Estoy en un bar, desayunando. No importa el bar, qué carajo importa el bar. Fue en un bar donde ella te dejó, y en un bar donde te diste cuenta que te ibas a morir, y fue en un bar donde supiste que eras un genio, también. Si te preguntaran qué cosa importante te pasó fuera de un bar, tendrías problemas para responder.
Ya sé, también, muchas veces mis historias empiezan así. ¿Qué querés, que te diga que me enfiesté con la selección nigeriana (femenina) de vóley? ¿Que estuve haciendo jet ski en bolas en los lagos de Palermo? No, loco, la mayor parte del tiempo no te pasa nada, la vida no es como en las películas.
Estoy en un bar, desayunando. Nada, hay una humedad del carajo, una humedad que te deja la ropa como si un elefante se hubiera sonado los mocos encima tuyo, Buenos Aires.
Entra una pareja, al bar. Clase media, con aspiraciones quizás. Mayores de treinta, la edad del reconocimiento, las galeras hacen huelga de conejos, se pierde la gracia. Lo que era divertido deja de serlo, y es lo suficientemente triste como para llenar una bañera de lágrimas.
Es mala, ella, se nota que es muy mala. Bajita, con un fastidio que la supera en estatura. Se queja, de algo, de cualquier cosa, de cómo se abre la puerta del bar, de la humedad, de lo mal que estaciona el auto su marido, de la rotación y traslación del planeta tierra. Nació para quejarse, ella, porque hizo más o menos lo que quiso, llegó como pudo adonde creía que debía llegar, y ahora se da cuenta que no le sirve, que el fastidio se le ha pegado como una fina película de polietileno que la envuelve, la contiene, la abarca.
Detrás de ella, corresponde mucho más desde lo metafísico que desde la cortesía, entra, su marido. Debe tener dos o tres años más que ella, aunque ha comenzado un proceso de inexorable deterioro, producto quizás de la mala alimentación, el tránsito en la ciudad, el día a día en la oficina comiéndole el corazón como una metódica rata. Él sabe, también, cómo no saberlo, porque ni siquiera hay que saberlo, basta con sentirlo, que no aguanta más. No aguanta más y sabe que le faltan, como mínimo, otros veinte años de ese insoportable crucero donde el paisaje nunca cambia, no hay nada para avistar, sólo bandadas de tedio. No era malo, él, quizás de jovencito, soñaba con algo que no fue, la frustración muta con asombrosa velocidad y un día sos todo maldad, querés ver noticias donde se caen los aviones, o que muere de sobredosis algún rockero que parecía estar pasándola bien, el resentimiento se para en dos patas como un oso después de un largo invierno y se golpea el pecho. La envidia quiere comer.
Detrás de ellos, entra una niña. Es la hija, debe tener cinco años, quizás siete. El cabello con dos vibrátiles colitas, la inquieta mirada. Pero eso no es lo llamativo, no. Va vestida de hada.
Sí, va vestida de hada. Blancas medias que le cubren la totalidad de sus piernitas como alambres, y una pollerita de tul. Es eso, básicamente en eso consiste el disfraz, en la pollerita de tul, en las medias. No, lo que define que es un hada, es que tiene un palito, en una mano, que termina en una precaria estrella de cinco puntas. Puede que el palito sea la base de una percha, y la estrella es dorada, hecha con cartón y papel metalizado, algo pegoteada de plasticola.
La nena entra al bar, también. Yo estoy sentado, desde el punto de vista de los que ingresan, del lado izquierdo. Los padres avanzan, caminan, hacia el lado derecho, en busca de una mesa, pero la nena se desvía. Viene para mi lado. Da un saltito, un esforzado saltito con las dos piernas juntas, que la deposita junto a mi mesa. Con teatral gesto me toca, me toca la cabeza, con la varita de estrellada punta. Y sonríe, es la sonrisa más linda que yo jamás haya visto, aunque no cambie nada.
30.8.11
25.8.11
Conste en actas
No. Me dijeron que no. Todo el tiempo me dijeron que no, que yo no. Que no sabía, que no servía, que no era suficiente, no alcanzaba, nunca, no. En el colegio, en las entrevistas de trabajo, en los exámenes de la facultad, en los psicotécnicos, en los concursos literarios, la vez que saqué a bailar lento a esa chica de la primaria, cuando le pregunté a los médicos si mi papá se iba a salvar, la vez que te dije que me gustabas, no, no, y no.
