10.1.25

No me despertaba


Volví a casa. Jueves, más o menos las siete de la tarde. Pasé por el chino y compré unas latas de cerveza, un paquete de grisines, un pedazo de queso Port Salut.
Me sorprendió al llegar ver cierto amontonamiento de gente. Vecinos, curiosos. Policías. Ver vecinos, curiosos o policías por separado ya suele ser lo suficientemente malo, una traumática experiencia. Pero juntos, qué se podía esperar.
Había un par de periodistas de un noticiero, una chica con un micrófono en la mano, un tipo con una cámara cubriendo la noticia. El asunto era qué noticia.
–¿Qué pasa? –le pregunté al portero que no terminaba de decidir si le molestaba tanta gente en la puerta del edificio, o si mandar un mensaje por celular para que alguien lo viera aparecer en televisión.
–El del séptimo B –dijo, con su chaqueña inexpresividad que venía de los indios wichis, de la mismísima Pacha Mama, de un ancestral retraso madurativo tal vez–. Se suicidó.
Me hizo un gesto con la mano como de zambullida, de alguien que se había tirado por la ventana a ninguna pileta.
–No, no puede ser –dije, y lo miré. Para ver si se reía, pero no se reía, nadie se reía. La presencia de la muerte suele quitarle la gracia a tantísimas cosas.
Lo miré porque el portero sabía perfectamente, tan perfectamente como yo sabía, que el del séptimo B era yo.
–No era un mal chico –la vecina del quinto, con su perro salchicha de agudos ladridos–. Muy reservado y respetuoso. A mí siempre me preguntaba cómo estoy, me saludaba bien.
–Traía mujeres –dijo otra señora, mi vecina del séptimo A, que tenía al marido en silla de ruedas–. Y tomaba mucho. Yo veía las botellas en la basura, no es que me interese, pero tomaba. Whisky, principalmente. Y vino. ¡Lo que debía gastar ese tipo en vino!
La policía recababa información sobre los hábitos del fallecido. Sí, vivía solo, sí, trabajaba, lo veían salir de traje todas las mañanas, no, no tenía mascotas ni se le conocían episodios de violencia doméstica.
Al parecer se había suicidado, me había suicidado, arrojándome por la ventana. Había caído en el patio del primer piso. Una señora que escuchó un grito había llamado a la policía.
Ya sé, estoy soñando, pensé. Ahora me voy a despertar, he visto películas parecidas.
Pero no, no me despertaba. La gente seguía diciendo cosas no demasiado favorables sobre mi persona. Vendía droga, estaba en la droga, seguro, dijo uno. No te hablaba en el ascensor, se creía superior, siempre con un libro en la mano, dijo una piba. No tenía lavarropas, dijo una mujer, muy seria, para que el resto tomara conciencia. Si alguien no tenía lavarropas, si alguien llevaba la ropa a lavar al laverap bueno, algo muy malo tenía que suceder con esa persona.
Me acerqué a un policía.
–¿Puedo ver el cuerpo? –Pregunté.
–Sí –dijo–. Tenemos que hacer un reconocimiento y es mejor acá, antes que lo lleven a la morgue. ¿Usted lo conocía?
Hice una pausa para ver si me despertaba pero no me despertaba. Fuimos al patio del primero con dos policías. Levantaron la sábana con la que habían cubierto la cabeza del muerto.
–Sí –dije. Ahí estaba yo, muerto, inmóvil. Con el cuerpo algo retorcido y un curioso rictus en el rostro–. Era un buen tipo, me caía bien.

30.12.24

Obsolescencia controlada


–Si hay algo que me revienta –dije–, algo que muestra que está todo podrido, que el mundo no da más, es la obsolescencia controlada.
–Eh –dijo ella.
–Sí –seguí–. Esa es la clave. Lo que deja en evidencia que el capitalismo es una trampa. Las bases, los cimientos del sistema, están podridos. Nada bueno puede ser construido cuando uno se basa en la mentira, en el engaño. Cuando te das cuenta que una lamparita está hecha de determinada manera para que comience a fallar, o que un desodorante en barra está puesto en un estuche que hace que se desperdicie, no sé, el último once por ciento. A propósito, para que tengas que comprar más. Y lo mismo ocurre con la puerta de los automóviles, con los interruptores de la luz, con la forma en que se colocan los tornillos en las sillas o el material empleado para hacer neumáticos. Todo está hecho a sabiendas para gastarse, para fallar. La génesis del sistema se apoya en el engaño, en la mentira. Obsolescencia controlada.
–Sí, puede que tengas razón –dijo ella–. Aunque tampoco sé muy bien por qué me decís todo esto. Digo, ahora, acabamos de coger.
–Es que no puedo creer lo arruinada que estás –dije–. Lo tuyo realmente es caída libre, después te quejás que no se me para.

