30.12.15

Sh


El fracaso, como las piñas, como los rayos de sol, es acumulativo. Mirá cómo tenés la cara.
El fracaso, como el uranio, o como el polonio, te contamina por exposición, ni que hablar por contacto. Se te mete en la sangre, en la piel, no se te va más.
El fracaso es un hámster en pantuflas que come sueños infantiles, no para de comer, hasta que te quedás mirando por una ventana, sabés que estás triste, pero no podés recordar por qué.
¿El consejo? ¿Vos querías un consejo? No, hoy vine sin consejos. Fracasá sin rencor, no sé.

24.12.15

Papas fritas frías


Para Navidad, para año nuevo, suelo estar solo. En realidad suelo estar solo todo el año, desde hace varios años, lo que bien mirado equivale a estar solo toda la vida. Pero era fin de año y no sé, aunque ya no le daba bola a nada, se notaba más.
La poca familia que tengo, la poca familia que me quedaba, estaban lejos, menos en la geografía que en lo afectivo. Nunca fui partidario de estar demasiado acompañado. Estar acompañado es más o menos como estar solo, pero con gente.
Así que volví a casa. Mi idea era comer algo, una milanesa fría que me había sobrado del día anterior. Napolitana, la milanesa. En realidad, tres cuartos de milanesa, porque a la milanesa le faltaba un pedazo. Con papas fritas, frías también. Y tenía un champán importado, un Möet Imperial. La idea era comer la milanesa, tomarme la botella de champán, fumar un purito holandés. Antes de las doce de la noche estar durmiendo, recibir el año así.
Tocaron el timbre. No el timbre de la calle, sino el timbre de arriba. Raro.
–Sí –dije y abrí la puerta.
–Hola, disculpe –un señor bajito, de lentes y cabello enrulado. Unos cincuenta años, ojotas, bermudas–. Soy su vecino.
–Lo felicito –dije–. Ser vecino mío debe ser una experiencia única. Ser mi vecino podría ser una disciplina olímpica. ¿Quiere que le firme algo, un autógrafo?
Se rió, el hombre. Se acomodó los lentes. Tenía, en la mano, algo. Una botella de vino.
–No, je –carraspeó, quería decir algo–. Soy su vecino de abajo.
–De abajo, de arriba –abrí más la puerta, eso lo intimidó. Retrocedió un paso–. Somos todos seres de luz, somos espacios de conciencia. Qué carajo importa el piso.
–No, le explico –tragó saliva, transpiraba un poco–. Es fin de año, y estoy solo. Estoy solo y muy triste, además. Escuché sus pisadas en el techo y pensé, ‘bueno, quizás podemos pasar año nuevo juntos’. Sé que usted vive solo, también.
–¿Eh?
–No se ofenda, por favor –tendió la mano, la mano con la botella de vino–. Fue una mala idea. Le dejo el vino, no lo quise ofender. No soy marica, ni estoy loco. Estoy solo, nada más. Y triste. Me pareció que si pasaba fin de año acompañado podía ser mejor.
–Pase, por favor –terminé de abrir la puerta, le señalé las sillas del comedor–. Quizás yo no sea buena compañía. Pero tengo una milanesa fría, eso sí. Y un Möet.
Se quedó quieto. Dudaba.
–Pase nomás, ahora abro el champán –pasó–. Conversemos un rato, nos debería hacer bien. O hagamos silencio, el silencio es una experiencia totalizadora, tan reconfortante y compartible a la vez.
–No me gusta el champán –dijo–. Prefiero el vino.
–Hay un sacacorchos en el primer cajón de la cocina –dije–. Y en el armario de al lado hay whisky, eso sí que tengo. Para mí el whisky es un artículo de primera necesidad. El whisky deberían venderlo en ‘Farmacity’, es un medicamento de amplio espectro.
Corté la milanesa en cuadraditos. Probé una papa frita, las papas fritas en la heladera se marchitan, se ponen mal. Abrí el champán. Él abrió el vino. Traje vasos, no pude encontrar dos vasos iguales. Me di cuenta que todos los vasos de mi casa eran distintos.
–Bueno –dije, levantando mi vaso–. Feliz año nuevo, no sé su nombre.
–Víctor –dijo–. Felicidades, cosas buenas.
Bebimos un poco.
–Oiga –dijo Víctor– ¿No quiere que le diga a la vecina del tercero?
–Decirle qué.
–Que suba –dijo Víctor–. Es una buena mujer, tarotista. Vive con la hija, la hija es odalisca, baila en un local de la calle Scalabrini. Capaz que nos hace un show y todo. Tira la goma por poca plata, es buena piba.
–Por mí no hay problemas –dije. Le puse hielo, al champán. Un sacrilegio quizás, o un homenaje al Gato Dumas, mi heladera no enfriaba bien. Encendí un cigarrito.
Empezó a subir gente. La vecina tarotista trajo una fuente con ensalada rusa. La hija, odalisca, ofreció nomás hacernos un show. Pasó al baño a cambiarse. Vinieron del primero, un matrimonio joven con dos o tres parejas amigas y un perro salchicha que se llamaba Max y no paraba de ladrar. Apareció el portero, que tocaba la trompeta en una banda de cumbia. Vino con varios de los músicos y una chica que hacía los coros, les habían cancelado un show a último momento. Alguien trajo dos cajones de cerveza, y más vino.
Unas chicas jovencitas habían traído marihuana, venían a una fiesta por el barrio, pero se habían perdido. Un hombre en silla de ruedas se acomodó junto a la puerta de entrada del departamento y pareció quedarse dormido, alguien le puso lentes oscuros y una gorrita con visera que decía ‘Copa Nissan’.
Yo había empezado con el whisky, me pareció, en un momento que fui al baño, que había más de treinta personas. No conocía a nadie, pero todos tenían buena predisposición, hablaban a los gritos, sonreían.
Cuando me desperté eran casi las tres de la tarde. La odalisca estaba durmiendo, en mi cama. Conmigo. Bueno, miré de nuevo y no era la odalisca, era la tarotista. Se le notaba un costado de la cara como pegoteado, podía ser champán, podía ser esperma, podía ser las dos cosas. Había gente durmiendo en el piso del comedor, las paredes pintadas con aerosol, y olor a quemado, habían arrancado gran parte del parquet y habían intentado encender una fogata en el medio del living. La puerta del departamento estaba abierta, cuando pasé por la cocina me di cuenta que faltaba la heladera.
Bajé a la calle. Estaba Víctor apoyado contra un auto, fumando un cigarrillo, vestido todavía como la noche anterior.
–Se llevaron la heladera –dije.
–Sí, y el televisor también. Fueron los chinos que trabajan en el supermercado de acá a la vuelta, eran una banda, no había forma de pararlos. Querían llevarse los inodoros, también, pero no los podían arrancar. Alguien llamó a la policía. Una de las chicas dijo que la quisieron violar, después dijo que no, que no la habían querido violar, pero que le habían robado los zapatos. Después dijo que no le importaban los zapatos, pero que igual quería denunciar que venía el fin del mundo, que las multinacionales estaban contaminando el planeta, que dejaran de matar a los delfines. Dijeron de la seccional que tenés que pasar a declarar, porque el departamento es tuyo.
–Qué quilombo –me dio un papel con la notificación, le hice señas para que me convidara un cigarrillo.
–Después te ayudo a limpiar –me dijo. Se levantó apenas la camisa, para que viera la culata del revólver que llevaba en la cintura–. La verdad que ayer a la noche había pensado en suicidarme. Brindar con cualquier pelotudo, con vos, y después pegarme un tiro en el medio de tu casa. También pensé en matarte después, mientras dormías. Pero me dio no sé qué, a veces las cosas mejoran. Viste cómo es, a veces pasa algo.

18.12.15

Yo adivino el parpadeo


Hace muchísimo tiempo, cuando yo era chico, había un juego. En la escuela primaria, en el recreo, todavía no se había inventado internet, no andaba todo el mundo enchufado a algo, los niños se han vuelto instrumentos, apéndices de algún dispositivo electrónico, mala cosa.
Se jugaba de a dos, el juego. Había que sentarse, o de pie también, frente a frente. La idea era mirarse, de muy cerca, a los ojos. Y no pestañear. Resistir, sin pestañear, mirándose a los ojos. Con lo cual la mirada, los ojos, cumplían una doble función. Debían, al mismo tiempo, luchar por no pestañear, mientras vigilaban, los ojos propios, que no pestañearan los otros ojos, los del otro participante que tenías enfrente. No era algo demasiado sofisticado, duraba poco, era un juego.
Tiempo después, ya de grande, le enseñé lo mismo a una chica que salía conmigo. Durante la cópula, durante el coito. Podía ser que ella se echara de espaldas y yo me tirara encima, o con ella subida encima mío. No, si ella estaba en cuatro patas era difícil, con ella en cuatro patas no se podía, salvo que hubiera un espejo.
Durante el garche propiamente dicho, había que mirarse a los ojos. Sin parpadear. Era tan extraño como intenso, porque sentías que le agregabas una cuota extra, algo que iba más allá de la intimidad, era intimidad y espiritualidad al mismo tiempo. Entrar de algún modo en la comunión más perfecta con la otra persona, sin decir palabras. Como los animales, que tienen esa desesperación tan muda. Vos mirás adentro de los ojos de un animal y ves el origen del universo, allí descansa el sentido (no la explicación) de todas las cosas, algo que no está corrompido por el lenguaje. Insondable, los ojos son la ventana del alma.
Además, de esa forma, concentrado en no parpadear, zambullido por decirlo de algún modo en sus pupilas, podía no mirarla, quiero decir, el resto, de ella. Se había convertido en un inmundo bofe, me quitaba las ganas.

12.12.15

No mente


El templo estaba ubicado a unos cien kilómetros de la capital federal. Para el lado de Luján. Pero no se hablaba, del templo, en el curso se referían al lugar como ‘El Himalaya’.
Había empezado a ir a meditación porque me lo recomendó mi amigo Adrián. Adrián era amigo mío desde la adolescencia, y yo lo había visto estar en todas. Desde su etapa en que lo único que le interesaba eran las minas, hasta su enganche tan intenso con la cocaína. Después, como por arte de magia, se había calmado. Había empezado con el yoga. Se había hecho vegetariano primero, vegano después. Había empezado ‘el verdadero viaje, que es hacia adentro, Juan’. Eso me había dicho.
Y yo un buen día me había dado cuenta que no daba más. Ana Laura me dijo que estaba saliendo con otro, en el laburo vino un tipo de afuera y nos bajó las comisiones. Me vine grande, me vine triste. Me puse mal.
Me llevó un día, Adrián, a una práctica de meditación zen. La gente era muy amable, la atmósfera de puro silencio. El maestro daba poquísimas explicaciones. Observar la respiración, dejar pasar los pensamientos pero no pelear con ellos. La mente no existía, la mente no era un objeto sino una acción. Ser el testigo.
Trataba de sentirme mejor, que la tristeza no me pasara por encima como un flechabus de dos pisos. El objetivo de la vida es seguir vivo.
Para finalizar el año, organizaban un retiro. Un fin de semana largo en ‘El Himalaya’. Nos llevaban en combi, íbamos a ser dieciséis, pero fuimos doce. Un puñado de arroz al día, dormir en el piso. Doce horas de meditación diaria, no se podía hablar, cinco días sin hablar. Lo más cerca que ibas a estar de Nepal si vivías en Almagro.
Estábamos en el segundo día. La verdad que la venía pasando para el culo. Se me acalambraban las piernas, y a la noche me habían comido los mosquitos. Había tomado como dos litros de un repugnante té y tenía ganas de pishar. Hacía calor. La construcción donde meditábamos era una especie de pagoda japonesa, con suelo de madera y pequeñas ventanas circulares colocadas a más de dos metros de altura. En algún lugar del bosque había unos pájaros de mierda que lanzaban gritos a intervalos regulares. No paraban.
No estaba teniendo ningún viaje interior ni nada parecido. Veía el desastre de mi vida pasar ante mis ojos y me daban ganas de llorar. Quizás todavía estaba a tiempo de conseguir una mina que me quisiera, cambiar de laburo. Volantear.
Sentí un cachetazo. No podía ser cierto, pero sentí toda la potencia de un cachetazo, y cuando abrí los ojos ya estaba tirado en el piso. Me ardía la cara, había caído de costado. ¿Me había dormido?
Abrí los ojos. Frente a mí, el maestro Tanaka. Impertérrito, con su caña de bambú en una mano, como si fuera un director de orquesta. Iba vestido de blanco, esas camisas de lino con cuello mao y botoncitos. Iba descalzo, con las uñas de los dedos gordos de sus pies quizás demasiado largas, muy amarillas.
–No deje que lo distlaiga su mente, Hundled –me apuntó con su varita–. Sí, el cachetazo fue leal. ¿Pelo el sonido lo hizo mi mano, o su cala?
Algunos otros alumnos habían abierto los ojos y observaban, embelesados, la sabiduría del maestro. El hombre con su gesto, con su koan, nos guiaba hacia adentro, hacia el vacío que no tenía principio ni final del cual estaba hecho el universo, la pura conciencia, la fuente de todas las cosas.
–¡No mente, Hundled! –se acercó, un paso– ¡No mente!
Con un tan brusco como inesperado movimiento, le di un cabezazo. En las pelotas. Con la parte superior de mi cabeza.
Se derrumbó sobre el piso, Tanaka. Aullaba de dolor, se tomaba los testículos. Se le había juntado una excesiva cantidad de saliva en los labios, como espuma.
–No importa si voy a un restaurante o a lo de una prostituta, chino forro –me puse de pie, me sacudí la tierra de los pantalones–. Si pago, me gusta que me traten con algo de cortesía.

