patada que entrenamos mucho, nos toman examen, de esa patada, dos veces al año. 
Es normal que el sujeto se caiga, doblado en dos. Se le vuele el cigarrillo a la mierda, o el vaso, lo que tenga en la mano. De inmediato se encienden las luces.
–¡Pero qué hacés, pelotudo! –Puede decir el paciente, o alguna variación del estilo. A veces le cuesta incorporarse, o aúlla de dolor, si la patada fue en extremo precisa. Ha habido casos de mujeres que han vomitado.
Se retira, el paciente, por lo general indignado. Tampoco importa eso, se le ha cobrado al comenzar el tratamiento.
Lo importante es que cada vez que vuelva a intentar consumir aquello que le gusta, recordará la dolorosa sensación, el dolor de huevos, la patada en la concha. Eso hará que, instintivamente, tenga que darse vuelta, para cerciorarse que no está por recibir otra patada. Es un reflejo condicionado, una ínfima grieta del tiempo que permite recordarle que, eso que está haciendo, no está bien. Eso que le gusta puede hacerle daño.

18.11.14

Setenta y dos huevos o más


El hombre se baja de una camioneta. Ha detenido la camioneta, sobre Cabildo, se baja. Abre la puerta posterior de la camioneta. Mete los brazos, seis docenas de huevos. Apiladas, en esas cajas tan particulares de cartón, que se utilizan, justamente, para transportar huevos. Las cajas parecen incluso más grandes, cuadradas, y no tienen ‘techo’. Quizás sean más huevos, sí, porque las cajas son cuadradas y de un solo piso, como si fueran de 5x5, huevos, o de 6x6. Puede que cada caja tenga veinticinco huevos, treinta y seis. 
Es un repartidor supongo, entrega productos de granja, por distintos bares de la zona. Es de mañana, bien temprano.
El hombre, con los brazos ocupados, hace un diestro movimiento para cerrar, al menos parcialmente, la puerta trasera de la camioneta. Con el lateral, el flanco, de su cuerpo. Y entonces se dispone a emprender la breve caminata que lo separa de la puerta de entrada del bar.
Pisa justo con uno de sus zapatones de goma el filo del cordón, quizás la calle está todavía húmeda de rocío, es verano en Buenos Aires, y verano en Buenos Aires es, básicamente, boludos y humedad. El pobre pisa mal.
Hace una voltereta, un giro, es el involuntario movimiento para conservar, antes que nada, la vida, la propia, aunque no es para tanto, pero sí por no perder la vertical. Y se le caen, las cajas, las seis cajas de huevos, setenta y dos huevos o más.
–¡Uh, no!
Pero ya es tarde. Caen los huevos y es un enchastre, se rompen, se tiñe la vereda con las viscosas y transparentes claras, el ingobernable amarillo de las yemas. Cáscaras, cáscaras de huevos partidos. Se deben haber roto, los huevos, todos. Quizás se hayan salvado dos o tres, aprisionados por los cartones, de casualidad.
Yo, que justo estoy ahí, pasando por ahí, me detengo. Hay una meditación de lo más extraña y reveladora que suelen practicar los monjes tibetanos. Consiste en contemplar un cadáver, nada más que eso. Ver, en silencio, durante un par de días, un cuerpo muerto. Ver qué queda después de tanto esfuerzo, la muerte, la cáscara vacía, los gusanos, la putrefacción. El objetivo de la meditación tan tremenda es ver que todo termina, todo fracasa, contemplar la impermanente naturaleza de las cosas. Resulta liberador. Y encuentro una particular analogía con lo que acaba de suceder. Sé que estoy en presencia de algo importante. Puedo acercarme al insondable misterio de la existencia.
–¿Qué mirás, forro? –el tipo me lanza una trompada que me alcanza de lleno en el oído izquierdo, me caigo– ¿Te divierte la desgracia ajena, no?

12.11.14

Poderes


Entré al bar, me senté, pedí un café y una medialuna de grasa.
Volvió el mozo, con mi pedido.
Levanté una mano, sostuve la palma en alto, como si lo estuviera deteniendo, al mozo, con la palma de mi mano, a una corta distancia. Cerré por un instante los ojos, fruncí el ceño, yendo más y más adentro mío.
–Usted se llama Ernesto Garismendi –dije–. Tiene cincuenta y siete años. Es casado, tiene cuatro hijos.
El mozo negó con la cabeza, sonreía.
–Es increíble, increíble –se acercó un poco–. Acertó todo. ¿Es mentalista, no? Tiene poderes. Hace poco vi un documental por televisión. Había un tipo capaz de doblar una cuchara con la mirada. Otro hablaba con los delfines. 
Asentí, apenas. Miré a otro mozo, que llevaba un pedido a otra mesa.
–El señor es…  –me puse dos dedos de la mano derecha, índice y mayor, apenas apoyados sobre el entrecejo–… Sebastián Irusta, sí. Treinta y seis, no, treinta y nueve años. Divorciado, sin hijos. Tiene un problema en una pierna. Algo que ver con una flebitis, sí…
–¡Increíble, genial! –el mozo dio un saltito–. Vení un momento, Sebastián, este tipo es un genio.
Le explicó, el mozo, al otro mozo. Que no creía, que dudaba.
–A ver, la chica de la caja –dijo Irusta.
Me di vuelta, la miré, estaba de pie, detrás de la barra.
Ahora me puse dos dedos, los mismos dos dedos, en la sien. Di un sorbo al café. Cerré los ojos por espacio de diez o doce segundos.
–La chica se llama Josefina Barralde –dije–. Tiene veintisiete años, está acá desde hace poco. Vive en Villa Adelina. 
–¿Viste, viste? –le palmeó un hombro, Garismendi, a Irusta–. Es genial. Nos podría decir algo, no sé, qué número va a salir en la quiniela esta noche. ¿No?
Dudé por un instante.
–No, bueno, eso no puedo –me puse de pie–. Lo que sí les puedo decir es que el bar se vendió, están todos despedidos. Me mandan del estudio de abogados, traje las liquidaciones de sueldos.

6.11.14

Palabras tan llenas de sentido


Ando por el centro. Me pidió mi madre que le cobre la jubilación, pero viste cómo es. Entrás a un banco y no salís más, te piden un certificado que demuestre que te diste la antivariólica a los tres años, y un espermograma, no, de cuando tenías tres años no, de ahora, fresquito, de una paja que te hayas hecho en las últimas dos horas. Siempre falta algo. 
Salí del banco bastante caliente, no pasa nada. Le tengo que decir a mi madre que el trámite es personal, y no, no importa si está en silla de ruedas, si estás en silla de ruedas podés venir, andando, con la silla, por Corrientes, enganchada del paragolpes de un 24 así hacés menos fuerza y de paso vas mirando el paisaje. Si hay boludos que andan en patineta, por qué no vas a poder andar vos en silla de ruedas, tiene que ser más cómodo. Y no, tampoco importa si está en un geriátrico con un alzheimer fulminante, cualquier cosita la traés en pelotas, así le pregunta al cajero si no es Anthony Quinn o Berugo Carámbula, qué suerte que estén filmando la remake de ‘zorba el griego’ o de ‘los bañeros se divierten’, justo acá en el banco.
Iba por Alem, hasta Córdoba, a tomarme un taxi para volver. Miré la hora, la una y veinte. Tenía hambre, claro, por lo general yo almuerzo a las 12, como los bebés. No, por nada en particular, porque me agarra hambre.
Por un momento pensé en entrar a un bar y pedirme un pebete de salame y manteca,  y una tónica, pero mejor no. Mejor rajar del centro, lo antes posible. Sobre el centro flota una nube, una nube de frustración y de tristeza que se te mete en la sangre y te hace moco. Ni aunque te frotes los huevos con una esponja mortimer cuadriculada, no se te va más.
Justo lo vi. Había un puesto, parapetado casi contra la metálica persiana de un negocio cerrado o clausurado. Un hombre, algo mayor por cierto, abrigado para protegerse del rigor del invierno.
Vendía garrapiñada, no me gusta la garrapiñada. Pero tenía un cartel, pintado sobre un cartón, un cartel que decía ‘garrapiñada, y garrapiñada especial: almendra, maní japonés’. 
Miré, sí, claro, tenía el cuenco de cobre sobre un calentador, donde revolvía con su cucharón de madera. Y a un costado el producto, las bolsitas apiladas que había ido preparando. Acá viene lo importante. 
Tenía la materia prima. Unas bolsas más grandes, con maníes, con almendras, con maní japonés.
–Eh, master –me acerqué, le hablé, le dije–. Vendeme un poco de maní japonés, así, solo. Tengo ganas de comer maní japonés.
–No –dijo el tipo. Y me miró feo.
Pensé que quizás había escuchado mal por el ruido de los autos, pero no. El tipo siguió con lo suyo,  revolviendo, haciendo garrapiñada. Llenaba las bolsitas delgadas como pequeños tubos con una cuchara.
–¿Cómo? –me acerqué un paso.
–No –dijo el tipo, y se acomodó el gorro de lana sobre la cabeza.  Llevaba guantes con los dedos cortados, sucesivas capas de ropa para protegerse del frío–. No vendo maníes, vendo garrapiñadas. No robo, no soy ladrón, y no pido, no soy mendigo. Conseguí este trabajo y me gano la vida, trabajo diez horas parado en esta esquina. No importa si llueve o si el sol me revienta la cabeza. Junto la plata para cuidar a mi familia –me miró, le temblaba, apenas, el labio superior. Su emoción era genuina–. El pastor Eduardo siempre nos dice que el trabajo es una bendición. Y yo vendo garrapiñadas, eso es lo que hago.
Me conmoví. Una dura lección. Las palabras del hombre tan ciertas, tan llenas de sentido.
–¿Cuestan diez? –saqué un billete de veinte–. Dame dos paquetes de garrapiñada, por favor. Una común, una de almendra.
Sonrió, apenas. Tomó el billete, me dio los dos paquetes. Estaban calentitos.
Las tiré tan lejos como pude. Delante de su cara. Hice el movimiento, como si fuera un saque de tenis aunque yo no sé jugar al tenis, y tiré las garrapiñadas a la mierda. Cayeron en el medio de Alem. Les pasaron por encima los colectivos primero, los autos después.
–Me encanta lo que me contaste –me toqué, con la mano derecha, el corazón–. Pero lo que yo quiero comer es maní japonés, no tu garrapiñada de mierda. Ah, y podés mandarle saludos míos al Pastor Eduardo.

