20.7.24

Tantos Rodolfos


Pasa algo, nada genial desde ya, hace rato que no me suceden cosas geniales. Las cosas geniales pasan hasta los treinta años, treinta y cinco como mucho. Lo que queda después bueno, fatiga de materiales, decadencia y caída. Podríamos decir, la vida.
En fin. Tenía que reunirme con uno por un tema, un tema de laburo, pero después de la pandemia el laburo ya no es lo que era antes, demos gracias a Dios por eso. Quiero decir, ya no es necesario que las reuniones sean en la oficina, uno puede tener algo de libertad ambulatoria, reunirse en cualquier lado.
Y eso hago, cito a A. en un bar de chacharita, por lacroze, a las 11 de la mañana.
Camino un poco, llego antes, hace frío pero el bar tiene mesas sobre la vereda y una especie de carpa de nylon que no protege de nada pero para el viento. Y la gente se sienta adentro del local, claro, porque es más calentito o para agruparse. Y yo me siento afuera entonces, claro también.
Eso es todo o casi todo lo que tengo para contar, lo que quiero contar, ya llego.
Llega una mujer. O no llega, la traen, porque está en silla de ruedas. Es muy mayor, la mujer, se nota que le han cepillado un poco el pelo hacia atrás, entre blanco y gris. Tiene manchas, esas manchas tan características que te deja el paso del tiempo en el rostro, en las manos. La trae una enfermera. La enfermera es realmente un mamut, una mujer de más de cien kilos que bufa y resopla mientras corre una silla para poner directamente la silla de ruedas, con la mujer, a la mesa. Afuera claro, porque es más cómodo. La enfermera, que es realmente una heladera de dos puertas y lleva un uniforme azul y un pulover, acomoda a la mujer y se sienta a su lado, ambas frente a mí.
Viene a atenderlas un mozo, chiquito, con barbita candado y el cabello imitando el corte de algún jugador de fútbol. Es muy afeminado y excesivamente amable. Le dicen que todavía no le van a hacer el pedido porque están esperando a alguien. El chico se va, la mujer saca un celular de su abrigo e intenta parecer mundana y desenvuelta, pero se nota que apenas puede manipular el pequeño artefacto. Le tiemblan las manos. La enfermera ha sentado a la mujer en el bar, ése era su encargo, y se desentiende por completo. Está aburrida, de la vida y de la mujer y de su trabajo. Mira su reloj.
Mientras tanto pasa gente, por la calle. Gente que sale de una verdulería con alcauciles y zanahorias, chicos con gorritas con visera y miradas ávidas que buscan algo para robar, suenan las bocinas de los automóviles. La ciudad se ha vuelto la mierda más pura o quizás fue siempre así pero yo no me daba cuenta porque estaba ocupado o entusiasmado con algo que no consigo recordar. Pienso en eso.
Llega entonces el otro invitado. Es un hombre mayor, mayor todavía que la mujer que lo aguarda, y en silla de ruedas también. Tiene las venas muy azules marcadas sobre un cráneo que parece un huevo a punto de romperse y yo no puedo evitar preguntarme qué pasará cuando eso suceda. Le han puesto un buzo polar que le queda grande, y el hombre tiene las manos sobre el regazo. El buzo es color verde botella, reconozco la marca por el logo de una suerte de montaña.
Al hombre lo trae otro hombre, otro enfermero o cuidador, debe tener unos cincuenta años y tiene bigote, algo de rulos, nada en él llama excesivamente la atención.
El cuidador hace de maestro de ceremonias, saluda a la mujer con una sonrisa excesiva y un beso en la mejilla.
–Cómo está, Rodolfo –dice la mujer.
–Bien, Rosita, bien, me duelen las rodillas de tanto subir al podio –dice Rodolfo, mientras corre otras sillas para acomodar al hombre que ha traído. El hombre en silla de ruedas debe ser un familiar de la mujer, quizás un primo, quizás un hermano.
Y yo que no tengo nada para hacer mientras espero que venga la persona que debo ver, presto atención y sé que me molesta Rodolfo. Me molesta su bigote y su ropa ordinaria y las boludeces que dice, veo claramente que el hombre se ha ido yendo a pique y no le ha quedado otra alternativa que trabajar de enfermero o cuidador de ese pobre viejo.
Vienen a tomarles el pedido, otra vez.
–Bueno –dice Rodolfo–, vamos a pedirle a mi amigo un asado con papas fritas…
Se ríe, Rodolfo, y se ríe Rosita. El hombre que ha traído Rodolfo no se ríe, tampoco gesticula. Es evidente que su situación vital es mucho más comprometida, además de la edad. Ha debido tener un ataque o algo que lo ha dejado prácticamente incapaz de moverse.
Me entra un mensaje al teléfono, A. me avisa que va demorado, que va a tardar como media hora. Corto, puteo un poco, miro el tráfico.
Y entonces pasa algo. Vuelvo a prestar atención a la mesa, a la mujer que mira a su primo o a su hermano y que apenas puede probar su café con leche, al paquidermo que bufa y mira su celular y espera que se pase el tiempo, al pobre hombre que no puede mover ni sus pies ni sus manos y que está mucho más cerca del reino vegetal que del animal.
Y ahí está Rodolfo, contando algún chiste de hace más de treinta años que le contó el mismísimo facha martel, acercando la taza de café con leche a los labios del pobre hombre que babea, limpiándole la cara con una servilleta, riendo, gesticulando, contando una anécdota de una pelea de mano de piedra durán, sosteniendo como puede los frágiles piolines de esa mesa que se derrumba, tratando que parezca una reunión normal, familiares que se encuentran porque se quieren ver y tomar algo.
Y por un momento quizás recuerdo los últimos versos de ‘los justos’, y sé que Rodolfo está haciendo lo que puede por salvar al mundo y me dan ganas de pararme, de ir hasta la mesa y pedirle diculpas y abrazarlo y decirle ´gracias, loco’.