6.12.15

Instructivo para citas


Para él.
No hables de tus logros financieros, no expliques que sos un tipo, por decirlo de algún modo, solvente. El restaurante al que la llevaste a comer dice todo lo que hay que saber sobre tu poder adquisitivo. Y el vino que elegiste.
No uses ropa ajustada, no uses gel, no uses barba candado.
Las mujeres necesitan que las escuchen. Que uno está escuchando es algo muy difícil de probar, desde lo técnico, desde lo fáctico. Con que levantes la vista del plato cada dos o tres minutos, y la mires, es suficiente.
Si manejás tu automóvil, no es el momento de mostrar que de chiquito te gustaba Niki Lauda.
No le preguntes al mozo si los agnolottis vienen bien, o si la porción es abundante, no consultes cuál es la salsa que va mejor con el plato, no le preguntes a ella si prefiere malbec o cabernet. La mujer, por lo general, es un extraviado ser en el planeta tierra. Lo que precisa es conocer a alguien que parezca ser poseedor de alguna certeza.

Para ella.
No hables en un tono de voz excesivamente alto, no te rías excesivamente fuerte. El hombre que tenés enfrente está tratando de hacerse a la idea de si podrá soportarte.
Está bien que quieras mostrar algunos, en caso de poseerlos, de tus atributos. Pero no es preciso que te vistas como una prostituta de Plaza Flores. Como regla general, desde donde está ubicado el hombre no debiera poder verte (ni olerte) la vagina. La persona que tenés enfrente quiere cogerte, claro que quiere cogerte, a eso vino. Pero vos estás intentando establecer un vínculo de una duración superior a los veinte minutos.
No rechaces el alcohol, no rechaces la comida. Las mujeres que no beben ni un dedo de vino exudan un existencial aburrimiento. Las mujeres que son vegetarianas deberán conformarse con introducirse, cada tanto, un paquete de acelga por el culo.
No digas que ‘estás bien’, o que ‘estás rebien’, o que estás ‘pasando por un momento fantástico de tu vida’. El tipo que tenés enfrente sabe que te estás por matar con sólo ver cómo agarrás el tenedor.
No te quejes del clima, no te quejes del ruido que hay en el restaurante, no te quejes si el café está tibio, no te quejes si no hay lugar para estacionar, no te quejes porque considerás que el mundo es muy injusto. ¡No te quejes, pelotuda!

Para él.
No digas que te gusta el teatro, que tu pasión siempre fue la fotografía o el avistaje de aves exóticas. Ella sabe que sos abogado o contador, alguien se lo dijo.
No expliques que sos un amante de la aventura, de los deportes extremos, que te gusta saltar en paracaídas o nadar entre tiburones en aguas del Caribe. Ella está buscando un boludo que sea capaz de pagar las expensas sin sobresaltos, alguien que la deje ir a la peluquería sin tener que pedir cada maldito descuento.
No inventes ser poseedor de una agitada vida social llena de cócteles y farándula. Ella tiene várices y pie plano y se cansa de estar parada. Trabajó de moza en Villa Gesell cuando era jovencita, hace muchos años.

Para ella.
No hables de los novios que tuviste. Si jugaban en la primera de vóley del Club Comunicaciones o si te llevaban a esquiar a Las Leñas en temporada baja. Esos tipos te cogieron, bastante, antes que el tipo que tenés enfrente. Es imposible no ver que esos tipos se fueron, y el residuo de esas relaciones, lo que ha quedado, sos vos.
No seas en exceso contundente en tus opiniones, no pongas énfasis en tus convicciones. No insistas en aclarar todo aquello de lo que estás segura. Tus más rotundas certezas se irán a la remierda ni bien alguna de tus amigas te diga que va a ser madre o que cambió el auto. Es atributo de la mujer ser flexible, acompañar.
No hables, durante la cena, de temas ginecológicos o relacionados con la menstruación. No digas la palabra ‘útero’ ni ‘óvulo’, aflojá con las esdrújulas. No hables de chequeos, de enfermedades.

Para él.
No te comas todo el pan de la panera, con esa mantequita de mierda. No pases la lengua por sobre el último montoncito de tuco que quedó en el plato. No sacudas la botella de vino para ver si todavía lográs que caiga otro chorrito. El ejercicio de estar vivo es conformarse.

Para ella.
No consultes tu teléfono celular. No tenés con quién hablar, nadie te escribe hace muchos años. Estás muy sola, te viniste grande.

Para él, para ella.
A veces vivir no es como en las películas.

30.11.15

Lo oscuro


Nunca pensé que me iba a ser posible vivir en pareja, hasta que la conocí a Tamara.
Empezamos a vernos, salimos un tiempo, íbamos a cenar, cogíamos, lo normal. Hicimos unas vacaciones juntos, una semanita en Villa la Angostura. Prueba difícil si las hay, por lo menos para mí. Cada vez que me había ido de vacaciones con una chica, volví y me peleé. Un triste descubrimiento, sentir, no tengo otra manera de decirlo, que no iba a poder estar con esa mujer por mucho más tiempo. El solo hecho de imaginar la prolongación en el tiempo de esa situación me hacía doler el estómago. Era saberlo, saberlo no, sentirlo. Volver y pelearse, qué se le va a hacer.
Pero con Tamara no, nada de eso. Una mujer inteligente, con buen humor, sin ganas de romper mucho las pelotas, capaz de hacer silencio, sin necesidad de tener prendida las veinticuatro horas la radio de la mente. Buen pelo, fuerte, cogía bien.
Salió naturalmente, nos fuimos a vivir juntos. Alquilé un departamento en una calle tranquila, por Saavedra. Llevamos nuestras cosas, ella trajo a su perro, un simpático Schnauzer que se llamaba Freddie.
Ella daba clases en la facultad, yo iba a trabajar. Hacíamos planes, más vacaciones, un auto, un hijo, lo normal.
Teníamos una rutina, un chiste privado, no sé cómo surgió. Cuando yo volvía del trabajo, ella estaba en casa. Y los primeros tres minutos nos puteábamos. Era una joda, podía empezar ella, o yo.
–¿Qué hiciste para la cena? –me sacaba el saco, yo– ¿Otra vez ravioles? Se ve que te estuviste rascando la concha todo el día.
O.
–¡Qué es esa mancha de rouge! –me decía, se agarraba el pelo, o se arrodillaba con una mano en el pecho, como si le estuviera por dar un ataque– ¡Yo cuidando a tu hijo, y vos con otra mina!
Y así, cualquier cosa. Dos minutos, tres. A veces nos salía muy de telenovela, a veces parecía genuino, los reclamos, las quejas, eran los clásicos. Eran nuestros tres minutos de acting de las cosas que le suelen pasar a las parejas, a otras parejas. Y al ratito seguíamos con nuestra vida normal, nos cagábamos de risa.
El método era perfecto, por cierto. Como si pusiéramos todo lo malo, lo oscuro, lo tremendo, dentro de esa cápsula de tres minutos. Como tirar la mugre ahí
Pero un día llegué a casa, y justo ella estaba hablando por teléfono con la hermana.
–Hola, pichona –dije.
–Hola, Juan –me dijo ella.
Hacía mucho calor, entré a bañarme. Cuando salí, ella ya había colgado. Me contó que su hermana la había llamado para contarle que la habían echado del trabajo. Me preguntó cómo me había ido, si iba a querer comer el viernes a la noche en la casa de Gustavo, quería preparar un asado, le habían traído un lechoncito de Madariaga.
Comimos, vimos un poco de televisión, cogimos, dormimos.
Pero algo había cambiado. Habíamos olvidado putearnos, mandarnos a la mierda por cualquier cosa, recriminarnos algo, decirnos lo miserables que se habían vuelto nuestras vidas.
Y eso empezó a germinar, en lo profundo, a oscuras, eso que crece y se desarrolla y hace que todo se vaya a la mismísima mierda. Ajeno a nuestra voluntad, las fuerzas de la naturaleza.

24.11.15

En la piel


Me tenía que encontrar con Cecilia, me dijo que la esperara en el shopping. Solemos vernos los viernes, pero Cecilia me dijo que el viernes tenía un cumpleaños de una amiga, así que al final quedamos para el jueves. Ella los jueves tiene psicóloga, y sale a las ocho. Su psicóloga atiende en Arenales y Billinghurst.
–Esperame en el shopping –me dijo Cecilia.
Así que estoy en el shopping. No tengo absolutamente nada para hacer, y todavía deben faltar unos buenos veinte minutos para que llegue Cecilia. Decido caminar un poco, miro los locales, los precios de las zapatillas, de los abrigos, cosas que no me interesan en lo más mínimo, y entonces se me da por pensar a quién le podrían interesar esos objetos. Cada ser humano es una isla, eso pienso, pero sólo para hacerme el profundo, para no admitir que tampoco podría comprar esas cosas, que no tengo la plata. Dejo que mi mente se dedique a inventar excusas más o menos apropiadas para mí.
–¿Pero vos querés regenerativa, o regenerativa antiage?
Me doy vuelta. Quedé parado junto a un puesto que vende cremas, lociones, artículos de cosmética. La vendedora es bonita, usa calzas negras y es portadora de un apetecible culito, va muy maquillada, para que resalten unos ojazos verdes que desde ya no son suyos. Lleva el cabello recogido.
–Yo precisaría que sea exfoliante y enzimática –dice la clienta. Es una mujer de unos cincuenta largos, bien puesta. Trajecito color marfil, baja, rellenita, con mucho busto.
–Por tu tipo de piel yo usaría primero una máscara de placenta de tortuga bebé del mar adriático –dice la vendedora, y baja un frasquito de uno de los estantes más altos–. Y luego me pondría el spray de aloe vera que es refrescante, energizante, y reconstituyente.
–Tengo una amiga que usa una loción protoplasmática –dice la mujer–, eso le genera un efecto vasoconstrictor, sobre todo debajo de los párpados.
–Puede ser –dice la vendedora–. Yo igual creo que primero deberías aplicar el gel de avena con polímeros eólicos, para que respire la parte mitocondrial de la dermis. No te olvides que la piel es el órgano más grande del cuerpo humano.
–Me gustaría algo que me humecte pero a la vez me sanforice –dice la mujer que se mira muy de cerca en un pequeño espejo redondo que debe aumentar la imagen, cada poro, unas mil trescientas veinticuatro veces–. Hoy por hoy la contaminación, tanto visual como auditiva, afecta mucho la capacidad membranosa de la estructura exodérmica.
–Disculpen –digo, me he acercado un par de pasos nada más–. Si me acompañan hasta el baño que está en este mismo piso, si me dan siete o nueve minutos de su tiempo y una mínima colaboración, les puedo acabar en la carucha a las dos. A mí me vendría fenómeno y a ustedes las debería ayudar, de algún modo, también.

18.11.15

Huevos al aire


​Voy a uno de esos negocios que se llaman ‘granjas’. Ahora está lleno de negocios así por todas partes. Venden, principalmente, pollos y sus derivados. No sé, pechugas, patas, milanesas de pollo a las que sólo hay que meter un rato en el horno. Suelen vender también, en algunos casos, aceite de oliva, huevos, miel. Productos de campo, por ponerle un nombre.
​Entro y compro tres docenas de huevos. Pago, me las dan.
​Salgo a la calle, a la vereda. Abro la primer caja de cartón. Decido, para poder manejarme mejor, apoyar las otras cajas de huevos sobre la vereda, junto a mis pies.
​Comienzo entonces. Tomo un huevo, como si lo estuviera estudiando por un instante, esperando alguna clase de inspiración. Luego lo arrojo al aire. Hacia arriba y hacia delante, pero sin demasiado impulso. Digamos que un metro hacia arriba, y un metro hacia delante.
Miro el huevo que se eleva, que avanza, que se eleva y avanza. Antes de cumplir con el arcano arbitrio de la ley de gravedad, antes de caer. Estalla, el huevo, contra la vereda.
Hago una respiración, consciente, pausada. Inspiro, exhalo.
Tomo otro huevo. Abro un poco las piernas, como si me estuviera afirmando no sé, en la arena. Como si estuviera jugando al tejo en la playa.
​Repito la operación. Lanzo otro huevo al aire. El huevo sube, luego cae, revienta contra el piso, a unos veinte o treinta centímetros del anterior.
​Respiro.
​Hago un movimiento con la mano libre, una especie de sacudida, como si estuviera relajando los músculos del brazo. Muevo un poco el cuello, como si quisiera tocarme, con las orejas, los respectivos hombros.
​Otro huevo. Lo lanzo.
​Se ha juntado algo de gente. Una joven pareja, abrazados. Una familia de turistas brasileños, un tipo de maletín.
​El huevo estalla contra el piso. Salpica un poco.
​Alguien aplaude. Una chica que se está por subir a un taxi deja la puerta abierta, saca una foto con su teléfono celular. Escucho que alguien le pregunta, a otro alguien, si están filmando una propaganda, una película.
​Otro huevo.
​Salen dos vendedoras de una casa de artículos de deportes. Me señalan, asienten con la cabeza (con qué querés que asientan, con las tetas). Un colectivo pasa muy despacio, el colectivero saluda, toca bocina.
​Gente, más gente. Incluso un policía con los brazos cruzados, sonríe. Fotos, más fotos. La gente grita de alegría con cada huevo que revienta contra el piso.
​Debo ir, no sé, por el huevo 14 o 18. Nadie intenta detenerme y nada me dicen con relación a mi conducta. El clima es entusiasta, alegre, festivo.
​A la gente le parece que destruir sin razón(*) es la cosa más normal del mundo.

