30.8.24

Para finalmente cambiar tu vida


Años y años de gente sufriendo, el tema que atormenta a casi todos, la sociedad que no puede evitar asociar la delgadez con la felicidad como si eso fuera cierto. El tema de las dietas.
Te explico lo que hay que hacer. El método definitivo. La solución al problema.
La duración del tratamiento es treinta días. Para cambiar tu vida.
Acá viene la parte técnica, instrumental, los detalles.
Durante diez días, durante los primeros diez días, vas a comer en el desayuno un tubo de pringles y una lata de coca cola. Podés elegir el tubo de pringles del gusto que sea de tu interés. Pero el sabor original, las rojas, está muy bien. La coca cola debe ser la roja, ni zero ni light ni nada por favor, ni se te ocurra.
Eso. Cuando te levantás a la mañana, desayunás un tubo de pringles y una coca cola de lata y te vas a trabajar, lo que sea que hagas con tu vida. Nada más, durante el resto del día, nada. Podés tomar agua eso sí, a lo sumo un té. Podés fumar dos o tres cigarrillos por día sin problemas, lo más bien.
Hacés eso, durante diez días.
Luego de los diez días, viene la segunda fase. Lo que podríamos llamar ‘fase 2’.
Ahora pasás a comer el doble. Dos tubos de pringles, dos latas de coca cola. Durante el desayuno. Diez días. El resto del día no comés nada más. Agua, té, un cafecito si precisás. Diez días.
Y luego viene la fase 3, diez días más. Los últimos diez días.
Ahora bajás a la mitad. La mitad del comienzo, medio tubo de pringles, media lata de coca cola. Diez días.
Listo. Eso es todo. Treinta días en total, fácil de entender.
No, no sé si vas a bajar de peso. Pero te vas a sentir distinto, te vas a quedar pensando cosas que nunca pensaste. Eso te lo puedo asegurar.

20.8.24

Salita azul


Qué querés que haga, me acordé y la cuento como me sale, como me viene a la mente. Podés considerarlo un homenaje porque el pibe murió, alguien me vino a contar que el pibe murió. Debe ser por eso.
Trabajaba, yo, en una oficina. No quiero contar mucho de qué trabajaba pero si querés podés decir que era en el sector financiero. Tenía la fuerza de un toro, yo, me había cansado de ser pobre y quería subir en la pirámide hecha de la mierda más pura, cosas que pasan.
El asunto, lo que me quiero acordar, cerró una empresa del grupo donde trabajaba, y como yo venía siendo un empleado correcto, en lugar de echarme me pasaron a otra empresa del mismo grupo. Y como yo encima había mostrado ciertas capacidades dentro de las finanzas, bueno, me pasaron a otra empresa y me pusieron de jefe.
Y en el sector que me ponen de jefe había tres tipos, pero había uno, P. que creía que le tocaba, le correspondía ser jefe a él. Así que le caí mal desde el principio, éramos muy jovencitos todos, menos de treinta años, te creés que te comés el mundo, o que otro no te deja comerte la porción del mundo que te corresponde y no lo podés creer. Después, cuando pasa el tiempo y te venis grande, si tenés suerte vas a entender aquella maravillosa frase de Lily Tomlin creo: el problema con una carrera de ratas es que aún si ganás, seguís siendo una rata. Se refería a Hollywood, supongo, la estimada Lily. Pero se aplica a cualquier oficina, en fin.
El asunto es que el pibe, P., se puso mal de ver que le traían a un jefe de afuera. Y como yo estaba lanzado a conseguir algo parecido a mi progreso personal, bueno. Me di cuenta que el pibe me trataba de complicar las cosas y lo empecé a maltratar un poco. Y yo era bueno en eso, además de ser bueno en mi trabajo. Así que el día a día era una mierda y todos la pasábamos lo peor posible y eso era lo más normal del mundo.
Y el tema fue que un día nos había venido a ver mi jefe, un tipo importante dentro de la organización, y vino de visita con el dueño de la organización, que era entre otras cosas un banco.
Vinieron de recorrida y me estaban consultando sobre un tema y yo le dije a P. algo como ‘bueno, entonces fíjate la variación de los fondos del año pasado’, o ‘Fijate por qué no hicimos las ventas en descubierto la semana pasada’, o cualquier cosa por el estilo. Y entonces el pibe, P., se dio cuenta que no podía responder lo que yo le estaba preguntando, y que por no poder responder lo que le estaba preguntando estaba quedando mal conmigo que era su jefe, y con mi jefe, y con el dueño del banco, todo al mismo tiempo y a la vista de cinco o siete personas más.
–Pero no puedo hacer eso –dijo P. –. No tengo las herramientas.
Acá estamos en la parte de la historia que quería contar.
Yo tenía algo, quizás por haber querido ser escritor, no sé, algo relativo a la facilidad de palabra. Solía decir alguna que otra cosa original o divertida, me salía naturalmente.
–Si tuvieras las herramientas no sería trabajo. Sería salita azul.
Eso dije, delante de todos, delante de mi jefe y del dueño del banco. Eso le dije a P. que sólo atinó a volver a su escritorio y tratar de esconderse detrás del monitor mientras la gente se reía. Porque si le va mal a otro hay que reírse, porque para eso son las oficinas.
El asunto es que pasó el tiempo, pasó la vida podríamos decir, P. se fue del trabajo, yo también seguí mi camino. Y hoy a la mañana estaba en el supermercado y me saludó un tipo que trabajó con nosotros. Nos acordamos de tal o cual cosa y me dijo ‘che, no sabés, murió P.’. Y me contó que a P. se le había desatado una enfermedad de las más terribles, ultraviolenta, que se lo llevó en seis meses. Estaba casado, tenía tres hijos, le gustaba mucho hacer asado, jugaba al fútbol los miércoles con sus amigos.
Entonces me acordé la vez que me dijo que no tenía las herramientas. Y yo te pido disculpas con estas precarias palabras, P., por lo mal que te traté aquella vez, y porque la vida se encarga de recordarnos de muy mala manera lo lindo que era, las ganas que tenemos todos de volver a salita azul.

