Hay un hombre, un hombre mayor, casado, que ha perdido el olfato. Tiene un nombre, esa singular patología, esa enfermedad. El hombre está casado, tiene una esposa. A la esposa, que se empieza a sentir mal, débil, le descubren una enfermedad degenerativa que va directamente y con paciencia de boa, contra la motricidad. Nada se ha inventado para combatirla. La enfermedad avanza, la mujer está consciente, y no mucho más.
Ante la progresión de la enfermedad internan a la mujer. La mujer se pone peor, cada vez puede moverse menos, los miembros, los brazos y las piernas, se le dificulta hablar, la tienen que alimentar.
La mujer va a morir. El hombre, su marido, la visita, en terapia. Le lleva el hombre diversas hierbas. Tomillo, romero, flores de lavanda, orégano. El hombre acerca las hierbas a la nariz de su mujer que permanece con los ojos cerrados, para que recuerde olores, fragancias de situaciones donde fueron felices, ella y él, juntos. Árboles de eucalipto debajo de los cuales se sentaron a conversar, especias que utilizaron para condimentar cenas familiares, y así.
La escena del hombre junto a la cama donde yace su mujer con los ojos cerrados, el hombre metiendo la mano en una de las tres bolsas que ha llevado al hospital, acercando alguna ramita a las exánimes fosas nasales de su esposa que apenas conserva fuerzas para respirar. Bueno, es una escena de una ternura infinita.
Después levantás la vista del libro y te das cuenta que no importa lo fétida, abyecta y absurda que sea la realidad. Algo bello surge de alguna parte y es una maravilla comparable con la multiplicación de los peces y los panes. Y entonces podés continuar.
*el cuento es ‘pulso’, de Julian Barnes