10.7.24

El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial


Mirá, fue de casualidad, así es como se producen los descubrimientos. Me estaba cogiendo a una francesa, o sea una piba de Francia que había venido a la Argentina a estudiar no sé qué. La verdad que la piba cogía con entusiasmo, con alegría, y para mí eso era más que suficiente. Me pedía que la lleve a comer a parrillas, a bodegones, y después íbamos a coger. Se levantaba a la mañana de buen humor, se bañaba pero no mucho, una enjuagada apenas, tomábamos un café y se iba fresca como un tomate. Alegría.
Y alguna vez haciendo tiempo para entrar a un cine o porque sí, habíamos entrado a alguna librería. Hubo un tiempo que fue hermoso, no, digo, hubo un tiempo en que yo creí que estaba destinado a ser el mejor escritor de la argentina, y eventualmente del mundo. Sabía que tenía una misión, la misión de contar, no sé, de escribir. Y durante esa época, es de lo más natural si querés escribir, leía. Compraba libros, iba a librerías.
Pero se me había ido pasando, la vida desde ya en general, y eso de escribir en particular. El delicado momento en que descubrís que no sos tan genial, que no tenés nada para decirle al universo pero que aún así vas a tener que seguir viviendo. La vida que te va pasando la lija triple cero por las bolitas hasta que no podés más, lavarse los dientes, pagar el gas. En fin.
Y al haber pasado mi tiempo de escribir creí que había pasado también mi tiempo de leer, así que había dejado de ir a librerías.
El asunto fue que entré a una librería con la chica francesa, y A. me hizo un comentario. Me dijo algo como ‘acá, en esta librería, hay más libros de Foucault que en toda Francia. No sé qué carajo les pasa en Argentina’. No lo dijo exactamente así desde ya, lo dijo algo risueña y sorprendida y mechando un poco alguna palabra en francés que yo no entendía pero que sonaban hermosas. Pero eso fue lo que dijo.
Sí, no va a ningún lado lo que te estoy contando pero no me jodas, es mi manera de estar en el mundo, soy así. No, no tiene nada que ver con la tristeza de saber que uno no tiene nada para decir, que la vida no tiene ningún propósito en particular (el glorioso mantra de Richard Sylvester: hopeless, helpless, meaningless), ni con la chica francesa que terminó lo que tenía que hacer en la argentina y se volvió a Francia.
Pero el otro día estaba haciendo tiempo antes de entrar al laburo, pasé por una librería, me senté en un bar a tomar un café, me acordé de la chica francesa. Y ahí me di cuenta.
Me di cuenta que no hacía falta ni saber francés ni leer a Foucault, pero que se podía contestar prácticamente todo, cualquier pelotudez que te preguntaran. Usando los títulos, los títulos y nada más, de los libros de Foucault.