10.8.24

Todos tenemos un don


Quizás se te escapó viendo breaking bad por quinta vez o leyendo la condorito, no sé cuál es tu situación mental y tampoco me importa. Lo mismo da.
Pero hubo una pandemia. O quizás deba decir hay una pandemia, no, de boludos no, esa pandemia es eterna. El covid podés llamarlo, o facundito, llamálo como quieras. Puede ser una gripe mitad chancho mitad pollo, en fin.
Se habla de eso, la gente se muere además y eso desde ya es tan triste, pero se habla todo el día de eso, en las noticias. Cierran los aeropuertos, te obligan a ponerte una bombacha usada en la cara para entrar al supermercado a comprar doscientos gramos de salchichón y entonces el chino dice ‘non tendo’, como decía siempre, pero ahora non tendo tiene muchísima más fuerza, significa mucho más.
No, ya sé, todavía no dije, nada, no es eso lo que quería decir, adonde quería llegar.
Hay una pandemia entonces, se vino el fin del mundo y quedó al descubierto lo peor de nosotros, hay vecinos que denuncian a un vecino porque dicen que trabaja de enfermero en un hospital y va a traer la peste, del hospital, a sus preciados departamentos de dos ambientes contrafrente donde tienen colgadas unas simpáticas grullas de papel que aprendieron a hacer con un tutorial, origami. Y entonces le pintan la puerta, al vecino, le escriben ‘asesino’ o ‘te vamos a matar’, mientras en la puerta de al lado hay un vecino, otro vecino, que se masturba viendo pornorgrafía infantil pero a ese no le dicen nada porque ese saluda en el ascensor y dice ‘qué caro está todo’ o ‘qué país le vamos a dejar a nuestros nietos’, y toca el botón del ascensor con los dedos pegoteados de esperma y mermelada de arándanos que usa especialmente para meterse los dedos en el culo.
El asunto es que hay una pandemia y nadie quiere morirse porque después que te morís parece que no podés seguir viendo programas de preguntas y respuestas por televisión ni partidos de fútbol de la Cadorna Champions Melba International Ligue, y eso es tan triste.
Pero en medio de lo impensado, de la tristeza y el miedo y el dolor, hubo gente que aprovechó para hacer algo con sus vidas. Quizás viendo que debían aislarse de tantas tareas que antes consumían la mayor parte de su tiempo, quizás para no enloquecer. Como la flor de loto que aparece en medio del barro más infecto y tiene una deliciosa fragancia.
Entonces hubo gente, personas que aprendieron finalmente a tocar el acordeón, o decidieron comprarse un perro y llevarlo a pasear, o dedicarse a estudiar matemáticas o python y encontraron no sé, que las criptomonedas podían cambiar sus vidas o que podían hacerlos parecer interesantes diciendo varias veces en medio de cualquier conversación la palabra ‘blockchain’. Hay maravillosas historias así.
Te cuento que hice yo.
Empecé a comer empanadas. Al mediodía. Bajaba a dar una vuelta y al principio estaba todo cerrado, pero encontré una panadería. Y te atendían sin dejarte pasar, vos estabas en la calle y le gritabas a una piba que estaba detrás de un mostrador, con guantes quirúrgicos y una cofia en la cabeza. Entonces descubrí que las panaderías, la mayoría, también venden empanadas.
Empecé a comprar empanadas en cualquier panadería que encontrara en mi camino, porque bajaba a caminar, aunque fuera veinte minutos para mover las piernas. Para no volverme loco.
Y luego, a los seis meses, ya tenías rotiserías abiertas también, y las rotiserías también venden empanadas. Y después estaban las casas de empanadas propiamente dichas, que oh casualidad no me los vas a creer, venden empanadas. Y las pizzerías claro.
Así que estuve tres años comiendo empanadas al mediodía, eso es lo que hice durante la pandemia. Y entonces me sucedió, porque el conocimiento llega de las más variadas formas, de las más extrañas maneras, que desarrollé una capacidad, un don.
Vos me das una empanada de cualquier lado, de la capital federal, vas y comprás empanadas y traés las empanadas a mi casa. Y yo me vendo los ojos, doy dos mordiscos, lo que equivale a decir que como media empanada. Unos treinta segundos ponele, y te digo de qué negocio es. La empanada.
Listo, eso es todo. Tengo una efectividad del 98%. En empanadas de carne mi efectividad es del 100%, pero en jamón y queso o queso y cebolla bajo un poco. La gente no lo puede creer, vienen amigos y hacen la prueba de alejarse de mi barrio, van a una panadería de morondanga no sé, en floresta. Pero yo no fallo. Toco la empanada, como si la sopesara por un instante en una mano, luego la muerdo, dos mordiscos. Cierro los ojos. Y te digo de dónde es la empanada, de qué negocio es.
¿Cómo? Ah, claro. Vos querés saber la utilidad de mi don. Para qué carajo sirve lo que hice, la facultad que me llevó dos años desarrollar.
Mirá no sé. Tenía hambre.