30.10.14

Lenguaje de Dios


Hay una ley física, funciona de la siguiente manera. Cuanto más irrelevante sea tu rol en el planeta tierra, mayores serán tus ganas de hablar al respecto. Así de sencillo.
Por ejemplo, si vos sos una retardada que anda en calzas y lo único que pudiste hacer es estudiar educación física, entonces, cuando alguien te invite a tomar algo, bueno. Empezarás, a los gritos, a contar ‘soy perrrsonal trainerrr, porque la gente está mal hidratada, y eso tiene severas repercusiones en las mitocondrias y en la contracción de los cuádriceps…’. Cuando lo cierto es que no hacés otra cosa que sacar a pastorear a un par de viejos por el rosedal, que suelen pedorrearte en pleno rostro mientras los ayudás a elongar por unas pocas monedas.
Por ejemplo, si sos un muchacho con barba candado que usa trajes muy claritos y vende semanas de ‘tiempo compartido’ en Buzios, y tu mayor precupación es que, pasada esa semana, el supervisor descubra que los ocasionales turistas se han robado desde el champú del baño hasta las cubeteras del freezer. Entonces podrías ponerte a hablar con tu chica, de solemne manera, en un restaurante de barrio donde las ensaladas son libres aunque no tan libres porque tenés que ir y servírtelas vos, así que son libres pero no vienen solas. Dirás cosas como ‘la demanda turística tiene una estacionalidad que no sólo depende de las lluvias y los vientos, sino, también, del estado anímico de la población. Es un fenómeno multicausal’.
Sucede, entonces, de esta forma. No importa lo que creas que estás haciendo, el estúpido rol que consideres te fue asignado en este mundo. Lo que tenés que saber es que las cosas importantes suceden en silencio.

24.10.14

Amor amor


–Llevá si querés plata para el taxi, hay arriba de la mesa –dije desde el cuarto, mientras terminaba de ponerme las zapatillas.
–No soy una puta –me dijo ella. Se asomó al marco de la puerta, acomodaba cosas en su bolso, una revista, una remera. Me miró feo.
–Yo no dije eso. Simplemente no quería que te vuelvas en colectivo, vas para Flores, y son las dos de la mañana. En algún momento comentaste que andás corta de dinero. Quizás me expliqué mal, no quise ofenderte.
–No hace falta que te disculpes –dijo ella.
–¿Te querés quedar a dormir? –dije, me puse de pie– No te insistí porque me dijiste que tenías que arrancar muy temprano, pero a mí no me molesta en absoluto.
–De ninguna manera, Juan, no te confundas –dijo ella, mirándose un pie, un dedo gordo que asomaba de su sandalia–. No soy tu novia.
–No, claro –me puse la camisa–. Pero podríamos desayunar juntos, hacer otra vuelta.
–A la mañana no desayuno, a veces tomo un té –caminamos por el pasillo–. No me gusta tener que hablar con nadie cuando me despierto. A la mañana por lo general estoy enojada y me molesta que me pongan la mano encima.
–Comprendido –me puse una camperita, agarré las llaves, terminé un vaso en el que había quedado medio dedo de whisky–. Te bajo a abrir.
–¿Me estás echando? –ella había encendido un cigarrillo– ¿Ya me la pusiste y ahora me echás como si fuera un perro?
–Tomatelás, pelotuda –Le puse un empujón de atrás, intenso, en un hombro. Descubrí que había cerrado el puño, a punto estuve de pegarle una trompada. Se encendió, de milagro, una lucecita, alguna clase de freno inhibitorio–. Te voy a dar una patada en la concha que van a tener que venir de médicos sin fronteras para ayudarme a sacar el zapato. Me cansaste.
Bajamos en el ascensor, sin hablar. Abrí la puerta de calle.
–Bueno, llamame –dijo, se acercó, me dio un beso–. La pasamos bien juntos, estuvo bueno.

18.10.14

Curso de capacitación


Lo leí por internet y quizás por eso no lo recuerdo con exactitud, puede que se me escape algún detalle. Igual, lo leí mientras vos seguro veías pornografía o bajabas doce mil trescientas veinticuatro canciones o no parabas de tuitear estupideces. Yo por lo menos lo leí, dame algo de crédito. Quedate con la idea general que es lo que importa.
En una universidad norteamericana pusieron un buzón, un pequeño buzón en la entrada y una nota en la cartelera. Pedían, a los estudiantes, que donaran un dólar, apenas un dólar. Había, para la donación, para el destino de la donación, tres opciones. Si elegías la opción a), querías que tu dólar fuese utilizado para combatir el hambre en Etiopía. Si elegías la opción b), querías que tu dólar se lo dieran al gobierno de los Estados Unidos (te recuerdo que la universidad estaba en los Estados Unidos), para que fuera utilizado, por el gobierno, en gastos de defensa, para proteger al país ante la eventualidad de un ataque extranjero. Si elegías la opción c), querías que el dólar donado se usara para comprar una fotocopiadora nueva, para que la utilicen los estudiantes de la universidad. 
Eso era todo, dejaron el buzón, dejaron las instrucciones en la cartelera, dejaron los sobres. Y esperaron tres meses.
Los resultados fueron, más o menos, así. Más del sesenta por ciento de los alumnos donó un dólar. Luego. De los que donaron el dólar, el 90% lo donó para que compraran la fotocopiadora, el 8% lo donó para los gastos de defensa del país, y el 2% lo donó para combatir el hambre en Etiopía.
Entonces. Si te dedicás a mendigar, si pedís plata en el subte, mi recomendación sería que no digas que tenés sida ni chagas, ni botulismo, que  no digas que necesitás comprar pañales o leche para tus diecinueve hijos, que ni te molestes en decir que tenés una pata de palo o un ojo de vidrio, que de chiquito tus padres te quemaron el rostro con una plancha. No intentes mostrar las muletas, las cicatrices, los muñones.
Lo único que tenés que hacer es entrar al vagón y decir que si no te dan dinero te vas a tirar un pedo. Un rotundo pedo, y que acabás de desayunar un huevo duro, una empanada de carne vieja de tres o cuatro días, medio paquete de bizcochos Don Satur húmedos, y un vaso de Mirinda tibio. Tenés que decir que te vas a tirar un pedo y te vas a quedar ahí, parado en el vagón, hasta el final del recorrido.
Y vas a ver cómo en seguida la gente te ayuda. Porque a veces todos andamos en otra cosa, apurados, distraídos. Pero yo te aseguro que la gente es buena.

12.10.14

Tiburón Carlitos


En una oportunidad estaba mirando por televisión el canal de la National Geographic. Lo he dicho alguna vez, todo lo que tenés que saber sobre el comportamiento humano, lo podés aprender, ponele, en tres meses. Viendo, una o dos veces por semana, la National Geographic. Hacés eso, hacés lo que yo te digo, y vas a saber más sobre las personas que si hubieras estudiado psiquiatría en Düsseldorf. 
El fastidio del león después de coger, las ganas de rajarse de una, de irse a tomar un whisky a cualquier lado. La organización de las hienas para afanarse algo, algo que cazó otro, distraerlo y afanarle parte del botín. La vigilancia de dos o tres elefantas a una cría para que no se ahogue al cruzar un río, el acuerdo entre el rinoceronte y el pajarito, donde el pajarito consigue protección y el rinoceronte consigue que le saquen los parásitos, que lo rasquen. Todo está ahí, en la naturaleza, todo lo que vas a ver en una oficina o cuando tengas que vivir en pareja. No hay más que prestar atención. 
En aquella oportunidad la cosa sucedía en el fondo del mar. Estaban estudiando la vida de los tiburones blancos.
El asunto, lo que quiero contar, ya llego. Estaban estudiando a un tiburón, llamalo si querés ‘Carlitos’, si querés ‘Tiburón A’, como lo quieras llamar. De pronto, surge una escena de conflicto. Alguien, otro tiburón, llamalo ‘Facundito’, llamalo ‘Tiburón B’, se metía en una zona que no correspondía, o se quería comer un churrasco, un churrasco que también quería el tiburón ‘Carlitos’, o se quería encarar a la misma tiburona que le gustaba a Carlitos.
Acá viene lo interesante. Cuando en medio del programa los que estaban relatando esperaban lo peor, cuando todos esperaban lo inevitable, la crueldad, lo despiadado y puro al mismo tiempo, violencia natural. Bueno, no.
Lo que hacía, Carlitos, era acercarse a Facundito, acercarse. Y por un instante, empardarlo. Quiero decir, se ponía, lateral contra lateral, de lado, a menos de un metro de distancia. Lo que hacían era medirse. Así ambos tiburones advertían, sin dificultades, que el tiburón Carlitos era más largo, más corpulento, que Facundito. Y entonces, sin decir nada, no, ya sé, los tiburones no hablan. Sin pelear, Facundito se retiraba.
Una fantástica lección de la naturaleza.
Y está todo bien con vos, linda. Pero me mostraste quizás demasiadas fotos de tu viaje al norte de Brasil. Es bien probable que hayas estado con varios de esos negros que te abrazan en las fotografías, que sonríen. Se percibe, claramente, en tus facciones, que parte de la diversión ha sido comerte algunas de esas notables vergas de temibles proporciones. Y entonces me va a dar un poco de cosa ponerme en pelotas, quizás lo mejor sea que me vaya.