Mi vida ha sido más o menos un ejercicio de flotación en un proceloso mar de no, olas de no, no y más arriba nubes de no, acá me ves, empapado de no, mirá cómo estoy.
Y es curioso porque si me preguntás si me gustaría volver a vivir, volverlo a hacer, aún sabiendo que todas y cada una de las cosas no me van a salir, que recibiré el más pulido no como respuesta a mis deseos, que la vida será para mí un diamante de mil caras de no. Bueno, yo te diría que sí.
Mi vida ha sido más o menos un ejercicio de flotación en un proceloso mar de no, olas de no, no y más arriba nubes de no, acá me ves, empapado de no, mirá cómo estoy.
Y es curioso porque si me preguntás si me gustaría volver a vivir, volverlo a hacer, aún sabiendo que todas y cada una de las cosas no me van a salir, que recibiré el más pulido no como respuesta a mis deseos, que la vida será para mí un diamante de mil caras de no. Bueno, yo te diría que sí.
20.8.11
La búsqueda del tesoro
P. me preguntó si lo podía ayudar. Éramos amigos hacía más de diez años, veinte quizás, cómo no lo iba a ayudar. Le dije que claro, le dije que sí.
Había muerto el papá de P., hacía más de tres meses. Tenía ochenta y tres años, el hombre, un alemanote retirado de la fuerza aérea al que sólo le gustaba ir a Pinamar a pescar. Había tenido un ovejero alemán, desde siempre, desde que lo habían pasado a retiro. Decía, el papá de P., que no le interesaban demasiado las personas. Decía que prefería tener un perro. Tenía un amigo con criadero de perros, y el papá de P. se llevaba un perro, bien de cachorrito. Lo tenía diez años, o doce, hasta que el perro se moría. Entonces, el papá de P. iba a ver a su amigo, que también había estado en la fuerza aérea, y se llevaba otro perro. Los perros se habían llamado Otto, Sigfrid, Hans. Pero me estoy yendo del tema.
El papá de P. le había dicho una vez, a P., que le iba a dejar los oros. Mientras tomaban cerveza y comían salchichas con chucrut un domingo cualquiera, el papá de P. le había dicho: ‘los oros, a vos te dejo los oros’.
Habían pasado más de diez años desde aquel comentario, y finalmente el papá de P. se había muerto. Pero no le había dicho más nada, de los oros. La ubicación, el escondite, por ejemplo, cuánto era. Al parecer, mientras uno se muere, mientras te estás muriendo, hay algunas cosas que te parecen más relevantes que otras, hay algunas cosas que te dejan de importar. Detalles.
P. había decidido alquilar el viejo caserón de Olivos donde el padre había vivido los últimos treinta o cuarenta años de su vida. Había que pegarle una lavada de cara, a la casa, y podía dejar unos buenos mangos de renta. Era una casa grande y estaba bien ubicada, en la mejor zona de Olivos. P., después de un segundo divorcio, vivía en un cómodo departamento en Belgrano.
Me pidió entonces P. que lo ayudara. Que lo ayudara a buscar los oros de su padre.
–Conociendo a mi viejo –dijo P. – los debe haber enterrado en el jardín. Necesito que me ayudes a buscarlos.
Arreglamos para encontrarnos el sábado, muy temprano. La idea era buscar los oros toda la mañana, y después ir a almorzar. Era verano, hacía calor, la idea de tomar unas cervezas frías hacía viable cualquier plan.
Me llevé un shorcito y unas zapatillas viejas en un bolso. P. trajo las herramientas, un pico, dos palas. Había conseguido prestado, de no sé quién, un detector de metales. P. había recibido instrucción militar siendo joven, era uno de esos tipos que para cualquier tarea, sin importar, justamente, la tarea, sabía cómo prepararse.
P. caminaba con el detector de metales de acá para allá. Metía un palo largo, de metal, como un caño de los que se usan para colgar las cortinas, en la tierra. Después pensaba un rato, sacaba el palo, y volvía a encender el detector que hacía un molesto zumbido. Después hacía, sobre el césped, unas marcas con un aerosol, pequeñas equis.
Era un lindo jardín, algo descuidado. De 8 x 12 quizás, con dos o tres árboles que daban buena sombra y habían ido creciendo más y más alto a lo largo de tres generaciones de la familia de P. Sus abuelos habían construido esa casa, unos cien años atrás.
