El cliente era una de las empresas lácteas más importantes del país. Con un cliente así, podíamos vivir todos, y éramos muchos, por tiempo indefinido. Lo que queríamos todos era, justamente, vivir. Vivir con plata, claro, parecía en esa oficina como si todos hubiéramos sabido desde siempre que vivir sin plata, bueno, eso no es vivir.
El marketing, como cualquiera sabe, es pilar fundamental del occidente capitalista civilizado. El marketing ha destronado a la religión, define qué está bien y qué está mal, sencillito.
El spot publicitario que me habían encargado era sobre un nuevo y poderoso yogur.
Así que estábamos todos reunidos, los directivos de nuestra consultora, y los máximos responsables de nuestro cliente, la empresa láctea. La campaña iba a costar, si era aprobada, millones. Y todos íbamos a poder vivir.
El aviso que presenté era, más o menos, así.
Es una mañana. Es un día nuevo. Paradisíaca playa, turquesa mar, dorada arena, alguna palmera a lo lejos, a un costado, pinceladas de vegetación. Se escucha el sonido, inconfundible y característico, justamente, del mar. La cámara sigue a una chica, la modelo del spot. La modelo es una jovencita, algo despeinada, muy rubia, delgada, virginal. Lleva puesto un blanco bikini, camina muy despacio, con los pies metidos, apenas, en el mar.
Pareciera que la cámara la sigue de atrás, primero, a cierta distancia, para alcanzarla luego y tomarla de perfil. Entonces la modelo, la exacta combinación entre belleza y juventud, se detiene, la cámara la toma de frente. Recorre sus largas piernas, y ahora sí, hace una toma en primer plano. La sonrisa de la chica no es excesiva, nos transmite, nos hace saber que existe un mundo mejor en algún lado, una playa, felicidad. El plano se abre un poco, se alcanzan a ver un par de gaviotas que huyen, por detrás de la chica, hacia el mar, se oye el graznido tan particular de ese tipo de animales.
La modelo tiene, cuando se abre un poco el plano, una cucharita de metal en una mano, y un yogur, el yogur que hay que vender, en la otra. El yogur se llama, el producto, ‘Ultramel’.
La cámara se detiene por un instante, juguetona, distraída, en el envase que es de un verde pastel, con letras negras. La cámara sube a enfocar otra vez a la modelo en primer plano. La modelo mira a la cámara.
–Desde que tomo Ultramel –dice– cago en cualquier parte.
La cámara se aleja, se sigue alejando, atrás y arriba como si se la llevara un barrilete que parte en diagonal carrera hacia el cielo mismo, mientras vemos que la modelo, después de bajarse el bikini con el diestro movimiento de un pulgar, se ha puesto en cuclillas, disponiéndose a defecar a la orilla del mar.
El aviso no funcionó. El cliente no quiso jugarse, los directivos de la consultora no me apoyaron. Al poco tiempo me echaron, una buena indemnización y pocas explicaciones. Puse una casa de venta de empanadas con mi amigo Beto, en Villa Urquiza. No me va mal.
El marketing, como cualquiera sabe, es pilar fundamental del occidente capitalista civilizado. El marketing ha destronado a la religión, define qué está bien y qué está mal, sencillito.
El spot publicitario que me habían encargado era sobre un nuevo y poderoso yogur.
Así que estábamos todos reunidos, los directivos de nuestra consultora, y los máximos responsables de nuestro cliente, la empresa láctea. La campaña iba a costar, si era aprobada, millones. Y todos íbamos a poder vivir.
El aviso que presenté era, más o menos, así.
Es una mañana. Es un día nuevo. Paradisíaca playa, turquesa mar, dorada arena, alguna palmera a lo lejos, a un costado, pinceladas de vegetación. Se escucha el sonido, inconfundible y característico, justamente, del mar. La cámara sigue a una chica, la modelo del spot. La modelo es una jovencita, algo despeinada, muy rubia, delgada, virginal. Lleva puesto un blanco bikini, camina muy despacio, con los pies metidos, apenas, en el mar.
Pareciera que la cámara la sigue de atrás, primero, a cierta distancia, para alcanzarla luego y tomarla de perfil. Entonces la modelo, la exacta combinación entre belleza y juventud, se detiene, la cámara la toma de frente. Recorre sus largas piernas, y ahora sí, hace una toma en primer plano. La sonrisa de la chica no es excesiva, nos transmite, nos hace saber que existe un mundo mejor en algún lado, una playa, felicidad. El plano se abre un poco, se alcanzan a ver un par de gaviotas que huyen, por detrás de la chica, hacia el mar, se oye el graznido tan particular de ese tipo de animales.
La modelo tiene, cuando se abre un poco el plano, una cucharita de metal en una mano, y un yogur, el yogur que hay que vender, en la otra. El yogur se llama, el producto, ‘Ultramel’.
La cámara se detiene por un instante, juguetona, distraída, en el envase que es de un verde pastel, con letras negras. La cámara sube a enfocar otra vez a la modelo en primer plano. La modelo mira a la cámara.
–Desde que tomo Ultramel –dice– cago en cualquier parte.
La cámara se aleja, se sigue alejando, atrás y arriba como si se la llevara un barrilete que parte en diagonal carrera hacia el cielo mismo, mientras vemos que la modelo, después de bajarse el bikini con el diestro movimiento de un pulgar, se ha puesto en cuclillas, disponiéndose a defecar a la orilla del mar.
El aviso no funcionó. El cliente no quiso jugarse, los directivos de la consultora no me apoyaron. Al poco tiempo me echaron, una buena indemnización y pocas explicaciones. Puse una casa de venta de empanadas con mi amigo Beto, en Villa Urquiza. No me va mal.