Salí de la heladería. Viernes, cuatro de la tarde, Belgrano. Me habían echado del trabajo y no tenía gran cosa para hacer. Daba lo mismo deprimirse, anotarse en un instituto para tomar clases de yoga, o tomar un helado. La vida a veces no es gran cosa.
–¡Claro, no! ¡Claro! –me sobresalté, casi se me cae el helado al piso. Chocolate con almendras, dulce de leche granizado. Hice equilibrio con el cucurucho.
Mariana estaba ahí. Roja de furia, todo su odio enfocado en mí. Nos acabábamos de separar, hacía menos de tres meses. Un amigo me había prestado un dos ambientes en Parque Patricios para que tuviera donde dormir. Mariana no me dejaba sacar ni la ropa, mucho menos la computadora. Tenía un primo que era profesor de Taekwondo. Decía, Mariana, que su primo me iba a romper la cabeza a patadas.
Y ahí estaba, digo, Mariana. Al lado de su primo. Un rotundo energúmeno de casi dos metros de altura y más de cien kilogramos de peso, musculoso, pelo cortado a cepillo, ropa pegada al cuerpo, barbita candado.
–No –dije, pero porque no sabía qué decir. Por decir algo.
–¡Claro, no! –Insistió Mariana. Se le cayó la cartera sobre la vereda. Tenía, no me preguntes por qué, un bate de béisbol en las manos. De aluminio, parecía liviano y contundente a la vez. Alguien, quién sino el primo, se lo había dado. Todo un problem solver, un facilitador.
–¡Yo hecha mierda, y vos acá con esta puta! –señaló la chica que esperaba sentada, no, apoyada apenas sobre el lateral del automóvil– ¡Y encima te comprás este auto para hacerte el banana! ¡Forro!
Avanzó un paso. Retrocedí un paso. Sentí un par de gotas del helado de dulce de leche granizado cayendo, deslizándose por el cucurucho, siguiendo su camino por mi mano.
–Pará –dije.
–¡Qué pará! ¡Qué pará! –Se desató el tornado, le dio un tremendo batazo a la luneta trasera del automóvil. Estallaron los vidrios. Ella sacó el bate tirando hacia atrás como si sujetara a un animal de una pata, lo sopesó y lanzó otro batazo, ahora contra el lateral del automóvil. Sonó la alarma, la rubiecita gritó, gritaba, daba unos saltitos nerviosos, todo al mismo tiempo.
–¡Y encima te tengo que ver con esta puta! –Siguió golpeando el auto, Mariana, con el bate. Un BMW 325i negro, bastante nuevito, una delicia de auto– ¡Yo pensando que vos estás hecho mierda, y vos cogiéndote pendejas!
Pegó, Mariana, con el bate. Pegó y pegó más. Pegaba bastante bien, mientras yo me agarraba la cabeza con la mano libre. Los golpes hacían feos bollos en la carrocería. Aullaba de dolor el auto, y con él toda la industria automotriz alemana. Profanación, sacrilegio.
Entonces salió un tipo de la heladería. Peinado para atrás, con dos vasitos de helado. Saquito de lino y una remera debajo, pantalones pinzados.
–¡Pero qué pasa! ¡Qué hacés, pelotuda! –la rubia corrió hacia él, buscando refugio contra su pecho. Tenía buenas piernas, fantásticos tobillos y una minifalda cortísima. Tobillos para tenerla con las piernas bien alto.
El primo de Mariana se dio cuenta, todos ya nos habíamos dado cuenta (hasta vos, que desde la condorito para acá no leíste más nada, te diste cuenta) lo que pasaba. La paró, a Mariana, de atrás. Le agarró un brazo.
Ni el auto ni la chica tenían nada que ver conmigo. Di un buen mordiscón al helado, qué rico era el dulce de leche granizado de esa cadena de heladerías. Crucé la calle casi al trotecito, antes que largara el semáforo. Crucé la calle y seguí caminando.