30.7.24

Algo relacionado con el uso excesivo de la fuerza


Te tengo que decir algo fuerte, es difícil, son temas de una profundidad tremenda y quizás no estás preparada. Sí sentate si querés, pero no pichona, dejar qué, cómo te voy a dejar si sos lo mejor que me pasó en la vida. Me levanto a la mañana cuando te quedás a dormir y no lo puedo creer, te veo ahí al lado mío durmiendo con el flequillo sobre la frente y me dan ganas de arrodillarme al lado de la cama y rezar, decir una plegaria de agradecimiento.
¿Qué? Ah, sí, que te iba a decir algo importante, bueno, sí, ahí vamos.
Mirá, no me gusta que me chupen la pija.
Nooo, pará, no te pongas así. Qué puto ni que no puto, si a los putos también les gusta que les chupen la pija, pero por tipos supongo y entiendo. No tiene nada que ver con lo que estamos hablando.
Es un tema técnico, no, ya te dije que no. No tiene nada que ver con vos, no hiciste nada mal, no me lastimaste. ¿Me dejás hablar?
El tema es así, me gusta que me chupen la pija, claro que me gusta que me chupen la pija, me encanta que me chupen la pija, quedate tranquila. Pero acá viene la cuestión, no tanto que me la chupen. Que la tengan en la boca se podría decir.
Es una diferencia no menor y para nada sutil, porque la gente tiene mucha pornografía encima, supongo que es el signo de los tiempos. Entonces vos vas y te prendés a la pija como una garrapata y empezás a cabecear como un oso hormiguero succionando como si tuvieras que raspar el fondo del tarro donde quedó la última cucharadita de miel de la vida misma.
Pero no, eso me incomoda un poco y quizás en parte me intimida, no es lo que yo preciso. Lo que me gusta, lo que me sirve a mí, es que la pija, mi pija, descanse. Descanse en una boca, en tu boca claro, porque la pija descansa y se siente muy cómoda, es un estímulo placentero pero no excesivo. Y sí claro, hay un crescendo, puede haber algún ínfimo movimiento de la parte receptora que serías vos, o que el portador de la poronga, de la pija propiamente dicha o sea yo, en algún momento acelere un poco de algún modo, intensifique el contacto de la herramienta dentro del recipiente por decirlo así buscando el resultado por todos conocido.
O sea, en algún momento algo, la plácida criatura descansando en el líquido amniótico de la vida misma si nos ponemos poéticos, despertará, abrirá los ojos, y es probable que con algunos movimientos no demasiado efusivos eyacule como un chancho pecarí, como un maldito mono carayá. Adentro de tu boca, claro.
Y eso es todo lo que tenés que saber por ahora. Y puede que no haya sido así desde siempre, desde muy jovencito ahora que me lo preguntás y que lo pienso. Lo importante es que quizás como en tantos otros órdenes de la vida no haga falta que te exijas tanto, no es necesario hacer gran cosa. La experiencia resulta de lo más satisfactoria sin que sea preciso tan elaborado esfuerzo. Sucede igual.