*para estas fechas, es de lo más normal, el universo entero parece llenarse de pelotudos con mensajes más o menos edificantes. alguien tiene que compensar. saludos.

20.12.24

Exit sin o


Ella me dijo ‘tenemos que hablar’ y cuando una mujer te dice ‘tenemos que hablar’ es para despedirse. En realidad no ‘tenemos que hablar’, se trata de ella, ella quiere hablar, decirte por qué la relación no va más. Y la relación no va más por vos, claro que por vos, es fundamental que lo que sale mal en cualquiera de sus formas, en cualquiera de sus manifestaciones, sea por culpa de otro. Porque si la cosa que no anduvo, o que anduvo pero dejó de andar, si lo que no va más es por culpa del otro bueno, entonces cuando ella se despida habrá terminado con la presencia del otro y ahí sí podrá seguir de algún modo, ella, con ella, con su vida. Si la culpa no fuera del otro, si la culpa fuera de ella y ella se fuera con ella, entonces el problema no estaría resuelto, la situación sería mucho más compleja.
Así que me cita en un bar cerca de la facultad, la facultad donde está estudiando algo, algún posgrado de lo más importante con la cual sin dudas hará que el mundo sea un lugar mejor. Supongo que tratar que el mundo sea un lugar mejor es algo que todos queremos, aunque cada uno a su manera y ahí la cosa se complica.
Llego, me siento, es temprano, pido un café. Llega ella apurada, nerviosa, con el cabello mojado. Lleva además de la cartera una bolsa con libros, papeles, apuntes. Se sienta, deja sus cosas, o al revés. Primero deja sus cosas, después se sienta. Apoya el celular también, sobre la mesa. Por si recibe un wasá, por si la llama alguien. Lo importante es estar conectado, si permanecés seis minutos sin chequear un mail, sin mirar una pantalla de una computadora o el teléfono bueno, te morís. O no te morís pero desaparecés, dejás de existir. Lo virtual ganó la batalla sobre lo real, estar conectado es tu aire y tu alimento. Así se vive, signo de los tiempos diría el Prince.
–Bueno –intenta sonreír, se pasa una mano por el pelo como si acomodara un mechón de cabello detrás de una de sus fantásticas orejas–. Ya sabés lo que te quiero decir, Juan. Creo que lo nuestro no va más, deberíamos tomarnos un tiempo para ver cómo nos sentimos y…
–Mirá Adriana –la interrumpo, levanto un índice pero no mucho, queda, el índice, mi índice, entre nosotros, a la altura de mi esternón, quizás un poco más abajo–. Sería bueno que me digas algo, pero algo interesante. Quiero decir, es preciso que sepas que me han dejado muchas veces. Y por lo general las mujeres que han estado conmigo, la verdad que no tenían gran cosa para decir mientras estaban conmigo y bueno, tampoco tenían mucho para decir durante la despedida. Dos o tres imbecilidades de rigor, media foto, varios reproches, quizás el recuerdo de un amanecer compartido. Y la verdad que me gustás, no sé, cómo te acurrucás para dormir o la forma en que sostenés la taza de café con leche con las dos manos como si estuvieras bebiendo una pócima, un brebaje, esas cosas. Así que por favor te pido que si me estás dejando trates de decir algo original, así me quedo con un buen recuerdo de vos. Te pido por favor que no lo arruines, dejame bien.

10.12.24

Formas de ver


Cada tanto viene alguien, aparece alguien en la calle o en un bar o en la cola del supermercado. Alguien que me conoce, eso dice. Alguien que fue a la primaria o a la secundaria conmigo, alguien que me vio levantar la mano en la facultad y decir algo. Alguien que jugó al ajedrez o al waterpolo conmigo o contra mí. Alguien que me vio agarrarme a trompadas en Villa Gesell contra varios, alguien que leyó algo que yo escribí.
Y la persona que me habla sonríe, recuerda algún atributo de mi persona, mi manera de decir las cosas o de beber. Recuerda algo, algo mío, algo que era genial.
Pero cuando yo consigo recordar lo que me dice, la situación, lo que sea que me describen. Bueno. Lo que recuerdo era mi tristeza y mi angustia de saber que nada tenía el menor sentido, yo tuve la crisis de los cuarenta a los once años, la certeza de saber que mi fracaso era inevitable.
Nada de lo que me cuentan tiene el menor punto de contacto con cómo me sentía, lo que me pasaba, cómo lo viví.
Te lo digo por si te parece que lo estamos pasando bárbaro, no sé, lo bueno que es estar juntos. Los momentos compartidos.