–Acá –dijo P., muy serio, había metido la varilla y hasta yo, que no estaba prestando demasiada atención, sentí que la punta del palo había golpeado con algo, a unos dos metros de profundidad–. Cavemos acá.
Empezamos a cavar. Hacía un calor del carajo, y además no sé cavar. Para qué carajo tengo que saber cavar, trabajo en una oficina. Cuando trabajás en una oficina no hace falta cavar, ya estás en lo profundo. Sé viajar en subte y tomar café, eso sí. Sé caminar por Florida con la misma perplejidad y estupor que si estuviera paseando por las orillas del Ganges. Pero no sé cavar.
Trabajamos unos buenos veinte minutos. P. ablandó un poco el terreno con el pico, y después empezamos a palear, la tierra se volvía más oscura y húmeda, a lo lejos ladraba un perro de alguna casa vecina.
–Los oros –dijo P. después de resoplar por el esfuerzo–. Mi viejo no me iba a mentir. Tienen que estar.
Mi pala chocó algo con el filo, un sonido seco. Habíamos hecho un buen pozo de unos dos metros de diámetro, así que estábamos, P. y yo, dentro del pozo hasta la cintura, paleando tierra, como los dibujos animados. Igual igual.
–¿Qué es? –P. clavó la pala en la tierra, y se secó el sudor del rostro con un antebrazo. Yo estaba muy agitado, no daba más– ¿Un cofre? ¿Una caja de metal?
Habíamos comenzado a usar las manos para remover la tierra.
Lo primero que levanté fue una mano. Los huesos de una mano, una mano semicerrada, como si estuviera preguntando por qué. Casi de inmediato P. levantó un cráneo, que por el tamaño debía ser el cráneo de un niño muy pequeño.
Había mucho hueso, estaba lleno de huesos, brazos y piernas, huesos con manchas negras o verdes, el pedazo de una dentadura a la mitad de un grito o de una pavorosa mueca. Más manos, huesos de cuerpos apilados, los pedazos, cinco o siete, no sé.
Salimos del pozo, en silencio. Me senté sobre el pasto, el sol me daba en la cara, tenía el cuerpo cubierto de tierra y respiraba como un animal que acaba de estar corriendo por su vida.
P. estaba de pie, a un costado del pozo, mirando hacia abajo. Negaba con la cabeza, mientras se rascaba el pecho. El perro del vecino no paraba de ladrar.
Había muerto el papá de P., hacía más de tres meses. Tenía ochenta y tres años, el hombre, un alemanote retirado de la fuerza aérea al que sólo le gustaba ir a Pinamar a pescar. Había tenido un ovejero alemán, desde siempre, desde que lo habían pasado a retiro. Decía, el papá de P., que no le interesaban demasiado las personas. Decía que prefería tener un perro. Tenía un amigo con criadero de perros, y el papá de P. se llevaba un perro, bien de cachorrito. Lo tenía diez años, o doce, hasta que el perro se moría. Entonces, el papá de P. iba a ver a su amigo, que también había estado en la fuerza aérea, y se llevaba otro perro. Los perros se habían llamado Otto, Sigfrid, Hans. Pero me estoy yendo del tema.
El papá de P. le había dicho una vez, a P., que le iba a dejar los oros. Mientras tomaban cerveza y comían salchichas con chucrut un domingo cualquiera, el papá de P. le había dicho: ‘los oros, a vos te dejo los oros’.
Habían pasado más de diez años desde aquel comentario, y finalmente el papá de P. se había muerto. Pero no le había dicho más nada, de los oros. La ubicación, el escondite, por ejemplo, cuánto era. Al parecer, mientras uno se muere, mientras te estás muriendo, hay algunas cosas que te parecen más relevantes que otras, hay algunas cosas que te dejan de importar. Detalles.
P. había decidido alquilar el viejo caserón de Olivos donde el padre había vivido los últimos treinta o cuarenta años de su vida. Había que pegarle una lavada de cara, a la casa, y podía dejar unos buenos mangos de renta. Era una casa grande y estaba bien ubicada, en la mejor zona de Olivos. P., después de un segundo divorcio, vivía en un cómodo departamento en Belgrano.
Me pidió entonces P. que lo ayudara. Que lo ayudara a buscar los oros de su padre.
–Conociendo a mi viejo –dijo P. – los debe haber enterrado en el jardín. Necesito que me ayudes a buscarlos.
