10.11.25

Veintisiete pastillas de rivotril y un sexto piso


Me llama mi amigo, mi amigo M. Me llama para avisarme que otro amigo nuestro, nuestro amigo S., ha hecho algo poco tradicional por decirlo de algún modo. Nuestro amigo S., me dice mi amigo M., el domingo pasado para ser más exacto, se tomó veintisiete pastillas de rivotril de 1 miligramo y saltó de un sexto piso.
Era domingo entonces, y llovía apenas. Su mujer, la mujer de S. y sus dos hijos estaban todavía en el country, y nuestro amigo S. se había vuelto antes, después del asado, porque tenía trabajo atrasado. Nuestro amigo S. es un abogado, un abogado importante. Vive en un regio piso sobre la Avenida del Libertador, tiene mucho dinero, su señora está bárbara, sus hijos van al mejor colegio, S. maneja un auto alemán que es algo digno de ver. Nuestro amigo S. tiene cuarenta y tres años.
Nuestro amigo S. se salvó del impacto de su caída de un sexto piso no se sabe cómo. Está internado en una clínica. La mujer nos avisa diez días después que su marido, que es precisamente nuestro amigo S., se está mejorando de las lesiones. Que podemos finalmente ir a visitarlo.
Arreglo con M. Es domingo, otra vez. Vamos a la clínica. La clínica queda en Hurlingham, tiene un gigantesco parque, frondosos árboles, pocos pacientes, mucho silencio.
Un enfermero trae a nuestro amigo S. en silla de ruedas. Nos informa que se ha roto una pierna en treinta y tres pedazos, la cadera también, una costilla le perforó un pulmón, tuvo traumatismo severo de cráneo. Pero se salvó, está mejorando.
–Tuvo suerte –dice el enfermero y suelta la silla frente a nosotros–. Rebotó contra un árbol, si no se mataba.
Nos quedamos sentados en silencio, observando a S. de reojo. Tiene un vendaje en la cabeza y lleva puesto un pijamas azul oscuro con pequeños dibujos, me acerco un poco, los dibujos son simpáticos elefantitos blancos enlazados de las trompas. S. está ojeroso, está pálido, está muy delgado. La mirada fija en un punto por encima de nuestras cabezas.
–¿Cómo estás? –balbucea M. Lo conozco y sé que está más nervioso que yo, le tiemblan las manos– ¿Qué hiciste, loco? ¡Si tenés todo, si estás bien! ¿Qué te pasó? No entiendo.
Se hace un silencio. Un niño llora en algún rincón del jardín, probablemente al ver el estado del familiar que vino a visitar. Se escucha cantar a los pájaros y el chirrido de las ruedas de un carrito con bebidas que una prolija enfermera empuja a través del sendero. Hay muchos pájaros, yo nunca había visto tantos pájaros juntos.
–¿Por qué te quisiste matar? –insiste M. – ¿Me podés decir por qué?
–No daba más –dice S. muy despacio y sonríe. Es un sonrisa desde un lugar muy lejano, un lugar del que no se vuelve, yo he ido bastante al cine. Vi muchas películas, cualquiera lo sabe.

30.10.25

Cualidades perdurables


Estoy en un restaurante, tengo una reunión, no conozco a la persona que tengo sentada enfrente ni a su acompañante, ignoro el tema de la conversación. Al parecer yo tengo algo para decirles, algo sobre un tema que a ellos les interesa. No sé tocar la guitarra, así que no estoy firmando un contrato con una discográfica, y no soy neurocirujano, así que no estamos fijando honorarios de una operación. En una oportunidad, hablando con unos tipos en el trabajo, cuando se le preguntó a uno de qué trabajaba respondió: me reúno con personas a hablar de cosas. Y a mí me pareció que era una respuesta inapropiada y absurda, que no se podía responder de esa forma porque era una más que tonta manera de no decir nada, pero después las cosas fueron cambiando. Es extraño, aquella respuesta se me fue antojando más y más apropiada, así es mi vida.
Ingresa una persona al restaurante. Es un hombre que al parecer me conoce y sonríe. Así que me pongo de pie, el hombre avanza hacia mí, doy dos o tres pasos yo también. Nos saludamos algo efusivamente.
–¡Qué hacés, loco! –su entusiasmo es genuino y eso está bien, el afecto en cualquiera de sus manifestaciones está bien.
–Animal –digo, porque algo hay que decir. Podría haber dicho ‘master’ o ‘qué hacés, ninja blanco’, pero no. Dije lo que dije.
–Estás más gordo –me mira el ombligo, a la altura del ombligo–. Y más pelado. Y ojeroso, y con arrugas, y bastante mal vestido también, estás muy cambiado –no deja de sonreír, mientras ha ubicado por encima de mi hombro la mesa con la gente que lo está esperando. El también tiene una reunión, un almuerzo, un negocio que atender.
–Vos no che, vos tenés la misma cara de boludo de siempre –le palmeo cariñosamente una mejilla–. Te reconocí de inmediato.

