30.11.14

Para qué fui puesto sobre la faz de la tierra


Nunca me gustó mucho el tema, nunca lo entendí. Tampoco es mi especialidad, aunque, para decir la verdad, si me preguntaran cuál es mi especialidad, tendría dificultades para responder.
La carga genética. Quiero decir, siempre se me antojó como dogmático. Injusto además, ajeno a la voluntad, como si Dios se cagara en el ‘libre albedrío’. No hay nada que uno pueda hacer al respecto, tenés rulos, o sos petiso. No sé, fijate.
Pero después fui descubriendo, con asombro, con fastidio, que era verdad. Es cierto.
Ha pasado el tiempo y me descubro, no soy mucho más que la acumulación de defectos de mi madre y de mi padre. Tengo la ansiedad de mi madre, la panza de mi padre, el insomnio de mi madre, la hipertensión de mi padre, las dificultades mentales de mi madre, el torpor de mi padre, las cancerígenas propensiones de mi madre, la psoriasis de mi padre, la anímica fragilidad de mi madre, la eterna preocupación de mi padre, y así podría seguir. Hasta aburrirlos. Hasta cansarme.
Me toca preguntarme entonces, si no soy mucho más que una curiosa y particular combinación de todo lo malo, de los negativos atributos de esas dos personas, qué he hecho yo, cuál ha sido mi aporte, mi distintivo rasgo, lo que le da sentido a mi errática existencia.
Ah, sí, te lo estoy contando.

24.11.14

Reflejo condicionado


Te cuento cómo curamos a la gente de las adicciones, el método único que aplicamos en el instituto.
Primero los escuchamos, claro, la gente por lo general necesita que la escuchen. Vienen, los tipos, y hablan. Explican, a su manera, por qué se hicieron alcohólicos o fumadores, obesos, comedores compulsivos de hamburguesas o dulces, cocainómanos, fundamentalistas de la marihuana, en fin.
Hablan, de cómo empezaron a consumir, tal o cual experiencia generalmente situada en la adolescencia y que siguió después, lo que sintieron, qué les alivió, si son medicamentos para dormir después de una jornada de trabajo, si es el whisky antes y después de haber engañado a una esposa, si fuman después de la comida o esperando un colectivo que nunca llega, por qué creen que lo necesitan, por qué creen que esa sustancia los hace felices, si les genera placer mental o físico. O las dos cosas.
Vienen y hablan, una vez por semana, entre cinco y nueve sesiones. Los escuchamos, claro, hacemos alguna pregunta, tomamos notas de ciertos patrones de conducta.
Luego, en lo que vendría a ser la última sesión aunque el paciente todavía no lo sabe, se lo recibe como de costumbre. Se le dice que después de lo que podríamos denominar ‘la parte teórica’, ese día será una sesión algo diferente. Vendría a ser la ‘práctica’. 
Se lo recibe, al paciente, y se lo hace pasar a un cuarto, a otro cuarto. En el cuarto no hay nada, una mesa. Sobre la mesa está la sustancia, exacta, precisa, lo que el sujeto sufre como adicción. Aquello que le encanta y lo destroza a la vez. Se sabe, con precisión, la marca exacta de aquello que el sujeto consume, el detalle de lo que le fascina, en parte para eso han sido las charlas previas. 
Se le explica, al paciente, que debe hacer lo siguiente. Debe consumir, un poco, de la sustancia. Se lo dejará solo en el cuarto y debe consumir, porque es preciso analizar algunas reacciones. Para eso, luego de los preparativos, se apagarán las luces del cuarto. La oscuridad debe ser total. Lo único que tiene que hacer, es consumir. No se ve nada, está, el sujeto, en la oscuridad de su circunstancia. Asimismo se le indica que debe estar de pie, ya sea fumar o tomar cocaína o comer una hamburguesa. Eso es todo.
El paciente muestra cierta curiosidad, pero ninguna resistencia. Revisa, eso sí, que esté aquello que es objeto de su adicción, al detalle, sobre la mesa. Puede incluso decir que precisa un vaso más ancho, o que suele usar un encendedor diferente, o que para tomar cocaína preferiría estar sentado, pero bueno.
–Comenzamos entonces –Digo. El sujeto ha quedado de pie, junto a la mesa. Apago las luces del cuarto. Doy unos pasos, abro y cierro la puerta. Pero no me he ido. Estoy ahí, en silencio.
Cuando oigo que el sujeto ha llenado a tientas el vaso de whisky y lo levanta, o a mitad de una aspirada de cocaína, o comiendo un puñado de papas fritas. Justo ahí, tomo una pequeñísima carrera, de dos o tres pasos como máximo, y desde atrás, le doy una patada. Una patada en el culo, con todas mis fuerzas. Si se lo agarra bien de abajo, es posible patearle, a un masculino, las pelotas, desde atrás, salvo que use jeans muy ajustados. A la mujer también, si la patada es certera, se le puede patear la concha, la patada debe ser corta, como una patada de chancho, pero de abajo hacia arriba. Es una patada que entrenamos mucho, nos toman examen, de esa patada, dos veces al año. 
Es normal que el sujeto se caiga, doblado en dos. Se le vuele el cigarrillo a la mierda, o el vaso, lo que tenga en la mano. De inmediato se encienden las luces.
–¡Pero qué hacés, pelotudo! –Puede decir el paciente, o alguna variación del estilo. A veces le cuesta incorporarse, o aúlla de dolor, si la patada fue en extremo precisa. Ha habido casos de mujeres que han vomitado.
Se retira, el paciente, por lo general indignado. Tampoco importa eso, se le ha cobrado al comenzar el tratamiento.
Lo importante es que cada vez que vuelva a intentar consumir aquello que le gusta, recordará la dolorosa sensación, el dolor de huevos, la patada en la concha. Eso hará que, instintivamente, tenga que darse vuelta, para cerciorarse que no está por recibir otra patada. Es un reflejo condicionado, una ínfima grieta del tiempo que permite recordarle que, eso que está haciendo, no está bien. Eso que le gusta puede hacerle daño.