6.10.14

Una anécdota de mi padre


Recuerdo una anécdota, una anécdota de mi padre. No, ya sé, no te importa, además no conociste a mi padre. Mi padre murió, de hecho empecé a escribir estas estupideces cuando murió mi padre. Sabía que me iba a tapar un maremoto de tristeza, la tristeza más alta y más profunda que yo jamás hubiera experimentado. Me pareció que si escribía, que si tenía algo para hacer cada mañana, un lugar donde dejar cucharaditas de mi alma, bueno, eso podía llegar a ser una suerte de antídoto. Me equivoqué, la tristeza igual me pasó por encima. Me estoy yendo del tema.
La anécdota, lo que te quiero contar, de mi padre. Fue más o menos así.
Llegaba mi padre de trabajar, a eso de las ocho de la noche. De traje y corbata, andaba siempre con un maletín, cargado de papeles.
Era verano, hacía calor, un calor del carajo, no teníamos aire acondicionado ni nada que se le parezca. El sol pegaba toda la tarde en la cocina, la casa hervía.
Llegó mi padre, de trabajar. Hecho sopa. Era gordito, le apretaba la corbata, se notaba que sufría el calor. Le caía agua de la cabeza, de la frente. Besó a mi madre, se sacó el saco. La camisa estaba empapada, como si hubiera estado combatiendo en Vietnam, tan metafórico como cierto. La mesa ya estaba puesta. Lo esperábamos para cenar temprano, esa era la rutina.
–¡Estás empapado! –dijo mi madre.
–¡Estás todo mojado! –dijo mi hermana.
Yo en ese entonces ya estaba preocupado por mis temas. Estuve preocupado desde que puedo recordar, desde siempre. Sabía que mi vida iba a ser un desastre, lo presentía. Te diría que yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once. Así que no le daba mucha bola al mundo en general, ni a mi padre en particular. Seguí con lo mío, no dije nada.
No sé, quizás mi madre hizo un risueño comentario, mientras le servía un vaso de agua fría (mi madre quería a mi padre, eso lo recuerdo bien, estoy seguro). Mi hermana le sugirió que se cambiara, que se pusiera un short para estar más cómodo. O que antes de cenar se diera un baño. Viste qué calor que hace. 
Mi padre fue a su cuarto, que estaba al final del pasillo y a la derecha. Mi madre comenzó a servir la cena. Volvió, mi padre. 
Iba igual que como había llegado, vestido. Con zapatos, pantalón de traje, camisa, corbata. Había sacado del placard un acolchado. Era un acolchado de los de antes, relleno de plumas, para una cama de dos plazas. Se había envuelto, él, con el acolchado. Como si fuera un poncho.
Y se sentó, muy tranquilo, a la mesa.
Lo miramos. Quizás mi madre se rió, o le dijo que estaba loco, o le preguntó qué hacía.
–Tengo frío –dijo. Y se puso a comer, asomando apenas las manos por debajo del acolchado, veía el noticiero, como si fuera un esquimal en medio del hielo. Como si fuera la cosa más normal del mundo. Le caía agua de la cabeza, sobre el plato.
Esa es la anécdota que más recuerdo de mi padre. Y es quizás todo lo que hace falta saber sobre cómo enfrentar la adversidad, a lo largo de la vida. Sí, estoy llorando, no, no me pasa nada.

30.9.14

En la tecla


Pasé a ver a Nancy. Una amiga muy puta, o una puta muy amiga, no sé cuál sería la manera más apropiada de decirlo.
Trabajaba, Nancy, de puta. Esa era su profesión. La había conocido de esa manera, ella ejerciendo su trabajo, yo buscando aliviar mis necesidades, calmar mis ingobernables apetitos.
Nos habíamos hecho amigos. Ella no me cobraba, yo le hacía regalos. Cada tanto íbamos a cenar, o al cine. A ella le gustaban las películas de acción, hablábamos de la vida.
La llamé, le dije que andaba cerca de donde atendía. Me dijo que pasara después de las siete.
Esperé en un bar, tomé una cerveza mirando a través del vidrio la ciudad hecha de indómita locura, después fui.
Seguía trabajando pero poco, ella, dos o tres tipos por día. Tenía una clientela que le era fiel, y había hecho algún dinero. Ya no tenía la obligación de trabajar de puta, pero era lo que sabía hacer. Tenía ahorros, auto, y una casita en la costa, su pequeña hija, Iris, iba a un colegio privado. No le había ido tan mal en la vida, eso decía.
Me quedé en calzoncillos, ella estaba con una bata, nos sentamos a ver un poco la televisión, en la cocina.
–Pará –dijo. Abrió un regio vino que le había traído un cliente. 
Era nuestro privado ritual. Un poco de cotidianeidad, no forzado, sin todo lo malo que la cotidianeidad suele traer aparejado. Conversábamos un poco, mirábamos cualquier cosa en la televisión. Después ella se arrodillaba y me la chupaba, o me llevaba de la mano a la cama.
–Mirá –me dijo–. Aprendí algo nuevo, jamás se me hubiera ocurrido.
–A ver –dije.
Entonces ella se metió el control remoto, del televisor, en la vagina.
–Decime qué canal querés ver –dijo. 
–¿Eh? 
–Qué canal. Vas a ver.
Dije el 58. Ella, sentada, hizo un movimiento, apenas, con la parte inferior del abdomen. Apareció el 58 en la pantalla.
–Fue casualidad –dije–. A ver, 39.
Se movió, como si se acomodara en la silla. La televisión cambió de canal. Al 39. 
–¡Es increíble! –Dije, porque era absolutamente increíble.
–Pará, mirá –se sacó el control remoto de la vagina, se metió su teléfono celular–. Decime tu número.
Se lo dije. Ella se movió un poco, cruzó una pierna. Mi teléfono comenzó a sonar.
–Nooo –dije–. Es genial, absolutamente genial. ¿Podés mandar mensajitos?
–Sí –dijo–. Lo que quieras. Puedo escribir cualquier cosa.
No le creí. Hicimos la prueba. Funcionaba a la perfección. Tuvo una falta de ortografía, pero era porque ella creía que la palabra se escribía así.
–Es genial, de verdad. No sé qué decirte.
Ella se sacó el teléfono de la vagina. Se puso de pie, vino hasta mí. Se me sentó encima.
–¿Vamos a la cama, o preferís que te la chupe un poquito? –Y mientras yo le acariciaba con las yemas de los pulgares esos magníficos pezones, siguió– Todos tenemos algún don, eso es lo fantástico de este mundo.

24.9.14

El arte de ayudar


A veces espero que se haga de noche. Tampoco tan tarde, después de cenar, a eso de las diez. Ponele que es invierno, ponele que hace frío. Voy a un Starbucks, y compro un par de capuchinos. Me los llevo.
Entonces camino unas cuadras, voy, busco algún mendigo. Alguien que esté hecho mierda, o como se dice ahora, ‘en situación de calle’. Alguien que esté durmiendo, justamente, en la calle, muerto de frío.
–Hola –le digo–. Buenas noches.
Me paro junto a él. Tomo mi café con leche, de a pequeños sorbos. Sale humito, el vaso es térmico pero igual quema un poco los dedos.
–Está caliente –digo–. Está rico.
Agarro el otro café con leche, quito la tapa del recipiente. Y vuelco, lentamente, muy lentamente, el contenido, el café con leche, sobre la vereda.
También se puede hacer, lo he hecho, con comida. Si detectaste un mendigo que está famélico, que te parece que está muerto de hambre, vas con un par de hamburguesas completas de Mc Donald’s. Te parás frente a él, y te ponés a comer. Con ahínco, con énfasis, masticás grandes bocados de tu hamburguesa doble con jamón, con queso, con tomate, con huevo. Después podés ponerte en cuclillas y darle un poco de la hamburguesa a un perro que pasa, o te bajás los pantalones y pishás, la otra hamburguesa, la pishás toda y la tirás a un tacho de basura.
El amor es una fuerza poderosa. Tanto se ha dicho al respecto desde tiempos remotos, de la biblia hasta Lennon. Pero a veces, yo sé lo que te digo, para salir del fondo, lo que necesitás es odiar. Lo que te va a mover es el odio.

