Me sorprendió al llegar ver cierto amontonamiento de gente. Vecinos, curiosos. Policías. Ver vecinos, curiosos o policías por separado ya suele ser lo suficientemente malo, una traumática experiencia. Pero juntos, qué se podía esperar.
Había un par de periodistas de un noticiero, una chica con un micrófono en la mano, un tipo con una cámara cubriendo la noticia. El asunto era qué noticia.
–¿Qué pasa? –le pregunté al portero que no terminaba de decidir si le molestaba tanta gente en la puerta del edificio, o si mandar un mensaje por celular para que alguien lo viera aparecer en televisión.
–El del séptimo B –dijo, con su chaqueña inexpresividad que venía de los indios wichis, de la mismísima Pacha Mama, de un ancestral retraso madurativo tal vez–. Se suicidó.
Me hizo un gesto con la mano como de zambullida, de alguien que se había tirado por la ventana a ninguna pileta.
–No, no puede ser –dije, y lo miré. Para ver si se reía, pero no se reía, nadie se reía. La presencia de la muerte suele quitarle la gracia a tantísimas cosas.
Lo miré porque el portero sabía perfectamente, tan perfectamente como yo sabía, que el del séptimo B era yo.
–No era un mal chico –la vecina del quinto, con su perro salchicha de agudos ladridos–. Muy reservado y respetuoso. A mí siempre me preguntaba cómo estoy, me saludaba bien.
–Traía mujeres –dijo otra señora, mi vecina del séptimo A, que tenía al marido en silla de ruedas–. Y tomaba mucho. Yo veía las botellas en la basura, no es que me interese, pero tomaba. Whisky, principalmente. Y vino. ¡Lo que debía gastar ese tipo en vino!
La policía recababa información sobre los hábitos del fallecido. Sí, vivía solo, sí, trabajaba, lo veían salir de traje todas las mañanas, no, no tenía mascotas ni se le conocían episodios de violencia doméstica.
Al parecer se había suicidado, me había suicidado, arrojándome por la ventana. Había caído en el patio del primer piso. Una señora que escuchó un grito había llamado a la policía.
Ya sé, estoy soñando, pensé. Ahora me voy a despertar, he visto películas parecidas.
Pero no, no me despertaba. La gente seguía diciendo cosas no demasiado favorables sobre mi persona. Vendía droga, estaba en la droga, seguro, dijo uno. No te hablaba en el ascensor, se creía superior, siempre con un libro en la mano, dijo una piba. No tenía lavarropas, dijo una mujer, muy seria, para que el resto tomara conciencia. Si alguien no tenía lavarropas, si alguien llevaba la ropa a lavar al laverap bueno, algo muy malo tenía que suceder con esa persona.
Me acerqué a un policía.
–¿Puedo ver el cuerpo? –Pregunté.
–Sí –dijo–. Tenemos que hacer un reconocimiento y es mejor acá, antes que lo lleven a la morgue. ¿Usted lo conocía?
Hice una pausa para ver si me despertaba pero no me despertaba. Fuimos al patio del primero con dos policías. Levantaron la sábana con la que habían cubierto la cabeza del muerto.
–Sí –dije. Ahí estaba yo, muerto, inmóvil. Con el cuerpo algo retorcido y un curioso rictus en el rostro–. Era un buen tipo, me caía bien.