18.11.14

Setenta y dos huevos o más


El hombre se baja de una camioneta. Ha detenido la camioneta, sobre Cabildo, se baja. Abre la puerta posterior de la camioneta. Mete los brazos, seis docenas de huevos. Apiladas, en esas cajas tan particulares de cartón, que se utilizan, justamente, para transportar huevos. Las cajas parecen incluso más grandes, cuadradas, y no tienen ‘techo’. Quizás sean más huevos, sí, porque las cajas son cuadradas y de un solo piso, como si fueran de 5x5, huevos, o de 6x6. Puede que cada caja tenga veinticinco huevos, treinta y seis. 
Es un repartidor supongo, entrega productos de granja, por distintos bares de la zona. Es de mañana, bien temprano.
El hombre, con los brazos ocupados, hace un diestro movimiento para cerrar, al menos parcialmente, la puerta trasera de la camioneta. Con el lateral, el flanco, de su cuerpo. Y entonces se dispone a emprender la breve caminata que lo separa de la puerta de entrada del bar.
Pisa justo con uno de sus zapatones de goma el filo del cordón, quizás la calle está todavía húmeda de rocío, es verano en Buenos Aires, y verano en Buenos Aires es, básicamente, boludos y humedad. El pobre pisa mal.
Hace una voltereta, un giro, es el involuntario movimiento para conservar, antes que nada, la vida, la propia, aunque no es para tanto, pero sí por no perder la vertical. Y se le caen, las cajas, las seis cajas de huevos, setenta y dos huevos o más.
–¡Uh, no!
Pero ya es tarde. Caen los huevos y es un enchastre, se rompen, se tiñe la vereda con las viscosas y transparentes claras, el ingobernable amarillo de las yemas. Cáscaras, cáscaras de huevos partidos. Se deben haber roto, los huevos, todos. Quizás se hayan salvado dos o tres, aprisionados por los cartones, de casualidad.
Yo, que justo estoy ahí, pasando por ahí, me detengo. Hay una meditación de lo más extraña y reveladora que suelen practicar los monjes tibetanos. Consiste en contemplar un cadáver, nada más que eso. Ver, en silencio, durante un par de días, un cuerpo muerto. Ver qué queda después de tanto esfuerzo, la muerte, la cáscara vacía, los gusanos, la putrefacción. El objetivo de la meditación tan tremenda es ver que todo termina, todo fracasa, contemplar la impermanente naturaleza de las cosas. Resulta liberador. Y encuentro una particular analogía con lo que acaba de suceder. Sé que estoy en presencia de algo importante. Puedo acercarme al insondable misterio de la existencia.
–¿Qué mirás, forro? –el tipo me lanza una trompada que me alcanza de lleno en el oído izquierdo, me caigo– ¿Te divierte la desgracia ajena, no?