30.11.24

Método


Estaba triste, estaba mal, venía en caída. Me habían echado del laburo que igual era una mierda, Mónica me había dicho que necesitaba tiempo para pensar, se volvió al pueblo donde vivían sus padres. Así todo, la sola posibilidad de tener que decirle a la piba de la fiambrería que quería doscientos gramos de salame me daban ganas de llorar.
Decidí que iba a escribir. Había leído que Woody Allen decía que escribía dos carillas por día durante noventa días, y entonces tenía el guión de una película. Había leído que Martin Amis había dicho que mientras todos sus compañeros de curso se preparaban para escribir la gran novela, o la obra de teatro que revolucionaría el arte moderno, él se sentaba a las seis de la mañana y escribía una hora.
Empecé a ir a un bar. A las ocho de la mañana, me compré un cuaderno y un par de biromes. Dije ‘me voy a sentar de lunes a viernes, una hora’. Iban a ser, ponele, doscientos cuarenta días, a dos carillas por día, bueno. Después de limpiar, corregir, quitarle la grasa. Ver lo que quedaba.
Nada. Me sentaba en el bar, abría el cuaderno, pedía un café y una medialuna de grasa, al mes siguiente un cortado y una medialuna de manteca. A los pocos días pensé ‘con una carilla por día también está muy bien’.
Nada, cero, kaputt. Ni un miserable párrafo, ni una oración. De mi mente no surgía una palabra.
Pasó el año. El cuaderno se había gastado un poco de tanto llevarlo en la mano. Había perdido algunas biromes y había comprado otras. El mozo me conocía, me saludaba.
Y entonces me di cuenta que no iba a escribir nunca nada. No sabía escribir, no quería escribir, no tenía nada para decir. Pero vivir también era desayunar, tomar un café con leche en invierno, ver por un instante el humito saliendo de la taza. Esas cosas.

20.11.24

La velocidad del sonido


No soy ingeniero en aeronáutica, es más, no soy ingeniero en nada y más aún, no soy muy bueno con las matemáticas, con las ciencias denominadas ‘duras’ en general.
Pero hay una velocidad, entre los mil kilómetros por hora y los mil cien, no tengo precisión en la materia, ya lo dije. Hay una velocidad, entonces, decía, que es conocida por todos, los que entienden y los que no, como ‘la velocidad del sonido’. Pasada esa velocidad las cosas cambian, podríamos decir que cambia todo. Porque es una velocidad, esa marca en el cielo, es la que deja de un lado lo subsónico y del otro lado, lo supersónico.
Mundos diferentes si los hay. Afectados por diferentes leyes científicas podríamos decir, por qué no naturales. Cambia la intrínseca naturaleza de las cosas, las propiedades. Lo que es importante de un lado deja de ser importante del otro. Lo que funciona en un campo deja de funcionar, sí claro, en el otro. Un avión subsónico para hacerla corta, en una velocidad supersónica se desintegraría. Como si sacáramos a un pez de su pecera y lo pusiéramos en otra pecera pero llena de vino. El pez, por decirlo técnicamente, no funcionaría.
Lo mismo sucede analogía mediante con el dinero, con la plata. La guita.

10.11.24

Cuenten conmigo


En la esquina. De la avenida. Espero que el semáforo cambie de color. Espero que suelten los autos como si de una carrera de galgos se tratara. Y empiezo a cruzar bien despacio. Sin mirar claro, para el lado de los autos. Miro para arriba o para abajo, son diferentes clases de asfalto. Hay frenazos, gritos. Furibundas puteadas.
Veo un perro, un perro vagabundo bigotudo, aturdido, asustado. Lo llamo, vení loco le digo, qué te pasa, enfocamos nuestras miradas. Cuando se acerca agachando la cabeza un poco, moviendo apenas la cola, inseguro, me incorporo y le doy un tremendo patadón, lo engancho en las costillas, de costado. El perro lanza un lastimero aullido y casi parece que va a llorar pero los perros no lloran, con lágrimas digo. Se aleja rengueando.
Veo a una señora bastante mayor. Viene de la verdulería o de la frutería o ambas cosas. Camina con lentitud, lleva un par de bolsas en cada mano. Asoma de una de las bolsas, un paquete de acelga. En otra bolsa se distinguen peras, varios pomelos, duraznos. Me acerco sigiloso, por detrás. Rasgo el nylon de una bolsa, de un tirón. Le cuesta a la mujer permanecer de pie, conservar el equilibrio. Cae una bolsa. Ruedan los duraznos. Oigo los sollozos de la mujer mientras pisho contra un árbol.
Sé perfectamente desde hace tiempo que el mundo es una rotunda mierda. Me parece que debo hacer mi aporte, colaborar.