18.9.14

Fue bueno mientras duró


–Dejame hablar –estoy sentado, al costado de la cama, desnudo. Termino el whisky de un trago. Me gusta tomar un whisky, desnudo, después de coger, sentado al costado de la cama, como si contemplara lo sucedido, mi obra. Me gusta tomar whisky vestido también, sentado en la cocina o en el comedor, o en un bar. Me gusta tomar whisky, básicamente–. No me interrumpas por tres o cinco minutos. Porque siento que te tengo que decir lo que me pasa. Y me cuesta, decir las cosas. Entre hablar y escribir, prefiero escribir. Y todavía más prefiero ni hablar ni escribir, prefiero coger o caminar, tomar café con leche o mirar por la ventana.
Ella se incorporó un poco, contra los almohadones. Dudó por un instante si encender un cigarrillo, pero no tenía demasiadas ganas de fumar, era más que nada para dejar de tocarse el cabello, tener las manos ocupadas.
–Me cuesta decir las cosas –apoyé el vaso en el piso–. Me han dicho que soy hermético, pero me parece importante decirte esto, dejame hacer el intento. Porque yo seré muchas cosas, egoísta, malhumorado, fóbico, pero no soy de mentir. Y menos a las personas que me interesan, a las personas que quiero. Mentir en un trabajo, mentir por dinero, eso no es mentir, eso es otra cosa. Por eso, a vos, no te quiero mentir.
Prendió el cigarrillo nomás, Miriam, pitó. Todo su cuerpo pareció relajarse mientras exhalaba. 
–No sé cómo empezar –me rasqué, con el revés de un pulgar, la panza–. Mirá, bueno. Estuve pensando y no sé, me parece que lo nuestro, la relación, se ha ido agotando. Es como si ya supiéramos lo que va a pasar, lo que vamos a hacer. Qué plato vas a elegir para cenar, qué botón hay que apretar, para coger. Y yo no sé como hace otra gente, pero a mí la rutina me mata, siento como si un hámster me fuera masticando, despacito, el alma. Repetir una y otra vez las cosas y esperar que el resultado sea diferente, locura diría Einstein. Me cuesta, me pone mal todo esto, porque empiezo a sentirlo, me conozco, una sensación de generalizada incomodidad, y aunque diga que no, aunque luche contra eso, no puedo. Se impone el fastidio, y entonces me parece que te lo tengo que decir, para que no sigas perdiendo el tiempo conmigo. Fue bueno mientras duró, debiéramos poder recordar las cosas buenas, despedirnos sin excesivo rencor. La relación está agotada, y no es culpa de nadie, a veces no es culpa de nadie. Las cosas se acaban, digamos que de muerte natural, la decadencia y caída de cualquier proceso. No tiene sentido hacernos daño, prolongar el sufrimiento, la agonía. Te lo tenía que decir, dejé todo en la relación, puse lo mejor de mí, hice mi mejor esfuerzo. A mí también me duele, claro que me duele. Pero igual, bueno, te lo dije. Ahora me siento mejor.
–Qué decís, Juan –Miriam apaga el cigarrillo en el cenicero que está sobre la mesita de luz, se sienta en la cama–. Si nos conocimos el viernes pasado, esta es la segunda vez que cogemos.

12.9.14

Viviending


Toda categorización es arbitraria, desde ya, el lenguaje es una limitada herramienta para comunicarnos, pero es lo que tenemos. Sería todavía más difícil si fuéramos ñandúes.
Están los que quieren, quieren algo, cualquier cosa, y no lo tienen. El deseo está ahí, brillante como un tomate, sin poder ser satisfecho. Es el grupo más numeroso de seres humanos, por razones obvias. Querer y no tener provoca un ejército de frustrados.
Después están lo que quieren, y tienen. Categoría atípica por cierto, lábil, inestable en su duración temporal. Los que tienen lo que quieren están llamados a descubrir que ahora que tienen, que tienen lo que querían, bueno, no es como ellos pensaban que era. Esa mujer, ese auto, ese puesto de trabajo que tanto anhelaste, ahora te asesina. El problema es tan angustiante como sofisticado, porque si tenés lo que querías tener, y descubrís que eso tampoco te satisface, bueno. La tristeza te puede tapar como un mar. Cómo hacer para seguir sin motivaciones, sin motivos.
También están los que tienen, tienen incluso aquello que no querían. Situación incómoda desde ya, cómo no sentirte mal. Te preguntás el por qué de las cosas, si la vida ha decidido ponerte a prueba. Es probable que no puedas disfrutar de lo que tenés, por el simple hecho que parece haber intervenido la pura casualidad, la suerte. Vas a querer escapar, de aquello que tenés y no quisiste tener, cambiar, ser otro, dedicarte a la espiritualidad o a la filantropía. Torcer tu destino.
Y están los que no quieren ni tienen. Seres bastante básicos por cierto, en un estado de curiosa animalidad, primitivos. Gente que se sube al colectivo, y si tarda cuarenta minutos el viaje está bien, si tarda cincuenta y cinco minutos, está bien también. Gente que va en verano a Mar del Plata y se acuesta bajo el sol junto a otro millón de personas y eso les parece normal. El mundial de fútbol es cada cuatro años, mientras tanto tenés la Copa Libertadores, la UEFA, la Champions. La Copa Virutita Gómez.
Ah, vos querés una moraleja, una semblanza. Bueno, no va a poder ser, yo no tengo moralejas, no soy La Fontaine, esto no es ‘la zorra y las uvas’. Después te venís grande, eso sí. Después te morís.

6.9.14

Pequeño, agridulce, delicado fruto


Estoy en un bar, un bar de barrio, antiguo, histórico podríamos decir, venido a menos. Un bar sin detalles que merezcan ser mencionados en este momento. Son casi las nueve de la mañana. Sobre la mesa hay un pocillo de café, y un vaso con agua. Eso es lo que he pedido, café, eso es lo que estoy tomando. Hay más gente, en el bar, algunas personas que miran por la ventana o desayunan o ambas cosas.
Entra una mujer, no mucho más de treinta años, prolijamente vestida. Elegante. Cabello a la altura de los hombros. Algo robusta, quizás excedida de peso, pero no gorda. No todavía.
Viene hasta mi mesa. Se sienta.
–¡Forro! –dice, su tono de voz es elevado, gesticula. Deja la cartera junto a sus pies, al costado de la silla– ¡Así que ahora te diste cuenta que no me querés más! ¿Y mientras tanto qué hacías, cogías con alguna otra pibita mientras yo hacía las compras? ¡Mientras yo te preparaba la cena! Sos un mal tipo, Juan. Y además sos un pelotudo. Sos muy pelotudo.
Se levanta, la mujer. Agarra su cartera. Se va.
Casi de inmediato, con menos de un minuto de diferencia, entra otra mujer. Es más joven, delgada, usa un gastado jean y remera. Tiene tan poco busto que no precisa usar corpiño. Lleva carpetas, apuntes, cuadernos. Se nota que viene o va de la facultad, esa es su actividad principal, a eso se dedica.
Viene a mi mesa. Se sienta.
–¡No puedo más! –dice, y se larga a llorar– ¡No te podés ir, Juan! ¡No te podés ir! –hace una pausa. Se suena la nariz con unas servilletas de papel y las aprieta, las hace un bollo–. Te quiero, Juan. No te vayas. La podemos remar, estas cosas pasan. Pensá en todo lo que vivimos juntos. Los momentos compartidos.
No respondo. No me muevo.
–Pensalo, Juan. Pensalo y me llamás –dice. Se va. Vuelve, se había olvidado sus cuadernos. Agarra sus cosas, y por un momento me acaricia el pelo, o el lugar donde debería estar el pelo, porque yo tengo poco pelo. Entonces sí, se va.
Pasa un minuto. Entra una tercera mujer. Viene hasta mí, se saca los lentes de sol. Se la ve solvente, conocedora de su belleza. Mundana, desenvuelta. Me acomoda un sonoro cachetazo. Cae una cucharita de metal (las cucharitas suelen ser de metal, salvo en las heladerías, donde son de plástico) al piso.
–Qué tipo de mierda que sos, Dios mío. No te quiero volver a ver en mi vida –amaga con tirar otro cachetazo, pero yo encojo el cuello, levanto un antebrazo, es un involuntario gesto de defensa. Siento cómo me late la mejilla.
–Mierda, sos la mierda pura–dice ella–. Para tu entierro van a tener que contratar extras que quieran llevar el cajón. El tiempo que me hiciste perder, basura.
Lanza un grito. No, no es un grito, es una especie de aullido. Se pone los lentes oscuros, se va.
Pasa un rato, un rato pequeño. Un ratito.
–Señor –me habla, un hombre, desde otra mesa cercana, me habla a mí–. disculpe, pero no entiendo. Conté tres mujeres, y hay cuatro o cinco más afuera, esperando para entrar. Disculpe otra vez, pero no entiendo qué pasa.
–Le comento –digo–, le explico. Sin dudas usted conoce gente, amigos, o gente del trabajo, quizás usted mismo. Gente, decía, que alguna vez fue a coger con una prostituta. Sin hacer juicio moral ni estético alguno, se trata, supongo, que el hombre va y paga por un servicio. Lo que más le gusta de la relación con una mujer, lo que desea. Lo que en verdad le interesa, podríamos decir. Bueno, lo que a mí me gusta son las despedidas.

30.8.14

Solo


Soy todo lo que no me salió. Estoy hecho de todo lo que no fui. Si te fijás bien, cada vez que no me quisieron abrazar, cada lento que no bailé. Me sostienen mis fracasos, la partida de ajedrez que no gané, el examen que reprobé, el libro que no escribí. Cada vez que te esperé en esa esquina, y no viniste. El delicioso encanto de lo no sucedido, los sueños rotos, todo lo que me hubiera gustado que pasara, y no pasó. Curiosa sustancia la mía, lo que me define, los materiales que componen el magma de mi atribulado ser.
No tengo nada para mostrar, no hay logros ni trofeos ni nada que justifique mi precario paso por la tierra. Pero también descubro que la ventana no es mucho más que ausencia de pared. Te invito a mirar a través de mí.

