Así que decidí que era primordial tener alguna suerte de rutina. Me despertaba a la mañana, me vestía, tomaba un café y bajaba como si fuera un día más. Iba a caminar al parque, daba una vuelta al Parque Centenario y me sentaba a fumar un cigarrillo. Me quedaba sentado, no, no pensaba, pensar es el demonio. La idea era estar, existir, conciencia sin pensamiento.
Después iba a hacer un trámite, cualquier cosa, y con eso cortaba la mañana. Y después llamaba a algún amigo y lo pasaba a visitar, y ya estaba en el almuerzo. Lo importante era salir de casa, a la mañana, vencer esa centrípeta fuerza que amenazaba con hacerme moco. Llamalo supervivencia, llamalo como quieras.
Sentía que algo se ordenaba, ahí sentado en el parque, después de fumar un cigarrillo.
Me llamó la atención, un lunes. Estaba fresco y era bien temprano, por lo que sacando a los corredores matinales de locura infinita, y un par de personas que paseaban a sus adormilados perros, el parque estaba de lo más agradable, vacío.
Apareció una mujer, joven, menos de treinta años. Era bonita, con ojotas y medias, un jogging, como recién levantada. Llevaba una bolsita, y una palita como las palitas que se usan para jugar en la playa, pero no de plástico, de metal.
Fue la mujer hasta un árbol que debía estar a unos treinta metros de donde yo estaba sentado. Se puso en cuclillas, junto al árbol, y comenzó a cavar. La construcción del pequeño pozo le debió haber llevado menos de cinco minutos. Puso el contenido de la bolsa en la tierra, tapó el pozo. Se puso de pie, pareció mover los labios como si murmurara una plegaria. Después se fue.
Me olvidé del tema. Dejé que pasaran los días.
Pero me volvió toda la escena a la cabeza, de inmediato, cuando la vi aparecer al lunes siguiente. Debían ser las ocho de la mañana. Mismo procedimiento, bolsita, palita, pocito. Murmuró algo, la mujer, recién levantada, con el cabello todavía húmedo. Y se fue.
Volvía de una fiesta, jueves a la noche. Me habían invitado a un asado, había tomado una botella de vino y después me sirvieron un whisky nacional que calificaba sin dificultad como artículo de limpieza, como lustramuebles, en fin. Bajé del taxi, debían ser las tres de la mañana. Iba a subir a casa y se me vino el asunto a la cabeza. La mujer que plantaba algo junto al árbol para la posteridad, o que enterraba su pajarito, no sé.
Me dio curiosidad. Encendí un cigarrillo y crucé en dirección al parque. Nadie, una parejita manoseándose con adolescente entusiasmo, un mendigo más borracho que dormido. Fui hasta el árbol.
No me costó encontrar las marcas, la tierra removida. No tenía nada con qué cavar, así que usé las manos. Total me daba un baño antes de acostarme a dormir y listo.
Grité. No pude evitarlo, me salió un grito y caí hacia atrás, perdí el equilibrio. Me quemé el pecho con el cigarrillo.
Una pija, una poronga, era lo que había enterrado la mujer.
Usé una rama para escarbar al lado. Otra. Otra poronga, más reciente, todavía bien conservado el prepucio, y los huevos. Como si hubiera sido arrancada, con quirúrgica precisión, de su portador.
Tapé todo y salí corriendo. Vomité antes de cruzar Ángel Gallardo. Estuve en la ducha un rato largo, refregándome con jabón blanco. Me costó dormir.
El domingo después de almorzar fui a hacer las compras al Disco de Aráoz. Estaba decidiendo si llevar Casancrem o Mendicrim, esas suelen ser las existenciales cuestiones que me atormentan.
–Disculpá –Me rozó con el brazo y se le cayó un yogur, pero quedó claro que el movimiento había sido irreal, actuado. Se agachó dejando a la vista una buena porción de tetas–. Se ve que ando distraída.
Era ella. ¡Era ella! La mujer del parque, la de los lunes, la de las porongas.
–Qué calor hace –dijo, su voz era suave, sonrió–. Los domingos no se terminan nunca. Creo que ya nos vimos alguna vez por el barrio. Me llamo Tamara, vivo acá cerquita.