Arreglamos para encontrarnos el sábado, muy temprano. La idea era buscar los oros toda la mañana, y después ir a almorzar. Era verano, hacía calor, la idea de tomar unas cervezas frías hacía viable cualquier plan.
Me llevé un shorcito y unas zapatillas viejas en un bolso. P. trajo las herramientas, un pico, dos palas. Había conseguido prestado, de no sé quién, un detector de metales. P. había recibido instrucción militar siendo joven, era uno de esos tipos que para cualquier tarea, sin importar, justamente, la tarea, sabía cómo prepararse.
P. caminaba con el detector de metales de acá para allá. Metía un palo largo, de metal, como un caño de los que se usan para colgar las cortinas, en la tierra. Después pensaba un rato, sacaba el palo, y volvía a encender el detector que hacía un molesto zumbido. Después hacía, sobre el césped, unas marcas con un aerosol, pequeñas equis.
Era un lindo jardín, algo descuidado. De 8 x 12 quizás, con dos o tres árboles que daban buena sombra y habían ido creciendo más y más alto a lo largo de tres generaciones de la familia de P. Sus abuelos habían construido esa casa, unos cien años atrás.
–Acá –dijo P., muy serio, había metido la varilla y hasta yo, que no estaba prestando demasiada atención, sentí que la punta del palo había golpeado con algo, a unos dos metros de profundidad–. Cavemos acá.
Empezamos a cavar. Hacía un calor del carajo, y además no sé cavar. Para qué carajo tengo que saber cavar, trabajo en una oficina. Cuando trabajás en una oficina no hace falta cavar, ya estás en lo profundo. Sé viajar en subte y tomar café, eso sí. Sé caminar por Florida con la misma perplejidad y estupor que si estuviera paseando por las orillas del Ganges. Pero no sé cavar.
Trabajamos unos buenos veinte minutos. P. ablandó un poco el terreno con el pico, y después empezamos a palear, la tierra se volvía más oscura y húmeda, a lo lejos ladraba un perro de alguna casa vecina.
–Los oros –dijo P. después de resoplar por el esfuerzo–. Mi viejo no me iba a mentir. Tienen que estar.
Mi pala chocó algo con el filo, un sonido seco. Habíamos hecho un buen pozo de unos dos metros de diámetro, así que estábamos, P. y yo, dentro del pozo hasta la cintura, paleando tierra, como los dibujos animados. Igual igual.
–¿Qué es? –P. clavó la pala en la tierra, y se secó el sudor del rostro con un antebrazo. Yo estaba muy agitado, no daba más– ¿Un cofre? ¿Una caja de metal?
Habíamos comenzado a usar las manos para remover la tierra.
Lo primero que levanté fue una mano. Los huesos de una mano, una mano semicerrada, como si estuviera preguntando por qué. Casi de inmediato P. levantó un cráneo, que por el tamaño debía ser el cráneo de un niño muy pequeño.
Había mucho hueso, estaba lleno de huesos, brazos y piernas, huesos con manchas negras o verdes, el pedazo de una dentadura a la mitad de un grito o de una pavorosa mueca. Más manos, huesos de cuerpos apilados, los pedazos, cinco o siete, no sé.
Salimos del pozo, en silencio. Me senté sobre el pasto, el sol me daba en la cara, tenía el cuerpo cubierto de tierra y respiraba como un animal que acaba de estar corriendo por su vida.
P. estaba de pie, a un costado del pozo, mirando hacia abajo. Negaba con la cabeza, mientras se rascaba el pecho. El perro del vecino no paraba de ladrar.
15.8.11
No sex, no city
El problema con ‘Sex & the city’ es que vivís por Monserrat. Monserrat tiene su onda, hay un par de bares más o menos dignos para desayunar, lo admito. Pero Monserrat no es New York.
El problema con ‘Sex & the city’ es que te dieron un pelotazo en la primaria, jugando al vóley, un pelotazo que cuando te acordás todavía te arde la cara, pero no tenés la nariz de Sarah Jessica Parker, tenés la nariz de un maldito perico.
El problema con ‘Sex & the city’ es que los tipos que se te acercan no son ejecutivos, nunca son ejecutivos, ni saben tocar el saxo, ni son reconocidos fotógrafos. Los tipos que se te acercan tienen los calzoncillos desteñidos y creen que dos porciones de fugazzeta es una salida, y después de ponértela un ratito quedan vencidos, boca arriba, como agonizantes hipopótamos, regurgitando un vino barato.