20.7.24

Tantos Rodolfos


Pasa algo, nada genial desde ya, hace rato que no me suceden cosas geniales. Las cosas geniales pasan hasta los treinta años, treinta y cinco como mucho. Lo que queda después bueno, fatiga de materiales, decadencia y caída. Podríamos decir, la vida.
En fin. Tenía que reunirme con uno por un tema, un tema de laburo, pero después de la pandemia el laburo ya no es lo que era antes, demos gracias a Dios por eso. Quiero decir, ya no es necesario que las reuniones sean en la oficina, uno puede tener algo de libertad ambulatoria, reunirse en cualquier lado.
Y eso hago, cito a A. en un bar de chacharita, por lacroze, a las 11 de la mañana.
Camino un poco, llego antes, hace frío pero el bar tiene mesas sobre la vereda y una especie de carpa de nylon que no protege de nada pero para el viento. Y la gente se sienta adentro del local, claro, porque es más calentito o para agruparse. Y yo me siento afuera entonces, claro también.
Eso es todo o casi todo lo que tengo para contar, lo que quiero contar, ya llego.
Llega una mujer. O no llega, la traen, porque está en silla de ruedas. Es muy mayor, la mujer, se nota que le han cepillado un poco el pelo hacia atrás, entre blanco y gris. Tiene manchas, esas manchas tan características que te deja el paso del tiempo en el rostro, en las manos. La trae una enfermera. La enfermera es realmente un mamut, una mujer de más de cien kilos que bufa y resopla mientras corre una silla para poner directamente la silla de ruedas, con la mujer, a la mesa. Afuera claro, porque es más cómodo. La enfermera, que es realmente una heladera de dos puertas y lleva un uniforme azul y un pulover, acomoda a la mujer y se sienta a su lado, ambas frente a mí.
Viene a atenderlas un mozo, chiquito, con barbita candado y el cabello imitando el corte de algún jugador de fútbol. Es muy afeminado y excesivamente amable. Le dicen que todavía no le van a hacer el pedido porque están esperando a alguien. El chico se va, la mujer saca un celular de su abrigo e intenta parecer mundana y desenvuelta, pero se nota que apenas puede manipular el pequeño artefacto. Le tiemblan las manos. La enfermera ha sentado a la mujer en el bar, ése era su encargo, y se desentiende por completo. Está aburrida, de la vida y de la mujer y de su trabajo. Mira su reloj.
Mientras tanto pasa gente, por la calle. Gente que sale de una verdulería con alcauciles y zanahorias, chicos con gorritas con visera y miradas ávidas que buscan algo para robar, suenan las bocinas de los automóviles. La ciudad se ha vuelto la mierda más pura o quizás fue siempre así pero yo no me daba cuenta porque estaba ocupado o entusiasmado con algo que no consigo recordar. Pienso en eso.
Llega entonces el otro invitado. Es un hombre mayor, mayor todavía que la mujer que lo aguarda, y en silla de ruedas también. Tiene las venas muy azules marcadas sobre un cráneo que parece un huevo a punto de romperse y yo no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando eso suceda. Le han puesto un buzo polar que le queda grande, y el hombre tiene las manos sobre el regazo. El buzo es color verde botella, reconozco la marca por el logo de una suerte de montaña.
Al hombre lo trae otro hombre, otro enfermero o cuidador, debe tener unos cincuenta años y tiene bigote, algo de rulos, nada en él llama excesivamente la atención.
El cuidador hace de maestro de ceremonias, saluda a la mujer con una sonrisa excesiva y un beso en la mejilla.
–Cómo está, Rodolfo –dice la mujer.
–Bien, Rosita, bien, me duelen las rodillas de tanto subir al podio –dice Rodolfo, mientras corre otras sillas para acomodar al hombre que ha traído. El hombre en silla de ruedas debe ser un familiar de la mujer, quizás un primo, quizás un hermano.
Y yo que no tengo nada para hacer mientras espero que venga la persona que debo ver, presto atención y sé que me molesta Rodolfo. Me molesta su bigote y su ropa ordinaria y las boludeces que dice, veo claramente que el hombre se ha ido yendo a pique y no le ha quedado otra alternativa que trabajar de enfermero o cuidador de ese pobre viejo.
Vienen a tomarles el pedido, otra vez.
–Bueno –dice Rodolfo–, vamos a pedirle a mi amigo un asado con papas fritas…
Se ríe, Rodolfo, y se ríe Rosita. El hombre que ha traído Rodolfo no se ríe, tampoco gesticula. Es evidente que su situación vital es mucho más comprometida, además de la edad. Ha debido tener un ataque o algo que lo ha dejado prácticamente incapaz de moverse.
Me entra un mensaje al teléfono, A. me avisa que va demorado, que va a tardar como media hora. Corto, puteo un poco, miro el tráfico.
Y entonces pasa algo. Vuelvo a prestar atención a la mesa, a la mujer que mira a su primo o a su hermano y que apenas puede probar su café con leche, al paquidermo que bufa y mira su celular y espera que se pase el tiempo, al pobre hombre que no puede mover ni sus pies ni sus manos y que está mucho más cerca del reino vegetal que del animal.
Y ahí está Rodolfo, contando algún chiste de hace más de treinta años que le contó el mismísimo facha martel, acercando la taza de café con leche a los labios del pobre hombre que babea, limpiándole la cara con una servilleta, riendo, gesticulando, contando una anécdota de una pelea de mano de piedra durán, sosteniendo como puede los frágiles piolines de esa mesa que se derrumba, tratando que parezca una reunión normal, familiares que se encuentran porque se quieren ver y tomar algo.
Y por un momento quizás recuerdo los últimos versos de ‘los justos’, y sé que Rodolfo está haciendo lo que puede por salvar al mundo y me dan ganas de pararme, de ir hasta la mesa y pedirle diculpas y abrazarlo y decirle ´gracias, loco’.