24.8.14

Natural


De acuerdo a la naturaleza de tu vicio, de acuerdo con la composición, la estructura molecular de tu vicio, es fácil comprender aquello que te atormenta.
Como todo el mundo sabe, como vos sabés, en la naturaleza la materia puede hallarse en tres estados: sólido, líquido, y gaseoso.
Si tu vicio es la comida, entonces, claro está, tu vicio es sólido. Eso trae aparejado, hay una línea directa, con tu modo de ver la vida, lo que te preocupa por ende, podríamos decir, lo que te define. Lo que sos. Si tu vicio es sólido, lo que precisás son certezas. Te gustaría entender el funcionamiento del universo en general, de aquello que lo compone en particular. Tenés contundentes puntos de vista, sobre todo. Creés que no hace falta ir de vacaciones a Río de Janeiro porque el agua está muy fría, si la arena es igual en San Bernardo. Estás seguro que no hay vida después de la muerte, y que no hace falta ponerle nafta súper al auto, creés que la Coca Cola es un invento de las multinacionales para tener esclavizados a los pueblos, y que el colesterol es un chamuyo de los médicos para poder cobrarte algún estudio. Sos, básicamente, un boludo con opiniones.
Si tu vicio es la bebida, entonces tu vicio es líquido. Eso implica que lo que te complica la vida es  no fluir. Te matan las aglomeraciones, los embotellamientos de tránsito, la gente que te empuja y ni siquiera dice ‘perdón’, o ‘disculpe’. Podrías quedarte mirando el mar un largo rato, sin problemas, y preferirías andar en bicicleta que jugar al fútbol. No te molesta conversar, pero elegirías mejor conversar en un bar que dentro de un departamento, porque mientras conversás en un bar, podés mirar por la ventana. Entendés que en la vida sos arrastrado, casi todo el tiempo, por fuerzas muy superiores a tu capacidad de comprensión y raciocinio, hay que tratar de llevarse lo mejor posible con todo aquello que desconocemos, con el misterio. Además, te cuesta recordar, cuando eras chico, qué era lo que tenías pensado, lo que te hubiera gustado ser, cuando fueras grande.
Si tu vicio es el cigarrillo, entonces, no hace falta ser ninguna luminaria para decirlo, tu vicio es gaseoso. No pudiste hallar nada que en verdad te apasione, aprendiste a moverte bien en el difuso territorio de lo indefinido. No te molesta estar casado, pero estabas cómodo cuando eras soltero. Nunca pensaste en coger con tipos, pero te podrías dejar tirar de la goma por un travesti sin mayores inconvenientes. Cuando te preguntaban si querías más a tu mamá o a tu papá vos sonreías, apenas, pero no contestabas. Tuviste un perro durante algún tiempo, y también, después, tuviste un gato. Te interesa lo sobrenatural, podrías pasarte horas mirando documentales sobre la India, o sobre China, en Discovery Channel. Te gusta viajar en avión, pero tenés miedo que se caiga (el avión, los aviones). Leés los horóscopos, creés en la suerte y en la energía. Podés estar triste los domingos, pero se te pasa. Quiero decir, mientras puedas seguir fumando, no te suicidarías.
También hay otros vicios. Está el sexo y las drogas, pero cuando uno los analiza en detalle, caen dentro de alguna de las tres categorías anteriores. Depende de cómo cogés, depende qué droga tomás.
Y están los que no tienen vicios. Sujetos munidos de una supina irrelevancia. Demasiado pelotudos para ser incluidos en el presente informe.

18.8.14

Canción de amor que te recuerda


Compuse una canción. Una canción de amor. Empezó como un poema, creo, pero sin causa, sin motivo aparente, se transformó en canción. Sentí cómo iba llegando la música.
Es una canción que habla de vos, claro. Una canción que te recuerda. Una canción que habla del tiempo que estuvimos juntos. Cosas cotidianas, que uno no ve, precisamente, mientras las vive, porque esa misma cotidianeidad hace creer que son situaciones normales y duraderas. Pero después, cuando todo termina, esas cosas son las que te faltan. Un domingo a la mañana, cualquiera, de invierno, esas cosas, te sorprenden como si un chancho pecarí te diera una patada en el centro del pecho. Y vos pensás que no vas a poder respirar con normalidad, nunca más, pensás que te va a doler para siempre.
Tenía que ir a una cena, me di un baño. Se me ocurrió cantar, mientras me bañaba, la canción. La canción de amor que te compuse, la canción de amor que habla de vos.
–¡Callate, forro! –escuché que gritaba algún vecino. El baño tiene una pequeña ventana que da al pulmón del edificio. 
–¡Era una puta, boludo! –gritaron de otro piso– ¡Le tocaba las bolitas a mi perro, lo trataba de pajear! ¡Era una recontraputa!
–¡Tenía halitosis! –ahora una voz de mujer, creo que del séptimo B– ¡Tenía vaginitis! –carcajadas, fuertes carcajadas que fueron interrumpidas por un acceso de tos. Luego, un contundente gargajo. 
Entonces recordé, el tiempo de nuestra relación donde te viniste a vivir aquí, conmigo. Los vecinos te veían en la calle, seguro, entrar y salir del edificio, o en el ascensor.
Quiero decir, de algún modo, también te conocían.

12.8.14

Seres de luz


Fue estudiado, hace como mil ochocientos años, por los indios. No, creo que está mal dicho, por los hindúes. Sí, claro, por los hindúes, de ahí salió el yoga, la meditación, de ahí salió todo lo que tiene valor, la verdadera sabiduría. ¿De dónde querés que salgan las cosas importantes, de la Universidad de Palermo?
Los tipos se dieron cuenta, mientras buscaban lo real, la trascendencia, la vida eterna, llamalo como quieras, como más te guste.
Se dieron cuenta que el ser humano derrama lo más importante, casi la totalidad de su energía, como si fuera la cosa más natural del mundo. El ser humano no se da cuenta y va perdiendo lo más sagrado. A través de los sentidos.
Calculá, más o menos, ponele que el 90% de la energía se te va a través de la vista. Sí, claro, vos no te das cuenta, ni lo pensás, pero estás mirando. Todo el tiempo. A través de los ojos, viendo, viendo todo, te vas quedando sin alma, embotado, aturdido. Te vas muriendo.
Si hicieras la prueba, si te fueras una semana a Pinamar, en invierno, y te pasaras esa semana con los ojos vendados. Cerrados y vendados, sin ver. Bueno, rejuvenecerías entre diez y quince años de un saque. Estamos enchastrados, embrutecidos de tanto ver, de todo lo que vemos. Lo único que tenés que hacer es dejar de ver, por una semana, y te transformarías en un semidios, tu vida cambiaría.
Después viene lo que escuchás, y si querés, al mismo tiempo más importante todavía, lo que hablás. Si hacés el ejercicio, el experimento, de dejar de hablar, por una semana, te cargarías como una pila Varta. Podrías trepar a los árboles como si fueras un chimpancé, la energía que desperdiciás al hablar te permitiría hacer proezas, elevarte, alcanzar alturas del conocimiento que son, hasta ahora, para vos, tan inconcebibles como desconocidas. Una semana sin hablar, es todo lo que necesitás para que cambie por completo el sentido de tu precario paso por la tierra.
Sí, también está la energía sexual, se ha escrito mucho al respecto. La energía sexual es la naturaleza en estado latente, puro, lo primario y primitivo, pulsión de vida. No es tan directo e inmediato como las anteriores, lo que se pierde al mirar, al hablar, pero si pudieras estar sin tener actividad sexual, ponele, por dos meses, y pasados esos dos meses te hicieras un chequeo, bueno, tu médico se quedaría sin palabras. Te diría que te dieron los resultados de los análisis clínicos de otra persona. De un adolescente, alguien recién salido a la vida.
Y si probaras estar sin ver, sin hablar, y sin coger, todo junto, bueno, no. Las cosas no suelen ser tan lineales, los fenómenos que te estaba explicando son mucho más complejos y van más allá de tu capacidad de comprensión, de raciocinio. A lo que vos te referís es a estar casado.

6.8.14

En el Ministerio


Ministerio. Interior de un antiguo edificio. Tarde, casi las siete de la tarde. Interminable y ancho y desierto pasillo. Piso de baldosas negras y blancas, rombos podría decirse, según cómo se las mire. Frente al ascensor, un hombre de más o menos treinta años. De traje, peinado hacia atrás con gel. El traje es azul oscuro, la corbata es azul, pero más clara. Camisa blanca, zapatos con suela de goma recién lustrados, o nuevos. Estamos en el quinto piso del ministerio. El hombre será el ‘Hombre 1’ (H1), espera el ascensor. Vuelve a tocar el botón. Duda por un instante si meter las manos en los bolsillos del pantalón.
Quien se acerca es un hombre de unos cincuenta años, semicalvo y bronceado. Usa un saco sport, camisa rosa pálido, pantalón pinzado. Usa unos lentes muy finos, sin marco. Será, en adelante, el ‘Hombre 2’ (H2). Se acerca al H1, tiene la intención de abordar el mismo ascensor. 
Como ha terminado el horario laboral, en el pasillo hay algo menos de luz. Una persona con uniforme de limpieza, a lo lejos, arrastra un gigantesco escobillón con ondulantes movimientos y pasmosa lentitud, como si estuviera obligando a dar pequeños pasos a un caprichoso animal.
H2: Hola.
H1: Hola, qué tal.
H2: El Subdirector se cruzó mal con el Director. Pero mal.
H1: ¿Por?
H2: El Subdirector le dijo al Director ‘a mí no me importa a qué Diputado le chupaste la pija. Yo estoy en planta hace treinta años, acá tus contactos no corren’.
H1: ¡Uh! Le fue directo a la yugular.
H2: Sí, pero el Director le dijo ‘vos te cogías a la de Presupuesto, si no no estarías acá. Eso lo sabe todo el mundo’.
H1: ¿La de Presupuesto? Para mí le daba a la vieja de Logística. Cuando todavía era cogestible, digo.
H2: Nooo, Logística no. Presupuesto y Logística tienen un pacto. Nadie se puede coger a nadie cruzado. Fue acordado hace mucho, esas cosas se respetan.
H1: ¿Y Planeamiento?
H2: Planeamiento solamente tiene contacto con Desarrollo, desde que los cambiaron de piso.
H1: Y desde que la Gerente de Informática corrió con un cuchillo al capo de Legales. Lo corría por el pasillo y le gritaba ‘¡Te pensás que nos podés trabar el expediente, hijo de puta!’.
H2: Acá la papa es lo que dicen los Regionales. Si los Regionales dicen que no se jode, te imaginás que de Proveedores hacen buena letra.
H1: Pero mirá que el Gerente de Proveedores se la juró al Jefe de Sistemas.
H2: Sí, pero después se reunieron los Directores, y pidieron hablar con el Jefe de la Oficina Nacional. El Jefe de la Oficina Nacional les dijo: ‘Pónganse de acuerdo porque si no los echo a los dos, y ustedes en la calle no vuelven a ganar estos sueldos en la puta vida. Manga de forros’.
H1: ¿Y?
H2: Se quedaron mudos. Se tuvieron que dar la mano. Hasta prometieron ir a almorzar juntos.
H1: No me los imagino almorzando. Salvo que vaya también el Director de Provincias. O si obligan a ir también a los Jefes de Área, para matizar un poco.
H2: Sí, los Jefes de Área por lo menos arman algún partido de fútbol cada tanto en las canchitas de Salguero. Para que los pibes se conozcan, interactúen. 
H1: Igual hay que ver qué pasa después de las elecciones. A los Subdirectores se les suele pedir la renuncia. Los Diputados que renuevan necesitan lugares donde meter a su gente.
H2: Che, ¿vos sos asesor de Ramírez, de Proyectos, no?
H1: No, yo estoy con Suárez, en Control de Gestión. Me efectivizaron hace poco. 
Se escucha el ruido del ascensor, como si aterrizara una oxidada y exánime nave espacial.
H2: Qué suerte, ahí vino.
H1: Me dijeron que para la noche está anunciado lluvia.