20.10.25

No creo que sea para aplaudir


Cuando el avión aterrizó después de doce horas de vuelo, cuando finalmente la bestia metálica y narigona logró apoyar las patitas sobre el asfalto y todos tuvimos la no menos curiosa sensación de estar sobre la tierra otra vez, cuando la máquina pasó ese breve pasaje durante el cual uno siente la fragilidad del cuerpo humano ya que parece que se te van a volar los huevos junto con parte del fuselaje. Pasado todo eso decía y justo entonces, la gente aplaudió. Un aplauso que se extendió a través de las filas, enérgicas palmas después de tantas horas de no haber tenido gran cosa para hacer más que saber que se está en el aire.
–Usted no aplaude –me dijo una señora sentada a mi derecha, muy receptiva por cierto, que se había pasado la totalidad del vuelo aceptando lo que le dieran. Una señora que sí quería una copita de champán y sí quería otra porción de ensalada rusa de un peligroso y amarronado amarillo y sí quería café y sí quería la toallita para la cara y sí quería la tarta de arándanos y una cucharada de pija de ornitorrinco bebé. Una señora algo mayor con expresión de saber que lo mejor en cada momento de la vida y por decirlo entonces de alguna forma entonces todo el tiempo, era aceptar y aceptar y aceptar la situación cualquiera sea porque para eso fuimos puestos sobre la faz de la tierra y no mucho más que eso.
–No, señora, no creo que sea para aplaudir –carraspeé un poco, tenía la garganta hecha mierda y unas ganas de escupir importantes–. Se aplaude en mi opinión un acto, una maniobra, una performance meritoria. Se aplaude a quien ha hecho algo muy por encima de lo estrictamente necesario. Usted parece sugerir a pesar de sus profundas limitaciones expresivas, que debo aplaudir al piloto por haber llegado a destino y por haber aterrizado la nave. Lo que quisiera saber entonces es cómo debería toda esta maravillosa muchedumbre manifestar su desagrado, quizás su descontento, en caso de haberse dado la contraria.

10.10.25

Algún nombre hay que ponerle


Llamémoslo ‘cambio de paradigma’, algún nombre hay que ponerle. Funciona más o menos de la siguiente manera. Lo vas a entender enseguida, es muy sencillo.
Cada cinco años más o menos, entre cuatro y seis si vos querés, pero es más de tres seguro y menos de siete, seguro también. Cada cinco años todo aquello en lo que creías, tus más íntimas convicciones en cualquiera de los rubros del horóscopo, se derrumban como un castillo de tergopol.
Nada, eso. Es sencillo como te dije. No vas a poder creer lo que te pasa. Con el amor, con el dinero, con la salud, con el trabajo. Tampoco desde ya, es su intrínseca condición, con las sorpresas.
Llamémoslo ‘cambio de paradigma’ si no te jode, algún nombre hay que ponerle. Te deja sentado, el piso puede ser el de la cocina de tu casa o en una vereda cualquiera, puede ser la mañana de un caluroso martes de diciembre o un domingo por la tarde después de haber comprado doscientos gramos de salchichón y doscientos de queso de máquina en el chino. La sensación es muy parecida a la de recibir una violenta patada en el pecho, no es divertido ni agradable.
Ah bueno, vos querés saber qué hay que hacer. Nada, te levantás y seguis con lo que sea que te parezca importante, tu estúpida vida.