Ejemplo 1.
–Che, Juan, ¿vos qué opinás del matrimonio igualitario?
–Bueno –dije yo–. Ni apocalípticos ni integrados.

Ejemplo 2
–No tengo pastrón –dice el chino del supermercado, que además tiene la fiambrería o algo parecido a una fiambrería adelante, junto a la caja–. Pero tengo salchichón.
–Ay, maldito hijo del sol naciente –respondo–. Las palabras y la cosas.

Ejemplo 3
–La puta madre que te remil parió, Hundred –El tipo tiene barba candado y se peina con gel, debe medir más de un metro noventa, se lo ve atlético y enojado–, dice mi hermana que además de no llamarla nunca más, le quedaste debiendo guita.
–Vigilar y castigar –digo y enciendo un cigarrillo.

Listo, no hace falta más, creo que ya entendiste la idea. Lo interesante es que vos decis un título de algún libro de Foucault y la gente se queda pensando. Te lo digo porque lo tengo bien estudiado.

30.6.24

Sai Baba de Saladillo


Tenía que ir a un pueblo a visitar a un familiar, un tío que se había venido grande y estaba mal de salud. Era viudo mi tío Hugo, los hijos vivían en el exterior, no tenía a quién acudir.
No importa el pueblo, el nombre del pueblo, para el lado de Bahía Blanca a unos setecientos kilómetros de la capital.
Decidí arrancar temprano, a eso de las seis de la mañana, sino después la ciudad se volvía un infierno sin atenuantes, una melaza donde era imposible moverse, mucho menos pensar en estar apurado.
Ezeiza Cañuelas Lobos Saladillo. Entré a la estación a cargar nafta, debían ser los ocho de la mañana. Me entraron ganas de desayunar.
–Un café con leche –dije y agarré un alfajor del mostrador. Cuando le di la plata a la empleada le rocé sin querer, apenas, la mano. Me miró.
–¡Es él! –gritó, se desplomó de rodillas, alzó los brazos al cielo– ¡Es el Mesías!
Retrocedí un par de pasos del susto, con la bandeja con el café con leche en una mano. Había una mujer detrás de mí, baldeando el piso. Se ve que al retroceder la toqué.
–¡Estoy curada! –gritó, dejó caer el secador de piso– ¡Estoy curada por Dios bendito! –empezó a saltar y señalaba hacia el piso para que yo pudiera apreciar que ya no tenía ninguna dificultad en mover los pies.
–Bueno –dije por decir algo. Fui a sentarme a una mesa al fondo, contra el vidrio. Había dos o tres mesas ocupadas. Mastiqué mi húmedo alfajor, tomé un sorbo de café con leche.
Entró uno de los tipos que trabajaba en la estación, el que me había cargado nafta. Me señaló.
–¡Su auto se movió solo! ¡Tiene poderes! –Se sacó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Después se largó a llorar como un chico.
Quise levantar una mano como si me hubieran confundido con alguien, como si me estuviera disculpando, y tiré la cucharita al piso. Una mujer se acercó y levantó la cucharita que curiosamente, quizás por un efecto de luz, no parecía plateada sino de oro puro. La mujer sostuvo la cucharita en alto para que los demás presentes pudieran verla. Luego se arrodilló y puso la frente sobre mis atormentadas zapatillas.
–¡Ha llegado el hijo de Dios! Alabado seas.
Pensé en tomar el café con leche de un trago y salir corriendo como un loco, pero llovía fuerte. Se empezó a juntar gente, me miraban desde afuera a través del vidrio, un perro se alzó en dos patas y quedó así parado, sin apoyarse en nada, mirándome sin pestañear.
Supe que algo había cambiado, que no me iba a poder ir.