30.7.14

Yo interior


–Para mí se tiñe –dijo Hernán.
–¿Eh? –estaba distraído, Hernán me señalaba el televisor encendido. Se había sentado  en el sillón de tres cuerpos, frente al televisor, y jugaba a cazar el hielo que le había quedado en el vaso de whisky con los labios. Yo seguía sentado cerca de la mesa, todavía comiendo restos de la picada. Una aceituna rellena con morrón, daditos de queso. Un poco de pan untado con una pasta hecha de manteca y roquefort. Un puñado de castañas de cajú.
Ya se habían ido todos. Gabriela, la novia de Hernán, lavaba los platos en la cocina. Habían hecho una picada descomunal, como siete tipos de fiambres distintos. Y quesos, increíbles quesos que le conseguía un cliente que tenía una granja por General Madariaga. Panes caseros, panes artesanales, panes de todo grupo y factor.
Habíamos comido como chanchos enjaulados, como osos del bosque, éramos ocho. ‘Quedate un rato más, así charlamos’, me había dicho Hernán. Me señaló la mesa, repleta todavía de manjares. Sin decir nada, fue y abrió otra botella de un cabernet áspero y potente.
–Se tiñe, este forro –Hernán miraba la televisión, recostado en el sillón. Un periodista estaba entrevistando a Ravi Shankar, que había venido de visita a la Argentina.
–¿Te parece? –Dije, y me serví más vino. Doblé una feta de salame con una feta de queso, reforcé con otra feta de salame, y me comí la combinación de un bocado.
–Claro que se tiñe –Hernán levantó su vaso, confirmando que sí, todavía estaba el hielo pero no, ya no estaba el whisky–. Es un tipo de más de cincuenta años. ¡No podés tener el pelo tan negro!
–No sé, che –miraba los platos, el fiambre, todo para mí. Ver un perro rengueando bajo la lluvia me tocaba el alma. Ver un chiquito descalzo haciendo malabares en una esquina me tocaba el alma. Me tocaba el alma el mar y caminar bajo la lluvia. Y las picadas también, me tocaban el alma muchas cosas– ¿Es un gurú, no? Si es un gurú, si está iluminado, bien puede haber encontrado el secreto para no tener canas.
–¡Las bolas! –Hernán se incorporó en el sillón– Además está maquillado. ¡Fijate bien, debajo de los ojos! Tiene rímel.
–No sé –rodajas de salame picado grueso, jamón cocido de un rosa pálido, como el fresco pezón de una adolescente. Gruyere, no, más roquefort, sí.
–Sí, está maquillado mal –Hernán se puso de pie, se inclinó un poco hacia un costado y se tiró un pedo sonoro, un pedo corneta–. Y esa vocecita, como si te estuviera hipnotizando mientras te habla. Todos estos tipos son reputos. Se comen pibitos.
–No creo, pará –Gruyere ahora, y un poco de Camembert, también, todo arriba de una rebanada de pan negro–. Los tipos van a las cárceles y les enseñan a los presos ejercicios para no deprimirse, para estar más tranquilos. Les enseñan a respirar, los ayudan a encontrar su yo interior.
–¡Gaby, me servís más whisky! –Se volvió a sentar–. Acordate de Sai Baba. Todo muy lindo, todos contentos con las cadenitas  que hacía aparecer y el afro perfecto, hasta que empezaron las denuncias. A estos tipos les gusta pajear a chicos chiquitos. Les acarician las bolitas, son unos asquerosos.
Me di cuenta que casi me había limpiado el tubo de vino, el último, yo solito. Era fácil de comprobar, no había nadie más sentado a la mesa. Miré el reloj, dos y cuarenta y siete de la mañana. Y todavía tenía que manejar hasta casa. No iba a dormir un carajo, tres horas, había arreglado para ir a jugar al fútbol con los pibes. Ni siquiera me pasaban la pelota y con razón, apenas podía moverme. Era malísimo.
–Bueno, Hernán –me paré, me desperecé–. Voy a arrancar, se hizo cualquier hora.
–¿Ya te vas? –Gabriela me palmeó la espalda a la pasada, traía otro whisky para Hernán–. Podés quedarte y voy haciendo el desayuno.
Me reí, una mina piola, Gabriela.
–¿Sabés lo que me jode, Juan? –Se paró con dificultad, Hernán. Agarró el vaso de whisky que le pasaba Gabriela y le dio un beso en el pelo. Tomó otro trago–. Me di cuenta que desde hace unos años se vive mal. La gente se puso desconfiada, cínica. Nadie cree más en nada, y eso es muy triste.

24.7.14

Marketinero


No sé si te pusiste a pensar, no sé si lo pensaste alguna vez, no creo. Porque la gente en general no piensa, pensar se dejó de usar, pensar pasó de moda, como los pantalones ‘pata de elefante’. Por otra parte es más que entendible, todos están con mil quilombos, ocupados en mantenerse con vida, corriendo como famélicos galgos detrás de la liebre, la liebre es la guita, sí claro, qué otra cosa. Eso es, justamente, parte de la cuestión, del asunto.
¿Te pusiste a pensar cuántas cosas hacés, por día, que te gusten? Ponele que tenés más de treinta años, o treinta años. Porque si tenés quince años lo único que querés es hacerte la paja, y entonces vas y te hacés la paja y te tranquilizás un poco. Si tenés quince años no cuenta. Y si tenés, no sé, setenta años, bueno. Te duele el alma, pero además te duele todo. Así que procedés a un ejercicio de resignación, una pacífica convivencia con la desgracia. Qué otra te queda.
Cuántas cosas hacés, que te gusten. Te fumaste dos cigarrillos, ahí tenés, diez minutos. Te echaste un polvo más o menos digno, ahí tenés veinte minutos, veinticinco (tampoco te hagás el john Holmes justo ahora). Te comiste un helado o un alfajor, cinco, diez minutos.
No, correr no cuenta. Decís que corrés porque  te gusta, pero es el terror padre que tenés de envejecer, de engordar, de morirte. De las tres cosas juntas. 
Y ver la televisión no cuenta, ver la televisión es el más primitivo intento por dejar de pensar, por dejar de acordarte lo pelotudo que sos aunque sea por un ratito. Pero entonces es peor, porque apagás tus pensamientos, y entran los de otros, los del televisor. Se trata, apenas de una maniobra distractiva, embrutecedora. Aturdirse.
Sí, si querés te tomo pintarte las uñas o cortarte el pelo, mamucha, aunque bien podría ser considerado ‘cuidado personal’, ‘mantenimiento’. Como lavarse los dientes, no mucho más que eso.
Están las vacaciones, también. Son un concentrado. Comés dos helados, fumás cuatro cigarrillos, te echás dos polvos. Sí, sacás fotos, a un pájaro, a una ballena, a la nieve o al mar. Sí, sale el sol. Cuidado con el aguaviva.
Si calculás, un día tiene 1.440 minutos. Ponele entonces que las cosas que te gustan sean, con suerte, el tres por ciento del día. A veces dos, a veces uno. No pasa de ahí, no más de eso. 
Comer y dormir son cosas que hacés, como podés, como te sale. Son cosas que hay que hacer para seguir viviendo. Imperativo-categórico. 
En cualquier caso, entonces, estar feliz puede ser considerado una comisión, una propina, una limosna, un vuelto. Pareciera que la vida poco tiene que ver con estar contento.