10.7.24

El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial


Mirá, fue de casualidad, así es como se producen los descubrimientos. Me estaba cogiendo a una francesa, o sea una piba de Francia que había venido a la Argentina a estudiar no sé qué. La verdad que la piba cogía con entusiasmo, con alegría, y para mí eso era más que suficiente. Me pedía que la lleve a comer a parrillas, a bodegones, y después íbamos a coger. Se levantaba a la mañana de buen humor, se bañaba pero no mucho, una enjuagada apenas, tomábamos un café y se iba fresca como un tomate. Alegría.
Y alguna vez haciendo tiempo para entrar a un cine o porque sí, habíamos entrado a alguna librería. Hubo un tiempo que fue hermoso, no, digo, hubo un tiempo en que yo creí que estaba destinado a ser el mejor escritor de la argentina, y eventualmente del mundo. Sabía que tenía una misión, la misión de contar, no sé, de escribir. Y durante esa época, es de lo más natural si querés escribir, leía. Compraba libros, iba a librerías.
Pero se me había ido pasando, la vida desde ya en general, y eso de escribir en particular. El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial, que no tenés nada para decirle al universo pero que aún así vas a tener que seguir viviendo. La vida que te va pasando la lija triple cero por las bolitas hasta que no podés más, lavarse los dientes, pagar el gas. En fin.
Y al haber pasado mi tiempo de escribir creí que había pasado también mi tiempo de leer, así que había dejado de ir a librerías.
El asunto fue que entré a una librería con la chica francesa, y A. me hizo un comentario. Me dijo algo como ‘acá, en esta librería, hay más libros de Foucault que en toda Francia. No sé qué carajo les pasa en Argentina’. No lo dijo exactamente así desde ya, lo dijo algo risueña y sorprendida y mechando un poco alguna palabra en francés que yo no entendía pero que sonaban hermosas. Pero eso fue lo que dijo.
Sí, no va a ningún lado lo que te estoy contando pero no me jodas, es mi manera de estar en el mundo, soy así. No, no tiene nada que ver con la tristeza de saber que uno no tiene nada para decir, que la vida no tiene ningún propósito en particular (el glorioso mantra de Richard Sylvester: hopeless, helpless, meaningless), ni con la chica francesa que terminó lo que tenía que hacer en la argentina y se volvió a Francia.
Pero el otro día estaba haciendo tiempo antes de entrar al laburo, pasé por una librería, me senté en un bar a tomar un café, me acordé de la chica francesa. Y ahí me di cuenta.
Me di cuenta que no hacía falta ni saber francés ni leer a Foucault, pero que se podía contestar prácticamente todo, cualquier pelotudez que te preguntaran. Usando los títulos, los títulos y nada más, de los libros de Foucault.