20.6.24

Acerca de los monos


–Dejame que te comente dos cosas –dije–. Lo vi por televisión en el canal de la National Geographic. Me gusta mirar la National Geographic, no sé muy bien por qué. Quizás me parecen más interesantes los animales que las personas, debe ser eso.
Este programa, el programa que te estoy contando, era sobre monos. Sobre chimpancés.
Primero hacían una prueba con dos chimpancés. Tenían a los dos chimpancés en la misma habitación. Agarraban a uno de los chimpancés, llamalo el chimpancé 1, y le hacían una prueba. Una prueba cualquiera, sencilla, imitar al humano que se tapaba la cara con una mano o se tocaba la cabeza, algo así. Cuando el chimpancé 1 cumplía la prueba, entonces le daban como recompensa una banana. Entonces agarraban al otro chimpancé, al chimpancé 2 que había estado presente durante la prueba del chimpancé 1, y le pedían que hiciera la misma prueba. Cuando el chimpancé 2 hacía la prueba con corrección, entonces le daban una uva. El chimpancé 2 esperaba un poco, pero no le daban nada más. Los asistentes que llevaban adelante la prueba se ponían a hablar entre ellos, se desentendían de los monos. El chimpancé 2, viendo que había recibido sólo una uva, enloquecía de furia.
La otra prueba. Sí, no te dejé hablar, ya termino. La otra prueba era que ponían a un chimpancé en la tierra, en el piso, cerca de un árbol, y le ponían cerca un racimo de bananas. Al otro chimpancé lo ponían arriba del árbol. Cuando el chimpancé que estaba arriba del árbol, después de curiosear un poco, empezaba a bajar del árbol, el chimpancé que estaba abajo hacía un sonido, una suerte de chillido. Los chillidos que hacía eran los que en el idioma de los chimpancés significan peligro, está por venir un león. El chimpancé que estaba por bajar del árbol escuchaba los chillidos y escapaba, volvía a subir al árbol. El otro chimpancé terminaba su banana y se comía otra y después otra más, tranquilo.
Lo que te quiero decir, lo que te digo, lo que te estoy diciendo, es que hasta para los chimpancés el mundo es injusto y lo perciben, y además están preparados para mentir de acuerdo a su conveniencia. Ahora sí querida, te escucho.

10.6.24

Hoy estoy así


Después de una experiencia traumática, después de un incendio que se llevó puesta tu casa o un divorcio donde tu mujer te dejó fotos de ella abrazada a la garompa de un senegalés, esas garompas como ramas de árboles azules que vos creías sólo eran posibles en las películas pornográficas. Después de una cirugía que te dejó con algún rasgo de invalidez, después de ser víctima de un asalto donde el ladrón hizo pis sobre tus hombros, mientras otro ladrón te apuntaba con un arma y antes de irse te gatilló en la cabeza y vos pensaste que ese clic era el último y definitivo clic, un clic que no podrás olvidar jamás, después de un viaje en avión donde el avión por lo que dura un minuto pareció rendirse, dejar de volar y vos sentiste que te caías, que eras perfectamente capaz de explicar la ley de gravedad que nunca entendiste en las clases de física del colegio secundario.
Después de una experiencia traumática decía, quedan no mucho más que variaciones de dos caminos.
Uno de los caminos es el rencor, el profundo fastidio, el odio en cualquiera de sus manifestaciones, el por qué a mí, el esto no es justo, yo no me lo merecía.
El otro camino es alegrarse que no te hayan arrebatado todo, que aún seas capaz de revolver el café con leche, que puedas ver un perro moviendo la cola, oír el mar, cosas así.
Ajustar las expectativas es una de las cosas más difíciles de hacer. Y tal vez mucho me temo, la única manera de seguir.