El problema con ‘Sex & the city’ es que tus amigas creen que ‘Gucci’ es una marca de alimento para perros.
El problema con ‘Sex & the city’ es que la gente que conocés jamás te invita a una galería de arte. Te han invitado a ver Atlanta-Chacarita, una vez, y alguien te pishó desde arriba en la tribuna.
El problema con ‘Sex & the city’ es que es una serie de televisión, capítulos de media hora. Y después te quedás ahí sentada, vos, con tu vida.
El problema con ‘Sex & the city’ es que te dieron un pelotazo en la primaria, jugando al vóley, un pelotazo que cuando te acordás todavía te arde la cara, pero no tenés la nariz de Sarah Jessica Parker, tenés la nariz de un maldito perico.
El problema con ‘Sex & the city’ es que los tipos que se te acercan no son ejecutivos, nunca son ejecutivos, ni saben tocar el saxo, ni son reconocidos fotógrafos. Los tipos que se te acercan tienen los calzoncillos desteñidos y creen que dos porciones de fugazzeta es una salida, y después de ponértela un ratito quedan vencidos, boca arriba, como agonizantes hipopótamos, regurgitando un vino barato.
El problema con ‘Sex & the city’ es que tus amigas creen que ‘Gucci’ es una marca de alimento para perros.
El problema con ‘Sex & the city’ es que la gente que conocés jamás te invita a una galería de arte. Te han invitado a ver Atlanta-Chacarita, una vez, y alguien te pishó desde arriba en la tribuna.
El problema con ‘Sex & the city’ es que es una serie de televisión, capítulos de media hora. Y después te quedás ahí sentada, vos, con tu vida.
10.8.11
Lejano Oriente
Ignacio se había perdido en el camino, más o menos como todos. Tenía un buen laburo de oficina (si la contradicción es admisible), se había divorciado después de nueve años de casado. Tenía una madre viuda, tenía un hijo. Había tenido un perro, también, pero lo pisó un auto, un Fiat que dio marcha atrás una tan tremenda mañana de invierno. El perro, que se llamaba Toti, quedó tirado sobre el indiferente asfalto, le salía sangre de la boca. Ignacio lo levantó y le sostuvo la cabeza con las manos, mientras el perro lo miraba, lo miraba muy hondo, y le salía como un silbido del pecho. Hasta que se murió, Toti. Ignacio pensó que no iba a poder parar de llorar nunca, que simplemente se iba a inundar toda la ciudad con su llanto.
Probó de todo, Ignacio, porque se había dado cuenta que estaba triste, que la vida no tenía mayor sentido. Había cumplido treinta y tres años y no veía ninguna resurrección a la vista. La escalera mecánica de la vida se había puesto para abajo, eso generaba fastidio al principio, susto después. Algo nuevo, algo malo. Después de cierta edad, lo nuevo y lo malo caminan de la mano.
Fue de casualidad y se enganchó de inmediato. Lo llevó un amigo, Hernán. Hernán siempre había tenido el mambo de las artes marciales, desde chico. Lo llevó a un gimnasio, en Almagro. Había un profesor, un japonés. El japonés daba clases de Aikido.
Ignacio fue la primera vez, a la primera clase, porque estaba aburrido. Pero le gustó. El profesor era un hombre de unos cuarenta y tantos años, gordito, siempre sonriente. Y les explicaba los movimientos, el uso de la energía del oponente, cómo lo blando se imponía a lo duro aunque pareciera joda, los hacía pasar de largo con ínfimos movimientos, dejando al ocasional atacante en el más pleno desconcierto. Te dejaba despatarrado en el piso y te ayudaba a levantarte, siempre con esa tibetana sonrisa que era un mar de comprensión y agradecimiento.
Practicaban kendo, también, con máscaras y palos. El profesor Ling, porque así se llamaba, Ling, les contaba historias de samuráis que se suicidaban por honor. Y les enseñaba, les seguía enseñando. Ling les hablaba de los sutiles protocolos, de las geishas, la ceremonia del té. Ling hablaba de los ritos del Japón de su niñez, con respeto no exento de emoción, con una voz que era apenas un susurro. Ignacio sentía que mejoraba, que finalmente había encontrado algo donde poner su atención, algo que hacer.