12.11.14

Poderes


Entré al bar, me senté, pedí un café y una medialuna de grasa.
Volvió el mozo, con mi pedido.
Levanté una mano, sostuve la palma en alto, como si lo estuviera deteniendo, al mozo, con la palma de mi mano, a una corta distancia. Cerré por un instante los ojos, fruncí el ceño, yendo más y más adentro mío.
–Usted se llama Ernesto Garismendi –dije–. Tiene cincuenta y siete años. Es casado, tiene cuatro hijos.
El mozo negó con la cabeza, sonreía.
–Es increíble, increíble –se acercó un poco–. Acertó todo. ¿Es mentalista, no? Tiene poderes. Hace poco vi un documental por televisión. Había un tipo capaz de doblar una cuchara con la mirada. Otro hablaba con los delfines. 
Asentí, apenas. Miré a otro mozo, que llevaba un pedido a otra mesa.
–El señor es…  –me puse dos dedos de la mano derecha, índice y mayor, apenas apoyados sobre el entrecejo–… Sebastián Irusta, sí. Treinta y seis, no, treinta y nueve años. Divorciado, sin hijos. Tiene un problema en una pierna. Algo que ver con una flebitis, sí…
–¡Increíble, genial! –el mozo dio un saltito–. Vení un momento, Sebastián, este tipo es un genio.
Le explicó, el mozo, al otro mozo. Que no creía, que dudaba.
–A ver, la chica de la caja –dijo Irusta.
Me di vuelta, la miré, estaba de pie, detrás de la barra.
Ahora me puse dos dedos, los mismos dos dedos, en la sien. Di un sorbo al café. Cerré los ojos por espacio de diez o doce segundos.
–La chica se llama Josefina Barralde –dije–. Tiene veintisiete años, está acá desde hace poco. Vive en Villa Adelina. 
–¿Viste, viste? –le palmeó un hombro, Garismendi, a Irusta–. Es genial. Nos podría decir algo, no sé, qué número va a salir en la quiniela esta noche. ¿No?
Dudé por un instante.
–No, bueno, eso no puedo –me puse de pie–. Lo que sí les puedo decir es que el bar se vendió, están todos despedidos. Me mandan del estudio de abogados, traje las liquidaciones de sueldos.