18.7.14

A mi manera


Algo que vengo haciendo.
Voy y cojo con ciegas. Con ciegas que no ven, claro, de eso se trata, en eso consiste, básicamente, estar ciego.  O voy y cojo con rengas, con esas mujeres que usan un zapatón al que le han agregado una plataforma de veinte o treinta centímetros de alto para que no se note que les falta un pedazo de pierna, pero igual se nota, no hay manera que no se note.
O voy y me cojo sordomudas, sordomudas que me miran con los ojos a punto de salirse de las órbitas, mientras me las cojo, y lanzan desgarradoras guturalidades que bien podrían ser confundidas con el sonido de mamíferos medianos siendo apuñalados pero no, es su particular manera de expresar satisfacción, alegría.
Cojo con mujeres en sillas de ruedas, no me preguntes cómo. Me las siento encima con sus piernitas como alambres torcidos, o las tiro boca abajo sobre la alfombra, les pongo un almohadón debajo para levantarles un poco la cola, y me las cojo mientras dicen que no pero sí, cuidado con las rodillas, chillando de placer.
Cojo con viejas, también. Voy a los geriátricos y me cojo alguna mujer de ochenta años o más, pienso un poco en otra cosa, toco un hombro o un muslo, me pongo un poco de dentífrico Noc 10 en la japi para que no se me caiga, transpiro, transpiro mucho, por un momento pienso que no voy a poder pero puedo, supero el crítico valle de algún olor a hospital que me genera sutil repugnancia, y sigo cogiendo. Cojo con gordas, muy gordas, mujeres de más de cien kilos que apenas pueden moverse y resoplan, les digo que me tapen la cabeza con sus infinitas tetas, o me tiro encima, me zambullo en la grasa, cumplo mi  faena como un animal famélico y primitivo. Chupo la concha, meto los dedos.
Vos te creés que sos buena persona porque una vez ayudaste a limpiarle el pico a un pingüino empetrolado con quitaesmalte Cutex, o participaste de una marcha contra el trabajo esclavo en Guinea Ecuatorial. Sostuviste un cartel contra los barcos pesqueros japoneses que arponean delfines.
Bueno, yo voy y me cojo lo que nadie se quiere coger, yo también quiero un mundo mejor. Me involucro.

12.7.14

Para que comprendas


Llevaba yendo al psiquiatra más de cinco años, Cecilia. Había empezado cuando cumplió los treinta y tres, se había dado cuenta que en lugar de resucitar, lo único que quería era pegarse un tiro en las tetas.
La vida se había ido volviendo un fastidio. Se levantaba como si hubiera pasado la noche hundida en un agua viscosa y gris. Todo le resultaba monótono, poco entretenido. Vivir era pagar los impuestos y lavarse los dientes, y hacer las compras, y los chequeos médicos, había que ir al ginecólogo aunque casi ni cogiera, y depilarse, y teñirse el pelo para no parecer una vieja. Después, había que trabajar, criar a su hijita a pesar de estar divorciada de Gustavo que había resultado un pelotudo importante, al que sólo le interesaba ir a la cancha a ver a Argentinos Juniors y lavar el auto los domingos. Ese Renault 18 de mierda.
Había empezado con un psicólogo que le recomendó una amiga, después de haber probado con la homeopatía, el reiki, yoga, lo normal. La tristeza generalizada envolviéndolo todo, ningún antídoto.
A los dos años el psicólogo la había derivado a un psiquiatra. Había cosas que tenían una génesis química. Le explicaron de conexiones neuronales, determinadas zonas del cerebro que no encendían de una adecuada manera, la importancia de la sertralina.
Ahí andaba, Cecilia, volviéndose grande, mirando las noticias de la noche, mientras Catalina crecía, mientras la plata no alcanzaba, nunca alcanzaba, sintiendo que todo lo bueno de este mundo la pasaba de costado, sin siquiera rozarla. Como cuando una elegía una caja del supermercado, y esa caja dejaba de avanzar. Algo salía mal y ella estaba ahí, en medio de lo que salía mal, mientras algo, otro algo, parecía estar saliendo bien. Pero no a ella. La vida era una mala película y una ni siquiera podía levantarse de la butaca, no estaba permitido salir del cine.
Se había ido a hacer un chequeo de salud, y el psiquiatra, que había aprovechado para agregar un par de estudios, le había pedido que le llevara los resultados a él también.
–Bueno, esto sí que está mal –dijo el psiquiatra, que se llamaba Jorge–. Vamos a tener que hacer estos estudios de nuevo. Puede que estés muy enferma, Cecilia. Que te queden pocos meses de vida.
Se hizo una pausa. Cecilia sintió como si se cayera, como si se cayera dentro de ella. Todo lo que no había hecho en la vida, todo lo que le había salido mal. Y ahora esto, la enfermedad, la muerte, el sinsentido.
–Bueno, en realidad no –Jorge se rió, una corta carcajada, como el estornudo de un perro–. Era un chiste. Sólo quería demostrarte que no importa lo mal que digas que estás, lo mal que creés que te va. Aún así, Cecilia, no querés que se termine nada. Deberías ponerte contenta, te interesa estar viva.
–¡Pero qué pelotudo! –Se puso de pie, Cecilia, y le dio un cachetazo al psiquiatra, a Jorge, un cachetazo que le hizo volar los lentes sin marco.
Bajó a la calle. Una amiga le había recomendado un gimnasio cerca de su casa donde se podían hacer clases no sólo de gimnasia, también había tae bo, spinning.

6.7.14

La máquina de curar


El método que inventé, basado principalmente en una curiosa mezcla de intuición y genialidad que me desborda y que sucede, en los seres humanos, como mucho dos o tres veces cada quinientos años. En otras especies, en las jirafas o en los hipopótamos, la verdad que no sé.
El método que inventé para curar las adicciones, las adicciones a cualquier cosa, es de una genialidad nunca vista, por eso no se le ocurrió a nadie. Y además es barato.
Primero tenés que definir cuál es la adicción, lo que te gusta y a la vez sabés que hace mal, y por eso, mientras te gusta, te atormenta. Puede ser el alcohol, claro, el cigarrillo, la cocaína. Puede ser el dulce de leche o el helado, pueden ser los medicamentos para dormir o para no sentir dolor, puede ser el sexo o los jueguitos electrónicos. Lo mismo da.
Una vez que identificaste la sustancia, la actividad, tenés que ser honesto, honesto con vos mismo, y determinar la dosis, la frecuencia. Si fumás un atado de cigarrillos por día, o si te masturbás once veces por semana. Es importante, ahí está la clave del método. Sólo tenés que mirar, que mirarte, y reconocer que te comés medio kilo de helado después de la cena, o que te quedás tres horas por día jugando a la Playstation.
Con esos dos datos, sustancia o actividad, y cantidad o frecuencia, ya está. Podemos comenzar el tratamiento.
Acá viene la trampa, la magia. Empezás, durante treinta días, duplicando. 
Duplicás. Si sos un fumador de un atado diario, durante treinta días, vas a fumar dos, dos atados. Si comés medio kilo de helado, te comés un kilo. Si a la tarde te tomabas dos Quilmes de ¾, te tomás cuatro. Creo que se entiende. Durante treinta días, duplicás.
Después, pasados los treinta días, vienen otros treinta días. Ahora vas a cero, nada. Si tomabas whisky no tomás, si cogías con prostitutas no cogés, si fumabas porro, no fumás. Repito, treinta días, nada.
Listo. Eso es todo lo que hay que hacer. Treinta días doble, luego, treinta días nada. Ahí termina el método.
Después podés seguir con tu vida, como quieras. Puede suceder que retomes de inmediato tu contacto con la sustancia, en las cantidades originales. Que retomes la actividad con la frecuencia habitual. Puede que aumentes al doble la cantidad de lo que consumías, o que no vuelvas a consumir eso que te daba placer.
Puede suceder que no entiendas el método, lo que hiciste. Puede que te des cuenta que la vida no tiene mayor sentido, con o sin adicciones. Eso también puede pasar.

30.6.14

Entre los átomos


Tenés que ver un accidente. Lo mejor es que veas un accidente, a veces el  conocimiento es doloroso, por otra parte. Si te lo explican no es lo mismo, si te lo explican no lo vas a entender. Las cosas importantes no se aprenden con explicaciones.
No, está bien, es un buen intento, pero no. La medicina no es lo mismo. Podés presenciar una operación, claro, y ver lo que hay adentro del cuerpo. Pero en ese caso se abre una parte, una zona, algo puntual, con el supuesto afán de reparar. Lo importante, de lo que estamos hablando,  precisa que veas el tema de romper, destrozar, llamalo como quieras. Destruir. 
Lo mejor es que veas un accidente de tránsito, un choque de autos, lo que queda, ponele de un tipo que manejaba su automóvil a 140 km/h y choca o vuelca. O si se cae, alguien, de una terraza o de un séptimo piso, y cae a la calle. Ahí lo vas a entender más que perfectamente.
Está estudiado, por otra parte, disculpame si no lo expreso con absoluta precisión, tampoco es mi especialidad, pero tiene que ver con el espacio existente entre los átomos, entre las moléculas. Está estudiado, entonces, decía, que más del 99% del cuerpo humano, en su interior, es un espacio vacío. No hay nada, la solidez es aparente.
Que el cuerpo no existe, no somos eso, no te busques ahí. Pero sí, tenés un culo espectacular, si no ni te dirigiría la palabra. No te hablaría.

*donde dice ‘un culo espectacular’, puede decir ‘unas tetas bárbaras’. el sentido del texto no sufre mayores modificaciones.