Ejemplo 1.
–Che, Juan, ¿vos qué opinás del matrimonio igualitario?
–Bueno –dije yo–. Ni apocalípticos ni integrados.

Ejemplo 2
–No tengo pastrón –dice el chino del supermercado, que además tiene la fiambrería o algo parecido a una fiambrería adelante, junto a la caja–. Pero tengo salchichón.
–Ay, maldito hijo del sol naciente –respondo–. Las palabras y la cosas.

Ejemplo 3
–La puta madre que te remil parió, Hundred –El tipo tiene barba candado y se peina con gel, debe medir más de un metro noventa, se lo ve atlético y enojado–, dice mi hermana que además de no llamarla nunca más, le quedaste debiendo guita.
–Vigilar y castigar –digo y enciendo un cigarrillo.

Listo, no hace falta más, creo que ya entendiste la idea. Lo interesante es que vos decis un título de algún libro de Foucault y la gente se queda pensando. Te lo digo porque lo tengo bien estudiado.

30.6.24

Sai Baba de Saladillo


Tenía que ir a un pueblo a visitar a un familiar, un tío que se había venido grande y estaba mal de salud. Era viudo mi tío Hugo, los hijos vivían en el exterior, no tenía a quién acudir.
No importa el pueblo, el nombre del pueblo, para el lado de Bahía Blanca a unos setecientos kilómetros de la capital.
Decidí arrancar temprano, a eso de las seis de la mañana, sino después la ciudad se volvía un infierno sin atenuantes, una melaza donde era imposible moverse, mucho menos pensar en estar apurado.
Ezeiza Cañuelas Lobos Saladillo. Entré a la estación a cargar nafta, debían ser los ocho de la mañana. Me entraron ganas de desayunar.
–Un café con leche –dije y agarré un alfajor del mostrador. Cuando le di la plata a la empleada le rocé sin querer, apenas, la mano. Me miró.
–¡Es él! –gritó, se desplomó de rodillas, alzó los brazos al cielo– ¡Es el Mesías!
Retrocedí un par de pasos del susto, con la bandeja con el café con leche en una mano. Había una mujer detrás de mí, baldeando el piso. Se ve que al retroceder la toqué.
–¡Estoy curada! –gritó, dejó caer el secador de piso– ¡Estoy curada por Dios bendito! –empezó a saltar y señalaba hacia el piso para que yo pudiera apreciar que ya no tenía ninguna dificultad en mover los pies.
–Bueno –dije por decir algo. Fui a sentarme a una mesa al fondo, contra el vidrio. Había dos o tres mesas ocupadas. Mastiqué mi húmedo alfajor, tomé un sorbo de café con leche.
Entró uno de los tipos que trabajaba en la estación, el que me había cargado nafta. Me señaló.
–¡Su auto se movió solo! ¡Tiene poderes! –Se sacó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Después se largó a llorar como un chico.
Quise levantar una mano como si me hubieran confundido con alguien, como si me estuviera disculpando, y tiré la cucharita al piso. Una mujer se acercó y levantó la cucharita que curiosamente, quizás por un efecto de luz, no parecía plateada sino de oro puro. La mujer sostuvo la cucharita en alto para que los demás presentes pudieran verla. Luego se arrodilló y puso la frente sobre mis atormentadas zapatillas.
–¡Ha llegado el hijo de Dios! Alabado seas.
Pensé en tomar el café con leche de un trago y salir corriendo como un loco, pero llovía fuerte. Se empezó a juntar gente, me miraban desde afuera a través del vidrio, un perro se alzó en dos patas y quedó así parado, sin apoyarse en nada, mirándome sin pestañear.
Supe que algo había cambiado, que no me iba a poder ir.