*y romper las pelotas también, dicho sea de paso.

12.11.15

Cuando tenés luz derramás luz


La mejor forma de encontrar algo es acordarte dónde lo dejaste. Y buscarlo ahí.
La felicidad no existe. O si querés, para que no te pongas mal, la felicidad no es un estado. Son ínfimos chispazos que vos tratás de unir con tu precaria linterna en medio de la más oscura de las noches.
Hay gente que cree que viajar es importante. Que viajar tiene el milagroso efecto de volverte interesante de algún modo. Que por haber tomado un café en Estambul sos una persona que se ha tragado el mundo. Yo una vez por semana hiervo arroz, podríamos decir que sé todo lo que hay que saber del lejano oriente.
Correr es un sucedáneo de la religión. Si pararas por un instante, si vieras lo que sos, no podrías soportarlo. Tendrías que matarte, así que seguí corriendo. Estar quieto no es para cualquiera.
Existe el dicho, eso de ‘cuanto más hacés más hacés’, pero no es cierto. Podés probar, para entenderlo, que si dijeras cuanto más tenés más tenés, no funciona. Porque cuanto más tenés, más querés tener. La canilla hecha de vos será incapaz de llenar la bañera de todo lo que te falta.
Te vas a morir, no importa cuántos contactos tengas en el facebook, ni cuántos seguidores tengas en twitter. Suck that mandarin.
El amor tampoco existe. El amor de pareja, digo. Es una maniobra distractiva, poder culpar a alguien porque no hay queso rallado para los fideos, tener a quien decirle que no te gustó mucho la película. Podés querer a un animal, eso sí. Ahí no hace falta conceptualizar, es otra cosa.
Tenés que tener un vicio. Algo que te guste y contra lo que a su vez puedas luchar porque te hace mal. Esa tensión puede mantenerte entretenido por el tiempo que se ha dado en llamar, de alguna manera hay que llamarlo, vida.
Primero los animales, después los niños. El resto, el género humano en su totalidad, no vale gran cosa.
No se puede jugar a un jueguito que no cambia de pantalla.
Todo lo que desees molestar a otro es una reacción alérgica, una biológica respuesta de lo mal que estás. Te pica así, te rascás así.
Para poder deprimirte tenés que tener dinero. La gente primitiva, aquellos que no tienen la menor inquietud artística, mucho menos espiritual, están bendecidos por no conocer mayúsculas tristezas. Conocerán el dolor, pero no el sufrimiento. Podés llamarlo una suerte de universal equilibrio, podés llamarlo ley de las compensaciones. Como te resulte más cómodo, como más te guste.
Estar vivo no tiene un propósito, pero tiene sentido. Son cosas diferentes.
Los domingos después de las seis de la tarde, es normal que estés un poco triste.

6.11.15

Mamushka


Me despierto y sé tocar el piano. Es increíble, porque yo jamás supe tocar el piano. Ni tuve piano, ni tomé clases de piano. Pero toco, de manera tan sutil y tan perfecta, la mente en blanco, se mueven mis dedos. Toco las variaciones Goldberg, toco temas de Thelonious Monk, de Petrucciani. Toco en cualquier lado, pido permiso en el lobby de un hotel, y comienzo a tocar. La gente se pone de pie, aplauden extasiados. Toco en clubes nocturnos, para entendidos. Quieren que vaya a la televisión, y que toque el piano. Martha Argerich pide conocerme, quiere que la acompañe de gira por Europa.
Pero entonces me despierto y no, estaba durmiendo. No sé tocar el piano, qué carajo tengo yo que ver con tocar el piano. Tengo que ir al banco a trabajar, eso sí, ir al centro, donde la gente apenas respira, y el odio en estado puro flota en el aire. Me llama Mónica para reclamarme que todavía no le deposité la cuota de la nena, dice que si no le deposito la plata ni me moleste en ir a buscar a Catalina, no piensa dejar que la vea. Dice que soy una basura, un asco de persona, su mamá se lo había avisado pero ella pensó que podía cambiarme, fue de cabeza dura. Y ahora todo se fue a la mierda y ella se vino grande. Yo soy su desgracia, lo que le arruinó la vida. Cómo no se dio cuenta a tiempo.
Y entonces me despierto, estaba durmiendo. Sedado. Estoy en la cama de un hospital, veo suero goteando hacia mis venas, y cables. Puedo recordar que iba a Pinamar, para descansar unos días. Paré en Minotauro, tomé un café con leche, comí un alfajor. Estiré las piernas, hice pis, fumé un cigarrillo. Laura me dio un beso, estaba encantada de venir conmigo y pasar unos días juntos, una mina bárbara. Quería llegar, iba a ciento cuarenta y el Peugeot ese que no me deja pasar, y que después, cuando me cansé de hacerle luces, se mueve justo a la derecha. Llovía un poco. Volqué, pero no me acuerdo que volqué. La cara de la enfermera es tremenda, no sabe ni cómo decirme que me partí la columna en diecinueve pedazos. No siento las piernas, hay pocas probabilidades que vuelva a caminar.
Entonces me despierto.

30.10.15

El método


Lo que te da satisfacción no es, nunca fue, el objeto. Cualquier objeto, no importa el objeto. Lo que te da satisfacción es la ausencia, temporaria por cierto, del deseo que te atormentaba.
Lo que te hace sentir bien, en determinado momento, no es nada más que la falta de alguna específica incomodidad. Así como podríamos afirmar, sin excesivas dificultades, que la salud es ausencia de enfermedad. Alguien dijo alguna vez aquello de ‘la salud es el silencio de los órganos’. Más o menos parecido a lo que te dije, a lo que te estoy diciendo.
Quizás te parece trivial lo que te digo, no estás en desacuerdo de manera específica, pero tampoco encontrás ninguna genialidad en mis palabras. Y te equivocás. Tu pasmosa superficialidad te impide interpretar la relevancia de lo que acabo de explicar. Porque ahí está la llave, no te digo para que seas feliz, no hace falta tanto. Pero sí para que puedas de algún modo continuar con tu precaria existencia.
Lo que tenés que hacer entonces es acentuar la condición, el fastidio, la molestia. Un poquito nada más, con eso alcanza. Y luego, como por arte de magia, te vas a poder sentir mejor, creaste el espacio.
Lo mejor va a ser que te de un ejemplo. Ponele el calor. Te quedaste en Buenos Aires, sos un seco, no te podés ir de vacaciones. Y hace treinta y tres grados, y por la radio dicen que va a hacer treinta y nueve grados, por varios días, y que no va a llover nunca más.
Y ves las tapas de las revistas, chicas untándose el culo con bronceador en Punta del Este, pibes haciendo esquí acuático en el Caribe, gente bailando en la playa, bebiendo bebidas de fosforescentes colores. Y te querés matar.
Acá viene el punto. Tenés calor. Tenés que acentuar esa condición. Ponete un traje, aunque puedas ir de sport. Ponete corbata también. Y metete en el subte. Sentate en uno de esos bancos que hay en el andén. Quedate así, sentado, chorreando transpiración, cinco o diez minutos. El subte es el infierno, es el horror de estar vivo, cualquiera lo sabe. Pero acá está el truco: es provocado. Por vos, aunque sea en una centésima parte.
Y entonces. Cuando salgas del subte, cuando salgas a la calle y compres una coca cola, cuando te saques el traje y te pongas ese shorcito de mierda manchado de tuco, te vas a sentir genial. Ya no sos del todo víctima de las circunstancias, hay algo que vos pudiste hacer.
También te podés tirar a las vías. Quiero decir, si no funciona el método, te podés matar.

24.10.15

Revés a dos manos


Ella entra al restaurante.
Está alterada, nerviosa. Fuera de sí. Le pasó el dato una amiga, que tampoco es tan amiga. Los últimos años se veían en alguna clase de gimnasia por el barrio, se prometían tomar un café.
La paró, una amiga, en la calle. Le dijo ‘mirá, Laura, te quiero contar algo’.
–Mirá, Laura, te quiero contar algo –le dijo Cecilia.
–Sí, decime –respondió Laura. Seguramente era para poner plata para el cumpleaños del profe de gym, o alguna idiotez por el estilo. Pero le hizo ruido la palabra ‘comentar’. Tenía turno con su clínico, estaba apurada.
–Tomemos un café mejor, así no hablamos en la calle –dijo Cecilia–. Son cinco minutos nada más.
–Eh, bueno –dijo Laura.
Imposible. Cecilia le preguntó si ella seguía saliendo con Federico.
–Sí –dijo Laura–. Yo diría más que saliendo. Vivimos juntos hace dos años.
–Bueno –dijo Cecilia–. No sabía si contarte. Una nunca sabe qué hacer, qué es lo correcto. Pero yo te conozco hace muchos años, Laura. Fuimos muy amigas, así que yo te lo cuento igual.
Y le contó, Cecilia. Cecilia tenía una amiga, otra amiga, que se había puesto de novia. Y habían ido a comer, de a cuatro, a un importante restaurante de Puerto Madero. La amiga de Cecilia se había puesto de novia con un polista, con un pibe bien. En el restaurante, Cecilia había visto en una mesa, medio escondido, a Federico. Cecilia conocía a Federico de antes, de vista.
–¿Y? –Dijo Laura, por decir algo mientras llevaba más de un minuto revolviendo su café.
–No me entendiste –Cecilia miraba por la ventana–. Estaba con otra mina.
Agregó, Cecilia, que Federico y la otra mina se besaban, él le tenía de a ratos la mano sobre la mesa. Cuando le contó, Cecilia, eso, lo que veía, a su amiga, a su amiga con la que estaba cenando. La amiga le había dicho ‘¿Ese? Lo vi varios jueves, con la misma mina. Se nota que se adoran’.
Eso fue lo que le contó, Cecilia, a Laura. Laura dijo que no, que nada que ver, no podía ser. Terminó su café y se fue.
–¿Cuál es? –Preguntó Laura, antes de irse.
–¿Cuál es qué?
–El restaurante, el nombre.
Cecilia le dijo el nombre del lugar. Laura se fue caminando. Todos los jueves Federico tenía fútbol con los muchachos, y asado. Volvía tarde, se iba directo a duchar. Después se metía en la cama. Laura pensó, un instante. Jamás había llegado, Federico, en el último tiempo, algún jueves, y la había cogido. Cualquier otro día podía suceder, que llegara o se despertara en medio de la noche, con ganas. Pero no un jueves.
Laura esperó al próximo jueves. A eso de las nueve de la noche se tomó un taxi a Puerto Madero. Entró al restaurante. Le preguntaron si tenía reserva, dijo que buscaba a alguien.
El restaurante era grande y estaba lleno de gente, pero lo vio. Al fondo, de espaldas a la puerta. Lo hubiera reconocido en cualquier parte, la manera de sentarse, los rulos.
–Hola –Dijo Laura. Se paró junto a la mesa. Federico le soltó la mano a la chica. La chica la observó, como si ella fuera una empleada del local, como si ella estuviera ahí para preguntarle si iban a querer algún postre, o quizás más vino.
–No es lo que vos pensás –dijo Federico, balbuceando.
–Estaba esperando si me confirmaban los estudios –dijo Laura. Sacó los análisis de la cartera. Los estudios que confirmaban que estaba embarazada, la sorpresa que venía guardando–. Me llamaron del laboratorio para avisarme que tengo sida. Así que yo te diría que vayas y te hagas ver vos también –miraba a la chica, la apuntó con el sobre. La chica tenía unos fantásticos ojos verdes–. Todas tenemos que tener cuidado de a qué boludo nos cogemos, viste cómo es.