24.6.14

Distinto de las telenovelas


Miriam no estaba mal. Quiero decir, en líneas generales, en los grandes rubros del horóscopo. En la vida.
Había cumplido treinta y ocho años y entonces lo que asomaba en el horizonte eran los cuarenta y eso era bravo, desde ya. A veces se arrepentía de haber estudiado sociología y no psicología, a veces le parecía que podía haber tenido dos hijos en lugar de uno, le molestaba no haber seguido con los cursos de teatro, de fotografía, esas cosas. Pero trabajaba en el departamento de recursos humanos de una empresa petrolera y no le iba mal, estaba casada con Gustavo desde hacía nueve años y se querían, sus padres envejecían con achaques, pero vivían. Tenía su auto, el invierno pasado habían ido a esquiar y Brunito se había divertido como nunca. Venían hablando con Gustavo de irse a vivir a una casa para que Bruno tuviera más espacio, y un perro. Quizás por Acassuso, aunque estaba el tema de la inseguridad. Pero bueno, había proyectos en el horizonte y eso siempre era bueno, ya verían.
Entonces fue a tomar un café como todos los miércoles, con su amiga Karina. Se conocían de toda la vida, con Karina, habían ido de vacaciones juntas durante la adolescencia. Brava, Karina, fumaba porro, se cogía todo lo que se movía, y estaba buena. Bajita, tetona, abogada, había tenido mil novios pero no había podido armar familia.
–Te quiero contar algo –dijo Karina. Merendaban juntas, los miércoles, en un bar de Las Cañitas.
Miriam se preparó para otra de las clásicas aventuras de Karina, algún jugador de fútbol que se la había levantado por la calle, o un abogado conocido que salía por televisión, pero no.
–Me quiso coger Gustavo –Dijo Karina, y prendió un cigarrillo.
–Qué Gustavo –dijo Miriam, y recién se dio cuenta a los treinta segundos, cuando Karina pitaba sin mirarla, sin responder.
–¿Gustavo? –Miriam le sacudió un hombro a Karina, que parecía distraída. 
Al parecer, Karina había pasado a saludar a Miriam el jueves anterior, a eso de las siete de la tarde. Pero Miriam no estaba, porque había cambiado de gimnasio, y había ido a otra clase, la clase que solía hacer los martes. El que estaba, porque había llegado temprano a su casa, era Gustavo.
Le había propuesto echarse un polvo, así de una, Gustavo. Le dijo, Gustavo, a Karina, que le tenía ganas desde siempre. Que tenían una hora para ellos, para coger, en el comedor, porque Miriam era maniática con los olores, si cogían en la cama Miriam se iba a dar cuenta. Le dijo, Gustavo, que podían bajar a la baulera, mejor todavía. Para coger, claro, en la baulera. Como si hubieran bajado a la baulera a buscar cualquier cosa, una valija, y de pronto sucediera, sin pensarlo. Algo rapidito. 
–… –Miriam quiso preguntar algo pero no le salía nada. Permanecía con la boca abierta.
–Me fui –dijo Karina–. Dudé mucho en decirte algo, pero no sé. Me pareció que te lo tenía que contar.
Karina terminó el cigarrillo, le dijo que no quería seguir hablando, y se fue. 
Miriam se quedó pensando. Pensó primero en volver a su casa y someterlo a Gustavo a un interrogatorio. ¿Era posible, Gustavo, que se hubiera intentado coger a su mejor amiga? Después pensó que era Karina la que mentía, lo que quería era destrozar su matrimonio porque sí, porque ella seguía sola, de jodida.
Había que hacer un careo. Sentarlos frente a frente, a ver quién mentía.
Se fue caminando a su casa, Miriam, de la bronca que tenía. A las siete cuadras, más o menos, dijo que no. Gustavo era un buen marido, y Karina su mejor amiga. La posibilidad de perder a cualquiera de los dos se le antojaba infinitamente triste. Mejor no hacer nada, nada de nada, seguir teniendo un marido, y una amiga. Mejor no saber, el tiempo diría.

18.6.14

Solcito de la mañana


Estaba sentado en la cocina. No, no desayunaba, había ya tomado un par de mates. Estaba vestido, traje y corbata. Había empezado el invierno pero no hacía un frío excesivo. Vivíamos en un contrafrente bastante abierto en Villa Urquiza, entraba por la ventana el primer solcito de la mañana. Miré el reloj, colgado sobre los azulejos, 0749.
–Qué –dijo Mariana. Se asomó a la cocina y se quedó junto al marco de la puerta, con un cigarrillo entre los dedos. Acababa de bañarse, estaba envuelta en un toallón de un desteñido verde oscuro. Ahora venía la parte donde se cepillaba el pelo durante unos tres minutos, mientras murmuraba.
No contesté, tampoco la miré. Pensaba en ese rayito de sol, en cómo le solía gustar a mi gata Berta sentarse, sentarse y que le pegara el solcito en la cara.
Tenía que juntar fuerzas, levantarme, arrancar. Ir al centro. Hacía un par de semanas que me dolía la cintura, un pinchazo, como si me atravesaran justo arriba del culo con una aguja de tejer finísima, hirviente. La sensación era como si se me fuera la fuerza de las piernas. Había probado darme calor con una almohadilla eléctrica, y una pomada.
–Qué –repitió Mariana–. Qué pasa.
Levanté la vista, la miré. Ella pitó, soltó el humo como si el espacio mismo estuviera en deuda con ella, como si el aire le debiera algo.
–Me acabo de dar cuenta que no te soporto, ya que me lo preguntás –dije–. Me doy cuenta que me parecés una mujer de lo más básica, poco interesante, aburrida. Ya ni ganas de cogerte, tengo. Pero tampoco es todo con vos. No aguanto mi trabajo, no quiero ir al centro nunca más en mi vida. No quiero viajar en subte, ni escuchar a la gente hablando idioteces por sus teléfonos celulares, ni comer en algún lugarcito de morondanga una desteñida milanesa. No quiero ver boludeces por televisión, no me interesa el fútbol ni los programas de concursos donde los participantes cantan o bailan o compiten a ver quién es capaz de pishar más lejos, de hacer la caca más grande. Quiero ver el mar, quiero caminar por la playa bien temprano y meter las patitas en el agua. Quiero acariciar a un perro, y comer pizza con la mano, y tomar un whisky mirando la noche a través de una ventana. Quiero dormir la siesta, quiero fumar un cigarrillo, quiero que me vuelva a interesar algo, que me vuelvan a crecer las ganas de hacer algo por absurdo que parezca, ganas de cualquier cosa.
–Bueno, bueno –dijo Mariana–. Acordate que esta noche quedamos en ir a comer a lo de mi hermana, quedé que llevábamos una torta, o masas. Después la seguimos, todo lo que dijiste me parece muy interesante, eh. Me parece bárbaro.

12.6.14

Semáforos


Me paré en una esquina, para cruzar. Es lo que se estila. No, prefiero no decirte la esquina, qué importa la esquina. Si te digo la esquina te pueden agarrar ganas de pasar, por esa esquina, a ver si me ves. Y yo no te conozco, claro, pero sé que preferiría no verte. Tengo pocas convicciones, las he ido perdiendo con el tiempo. Pero de eso estoy seguro.
–Señor –me hablan, a mí. Un muchacho de más o menos veinte años, flaco, algo desgarbado, inclinado un poco hacia delante, como si estuviera embolsando el viento. Va de jeans, destrozadas zapatillas de lona, y un buzo con capucha color turquesa. Lleva la capucha puesta, las manos en los bolsillos del buzo, se adivinan los puños apretados.
Lo miro. No respondo, pero lo miro. Podríamos decir que mirarlo es mi respuesta.
–Le quiero comentar algo –dice, tiene buena dicción, se expresa con claridad, mira el piso, como si estuviera nervioso, preocupado.
–Sí –le digo.
–Quería avisarle que está por impactar un asteroide contra la tierra –dice, me mira por un instante, vuelve a bajar la mirada–. Están preparando un arca. Bueno, no un arca, una nave. Para los que se van a salvar, porque el resto del planeta desaparecerá, morirán todos, no hay escapatoria. Van a llevar animales, también, de determinadas especies, para que se reproduzcan y pueda continuar la vida en otro planeta. Plantas, desde ya, claro, árboles. Y algunos humanos, pero muy pocos. Le puedo decir dónde hay que presentar el formulario, la aplicación, para estar entre los elegidos.
–No, gracias –respondo. Está por cambiar el semáforo, debería cambiar el semáforo, pero no cambia.
–Le cuento otra cosita –dice debajo de la capucha, vuelve a meter las manos en los bolsillos. Pareciera, ahora, estar buscando algo. Un caramelo, una llave, un cigarrillo–. Están por probar un arma química. Sí, los yanquis, claro, quiénes van a ser. Tienen un virus nuevo, una cepa, no, qué ántrax, setenta y tres mil veces más potente. Es un polvillo, no tienen más que rociar de noche las góndolas de los supermercados, y después la epidemia se multiplicaría en menos de cuatro días. Es el virus de la depresión. La depresión más absoluta que se pueda imaginar. Deja a la gente tan deprimida, tan triste, que no les quedan fuerzas ni para rascarse el culo. Todo el mundo se quedaría en sus casas, twitteando estupideces. Las calles serán para pocos.  Yo conozco el antídoto al virus, sé cómo hacerlo. Hace falta dulce de membrillo Esnaola, y un blíster de aspirinas. Le puedo ensañar a prepararlo.
–No, flaco, te agradezco. –Nada, el semáforo no cambia, pero tampoco pasan los autos.  
–El semáforo no anda –señala, el semáforo, con el mentón. Percibo que tiene un ligero tic, como un tembleque que le sacude un poco el cuerpo– ¿No me ayuda con algo? Me gustaría desayunar, estoy muerto de hambre.
–Sí, cómo no –le doy veinte pesos, le palmeo un hombro.
Hay gente que para conmoverse necesita lo épico, lo grandilocuente. Si me preguntan a mí, prefiero lo simple.