Iba los martes y los jueves, a sus clases de Aikido, practicaba, y Ling les hablaba de la importancia del Reiki, les enseñaba los simples y tan profundos caminos de la meditación, la esencia del Zen.
Ignacio llegó temprano, ese día, porque había salido del trabajo a las cinco y no tenía nada para hacer. Tomó un café y se fue caminando al gimnasio, con el bolsito. Entró al vestuario.
–Me das una toalla, Mario –el pibe lo conocía. Le dio la toalla, y él le dio cinco pesos en lugar de dos, como de costumbre. Todos contentos.
Siempre que Ignacio llegaba a la clase, Ling ya estaba sentado en el Dojo, piernas cruzadas, los ojos cerrados, las palmas hacia arriba sobre el regazo, meditando, así recibía a los alumnos. Decidió Ignacio hacer lo mismo, cambiarse, ir al recinto, sentarse a meditar y esperar al maestro. La clase empezaba a las siete, eran las siete menos veinte.
Se estaba cambiando en una punta del vestuario, cuando entró Ling. Vestido con ropa de calle, bolsito al hombro, con sus lentes sin marco, sonriente como siempre.
–Hola, Malio –Ling no lo había visto, había ido directo al mostrador– ¿Sabés qué númelo salió en la quiniela?
Ignacio se dio cuenta que jamás podría volver a creerle a Ling nada de lo que le dijera. Que ya no importaba el Aikido ni el Kendo, el Reiki, el Zen. A la semana dejó de ir, se borró del gimnasio y se compró una bicicleta con cambios.
Probó de todo, Ignacio, porque se había dado cuenta que estaba triste, que la vida no tenía mayor sentido. Había cumplido treinta y tres años y no veía ninguna resurrección a la vista. La escalera mecánica de la vida se había puesto para abajo, eso generaba fastidio al principio, susto después. Algo nuevo, algo malo. Después de cierta edad, lo nuevo y lo malo caminan de la mano.
Fue de casualidad y se enganchó de inmediato. Lo llevó un amigo, Hernán. Hernán siempre había tenido el mambo de las artes marciales, desde chico. Lo llevó a un gimnasio, en Almagro. Había un profesor, un japonés. El japonés daba clases de Aikido.
Ignacio fue la primera vez, a la primera clase, porque estaba aburrido. Pero le gustó. El profesor era un hombre de unos cuarenta y tantos años, gordito, siempre sonriente. Y les explicaba los movimientos, el uso de la energía del oponente, cómo lo blando se imponía a lo duro aunque pareciera joda, los hacía pasar de largo con ínfimos movimientos, dejando al ocasional atacante en el más pleno desconcierto. Te dejaba despatarrado en el piso y te ayudaba a levantarte, siempre con esa tibetana sonrisa que era un mar de comprensión y agradecimiento.
Practicaban kendo, también, con máscaras y palos. El profesor Ling, porque así se llamaba, Ling, les contaba historias de samuráis que se suicidaban por honor. Y les enseñaba, les seguía enseñando. Ling les hablaba de los sutiles protocolos, de las geishas, la ceremonia del té. Ling hablaba de los ritos del Japón de su niñez, con respeto no exento de emoción, con una voz que era apenas un susurro. Ignacio sentía que mejoraba, que finalmente había encontrado algo donde poner su atención, algo que hacer.
Iba los martes y los jueves, a sus clases de Aikido, practicaba, y Ling les hablaba de la importancia del Reiki, les enseñaba los simples y tan profundos caminos de la meditación, la esencia del Zen.
Ignacio llegó temprano, ese día, porque había salido del trabajo a las cinco y no tenía nada para hacer. Tomó un café y se fue caminando al gimnasio, con el bolsito. Entró al vestuario.
–Me das una toalla, Mario –el pibe lo conocía. Le dio la toalla, y él le dio cinco pesos en lugar de dos, como de costumbre. Todos contentos.
Siempre que Ignacio llegaba a la clase, Ling ya estaba sentado en el Dojo, piernas cruzadas, los ojos cerrados, las palmas hacia arriba sobre el regazo, meditando, así recibía a los alumnos. Decidió Ignacio hacer lo mismo, cambiarse, ir al recinto, sentarse a meditar y esperar al maestro. La clase empezaba a las siete, eran las siete menos veinte.
