30.11.21

Podés llamarlo literatura


Leo un cuento. Un buen cuento. Hay una escena en el cuento, una escena maravillosa. Te la resumo.
Hay un hombre, un hombre mayor, casado, que ha perdido el olfato. Tiene un nombre, esa singular patología, esa enfermedad. El hombre está casado, tiene una esposa. A la esposa, que se empieza a sentir mal, débil, le descubren una enfermedad degenerativa que va directamente y con paciencia de boa, contra la motricidad. Nada se ha inventado para combatirla. La enfermedad avanza, la mujer está consciente, y no mucho más.
Ante la progresión de la enfermedad internan a la mujer. La mujer se pone peor, cada vez puede moverse menos, los miembros, los brazos y las piernas, se le dificulta hablar, la tienen que alimentar.
La mujer va a morir. El hombre, su marido, la visita, en terapia. Le lleva el hombre diversas hierbas. Tomillo, romero, flores de lavanda, orégano. El hombre acerca las hierbas a la nariz de su mujer que permanece con los ojos cerrados, para que recuerde olores, fragancias de situaciones donde fueron felices, ella y él, juntos. Árboles de eucalipto debajo de los cuales se sentaron a conversar, especias que utilizaron para condimentar cenas familiares, y así.
La escena del hombre junto a la cama donde yace su mujer con los ojos cerrados, el hombre metiendo la mano en una de las tres bolsas que ha llevado al hospital, acercando alguna ramita a las exánimes fosas nasales de su esposa que apenas conserva fuerzas para respirar. Bueno, es una escena de una ternura infinita.
Después levantás la vista del libro y te das cuenta que no importa lo fétida, abyecta y absurda que sea la realidad. Algo bello surge de alguna parte y es una maravilla comparable con la multiplicación de los peces y los panes. Y entonces podés continuar.

*el cuento es ‘pulso’, de Julian Barnes

20.11.21

Nirvanita


Si te fijás un animal, si te fijás bien. Tampoco hace falta que veas a una jirafa o a un rinoceronte, con un perro nomás lo entendés.
El animal no conceptualiza, tiene cerebro, claro que tiene cerebro, los mamíferos medianos fueron diseñados así. Y por lo tanto tienen mente. Quiero decir, en el sentido que un humano entiende la mente. Digamos, podríamos definir la mente desde ya no como un objeto, sino como una acción. La mente como funcionalidad.
Por eso estar con un animal te hace bien de inmediato. Es la alegría del ser en estado puro, no hay preocupaciones. No hay pasado ni futuro. El animal no recuerda ni anhela. Sí, quiere comida cuando tiene hambre, pero eso es imperativo categórico, biología. El animal es puro presente.
Lo mismo ocurre con los bebés. Mirá a un bebé a los ojos. Mirá al bebé descubriendo todo lo que lo rodea, sin analizar nada. Sin conceptos ni expectativas. No hay allí noción de ‘yo’, ni de ‘mío’. Es percepción pura, no hay individuo. Y por eso es feliz, tan despreocupado y feliz como un pedo en una tormenta eléctrica.
El adulto, lo sepa o no, intenta de algún modo alcanzar ese estado, volver a ser y nada más que ser, sin pensamientos, pura presencia. Para eso recurre por ejemplo a las drogas, por ejemplo al alcohol. Lo que pasa es que la herramienta no logra elevarlo por encima de los pensamientos sino que lo cansa, lo aturde, lo duerme. Pero en cualquier caso, lo que el hombre está buscando es apagar aunque sea por un rato la maldita fábrica de pensamientos. El paraíso es no pensar, tan simple como eso.
Ahora tu caso es por demás curioso, complejo quizás, distinto. Has llegado a tu particular manera a un curioso pedestal. Pensás, pero todas boludeces.

10.11.21

Cuenta la historia


Cuenta la historia que una mujer, cansada que su marido la engañara con otras mujeres, le cortó la poronga. Lo esperó al hombre como todas las noches, le preparó la cena, le sirvió un vaso de vino. En el vino había colocado un poderoso somnífero. Cuando el hombre se durmió la mujer, que trabajaba de enfermera en el Hospital Rivadavia, le cortó, a su marido claro, la poronga. Con un bisturí.
Bajó la mujer en mitad de la noche con la poronga de su marido envuelta en un repasador, fue hasta el parque más cercano al departamento donde vivía, el parque Centenario, y enterró la poronga junto a un árbol. Después la mujer se fue a la comisaría del barrio y se entregó. Contó lo que había hecho, lo que le había hecho a su marido.
Fueron a buscarlo al hombre, que despertó ensangrentado y al borde de la muerte. Sin pito.
El asunto es que si vas una mañana cualquiera al parque Centenario, te vas a dar cuenta que hay un lugar junto a un árbol donde crecen unas bellísimas flores. Muchas chicas, adolescentes que pasean en bicicleta, mujeres que van a fumar o a leer un rato. Se sientan justo ahí.