18.10.15

La ley de los grandes números


Voy a un bar, a desayunar.
Me siento. Pido, me traen el pedido.
–Oíme, forro –tiro la cucharita del café con leche, al piso–. Te pedí un café y una de manteca, me trajiste un café con leche y una de grasa. ¿Qué te pasa, tus papás son parientes? ¿Estás medicado? ¿Eras el último aborto del día y te rasparon las neuronas con una cuchara oxidada? Mamita querida, habría que mandar a la Antártida a todos los que no tengan primaria completa.
Al mediodía, voy a almorzar, es un restaurante de barrio. No es muy caro, hacen comida casera.
Pido un vino barato, unos ravioles con estofado.
El mozo se va, el mozo vuelve, trae el pedido. Pruebo el plato, pruebo un sorbo de vino.
Lo llamo. Viene.
–Escuchame una cosa, infeliz –me pongo de pie, suelto los cubiertos, escupo sobre la mesa–. La bolognesa ésta, ¿no sabés si alguien antes no se lavó el culo con la salsa? El tomate está ácido como si lo hubieras meado vos o un rinoceronte, lo que equivale a decir lo mismo. Llamalo al dueño que le quiero preguntar por qué sirven de comer esta mierda. Para eso sería mejor que apliquen rifle sanitario.
Paso por una fiambrería, entro.
–Fenómeno, el otro día te compré doscientos gramos de jamón cocido –agarro un paquete grande de papas fritas, como si lo estuviera pesando, después lo tiro al piso, y lo piso, escucho cómo se deshacen las papas fritas bajo mi suela. Es como si, por un instante, las papas fritas me rascaran las plantas de los pies, una sensación de lo más agradable–. No es que no era jamón cocido, no era ni paleta. Era una especie de plástico, un polímero, aunque dudo que vos sepas el significado de esa palabra. Tenés pinta de tener alguna clase de retardo. También, para tener esta fiambrería de mierda, en este barrio de mierda. Seguro que veraneás en San Clemente, qué le vas a hacer, para más no te daba.
Hace como dos semanas que vengo con una racha bárbara. Gano guita, me cojo a la mina que quiero, me salen todas. Necesito que me caguen a trompadas o que me lleven detenido, prefiero no abusar.

12.10.15

Pedazo de queso


Durante cinco años me dediqué a ir a los supermercados, todos los días, durante veinte minutos, media hora. A veces hacía dos tiempos, uno a la mañana, y uno a la tarde.
Nada, no compraba nada. Iba y paseaba, adentro del supermercado. Miraba las cosas expuestas en las heladeras, en las góndolas.
Y tengo buena memoria. Podía decirte si el vino Santa Julia Roble Malbec 2009 estaba dos pesos más barato en el Jumbo de regimiento en determinado mes del año, si las arvejas Arcor convenía comprarlas en el Coto de Villa Urquiza. Sabía el precio del queso Port Salut de La Serenísima, con cuatro decimales, en cualquier supermercado de Caballito y de Almagro. Vos me decías el peso, en gramos, del pedazo de queso, y yo te decía el precio. No fallaba nunca.
Te podía decir el precio de cualquier pasta fresca de La Salteña en el Carrefour de la calle Las Heras, te podía decir cuál era el spread, la diferencia de precios, entre las latas de atún al agua La Campagnola, con las latas de atún en aceite, con las latas de atún en aceite de oliva, también. A veces esa diferencia, ese spread varía de un supermercado a otro, de acuerdo a si en ese barrio se consume más un tipo de atún que otro. Lo tenía estudiado, al detalle.
A eso me dediqué, básicamente, eso hice, durante cinco años. Eso y no mucho más que eso. Seis días a la semana, descansaba los domingos, por aquello que el domingo hasta Dios descansó. Bíblico asunto.
No, ya sé, no le encontrás el menor sentido. Vos durante esos cinco años te dedicaste a estar en pareja, a trabajar en una oficina. Te casaste o pusiste un negocio, cambiaste el auto, tuviste un hijo. Hiciste gimnasia o dieta, hiciste un curso.
Tampoco parece gran cosa.

6.10.15

Las fuerzas de la naturaleza


Pasó de casualidad, por decirlo de algún modo, aunque todo bien mirado no es mucho más que una gigantesca casualidad. La mayoría de las cosas suceden ajenas a la voluntad de las personas. Que la persona lo sepa o no, bueno, eso es otro tema.
Volví de un viaje a la India, siempre había tenido ganas de ir a la India, porque me parecía que todo lo que había que saber, en el campo de la espiritualidad digo, bueno, salía de ahí. Me llevaron a ver a un gurú, ojo, tenés un gurú cada media cuadra, pero este gurú en particular nos ofreció un rito de iniciación que consistía en un mantra, un ejercicio de respiración, y una purificación en el Ganges. Nos pidió poca plata, así que me pareció razonable. Después de todo, para eso había ido a la India, era eso o comprar una moto y salir a recorrer la Argentina hasta pegarme un palo y quedar todo roto. La vida no tenía mayor sentido, me había venido grande.
Volví de la India, a seguir con mi vida. Y un día le dije a Mónica que se sentara frente a mí. En una silla, claro, así como estaba, en bombacha y corpiño.
–Qué pasa –dijo Mónica. Andaba cansada con su trabajo en el hospital, era enfermera y no tenía ganas que le pidiera cosas raras. Un polvo rapidito y a dormir, había estado todo el fin de semana de guardia.
–Te voy a hacer acabar –le dije–. Con la mirada.
–¿Eh?
–Vos cerrá los ojos, yo ni te voy a tocar. Van a ser, como mucho, cinco minutos.
–¿No preferís que te la chupe un poquito, Juan? –Mónica volvió con una silla de la cocina–. Te la chupo y después me dejás ver un rato la tele tranquila.
–No, dale –le indiqué que se sentara, en la silla. Yo estaba sentado en el borde de la cama–. Vas a ver.
La miré, justo entre los ojos, donde se supone que está ‘el tercer ojo’. Miré sólo ese punto y nada más. Con la mente en blanco.
Pasaron dos o tres minutos.
–¡Aaahh! ¡Así, así! ¡Ahhh! ¡AH! –Se retorció, Mónica, en la silla. Casi se cae al piso. Abrió los ojos, abrió los brazos, también.
–¿Cómo hiciste? –Se puso de pie, tenía la bombacha empapada–. No entiendo, fue el mejor orgasmo de mi vida. Todavía me tiemblan las piernas.
Se ve que Mónica se lo contó a un par de amigas del hospital, pero no le creyeron. Me preguntó si podía traer a una amiga, para que se lo hiciera, con la mirada, igual que a ella.
Le dije que sí, pero que mientras se lo hacía no podía haber nadie presente. Ella podía esperar en la cocina.
Vino con una mujer de unos cincuenta años, pelo corto, bastante excedida de peso. Le indiqué el procedimiento, que se desvistiera y se sentara en la silla con los ojos cerrados. Le dije que no iba a tocarla, me miró como diciendo ‘si querés tocarme, no hay problemas’.
Cerró los ojos. Me puse de pie y comencé a mirarla desde arriba, esta vez el chakra de la coronilla, como si fuera en el centro exacto de la cabeza. Miraba ese punto y nada más, con las manos cruzadas a la espalda.
Empezó a gritar como si la estuvieran acuchillando. Gritaba, gritaba y se reía. Entró Mónica, asustada. Prendió la luz.
–Es genial –Se puso de pie, la mujer, que se llamaba Alicia. Me abrazó–. No tenía un orgasmo desde que murió mi marido. Es genial –Lloraba, Alicia–. Gracias, gracias.
Se corrió la voz. Una cosa trajo la otra. Alquilé un consultorio por la zona de Tribunales, no podía tener un desfile de mujeres en mi departamento porque del consorcio iban a pensar que andaba en algo raro. Compartía el consultorio con un pedicuro, era la fachada perfecta.
Venían mujeres y más mujeres. De todas las edades, chicas jóvenes que habían tenido un mal comienzo con algún noviecito y habían quedado traumadas, señoras mayores a las que les habían diagnosticado un cáncer terminal, obesas mórbidas, mujeres que habían sido golpeadas por sus maridos y habían perdido la capacidad de sentir.
Atendía de nueve a diecinueve, de lunes a viernes, los sábados hasta las dos de la tarde. Las sesiones eran de media hora, pero las mujeres acababan en no más de nueve minutos. El resto del tiempo era por si querían conversar sobre lo que les había sucedido, recuperar el aliento, tomar un té.
Era increíble, era un don, sólo tenía que enfocar la vista en un chakra, la garganta o el ombligo, y blanquear mi mente. Dejar el espacio para que sucediera, brindar mi atención a la energía universal, dar paso a las fuerzas de la naturaleza. Y sucedía, infalible.
Hasta que un día apareció una mujer de unos treinta y pico de años, delgada, morocha, dijo que había tenido una sesión conmigo hacía dos o tres meses. Dijo que había sido lo mejor que le había sucedido en la vida. Dijo que estaba embarazada, también.

30.9.15

Cambió todo


Tampoco se puede culpar a nadie. El fenómeno, lo que pasó, es perfectamente entendible.
La gente está hecha mierda, no hace falta ser Einstein para darse cuenta de eso. Cada vez se vive peor, se agujereó la capa de ozono, el subte viene lleno, ahora hay leche descremada y deslechada, café descafeinado, gaseosas sin azúcar y sin gas, cigarrillos sin nicotina. La gente deambula por las calles con pasos cortitos, apenas podemos movernos, soñando con cruzarse con Justin Bieber para sacarle una foto comiendo un pancho con mostaza, mirando por televisión programas donde los participantes compiten a ver quién es capaz de cagar más grande o pishar más lejos, en fin.
Entonces llegó la tecnología. Y no, no es que los aviones pueden volar más alto, ni que los automóviles pueden llegar más rápido. Llegó Facebook, llegó Twitter, llegó el Iphone y la Blackberry. Ahora podés chatear mientras defecás, y podés twittear en la cola del supermercado que fuiste a comprar dos latas de arvejas o mientras el ginecólogo te mete los dedos bien adentro, podés ser saludado el día de tu cumpleaños por trescientos veintiocho amigos virtuales que jamás te prestarían un peso. Podés bloggear las idioteces que pensás, que te parece que se te ocurren.
El invento es fantástico. ¡Te dieron el protagónico! El protagónico de tu vida, claro, que sigue siendo una vida de mierda. ¿No conocés a alguien que tenga para alquilar un departamentito en Necochea? No sé, una semana de Febrero, si es con vista al mar sería buenísimo.

24.9.15

De este mundo


Estábamos en la cama. Ella leía un libro, una novela que de seguro tenía que ser apasionante, de otro modo era impensado que alguien quisiera sostener tamaño material, semejante peso. Yo miraba la televisión con el volumen bajito, pero no miraba. Un programa de la National Geographic donde los ciervos o los antílopes o lo que corneta fueran tenían que cruzar un río, los cocodrilos acechaban. Quietos, muy quietos, los cocodrilos, esperaban. Los ciervos, los antílopes, mandaban a uno, al jefe o al más pelotudo, o quizás había sido por sorteo, a meterse al agua. Se escuchaba un tumulto, un par de chasquidos de metálicas fauces, y el antílope era devorado en un par de bocados. No quedaba nada.
Los antílopes o los ciervos iniciaban otra estrategia. ‘A lo chino’, tiraban toda la carrocería, cruzar de una, cientos, miles. Iba a haber bajas, claro que iba a haber algunas bajas, pero la mayoría pasaba. Se mezclaba el proceso de selección natural con las leyes de la estadística. Una experiencia notable, inteligencia en estado puro.
–Me gustaría saber si hay vida después de la muerte –dijo ella, apoyando el libro contra su pecho–. Porque si no hay vida después de la muerte entonces la noción del mérito se cae a pedazos. Si cuando te morís no hay más nada entonces es como si el ser humano fuera un mechón de pelos que se va por la bañadera. El concepto de eternidad, de permanencia, todo eso sería una gran cagada. Por lo menos los hindúes creen en la reencarnación, en el karma. Es como si fueras a jugar el repechaje, pero sigue existiendo la posibilidad de clasificar. ¿Para vos hay vida después de la muerte, Juan?
Cruzaban, los antílopes o los ciervos, como locos. Los cocodrilos mordían lo que podían. Había sangre, pedazos de antílopes, furibundas mordidas en medio del agua, patadas. No contesté, me quedé en silencio. Cómo saber si había vida después de la muerte, o si no éramos mucho más que un pedo en medio de una tormenta eléctrica. No dije nada.
–¿Y Dios? –Se incorporó un poco, ella, contra la almohada. Dejó el libro sobre la mesita de luz, ahora cerrado. Tomó un sorbo de agua– ¿Existe Dios? Porque si Dios existe bueno, entonces cómo entender los terremotos, las catástrofes aéreas, el hambre en Etiopía. Pero si Dios no existe entonces la noción misma del bien y el mal desaparece. Si Dios no existe es como si nos hubieran dejado caer sobre un vasto mar sin brújula. Si Dios existe es un Dios arbitrario e injusto, y eso es terrible. Pero si Dios no existe estamos a la deriva, perdimos el metro patrón, somos chispazos de conciencia en medio de la noche más oscura, somos la nada misma perdidos en la inmensidad de la galaxia. ¿Para vos Dios existe, Juan?
Pisaban cabezas, los antílopes o los ciervos, pisaban a los cocodrilos, y se chocaban entre ellos también. El impulso de vivir es algo que nada tiene que ver con lo racional. El objetivo de la vida es mantenerse con vida, existir, perpetuarse. La tentación de existir, así se llamaba un libro de Ciorán que había leído de jovencito y me había conmovido profundamente. Cómo podía saber yo si existía o no Dios, ni siquiera sabía si quedaban dos empanadas en la heladera. Me quedé en silencio, no dije nada.
–¿No querés que te la chupe un poquito? –Ella apoyó una mano sobre mi panza, abajo del ombligo – Te noto muy serio, preocupado.
–Bueno, dale –dije, y levanté un poco las sábanas.