Se estaba cambiando en una punta del vestuario, cuando entró Ling. Vestido con ropa de calle, bolsito al hombro, con sus lentes sin marco, sonriente como siempre.
–Hola, Malio –Ling no lo había visto, había ido directo al mostrador– ¿Sabés qué númelo salió en la quiniela?
Ignacio se dio cuenta que jamás podría volver a creerle a Ling nada de lo que le dijera. Que ya no importaba el Aikido ni el Kendo, el Reiki, el Zen. A la semana dejó de ir, se borró del gimnasio y se compró una bicicleta con cambios.
5.8.11
Necesitaría ver
No, no puedo decir la calle. Conviene que no diga la calle, el barrio en el que vivo. Imaginate si nos llegamos a cruzar por la calle un sábado a la mañana, no sería bueno para ninguno de los dos. En particular para mí, así que no voy a decir la calle.
Llevo la ropa al laverap, los sábados a la mañana, eso sí te lo puedo decir, eso sí te lo digo. Llevo una bolsa con la ropa, doblo en F., me gusta caminar por F. pero los sábados a la mañana solamente. Conozco las baldosas y los árboles de esa calle que debe atrasar como cien años. Hasta hay un par de perros que me conocen, me mueven la cola, me ladran cuando paso.
Y me pasó un sábado bien temprano, que vi a un ciego. Caminaba, el ciego, con natural temor, con excesivo cuidado. Despacio, muy despacio. Algo encorvado y con la cabeza bien hacia delante, como si quisiera ir olfateando el terreno. Canoso, el pelo casi blanco en su totalidad. Unos anteojos muy gruesos, y el bastón, el bastón blanco.
Lo reconocí por los anteojos, el mismo armazón, aunque con vidrios el triple de gruesos, y allá lejos, muy lejos, sus diminutos y acuosos ojos que miraban a ninguna parte.
Daniel Hoffenbasch, era. Seguro. Había ido conmigo a la primaria. Todavía veía en esa época, claro, pero ya usaba esos tremendos anteojos. Daniel sabía que se iba a quedar ciego, me lo había contado en un recreo. Los demás chicos se burlaban, le escondían las cosas. La crueldad en estado puro que después no hacemos más que perfeccionar a lo largo de la vida adulta.
Me mató verlo. Me hizo moco. Habíamos ido juntos al colegio, ya lo dije. La vida nos había pasado por encima a todos, eso estaba claro. Pero esto era otra cosa, era bien bravo.
No me animé a hacer nada, me puse muy nervioso. Me dejó pensando todo el fin de semana.
Al sábado siguiente lo vi de nuevo. Era parte de su rutina. Lo seguí, caminaba por F. hasta V., tres cuadras, y se tomaba el 92. Perdido en una ciudad indiferente y hostil, aferrado a su bastón en medio de su particular e intransferible naufragio.
Quería hablarle, saludarlo. Preguntarle cómo estaba, cómo era su vida a pesar de lo que le había sucedido, saber si había algo en lo que yo pudiera ayudarlo.
Junté coraje. Dejé pasar, con indolencia, otra monótona semana.
Sábado a la mañana, bajé, doblé por F., y esperé en la esquina de D. Lo vi llegar, vestido como siempre, un holgado jean, camisa a cuadros, una campera de esas con relleno de pluma de ganso, viejísima, de un desteñido gris.
–Daniel –dije, y se me secó la garganta, me quedé por un instante sin voz–. Daniel Hoffenbasch.
Se detuvo. Alzó la cabeza un poco, sorprendido de oír su nombre.
–Soy Juan –dije–, Juan Hundred. Fuimos juntos a la primaria, te vi el otro día y te reconocí. Me dieron ganas de saludarte, de saber cómo estás. Si te puedo ayudar en algo.
–¿Qué?
–No sé, te reconocí, quiero saber si necesitás algo.
Hizo una pausa. Palpó uno de los bolsillos de su campera, como si buscara algo, un objeto que de pronto se había vuelto importante.
–Bueno, sí –dijo–. Necesitaría ver.
–No entiendo –dije, pero quizás sí entendía.
–Eso, Juan. Lo que necesitaría es volver a ver. Ver el número del colectivo que espero, y el color de los árboles. Mirar una chica que pasa y un perro que mueve la cola. ¿Me podés hacer ver?
–No –me salió un sollozo, no sé de dónde vino, me sorprendió como un piedrazo–. No puedo hacer eso.