30.5.24

Qué te gusta


Para saber si estás deprimido/a, para saber si no das más, para saber si estás a punto de subir a la terraza y mirar para abajo como si fuera una posibilidad, lo que se debe hacer es bastante sencillo. O no es excesivamente complejo, por decirlo de otra forma.
Hay que sentar a la persona en cuestión en una silla, se le puede ofrecer un café, un té, un vaso de agua. Y se le pregunta, a la persona, se le hace una pregunta, una sola pregunta.
Ah, la pregunta, sí.
–Dígame qué le gusta.
Si la persona repregunta, por ejemplo, si dice ‘¿qué cosas o qué actividades?’.
Si la persona busca un cigarrillo y pregunta si se puede fumar.
Si la persona dice ‘¿Cómo? ¿Me repetís la pregunta? Estaba distraído, no escuché bien’.
Si la persona se alisa el pelo o se rasca la nariz o mira por la ventana haya o no ventana en la habitación. Si resopla o suspira.
Si la persona tantea con una mano para sentir, desde el tacto, dónde está su billetera o su teléfono celular.
En cualquier caso, si la persona no contesta en menos de nueve segundos sin dudar, sin subir el tono de voz, sin gesticular demasiado ni reírse, si la persona no consigue contestar de inmediato bueno. No, no importa si tenés la foto de tus hijos de protector de pantalla o si reservaste para la segunda quincena de Enero en Buzios, tampoco importa si te nombraron subgerente regional ni si vas al gimnasio tres veces por semana ni si tu último chequeo te dio que tenés los glóbulos rojos peinados con gomina. Tampoco importa lo que vas a decir, en esta preciosa ocasión no tiene importancia nada de lo que estás pensando.

20.5.24

No culpes a la iuvia


Llueve. Qué cagada. Porque son las ocho de la mañana, y llueve.
Tengo que aclarar un par de cosas. Me encanta la lluvia. Desde chico, desde siempre. La lluvia me parece genial, para nadar en el mar, para tomar whisky mirando por la ventana, para coger, para dormir, para caminar bajo la lluvia bien despacito, para acariciar a un perro que también se moja y no puede creer que alguien lo quiera acariciar y mueve la cola, para comer pizza casi tibia en la barra de dos o tres pizzerías que son todo lo que me interesa de Buenos Aires, para llorar.
Pero no me gusta la lluvia cuando tengo que ir a trabajar. Porque no me gustan los paraguas, no creo en los paraguas, pero tampoco creo en los pilotos ni en los sobretodos ni en las gabardinas. Soy demasiado grandote, si me pongo un piloto arriba del traje siento que no me puedo mover, que no te voy a poder tirar una trompada cuando me vengas a pedir dinero, que no me voy a poder ir corriendo cuando me digas que fuiste conmigo a la primaria, me pongo mal. Y tampoco puedo mojarme justo al ir a trabajar porque, precisamente, estoy yendo a trabajar. No es por mí, es por el traje, por los papeles que llevo, quiero cobrar, y uno de los requisitos para cobrar el sueldo es no aparecer arrasado por cualquier fenómeno climático. No transpirar demasiado en verano, no llegar tiritando en invierno. Parecer normal.
Llueve entonces, ya lo dije. Son las ocho de la mañana y llueve. Espero un poco pero es evidente que va a seguir lloviendo. Tengo que caminar cinco cuadras hasta el subte. Agarro el paraguas y salgo.
Camino media cuadra, menos, veinte pasos. Y para de llover. De un saque. Increíble. No cae una gota. Me voy a tomar un café a un bar. Pienso que voy a tener que cargar el paraguas todo el día y eso me hincha las bolas con locura. Es incómodo llevar algo que no sea un libro ni un cuaderno, moverse en el microcentro, molesta, si es que todavía en el microcentro existe algo que pueda molestar por encima de todas las molestias aún más.
Es fácil pienso. Vuelvo a casa, dejo el paraguas y ahí sí, voy al subte y a trabajar. Eso hago.
Bajo de mi casa por segunda vez. Camino media cuadra. Y se larga a llover. Con todo. Llueve como si fuera a llover toda la vida, como si no fuera a parar de llover nunca más.
Me empiezo a reír. Porque Dios existe. Porque está claro que Dios existe pero no, no para que vayas a la iglesia y le pidas que te crezca el pelo, o que Facundito consiga trabajo, o que vuelva tu patético novio. No, nada de eso. Lo que a Dios le gusta como a todos nosotros cada tanto, es bromear.