18.9.15

Juntos


Estábamos esperando hacía un buen rato. El Fleni para algunas cuestiones es de lo más estricto y la verdad que está bien, porque vos vas a otros sanatorios y es todo un verdadero quilombo. A las desgracias le suelen sumar desorden, y entonces, además del dolor por lo que le está ocurriendo a un ser querido, le tenés que agregar el fastidio de no saber cómo hacer para averiguar lo que querés averiguar. Ni siquiera te podés dar el lujo de derrumbarte, porque te tienen de acá para allá con trámites de todos los colores. Y uno está indefenso como un animal herido, apenas puede con su alma.
Los informes de los internados en terapia intensiva se anunciaban a las 18 horas. El parte médico, y luego se podía ingresar por unos minutos a ver al paciente.
1802 marcó el reloj de pared. Apareció un médico calvo y muy delgado, alto, con barba de tres días. Sacó del bolsillo superior de su delantal un par de lentes sin marco, tragó saliva. Leyó pausado, voz neutra.
–¡No puedo más! ¡No puedo más! –Una mujer mayor se agarró la cabeza y de inmediato fue consolada por su hija, que la abrazó y la sostuvo al mismo tiempo. La mujer tenía alguna dificultad en el tobillo derecho, la chica tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no se fueran al piso, las dos.
–Se va a salvar. Emiliano es un toro –dijo un hombre de camisa a cuadros con pinta de haber dormido poco. Se dio dos golpes sobre el pecho, con un puño, como indicando que sabía perfectamente de qué estaba hecho, Emiliano.
–¡Papá! –dijo una nena chiquita, afligida y con los ojos rojos de tanto llorar– ¡Mi papá!
–Va a salir –dije con autoridad, tosí, saqué un paquete de caramelos de eucalipto y ofrecí–. Tenemos que esperar, tenemos que ser fuertes.
Nos fuimos sentando, todos. Una mujer se había quedado interrogando al médico, que se limitaba a leer el parte de otro paciente. Nada para agregar.
–Perdón –me habló, un sujeto con pinta de oficinista que abrazaba a una mujer de mediana edad–, pero no lo conozco. No es de la familia, ¿usted quién es?
–No –dije–. Yo los domingos por lo general me deprimo. Me consuela un poco ver gente que está mucho peor que yo, me hace bien. A Emiliano no lo conozco, no tengo idea quién es.

12.9.15

Modo cursi


el fuego que pintamos juntos
ya no existe más.
lo destrozó el tiempo, con
su mugre hecha de indolente
opacidad.
a veces me saluda una escena
compartida y dudo
si fue real.
si ocurrió, o son estas eternas
ganas de mortificarme
(los látigos no fueron hechos para descansar).

la gente le teme a la muerte, es lo normal.
a mí me asustan los recuerdos.

6.9.15

Por eso, por eso


Estuve en muchos lugares, me pasaron cosas. Estoy, por decirlo de algún modo, vivido, creéme. No soy un improvisado.
Cogí, por ejemplo, cogí mucho. Ese momento tan particular y exquisito cuando la mujer está en cuatro patas, lúbrica, en estado de existencial predisposición. Y vos avanzás, ponés una mano en una nalga y con un pulgar separás apenas y ella se arquea, se abre en el sentido más literal del término, esperando la llegada de la redentora garompa.
O tener un hijo, claro. Cuando levantás a tu hijo en brazos, tu creación, y el niño todavía ni siquiera se ha afirmado en su sensación de ser, pero de pronto te enfoca con esos ojos tan enormes. El universo todo te mira y él, tu hijo, sonríe. Se deja caer contra tu pecho, te abraza.
Tenés la velocidad desde ya, la aventura. Ir por la playa saltando médanos con tu cuatriciclo y se hace de noche, y vos acelerás, y podés sentir la sal en la cara. O esquiar, deslizarte, vas bajando y la naturaleza te acompaña y la pista de la alegría no se va a terminar nunca, la nieve tan blanca. O tirarse en paracaídas. Caer, caer mientras te sostiene apenas el aire. No volvés a ser el mismo después de saltar en paracaídas, algo en vos cambia.
Podría seguir, claro. Acariciar un delfín, tocarle el lomo y ver que el delfín se quiere quedar con vos, mientras se ríe (qué otra cosa puede ser eso que risa) en voz alta. Llegar a tu casa y que te reciba tu perro, un perro atorrante y bigotudo que no puede más de la alegría por el solo hecho de verte, porque verte a vos es suficiente motivo para estar contento. Tantas cosas, nadar en el mar, desayunar, ver llover.
Pero nada supera, no hay nada comparable con el primer sorbo de whisky en una habitación a oscuras. El vaso en mi mano.

30.8.15

Con todo este fracaso construí una flor


No, no importa lo que sos, lo que sos está a la vista. Podríamos decir, de alguna manera hay que decirlo, que lo que sos es demasiado evidente.
Lo que me gustaría ver es lo que pudiste ser, o ni siquiera eso, tampoco hace falta pedir tanto. Lo que te hubiera gustado ser, hablame de eso, como si fueras eso. Mostrame esa parte.
Porque lo que se ve, lo que sos, está impregnado de la más pútrida realidad. Podríamos decir que, bueno, eso que sos en realidad es el residuo de lo que quisiste ser. Cuando veo a alguien orgulloso de lo que es siento una profunda pena. Conformarse con eso.
Demos una vuelta por la potencialidad más pura. Tomemos un café plagado de las infinitas posibilidades que jamás ocurrieron. Para qué limitarnos a esta porquería que somos, que nos sucede. Dejame que te muestre todo lo que no fui, dejame que te muestre mi mejor versión.

24.8.15

Rango de certeza


Pasa algo curioso. Cómo lo digo.
Suponete que estás casado. Y te la pasaste no sé, los últimos ocho años, pontificando sobre la importancia de la familia, sobre que el hombre no fue hecho para estar solo, sobre las delicias de la vida conyugal. Además de mirarme de reprobatoria manera, a mí, por no estar casado, por no haber sido capaz de construir, en lo afectivo, absolutamente nada. Porque mis relaciones han durado, las mejores, tres semanas.
Bueno, de pronto te separás, tu señora te dice que no te quiere más, o que se quiere volver a vivir al pueblito de morondanga del que jamás debió haber salido. Y vos, casi de inmediato, vas a tratar de coger con tu vecina del séptimo B, con una compañera de la oficina que tiene una pierna ortopédica, vas a empezar a ir a bailar a un sitio de solos y solas (cualquier cosa que eso signifique, todos estamos solos). Vas a querer tomar clases de salsa, de tango, te vas a poner pelo en la cabeza, pelo de pija porque es más resistente y más barato.
O quizás te la pasaste argumentando sobre la importancia de cuidarte, hacer vida sana. Hacés dieta, corrés, te hiciste vegetariano primero, vegano después, y crudívoro recontradespués. Entrenás tres o cuatro veces por semana, vas con tu novia a correr carreras de diez o veinte kilómetros a Pinamar, a Esquel, comés tartas de puerros y hamburguesas de berenjenas. Tu chica te regaló para tu cumpleaños una licuadora.
Pero un día vas al dermatólogo y te dice que no le gusta mucho esa mancha. Hay que hacer una biopsia, una punción, rayos quizás. Parece malo pero no lo peor, la medicina ha avanzado muchísimo en los últimos mil quinientos setenta y ocho años. Y vos empezás a comer milanesas con puré como te hacía tu mamá cuando eras chico, o te limpiás una botella de vino durante la cena, volvés a fumar, mientras mirás todas las series americanas de televisión que podés en netflix con una password afanada. Comés chocolate, y helado también. A veces las dos cosas juntas.
No, no me estoy riendo. No me río desde que tenía once años, para serte sincero (yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once). Pero resulta nítido para mí que jamás tuviste la mínima convicción. Fuiste haciendo más o menos lo que te ponían enfrente. Nunca estuviste seguro de nada, sos un boludo más.

18.8.15

Policía Espiritual


Estaba en un bar, mirando por la ventana. Hace más o menos diez años que no se me ocurre absolutamente nada para hacer. Es triste, seguro, pero cuando ves a la gente que hace algo, que creen que hacen algo, es más triste todavía.
Me gusta desayunar, temprano, en algún bar de barrio. Abro mi cuaderno, me fijo si se me ocurre algo para escribir mientras tomo un café con leche. Está el cuaderno, está el café con leche con una medialuna, está la ventana. Lo demás pertenece al repugnante territorio de la realidad.
Entraron dos hombres. De unos treinta años, quizás un poco más, cabello muy corto. Uno con lentes rayban de vidrios verdes. El otro con campera de cuero. Algo rústicos quizás, enérgicos.
–Ahí está –dijo el que usaba lentes.
–Hundred –dijo el otro. Se sentaron los dos, enfrente mío, sin dudar ni preguntar.
–Creo que sí –contesté, es mi manera de contestar.
No me gusta hablar con gente que no conozco, conozco muy poca gente. Si desayunás conmigo es porque cogiste conmigo, sino ni lo sueñes.
–Ah, sos gracioso –El de lentes se subió los lentes, con un dedo. Los lentes quedaron enganchados en la frente.
–Policía –el otro me mostró una credencial donde estaba el escudo de la Nación Argentina. A la izquierda del escudo había un rinoceronte, al otro lado del escudo una nube, una nube como las que dibujan los chicos del colegio primario–. Policía Espiritual.
–¿Eh? –No me reí, la cara de los tipos no era para reírse.
–No tenemos tiempo para boludeces, Hundred –el de lentes se abrió apenas el saco, para que yo pudiera ver la culata del revólver–. Nos mandaron a avisarte que dejes de escribir.
–Pero, no –dije–. Por qué.
–Porque no parás de romper las pelotas, por eso –el otro, que no tenía lentes, tenía una cicatriz, al costado de la boca, como si le hubieran dado un cuchillazo, como si lo hubieran enganchado con un anzuelo y al tirar le hubieran arrancado un fino rectángulo de piel–. Todo lo que escribís es triste.
–No –dije.
–Sí –dijo el de lentes–. Todo lo que escribís es que la gente es una mierda, que el mundo es una mierda, que la vida no tiene sentido. No hay un solo mensaje positivo en tus palabras.
–No es tan así –dije. Lo mismo hubiera dicho si me hubieran encontrado con los pantalones bajos, cogiéndome a alguien, a una prima con un leve retardo o a una cebra en la jaula del zoológico. No es tan así es una excelente frase para un montón de cosas, para un epitafio, también.
–No vinimos a discutir con vos, flaco –el de la cicatriz sonrió y se le torció la cara de fea manera, era una sonrisa para tenerle miedo–. Cortala, no escribas más.
–Pero si no escribo me aburro –señalé el cuaderno sobre la mesa– ¿Qué quieren que haga?
–No sé –el de lentes se puso de pie–. Te vinimos a avisar que la termines. Lo que escribís molesta, aburre, y hace daño. No tiene el menor sentido. Además, escribís mal.
–Buscate algo para hacer, forro –el de la cicatriz también se paró. Se sonó los mocos, con dos dedos, como si estuviera en medio de un partido de fútbol. Se limpió los mocos, pasando los dedos por el cuaderno. Agarró la birome, y la metió dentro del café con leche–. Date por avisado, no jodas más.
Se fueron.
Pensándolo bien, no les faltaba razón. Yo era joven, todavía. Estaba a tiempo de casarme, tener hijos. Podía empezar a correr, si había maratones casi todos los domingos. Quizás cambiar el auto, hacerme socio de un gimnasio o no, mejor, empezar a ir a la cancha. Hacer algún curso, un curso de algo no sé, de pintura, de fotografía. Viajar, adelgazar.