–Entonces andá, Juan –me apoyó la mano libre sobre un hombro, dio dos palmadas, muy pequeñas, apenas, como si un gorrión se hubiera posado sobre uno de mis hombros y estuviera estirando las patitas–. Tuviste un ataque de lástima y eso está muy bien. Quizás te creas buena persona por un rato, si querés te lo agradezco. Pero no me sirve, Juan, no cambia nada.
Llevo la ropa al laverap, los sábados a la mañana, eso sí te lo puedo decir, eso sí te lo digo. Llevo una bolsa con la ropa, doblo en F., me gusta caminar por F. pero los sábados a la mañana solamente. Conozco las baldosas y los árboles de esa calle que debe atrasar como cien años. Hasta hay un par de perros que me conocen, me mueven la cola, me ladran cuando paso.
Y me pasó un sábado bien temprano, que vi a un ciego. Caminaba, el ciego, con natural temor, con excesivo cuidado. Despacio, muy despacio. Algo encorvado y con la cabeza bien hacia delante, como si quisiera ir olfateando el terreno. Canoso, el pelo casi blanco en su totalidad. Unos anteojos muy gruesos, y el bastón, el bastón blanco.
Lo reconocí por los anteojos, el mismo armazón, aunque con vidrios el triple de gruesos, y allá lejos, muy lejos, sus diminutos y acuosos ojos que miraban a ninguna parte.
Daniel Hoffenbasch, era. Seguro. Había ido conmigo a la primaria. Todavía veía en esa época, claro, pero ya usaba esos tremendos anteojos. Daniel sabía que se iba a quedar ciego, me lo había contado en un recreo. Los demás chicos se burlaban, le escondían las cosas. La crueldad en estado puro que después no hacemos más que perfeccionar a lo largo de la vida adulta.
Me mató verlo. Me hizo moco. Habíamos ido juntos al colegio, ya lo dije. La vida nos había pasado por encima a todos, eso estaba claro. Pero esto era otra cosa, era bien bravo.
No me animé a hacer nada, me puse muy nervioso. Me dejó pensando todo el fin de semana.
Al sábado siguiente lo vi de nuevo. Era parte de su rutina. Lo seguí, caminaba por F. hasta V., tres cuadras, y se tomaba el 92. Perdido en una ciudad indiferente y hostil, aferrado a su bastón en medio de su particular e intransferible naufragio.
Quería hablarle, saludarlo. Preguntarle cómo estaba, cómo era su vida a pesar de lo que le había sucedido, saber si había algo en lo que yo pudiera ayudarlo.
Junté coraje. Dejé pasar, con indolencia, otra monótona semana.
Sábado a la mañana, bajé, doblé por F., y esperé en la esquina de D. Lo vi llegar, vestido como siempre, un holgado jean, camisa a cuadros, una campera de esas con relleno de pluma de ganso, viejísima, de un desteñido gris.
–Daniel –dije, y se me secó la garganta, me quedé por un instante sin voz–. Daniel Hoffenbasch.
Se detuvo. Alzó la cabeza un poco, sorprendido de oír su nombre.
–Soy Juan –dije–, Juan Hundred. Fuimos juntos a la primaria, te vi el otro día y te reconocí. Me dieron ganas de saludarte, de saber cómo estás. Si te puedo ayudar en algo.
–¿Qué?
–No sé, te reconocí, quiero saber si necesitás algo.
Hizo una pausa. Palpó uno de los bolsillos de su campera, como si buscara algo, un objeto que de pronto se había vuelto importante.
–Bueno, sí –dijo–. Necesitaría ver.
–No entiendo –dije, pero quizás sí entendía.
–Eso, Juan. Lo que necesitaría es volver a ver. Ver el número del colectivo que espero, y el color de los árboles. Mirar una chica que pasa y un perro que mueve la cola. ¿Me podés hacer ver?
–No –me salió un sollozo, no sé de dónde vino, me sorprendió como un piedrazo–. No puedo hacer eso.
–Entonces andá, Juan –me apoyó la mano libre sobre un hombro, dio dos palmadas, muy pequeñas, apenas, como si un gorrión se hubiera posado sobre uno de mis hombros y estuviera estirando las patitas–. Tuviste un ataque de lástima y eso está muy bien. Quizás te creas buena persona por un rato, si querés te lo agradezco. Pero no me sirve, Juan, no cambia nada.
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