30.9.25

Mermelada o mayonesa o aceitunas


El psicoanálisis puede ser una gran cosa, supongo, no sé, no tengo tampoco problemas al respecto. En admitirlo, digo, que puede ser de ayuda, la gente sufre, la gente vive atormentada, no hay dudas. Y hay un nexo, una conexión, cualquiera lo sabe, entre el cuerpo y la mente. El ochenta por ciento de las enfermedades del cuerpo, quizás más, empiezan en la mente. Ayudemos a la mente entonces, y estaremos ayudando al cuerpo.
Pero, siempre hay un pero. La mente es en mi opinión el más delicado de los mecanismos. Un mecanismo de una fragilidad y precisión inaudita, creo que todos coincidiremos en eso. Para el cerebro, si ustedes me acompañan con la imagen, incluso así se le dice, cuando uno se refiere a esa zona, a esa parte de la cabeza, suele referirse a la misma como ‘el frasco’.
Para ver qué pasa, entonces, para estudiar el mecanismo, es preciso abrir el frasco. Y para abrir el frasco, cualquiera de ustedes lo recordará perfectamente, ya sea de mermelada o mayonesa o aceitunas, la técnica es bastante rústica. Hay que dar un golpe, hacer un movimiento de torsión tan brusco como enérgico, meter un cuchillo de costado para, después de un sonido similar a un soplido, a una exhalación, poder hacer saltar la tapa.
En el caso de las aceitunas, en el caso de la mayonesa, en el caso de la mermelada, la maniobra no acarrea mayores perjuicios. Pero en el caso de la mente, bueno, algo salpica, algo del contenido se toca, algo se jode y después no hay forma de arreglarlo por más buenas intenciones que se tengan.

20.9.25

Sospechas


Antes que se inventara el cáncer, antes que nadie supiera muy bien de qué carajo se trataba cualquier trabajador, cualquier oficinista, no bajaba de un paquete de cigarrillos diario. Antes que se inventara el colesterol, antes que nadie supiera qué corneta era eso, en la televisión se daban recetas para tortas con dieciocho huevos y la gente en los cumpleaños se ponía a bailar y se reían y te podías coger una prima lo más bien, incluso una tía. Antes que se inventara la hipertensión, antes que en los consultorios se mencionara casi en un susurro al ‘asesino silencioso’ y se bajara la vista como si alguien hubiera detectado junto a un zócalo una temible mamba negra, cualquier abuelito se tomaba dos whiskys (old smuggler, o criadores) antes de la cena.
Antes que se inventaran los gimnasios, antes que se mencionara por los medios de comunicación audiovisuales la importancia de tener un buen estado físico, cualquier persona que hubiera sido vista trotando en un parque o en una playa sin una pelota o una paleta de por medio, hubiera sido observada como alguien necesitado de ayuda o afecto, alguien con severos trastornos psíquicos. Una pena.
Lo que te quiero decir es que a alguien le conviene tenerte ocupado con todas estas boludeces, asustado, triste.

10.9.25

En el avión


Dos filas adelante un hombre se puso nervioso. Acabábamos de levantar altura y el avión se estaba estabilizando. Había sido un despegue sin problemas.
–¡Quiero bajar! ¡Déjenme bajar! –gritó el hombre. Se sacó el cinturón de seguridad y se arrancó la camisa. Le pegó a una pasajera un cachetazo. Debía ser un sujeto de unos sesenta años, un metro setenta, cabello canoso, algo gordito. Usaba lentes.
–¡Tranquilícese, señor! –Las azafatas se movieron con celeridad y precisión, acorde al reglamento. Vino un comisario de a bordo muy bien peinado, fornido pero en versión marica, algo asustado por la situación. También se había acercado otro hombre, probablemente el copiloto, dispuesto a colaborar.
–¡Nos vamos a caer! ¡Nos vamos a morir todos! –el hombre se pasaba una mano por la cara y por la cabeza como si le picara, desesperado. Retrocedió un poco y cerró los puños. No iba a calmarse fácilmente– ¡Vuelvan a tierra ahora mismo! ¡Me quiero bajar!
Las azafatas miraban al comisario de a bordo esperando sus instrucciones. El sujeto no daba muestras de tranquilizarse. Iba a ser preciso recurrir a una acción más directa.
Yo me había puesto de pie, tenía al sujeto a menos de dos metros de distancia. Di un paso al frente por el pasillo, me acerqué aún más. Podía desnucarlo de una trompada.
–Ponete la camisa, ridículo –le dije al oído–. Mirá la panza que tenés.
El sujeto tomó la camisa que había quedado contra el respaldo de su asiento, se secó la frente con un antebrazo y volvió a sentarse.