12.8.15

Probabilidad, estadística


Me fui con Mariana a Pinamar, a pasar el fin de semana. Octubre, frío pero no tanto, le pregunté si quería venir conmigo. Dijo que sí.
Salimos el jueves, para aprovechar un poco más de tiempo. Falto un día al trabajo, no le importa a nadie.
Tenía un método para ganar en el Black Jack, y quería probarlo. Mi amigo R. me prestaba su cómodo departamentito bien ubicado, en el centro. Quería descansar también, caminar por la playa, coger un poco.
El viernes a la tarde Mariana se sintió mal, me dijo que debía ser algo que habíamos comido. Las rabas del mediodía tenían el aspecto de haber sido freídas mil veces desde el verano pasado.
Me dijo que se iba a dormir temprano, a ver si se le pasaba. Le dije que salía a caminar un rato, a fumar un cigarrillo.
Me fui derecho para el casino, con mi método infalible. Había llevado diez mil pesos. Si las cosas funcionaban, mi intención era dedicarme a eso. A ir los fines de semana al casino, mientras seguía estudiando para ponerme a jugar al poker por internet. Basta de trabajos de mierda por sueldos de mierda. Me había divorciado hacía tres años, necesitaba una nueva vida.
Me limpiaron de una. No tuve la menor oportunidad. Apliqué el método de contar las cartas, sabía cuándo tenía que pedir carta, cuándo plantarme, de acuerdo a la ley de probabilidades. En menos de media hora había perdido las diez lucas, y dos mil pesos más que tenía en la billetera.
Cuando salí del casino me pararon dos pibes jovencitos. Uno me pidió fuego, el otro me dio una piña, fulminante, sobre el oído. Caí de costado, me robaron el reloj y el celular, les pedí por favor que me dejaran las llaves del auto. ‘Bueno amiguito pero chito loco amiguito’, el pibe me hablaba y movía el revólver para todos lados, como si el revólver pesara demasiado.
Volví al departamento, debían ser las doce de la noche. Mariana estaba terminando de hacer el bolso, hecha una furia.
–¡No te importa nada, Juan! ¡Ni siquiera llamás para ver si me estoy muriendo!
Se fue a la terminal de micros, me dijo que siempre había sabido que yo era un sujeto repelente. No quería pasar ni cinco minutos más conmigo.
Al día siguiente, mientras caminaba por la playa, me picó un aguaviva. Se me puso el pie del tamaño de una sartén, y azul. Tuve que ir a una guardia, me dieron corticoides.
Volví al departamento como pude, me prestaron un bastón. No podía apoyar el pie. Manejar: imposible.
Entonces me di cuenta que no tiene demasiado sentido tratar de cambiar de vida. Ser otro es un espejismo, un error de interpretación. Lo que sos, siempre lo que sos, por difícil de asimilar que sea, por ridículo que parezca, es tu salto más alto. Tu mejor opción.
Entender eso, aceptarlo, pensé. Revisando el armario de la cocina encontré un paquete de yerba, y un mate de metal. Busqué y busqué, pero la bombilla no apareció por ningún lado.

6.8.15

Preguntón


–¿Duermen las palomas?
–¿Eh? –Estaba distraído, miraba el televisor encendido, pero sin mirar.
–Si duermen las palomas. Y cómo duermen. ¿Duermen en el aire? ¿Se acuestan en el piso? ¿O duermen paradas? Pero sería raro, los animales no duermen parados. Estar dormido y estar parado al mismo tiempo no se puede.
Había ido a visitar a mi amigo H. La idea era tomar unos mates y charlar de cualquier cosa hasta que se hiciera de noche. Para ir a cenar.
Pero. La mujer de H. también había tenido la misma idea de verse con una amiga. Entonces, la mujer de H. le había dejado a H. su pequeño hijo, el hijo de ambos, de H. y de la mujer de H., para que lo cuidara durante la tarde. A cambio, la mujer de H. había prometido volver temprano, para que entonces H. y yo pudiéramos ir a cenar afuera. A tomar un vino, tranquilos.
Vivía, H., en una regia casa en Vicente López. Su hijo era un pequeño demonio de cinco o siete años que se llamaba Tomás.
El que me había hablado, de pie, mirándome con las manos en la cintura, era Tomás. H. estaba arriba, hablando por teléfono.
–No sé –respondí–. Pero tienen que dormir, eso seguro. Si no dormís, es como una heladera que no corta.
–¿Se te hace una bola de hielo? –Dijo Tomás.
–No, pero te revienta la cabeza –dije–. En poco tiempo no servís más.
Nada, en la televisión. Las acostumbradas boludeces. Se escuchaba a H. hablando por teléfono, arriba. Discutía con alguien, temas de laburo.
–¿Duermen los peces?
–¿Eh? –Otra vez, Tomás. Había avanzado un poco para observarme más de cerca. El flequillo le caía sobre la frente.
–Si duermen los peces. Y cómo duermen. Duermen en el agua, claro, porque los peces no pueden vivir fuera del agua. Pero no entiendo, ¿a determinada hora se van todos para el fondo? Porque para dormir tenés que estar acostado, acostado sobre algo. No te podés acostar sobre el agua.
–Dormir duermen –dije–. Se deben poner de acuerdo. Mientras duermen algunos, otros están de guardia. Por los tiburones.
Lo pensó un instante. Se rascó la cabeza.
–No, no sabés –dijo–. Se nota que contestás cualquier cosa. No sabés nada.
–Mirá –dije–. Tampoco sé si me gusta más la mayonesa o la mostaza, o si hay vida después de la muerte. Lo que sí sé es que cuando seas grande, en algún momento, te vas a dar cuenta que la vida no tiene mucho sentido, y te vas a querer pegar un tiro en las pelotas. Eso te lo puedo asegurar.

30.7.15

Todo lo que no sabemos


A Verónica le gustaba coger arriba.
No, arriba en la terraza no, arriba. Arriba de alguien, del compañero de turno, de la poronga más que nada. Le gustaba subirse, a Verónica, como si fuera una avezada motociclista, pero en lugar de ponerse el casco, lo que se ponía era la poronga, con un diestro movimiento de tres dedos de una mano. Adentro, adentro mi alma, y ahí sí. Salía a cabalgar, feliz amazona de la pija.
No había estudiado, quiero decir, las técnicas, no lo había conversado mucho ni era una gran consumidora de pornografía. Le bastaba, desde la adolescencia, desde jovencita, con sentarse, con tener la poronga adentro, quince o veinte centímetros de púrpura palpitante (homenaje a buk, la expresión), adentro, y dejarse llevar.
Le encantaba, a Verónica. Podía moverse despacio, muy despacio, sintiendo el deslizar de la poronga en su interior, llenando el espacio. Podía ponerse en cuclillas y prácticamente saltar, a todo vapor, como una descosida. Acelerando, acelerando, sintiendo el chicotazo adentro, haciendo rebotar sus nalgas contra muslos o abdomen, según estuviera de frente o de espaldas. Feliz, tan feliz.
Y le gustaba que la agarraran. Sí, claro, de la cintura. O las tetas, que el tipo se aferrara a sus tetas como si fueran su última esperanza, su tabla de salvación para no hundirse en el precario maremoto de la vida. Y sí, que le agarraran las nalgas, que las apretaran o que las abrieran apenas y le metieran un dedo en el culo pero no mucho, la primer falange era suficiente, esa cosquilla extra. Mientras ella saltaba o se deslizaba, iba y venía, con la poronga adentro, apoyándose sobre un peludo torso o aferrada a las manos del tipo como si fueran acróbatas. Pura alegría.
Pero por algún motivo, algo que no lograba descifrar, todo el mundo la quería coger, a ella, con ella, en cuatro patas.
Conocía a alguien, iban a cenar una o dos veces, y había que ir a coger, porque sí, porque para la mujer la pija es destino, porque de eso se trataba la vida. Y empezaban a besarse o la empezaban a desvestir, y el hombre la llevaba a la cama, o sobre un sillón, o en el piso, la ponía de espaldas. En cuatro, como se suele decir, para ser riguroso desde lo técnico, desde lo antrompométrico.
Y coger en cuatro patas estaba bien, pensaba Verónica, era una satisfactoria experiencia, pero no era lo mismo. Ella quería estar arriba, sentir cómo se raspaba el clítoris contra la superficie del hombre ahí abajo, su vello púbico (el de ella) cortado casi al ras, una delicia.
Y Verónica se dejaba hacer, qué remedio, se dejaba coger en cuatro patas por entusiastas muchachos o canosos caballeros mientras anhelaba con todo su ser que el hombre, cansado de bombear, se echara a un costado, se dejara caer boca arriba, para entonces aprovechar y poder subirse aunque fuera un ratito, ponerse encima. Coger arriba.
Se prometió, Verónica, se hizo una solemne promesa delante de un vaso de vino blanco, barato y dulzón. El primer hombre que la quisiera coger, de entrada, de una, estando abajo, o sea, con ella encima. Ese sería su príncipe quizás más morado que azul, con ese se quedaría.
Y entonces la conocí yo. Que estaba arrasado por diez o quince años de microcentro, triste, con sobrepeso por supuesto, como siempre. Con espina bífida que me provocaba un dolor muy agudo, como si se me anestesiara la parte de atrás de los muslos, se me iba la fuerza de las piernas, mientras sentía como si me atravesaran la cintura con una aguja de tejer. Horrible.
Así que cuando la acompañé a la casa después de cenar y me preguntó si yo quería subir a tomar algo, bueno, al ratito, después de besarnos y hablar un par de idioteces, me tiré en la cama. Me dejé caer porque el dolor me estaba matando y no sabía cómo decirle que iba a necesitar que me llamara una ambulancia. Un analgésico inyectable y cuarenta y ocho horas de reposo. Que me disculpara, mejor lo dejábamos para otro día.
Verónica me bajó los pantalones, y se subió, rápida, dispuesta. Mientras yo rezaba por no quedar parapléjico de por vida, y porque el dolor no fuera tan agudo como para anularme por completo el deseo y matara la erección. Qué vergüenza sería.
Así cogimos. Verónica se pegó un par de descomunales acabadas mientras yo me quedaba quieto, muy quieto, con los ojos cerrados.
Te cuento todo esto para que veas que Verónica no me eligió por mi inteligencia ni por mi sentido del humor, mucho menos mis literarias capacidades. Mi particular y único modo de ver la vida.

24.7.15

De entre las cenizas


Vas y elegís una avenida. Lo podés hacer en la avenida Corrientes, perfectamente, sobre todo de mañana. Lo podés hacer sobre Cabildo, sobre Libertador, sobre Rivadavia, sobre Independencia. A la tarde, a eso de las cinco de la tarde, lo podés hacer en la avenida Córdoba, o en Alem de la mano que vuelve. Elegí una avenida, cualquiera.
Esperás que el semáforo esté en rojo, paran los autos. Vos estás en la esquina y esperás. Uno o dos minutos, vos esperás.
Entonces caminás, como si fueras a cruzar, como si quisieras llegar al otro lado de la avenida.
Pero. Te parás. Al llegar a la mitad de la avenida, te parás. Te parás, y hacés un cuarto de giro, para quedar de espaldas al tráfico.
Sacás un paquete de cigarrillos, un paquete de cigarrillos que compraste previamente y que tenías guardado en un bolsillo. Un paquete de cigarrillos que compraste, antes de guardarlo, claro, así funciona el hilo del tiempo. Sacás un encendedor, de otro bolsillo, o del mismo bolsillo.
Y te prendés un cigarrillo.
A esta altura escuchás que te pasan automóviles, demasiado cerca, por al lado. Escuchás frenazos, bocinas. Insultos, sobre todo. Muchos insultos que hacen referencia a tus preferencias sexuales, a determinadas antropométricas características de la vagina de tu madre. Todo tipo de insultos que se refieren a tal o cual suerte de retardo del que vos serías indubitable portador. Puede que recibas un par de escupidas, o que te arrojen algún objeto dotado de cierto nivel de contundencia.
Lo que tenés que hacer es nada. Fumar, fumar el cigarrillo que acabás de encender. No contestás nada, no mirás a nadie. Fumás, de pie, como si estuvieras frente al mar. El mar, en este caso, está hecho de miles y miles de automóviles que siguen su camino hacia ninguna parte, su inútil derrotero hacia la nada más gris.
Das unas pitadas, tratando de generar una ceniza, la primer ceniza del cigarrillo. Al ratito nomás corta el semáforo. El semáforo se vuelve a poner en rojo y las bocinas (y las puteadas) dejan de sonar.
Entonces terminás de cruzar la calle, vas hasta la otra orilla, por decirlo de algún modo. El experimento ha concluido. Vas y seguís con tu vida. Podés terminar el cigarrillo, lo podés tirar.
La experiencia, lo que hiciste, equivale en cuanto a fortalecimiento de la personalidad, equivale entonces, decía, a tirarte en paracaídas desde nueve mil metros de altura, a nadar con tiburones-tigre en mares del Caribe, y a once años de psicoanálisis dos veces por semana. Todo junto.
Algo hace click y tu vida mejora de sustancial manera. Si te atropella un auto también está muy bien, igual no dabas más.

