No era un impuesto, no era publicidad. Un papel, una hoja de papel pequeña arrancada de un anotador. El papel decía, con letra imprenta escrita con birome negra. Decía: ¡Forro!
Así empezó.
Al día siguiente, a la mañana bien temprano, otro papel. Pelotudo, decía esta vez.
No quise darle mayor importancia, tengo enemigos en el trabajo como todo el mundo. Aunque enemigos no es la palabra correcta, gente que no me quiere. Lo normal. Después hay vecinos, algún que otro vecino al que no le gusta mi cara o que quiere saber a qué me dedico, por qué llegaste a vivir donde vive él. Aunque donde vive él no sea gran cosa, igual el pobre tipo no lo puede entender. Alguna ex novia que llamaba por teléfono a cualquier hora para no decir nada, se quedaba del otro lado de la línea respirando. En fin.
Siguieron apareciendo los papeles dos o tres veces por semana. Las palabras se fueron transformando en una oración. ‘No servís para nada’, o ‘Sos horrible, horrible’, o ‘Dios te va a castigar, ya te castigó’. Variaciones por el estilo.
Me preocupé. Por la insistencia y porque llegaba la cuestión hasta la puerta de mi departamento. Necesitaba aclarar el tema.
Agarré el auto una noche. Fui a cenar. Después estacioné el auto enfrente del edificio, un poco en diagonal a la puerta. Me compré un café XL y me puse una gorrita con visera. Nada, nada de nada. A las cinco de la mañana subí, hecho moco de la cintura. Ningún papelito en ningún lado. Quedaba claro para mí que la amenaza no venía de la calle, de afuera. O me habían descubierto en mi burda tarea de vigilancia.
Al día siguiente me preparé para hacer lo mismo pero del lado de adentro. A las doce de la noche apagué todo, las luces, el televisor, y me senté en el living agazapado. Esperando escuchar el ascensor o pasos en las escaleras. Al menor ruido descubriría al agresor.
Nada. Nada de nada. A las cinco y media volví a la cama para tratar de dormir un par de horas.
A la semana siguiente volví a mi rutina y volvieron las notas. Sólo una línea, algo como ‘Fracasaste’, o ‘Sos un imbécil’, o ‘Das asco’.
Pero un día a la tarde, mientras me preparaba unos mates a la vuelta del trabajo, dejé de preocuparme. El entendimiento es algo bastante ajeno a la voluntad, como una movida de ajedrez que de pronto aparece de la nada y resuelve la partida. De dónde vienen los pensamientos creativos si antes no estaban ahí, dónde está la fuente.
No faltaba mucho para que me diera cuenta en medio de la noche que ahí estaba yo, de pie frente a la mesa, sacando una hoja de un anotador escondido en un cajón. Escribiéndome algo.