6.11.14

Palabras tan llenas de sentido


Ando por el centro. Me pidió mi madre que le cobre la jubilación, pero viste cómo es. Entrás a un banco y no salís más, te piden un certificado que demuestre que te diste la antivariólica a los tres años, y un espermograma, no, de cuando tenías tres años no, de ahora, fresquito, de una paja que te hayas hecho en las últimas dos horas. Siempre falta algo. 
Salí del banco bastante caliente, no pasa nada. Le tengo que decir a mi madre que el trámite es personal, y no, no importa si está en silla de ruedas, si estás en silla de ruedas podés venir, andando, con la silla, por Corrientes, enganchada del paragolpes de un 24 así hacés menos fuerza y de paso vas mirando el paisaje. Si hay boludos que andan en patineta, por qué no vas a poder andar vos en silla de ruedas, tiene que ser más cómodo. Y no, tampoco importa si está en un geriátrico con un alzheimer fulminante, cualquier cosita la traés en pelotas, así le pregunta al cajero si no es Anthony Quinn o Berugo Carámbula, qué suerte que estén filmando la remake de ‘zorba el griego’ o de ‘los bañeros se divierten’, justo acá en el banco.
Iba por Alem, hasta Córdoba, a tomarme un taxi para volver. Miré la hora, la una y veinte. Tenía hambre, claro, por lo general yo almuerzo a las 12, como los bebés. No, por nada en particular, porque me agarra hambre.
Por un momento pensé en entrar a un bar y pedirme un pebete de salame y manteca,  y una tónica, pero mejor no. Mejor rajar del centro, lo antes posible. Sobre el centro flota una nube, una nube de frustración y de tristeza que se te mete en la sangre y te hace moco. Ni aunque te frotes los huevos con una esponja mortimer cuadriculada, no se te va más.
Justo lo vi. Había un puesto, parapetado casi contra la metálica persiana de un negocio cerrado o clausurado. Un hombre, algo mayor por cierto, abrigado para protegerse del rigor del invierno.
Vendía garrapiñada, no me gusta la garrapiñada. Pero tenía un cartel, pintado sobre un cartón, un cartel que decía ‘garrapiñada, y garrapiñada especial: almendra, maní japonés’. 
Miré, sí, claro, tenía el cuenco de cobre sobre un calentador, donde revolvía con su cucharón de madera. Y a un costado el producto, las bolsitas apiladas que había ido preparando. Acá viene lo importante. 
Tenía la materia prima. Unas bolsas más grandes, con maníes, con almendras, con maní japonés.
–Eh, master –me acerqué, le hablé, le dije–. Vendeme un poco de maní japonés, así, solo. Tengo ganas de comer maní japonés.
–No –dijo el tipo. Y me miró feo.
Pensé que quizás había escuchado mal por el ruido de los autos, pero no. El tipo siguió con lo suyo,  revolviendo, haciendo garrapiñada. Llenaba las bolsitas delgadas como pequeños tubos con una cuchara.
–¿Cómo? –me acerqué un paso.
–No –dijo el tipo, y se acomodó el gorro de lana sobre la cabeza.  Llevaba guantes con los dedos cortados, sucesivas capas de ropa para protegerse del frío–. No vendo maníes, vendo garrapiñadas. No robo, no soy ladrón, y no pido, no soy mendigo. Conseguí este trabajo y me gano la vida, trabajo diez horas parado en esta esquina. No importa si llueve o si el sol me revienta la cabeza. Junto la plata para cuidar a mi familia –me miró, le temblaba, apenas, el labio superior. Su emoción era genuina–. El pastor Eduardo siempre nos dice que el trabajo es una bendición. Y yo vendo garrapiñadas, eso es lo que hago.
Me conmoví. Una dura lección. Las palabras del hombre tan ciertas, tan llenas de sentido.
–¿Cuestan diez? –saqué un billete de veinte–. Dame dos paquetes de garrapiñada, por favor. Una común, una de almendra.
Sonrió, apenas. Tomó el billete, me dio los dos paquetes. Estaban calentitos.
Las tiré tan lejos como pude. Delante de su cara. Hice el movimiento, como si fuera un saque de tenis aunque yo no sé jugar al tenis, y tiré las garrapiñadas a la mierda. Cayeron en el medio de Alem. Les pasaron por encima los colectivos primero, los autos después.
–Me encanta lo que me contaste –me toqué, con la mano derecha, el corazón–. Pero lo que yo quiero comer es maní japonés, no tu garrapiñada de mierda. Ah, y podés mandarle saludos míos al Pastor Eduardo.