18.7.15

Claro que me duele


Lo normal, lo de siempre. Mónica me dijo ‘tenemos que hablar’, y tenemos que hablar, para una mujer que por lo general no para de hablar, sólo podía significar una cosa.
Vivíamos juntos hacía unos cinco meses, más o menos. Ella estudiaba diseño o arquitectura, algo del estilo. Veíamos televisión, cogíamos, ella sabía cocinar, milanesas con puré. No sé, tampoco me parecía que hubiera mucho más para pedirle a la vida. Yo me había venido grande, pensar en torcer el destino es algo que se te ocurre cuando tenés menos de treinta. Lo que viene después es buscar que la realidad sea más o menos amable con vos. Lo que equivale a decir que no te pase por encima como un Flechabus de dos pisos. Una pacífica coexistencia con el horror de estar vivos, así podríamos denominarlo.
Ella salía del psicólogo a las siete, por Recoleta. Le dije que la esperaba en La Biela.
Entré, me senté. Estábamos en Agosto, hacía frío.
Me pedí un francés tostado de crudo y manteca, y una cerveza de tres cuartos. Me puse a mirar por la ventana. Uno de los mejores árboles de Buenos Aires, los turistas que pasaban, se hacía de noche.
Llegó, Mónica. Apurada, nerviosa, dejó sus carpetas, su mochila.
–Bueno –dijo–. Lo que te quería decir es que estuve pensando, y me gustaría que nos separemos.
No dije nada. Mordí el sándwich. La combinación de jamón crudo y manteca, crujiente el pan, exquisito.
–No estamos bien, Juan –se sacó el pelo de la cara–. Necesito estar sola por un tiempo, ver qué me pasa. No sé, quiero hacer un viaje. Ir a ver a mi hermana a Barcelona.
–Bueno –dije. Tomé un trago de cerveza. Estaba fría, pero no tan fría. Tan exacta, tan perfecta.
–Me voy a volver a lo de mis viejos –dijo Mónica. Tenía los puños apretados, sobre la mesa–. El fin de semana voy a pedirle a mi hermano que me acompañe con el auto, así me llevo mis cosas.
–Sí, claro –dije–. Por supuesto.
–Me quiero llevar la licuadora –miró, buscando a un mozo, pero los mozos de La Biela si no te conocen no te dan bola, te hacen sentir que sos una pila sulfatada, un pedacito de mugre, una minúscula partícula de soretito universal. No mereces estar sentado ahí ni por lo que dura un instante disfrutando de toda esa belleza, esa esquina tan maravillosa–. Acordate que me la regalaron para mi cumpleaños. A mí en el desayuno me gusta hacerme licuados de frutas. Y el televisor chiquito. Lo pagamos a medias, te compro tu parte.
–Llevate el grande si querés –mordí, mastiqué–. Llevate lo que precises, no hay problemas.
–No sé, Juan –levantó la mano, el mozo siguió de largo–. Me parece que peleamos mucho, discutimos. Yo necesito mi espacio, mis momentos para estar con mis amigas.
–Está muy bien –dije–. Avisame si venís el fin de semana, porque me invitaron a Pilar a un asado, capaz que me quedo a dormir allá.
–Tengo la llave, todavía –dijo ella, me miró feo.
–No, ya sé, yo por si necesitás ayuda para bajar algo. Vení cuando quieras, llevate lo que quieras. Menos mis trajes, por favor. Los necesito para ir a trabajar –Se hizo un silencio, como si no entendiera–. Es un chiste, pichona.
Llamé al mozo. Vino. Ella pidió una Coca Light, con limón. Miró su teléfono celular, contestó un mensajito. Sostenía el teléfono muy cerca de la cara, dejando en claro que lo que pasaba, en el teléfono, era importante.
–¿No me vas a preguntar nada? –Revisó los bolsillos de su abrigo buscando algo, quizás un papelito con una anotación, quizás una pastilla, tomaba algo para la tiroides.
–No.
–No te preocupa demasiado que me vaya, parece –dijo–. No se te ve destrozado ni nada parecido.
–Me duele, claro que me duele –dije, me serví más cerveza. Tomé, de un trago, medio vaso–. Pero voy a salir adelante. Quiero decir, son cosas que pasan, la vida.
–La verdad que no sé –probó su Coca Light, un sorbito–. Pensé que te iba a hacer moco. Pero si no te pasa nada, bueno, no es lo mismo. Es como que dejarte tiene menos gracia. No es tan entretenido.
–Entiendo –dije.
–No estoy tan segura, la verdad –dijo–. Me parece que si no me voy, si me quedo, puede ser mejor. Quedándome te hago mucho más daño.
–Eso seguro –dije. Le hice una seña al mozo, pidiéndole la cuenta. Con un índice y un pulgar apenas tocándose en el aire, como si escribiera, en el aire, con una imaginaria birome hecha de nada.
–No sé, quizás todavía no sea el momento de irme –dijo–. Quizás convenga que me quede un tiempo.

12.7.15

El cocodrilo Jimmy


Estoy mirando la televisión. Están en un zoológico, en Tailandia. Multitud de curiosos.
Hay un mago, un faquir, no sé cómo llamarlo. El tipo es conocido en todo el mundo. Replica las pruebas del genial Houdini. Lo meten en un cubo repleto de agua, atado con esposas, con cadenas. O lo entierran vivo. El tipo ha hecho los más variados trucos de magia, de ilusionismo. Lo cuelgan con unos ganchos atravesándole la piel de la espalda, y lo levanta un helicóptero por el aire. Camina sobre el agua frente a un lujoso hotel de La Vegas. Resiste casi diez minutos, desnudo, metido en agua helada, en el mismísimo polo norte. Y así.
En esta oportunidad, lo que va a hacer es meter la cabeza, su cabeza, en la boca de un cocodrilo.
Para eso se ha desplazado, junto con su equipo de filmación, hasta el principal zoológico de Tailandia. Debe ser por fines publicitarios también, desde ya. Están en la jaula, aunque no es una jaula en el sentido estricto, es un enorme pantano, con agua semipodrida, con pasto también, se intenta replicar las condiciones del hábitat natural de los terribles cocodrilos.
El hombre ha explicado a las cámaras que con el poder de la mente, logrará controlar el atribulado y no menos ancestral cerebro del cocodrilo. Logrará poner la cabeza entre las fauces abiertas de la milenaria criatura, y la bestia no lo lastimará. No lo morderá. Dominará la situación, él, así lo ha dicho, con el poder de su mente.
Comienza la prueba, se pide silencio. Entre cinco asistentes, lugareños todos, logran inmovilizar al cocodrilo. Es un cocodrilo corpulento, de más de tres metros de largo. El cocodrilo se llama ‘Jimmy’.
Otro asistente más procede a abrir las fauces del cocodrilo, que parecen tener cuatro filas de reforzados dientes. La cámara enfoca el interior de esa boca que nos conduce al centro mismo de la tierra, al origen del universo. Es como cuando mirás de cerca una vagina bien abierta y en un momento lo que estás mirando deja de ser lo que estás mirando, se transforma en la enigmática materia prima de la naturaleza.
El faquir, el mago, mira fijo a los ojos del cocodrilo. De algún modo lo domina.
Luego se arrodilla, se pone de perfil. Y mete la cabeza, de costado, de frente a las cámaras. Como si estuviera apoyando la cabeza sobre una almohada. Dentro de la boca del animal.
Se hace un silencio, una gélida pausa hecha de pura expectación.
–¡Chac!
Algo ha salido mal. El cocodrilo muerde. Luchan los asistentes para obligarlo a soltar, a abrir la boca. Pero no pueden. Uno le da palazos sobre el lomo. Otro intenta introducir algo en la boca del animal, para poder hacer palanca. Alguien viene con un matafuego. Se escuchan gritos, desgarradores gritos del faquir, del mago. Grita la multitud también. Nadie sabe qué hacer. Alguien decide correr la cámara, alejarla, para que no se vea en primer plano el ensangrentado rostro que está siendo, literalmente, destrozado por los aplicados dientes del animal. El cráneo va cediendo como un pan de manteca bajo los efectos de una prensa manual.
Descubro, con sorpresa, que he lanzado una corta carcajada. Aplaudo, dos o tres veces. Estoy de pie.
Es tan importante que si no parás de romper las pelotas algo te salga mal, que las cosas se te compliquen, es tan importante. Pienso que deberían pasar el video en las escuelas primarias, que los chicos lo vean.

6.7.15

El tema de la sangre


Lo había desconcertado, a Gustavo, el pedido. Lo tomó por sorpresa. Uno de los socios del estudio le había pedido si podía ir a dar sangre.
–¿Eh? –Fue la respuesta de Gustavo. Creyó que había entendido mal. Que el tipo le había dicho algo, una frase, con la palabra ‘hambre’.
Pero no, era sangre nomás. Tenía un hijito, el hombre. Había que operarlo, y necesitaba dadores de sangre.
Pensó en comer algo, Gustavo, en prepararse algo para cenar. Pero mejor darse un baño, primero. Había estado corriendo como un loco todo el día con el caso Rozemblit. Si salía bien de la audiencia, era un click en su carrera. El gran salto que tanto había buscado.
Mientras se llenaba la bañera, se desvistió. Chequeó los mensajes del contestador, bajó unos ravioles del freezer. Preparó la ropa para el día siguiente, prendió la computadora para terminar de corregir un escrito.
Un pensamiento cruzó su mente. Le había dicho, su socio, que para ir a dar sangre podía pasar bien temprano por el Hospital Alemán. En ayunas.
¿Cuánta gente podía llegar a pedirle sangre?
Se rascó la cabeza, dudó.
Estaban sus dos hijos, Ignacio y Facundo, aunque no vivieran con él, aunque estuviera divorciado. Y Cecilia, habían sido felices juntos, aunque después todo se hubiera ido a la mismísima mierda. Al carajo profundo.
Estaba su madre desde ya, si llegara a necesitar sangre. Estaba su hermana, los hijos de su hermana, buenos chicos, cómo no darles. Estaba su primo Alan, con quien habían sido compinches a lo largo de toda la adolescencia. Su amigo Juan Carlos, tantas anécdotas compartidas durante la universidad, y su señora que siempre lo había tratado tan bien.
Estaba un tío ya mayor, que una vez le había comprado una bicicleta cuando él era muy chico, claro que sí. Y la vecina del octavo, siempre tan correcta, tan amable.
Tanta gente para tener en cuenta, tanta gente que podía llegar a necesitar sangre. Su sangre. Por un momento le resultó, la idea, perturbadora, acuciante.
¿Alcanzaría su sangre para todos? ¿Y en qué orden? ¿Según la fueran necesitando, según se la fueran pidiendo, o por orden de importancia del vínculo? Qué tema.
Se metió en la bañera ya llena con agua bien caliente, Gustavo. Y se cortó las venas con un cuchillo corto victorinox 72123, hecho en acero forjado, especialmente diseñado para filetear pescado. El agua se fue tiñendo de rojo mientras él cerraba los ojos, se dormía.

30.6.15

Al César lo que es del César


Por lo general no voy al cine, tampoco miro demasiado la televisión. O quizás sí, miro la televisión, pero de la más anárquica manera. Quiero decir, no tengo decodificador, no soy un seguidor de las series americanas por más buenas que sean, no tengo netflix, no soporto los programas locales donde la gente canta o baila o compiten para ver quién es capaz de hacer el sorete más grande, me gustan los deportes pero soy incapaz de mirar un partido completo de nada.
Pero justo había estado mirando un programa, como dos o tres meses seguidos. De lunes a viernes, a las nueve de la noche, en animal planet. El programa se llamaba, traducido, ‘el encantador de perros’. Había un mexicano muy simpático, bajito, con barba candado, que sabía todo, absolutamente todo, sobre los perros.
El programa estaba estructurado como si fueran casos psicológicos. Hablaban primero los que vivían con el perro, contaban el problema (del perro). Después, César (el encantador de perros, así se llama el sujeto), los visitaba en su domicilio, veía al perro, si tenía miedo, si era dominante o agresivo, si había que arrinconarlo hasta que se rindiera, o agacharse para que el perro pudiera olfatear al visitante. Cómo dejar floja la correa cuando el perro hacía lo correcto, o tironear en el momento exacto para mandar una señal. O darle una curiosa patada, al perro, un sorpresivo tacazo cruzando una pierna por detrás de la otra, de la pierna más cercana al perro, en las costillas, sin que el perro se la esperara. Para distraerlo, para corregirlo, para que el perro comprendiera que lo que estaba haciendo estaba mal y grabara ese mensaje en su perruna mente.
Veía el programa, yo, mientras hervía arroz para la cena, o me hacía unos miserables ravioles comprados en el supermercado. Veía y aprendía sobre las conductas y los comportamientos de los perros. Era fantástico, además no tenía un pomo para hacer, con mi vida en general. En esa época yo andaba apesadumbrado, triste, así que me convenía tratar de distraerme con cualquier cosa, porque encima sabía que no iba a poder dormirme. Trataba de dormir y a las dos horas como mucho me despertaba temblando como la momia negra, muerto de miedo, empapado de sudor. Sabiendo que el universo todo no tenía mayor sentido pero sin saber qué hacer al respecto.
Bajé para ir a trabajar, era jueves. En la puerta del edificio, el vecino del séptimo B. Con su perro. Un Boxer, amable y musculoso, trompudo, todo su ser apuntando hacia adelante, hacia arriba, como una fuerza de la naturaleza. El pecho inflado.
–Buenos días –dije.
–Buenos días –dijo el vecino. El perro me miró con sana curiosidad, alerta, las orejas paradas.
Me acerqué con una sonrisa. Sabía exactamente lo que debía hacer, me gustan los perros, además.
Me acerqué un poco más, sin mirar al perro a los ojos. ‘Primero la nariz’, decía siempre César en su programa. El perro debe olfatearte, esa es su manera de conocerte.
Me arrodillé, junto al perro, de costado, para que el perro pudiera olfatearme tranquilo, reconocer mi energía calmada y asertiva (no tenía la menor idea del significado de la palabra ‘asertivo’, pero César decía la palabra todo el tiempo).
Ahí me quedé, arrodillado, de perfil, hice una respiración profunda.
El Boxer, que se llamaba ‘Káiser’, en un movimiento de eléctrica repentización pero de ningún modo exento de gracia, me mordió el rostro. Me alcanzó el lado derecho de la cara, la mejilla, la boca, un poco de la oreja.
Quedé tirado sobre la vereda, aullando de dolor. Hubo que llamar a una ambulancia. Me hicieron las primeras curaciones, me dieron la antitetánica, la antirrábica. Dijeron que dentro de seis meses o un año si quería me podía operar las cicatrices que me iban a quedar, hacerme una cirugía plástica. La medicina había avanzado mucho en ese campo.
Las cosas no son como las muestran por televisión.

24.6.15

Cultura general


Si tenés que elegir hablar con un viejo pelotudo que lava el auto o con un viejo pelotudo que juega al dominó, elegí el viejo pelotudo que juega al dominó. Hay, por lo menos, un chispazo lúdico ahí, en ese fracaso. El otro lucha contra procesos muy por encima de su capacidad de comprensión y raciocinio. El otro es un viejo pelotudo que no entendió nada.
Si tenés que elegir entre una chica con buenas tetas y una chica con buen culo, elegí una chica con buen culo, ni lo dudes. Tiene algo que ver, lo que digo, con lo que define a determinadas obras literarias, eso de cualidades perdurables. En iguales condiciones de presión y temperatura, las tetas pierden su magia antes que los culos, las tetas tienen destino de glándulas mamarias. Además el hecho que la parte más atractiva de la mujer en cuestión esté atrás, y no adelante, la predispone mejor, provoca algunos cambios en su personalidad, le quita algo de arrogancia.
Si tenés que elegir entre estar solo y estar acompañado, elegí estar solo siempre que te sea posible. Cuando estás solo te puede suceder algo interesante, cuando estás acompañado es mucho más difícil. Estar solo por lo general es un síntoma de sabiduría, una sabiduría que no precisa ser expresada con palabras (tampoco tenés a quién expresarle nada, para eso estás solo, entre otras cuestiones).
Si tenés que elegir entre trabajar y estudiar, elegí estudiar, siempre. Estudiá cualquier cosa, ecuaciones diferenciales de tercer orden o la vida de los conejos de angora. Trabajar es algo que se hace para ganar dinero y no mucho más que eso, trabajar es una maldición bíblica, trabajar tiene un único propósito y mientras lo hacés, te destroza el alma.
Si tenés que elegir hacer una actividad que implique encender un artefacto, apretar algún botón que diga ‘on’, apretar una tecla, o hacer una actividad donde no participe ninguna máquina, elegí una actividad donde no tengas que encender nada. Sos infinitamente más interesante caminando que chateando, tu vida tiene mucho más sentido cuando te rascás el culo que cuando hablás por teléfono. Mejor mirar por la ventana que bajar música de internet, ni lo pienses. La hiperconectividad es parte del problema, de tu tristeza, del sinsentido de la vida. La hiperconectividad es el demonio.
Si tenés que elegir entre ser como vos o como yo, elegí ser como vos, si tenés que elegir entre leerme y no leerme, no me leas. La vas a pasar mejor, yo sé lo que te digo. Vos dale.

18.6.15

Los peces y los panes


–Me pasa algo extraño –dije–. Creo que siempre estuvo ahí, latente. Pero en los últimos seis meses es como si hubiera salido a la superficie, por decirlo de algún modo. Se intensificó, eso seguro.
–De qué estamos hablando –dijo ella. Estábamos en un bar, por Almagro, desayunando. Temprano, muy temprano, porque ella era secretaria de un juzgado y su horario de trabajo era así. Entraba bien temprano, y se iba después del mediodía. Yo trabajaba en una oficina y a nadie le importaba mucho lo que hacía, así que si llegaba a las diez de la mañana al centro estaba bien, y si llegaba a las once estaba bien también. Pero si quería coger, con ella, bueno, tenía que mostrarle que íbamos a cenar, antes, que dormíamos juntos, después. Que desayunábamos, también. Coger, sólo coger, era como muy crudo. Las mujeres suelen esperar algo más de una relación. Lo que yo precisaba no era mucho más que un desahogo fisiológico. Para todo lo demás, para pensar, para mirar por la ventana, para tomar whisky y ser genial, bueno. La verdad que conmigo me alcanzaba.
–Ah, no te dije –tomé un poco de café. Era una buena piba, Mariana. Bastante piola, cogía bien. Nos veíamos los martes por lo general, hacía más de cuatro meses. Algunos domingos también–. Tengo poderes.
–¿Eh? –Levantó la cabeza de su teléfono celular. Estaba intentando tipear un mensajito sin soltar el vaso con jugo de naranja.
–Que tengo poderes –dije–, veo el futuro.
–Mirá vos –terminó de escribir su mensaje, dejó el teléfono–. Cómo es eso.
–Por ejemplo, mirá –apunté con el mentón, indicándole a través del ventanal–. En la esquina. Va a parar un colectivo. Se va a bajar una señora, bajita, con una campera roja. Espera unos treinta segundos, más o menos, para cruzar, y se va a dar cuenta. Que la robaron, en el colectivo. Va a empezar a gritar.
Así sucedió. Tal cual lo había dicho. El colectivo, primero, la señora de campera roja, después. El grito.
–Increíble –dijo ella, visiblemente sorprendida–. Increíble de verdad.
–Para que veas que no fue casualidad –dije–. Señalé con un índice, otra esquina–. Ahora va a doblar un hombre, usa una boina a cuadros. Tiene un perro, un Bóxer. El perro va a ver algo, no sé, otro perro. Se va a soltar, el perro, de un tirón, y va a cruzar la calle a toda velocidad. Casi lo va a pisar un auto, un Peugeot 207 negro, no, no es negro, es azul oscuro, pero no lo va a pisar. Vas a escuchar el frenazo. En un minuto, más o menos.
Esperamos, mirando por la ventana.
Vino el hombre, con la boina, con el Bóxer. El perro se soltó, cruzó la calle a la carrera. Frenó el Peugeot azul oscuro, aparecido de quién sabe dónde. No lo enganchó, al perro, de milagro.
–¡Es genial! –dijo ella–. En mi vida vi algo así.
–Sí –terminé mi café–. Es como si por un instante yo no estuviera. Me sumerjo, desaparezco, y veo lo que va a suceder como si fuera una película. Lo veo, exacto, aunque no soy yo el que lo ve, porque yo no estoy, no existo en ese momento, es una especie de presencia consciente. Y después, lo que vi, sucede.
–Genial, la verdad –se sentó un poco más derecha, Mariana, como si se acomodara en la silla, tosió–. Mirá, te quería decir algo. Quiero que dejemos de vernos, lo estuve pensando. Está todo bien con vos, nos vemos, cogemos, pero a vos no te interesa nada más. Yo tengo ganas de estar en pareja. No sé, me pasa eso.
–Me tomás de sorpresa –le dije–, no me lo esperaba.

12.6.15

Soñar, soñar


Al principio no lo entendía, cómo entenderlo. Nunca tuve demasiado éxito con las mujeres, ni en la adolescencia, que es cuando más lo necesitás, cuando más importa. Ni de más grande.
Bajé ese día a la mañana, como todos los días. Era jueves y hacía frío, lo recuerdo más que bien.
Apenas puse un pie en la calle me crucé con una vecina que estaba entrando al edificio. Se me quedó mirando, embobada. Se le cayó al piso una bolsa con mandarinas.
–Deje que la ayude –dije. Me agaché para agarrar dos o tres mandarinas que habían rodado por la vereda. Me puse en cuclillas, con lo que me cuesta, con lo que me sigue doliendo la rodilla derecha cualquier día de humedad. La vecina se arrodilló, al lado mío. Muy cerca. Y se frotó, literalmente, como si fuera un gato, flanco contra flanco. Contra mí.
‘Quizás me pareció’, pensé, ‘quizás fue idea mía’. La saludé y me fui.
Tenía que caminar las cuatro cuadras para tomar el subte. Venían dos chicas jovencitas, con uniforme de colegio secundario. Tableadas polleras azules, pulóveres escote en ‘V’. Ni las miro, hace tanto que dejé de mirar adolescentes.
–Precioso –Escuché una risa. Me detuve a los tres o cinco pasos. Me miraban, las dos, sexys, desafiantes, los muslos blanquísimos, las tetitas puntiagudas.
–¿Eh? –Dije. Miré, pero no había nadie más en la calle.
–¿Te puedo dar un beso? –Me dijo la de cabello corto y revuelto. Se tiró un poco el pulóver hacia abajo. Se le marcaron, un poco más, las magras tetitas.
Asentí. Se acercaron las dos. La de pelo corto no dudó. Me dio el beso, me metió la lengua hasta la laringe. Yo abría los brazos para no tocarla, pensando que en cualquier momento escucharía las sirenas de alguna patrulla de la policía. Me iba a costar dar explicaciones.
Entonces, con una de sus pequeñas manos, me apretó apenas los huevos. ‘Uy, qué rico estás’.
Me anotó el teléfono en un papelito. La otra nos sacó una foto con el celular, abrazados.
–Llamame, eh –me dijo la pelicorta. Se llamaba Érica.
Y así siguió todo el día. Las mujeres, prácticamente, se me tiraban encima. Me quiso secuestrar una señora algo excedida de peso, en un ascensor. Terminé, a la noche, cogiéndome a una prima que vino a hacerme una consulta sobre la conveniencia de adquirir una determinada marca de computadoras.
Al día siguiente bajé a la calle con miedo, pero nada. Así que tuve tiempo para estudiar la situación. El día anterior me había quedado dormido y había tenido que arrancar medio apurado. Mientras me bañaba para despertarme, entré en la ducha con una galletita con dulce de membrillo a medio comer. Estaba por tomar una aspirina porque me dolía la cabeza. Me puse champú Johnson’s para niños en la cabeza. Me habían dicho que era el champú más neutro posible. Soy, prácticamente, alérgico a todo.
Se me cayó la galletita, ya tenía champú en la cabeza, y la aspirina en la otra mano. Me tropecé, me fui al piso y se mezcló todo. El champú Johnson’s para niños, la aspirina, el pedazo de dulce de membrillo. Ahí estaba la clave.
Repetí como pude la experiencia, mezclé las tres cosas. Me froté el cuerpo con la particular combinación. Las mujeres venían a mí, desesperadas. Se regalaban, me decían barbaridades. Querían que las cogiera contra una puerta, querían chuparme los dedos de los pies, que les metiera algo, cualquier cosa, la poronga o un codo, en el culo. No importaba el peso ni la edad que tuvieran, mamíferos medianos del sexo femenino, lo que querían era coger conmigo.
Era increíble. Me tocaban bocina desde un auto, bajaban la ventanilla, y me mostraban una teta. No podía subir a un ascensor donde hubiera mujeres. Al minuto quedaba metido en una involuntaria orgía.
El efecto duraba entre ocho y doce horas.
Anduve así, durante un tiempo. Tuve que empezar a tomar vitaminas, le agregué maca primero, viagra después. No daba abasto. Todas las mujeres querían coger conmigo. Todo el tiempo, todo el día.
Así que cambié de champú. Me pasé al Head & Shoulders, la propaganda decía que era bueno para la caspa, lo usaban reconocidos deportistas. Si me duele la cabeza, tomo ibuprofeno. En la fiambrería compro dulce de batata con chocolate.
Nunca más volví a repetir aquella combinación. Volví, tan pronto como pude, a mi triste vida. Coger es una actividad en exceso sobrevalorada, uno anhela lo que no tiene, tan simple como eso. A mí dejame tranquilo, estoy bien así.