Te cuento cómo curamos a la gente de las adicciones, el método único que aplicamos en el instituto.
Primero los escuchamos, claro, la gente por lo general necesita que la escuchen. Vienen, los tipos, y hablan. Explican, a su manera, por qué se hicieron alcohólicos o fumadores, obesos, comedores compulsivos de hamburguesas o dulces, cocainómanos, fundamentalistas de la marihuana, en fin.
Hablan, de cómo empezaron a consumir, tal o cual experiencia generalmente situada en la adolescencia y que siguió después, lo que sintieron, qué les alivió, si son medicamentos para dormir después de una jornada de trabajo, si es el whisky antes y después de haber engañado a una esposa, si fuman después de la comida o esperando un colectivo que nunca llega, por qué creen que lo necesitan, por qué creen que esa sustancia los hace felices, si les genera placer mental o físico. O las dos cosas.
Vienen y hablan, una vez por semana, entre cinco y nueve sesiones. Los escuchamos, claro, hacemos alguna pregunta, tomamos notas de ciertos patrones de conducta.
Luego, en lo que vendría a ser la última sesión aunque el paciente todavía no lo sabe, se lo recibe como de costumbre. Se le dice que después de lo que podríamos denominar ‘la parte teórica’, ese día será una sesión algo diferente. Vendría a ser la ‘práctica’.
Se lo recibe, al paciente, y se lo hace pasar a un cuarto, a otro cuarto. En el cuarto no hay nada, una mesa. Sobre la mesa está la sustancia, exacta, precisa, lo que el sujeto sufre como adicción. Aquello que le encanta y lo destroza a la vez. Se sabe, con precisión, la marca exacta de aquello que el sujeto consume, el detalle de lo que le fascina, en parte para eso han sido las charlas previas.
Se le explica, al paciente, que debe hacer lo siguiente. Debe consumir, un poco, de la sustancia. Se lo dejará solo en el cuarto y debe consumir, porque es preciso analizar algunas reacciones. Para eso, luego de los preparativos, se apagarán las luces del cuarto. La oscuridad debe ser total. Lo único que tiene que hacer, es consumir. No se ve nada, está, el sujeto, en la oscuridad de su circunstancia. Asimismo se le indica que debe estar de pie, ya sea fumar o tomar cocaína o comer una hamburguesa. Eso es todo.
El paciente muestra cierta curiosidad, pero ninguna resistencia. Revisa, eso sí, que esté aquello que es objeto de su adicción, al detalle, sobre la mesa. Puede incluso decir que precisa un vaso más ancho, o que suele usar un encendedor diferente, o que para tomar cocaína preferiría estar sentado, pero bueno.
–Comenzamos entonces –Digo. El sujeto ha quedado de pie, junto a la mesa. Apago las luces del cuarto. Doy unos pasos, abro y cierro la puerta. Pero no me he ido. Estoy ahí, en silencio.
Cuando oigo que el sujeto ha llenado a tientas el vaso de whisky y lo levanta, o a mitad de una aspirada de cocaína, o comiendo un puñado de papas fritas. Justo ahí, tomo una pequeñísima carrera, de dos o tres pasos como máximo, y desde atrás, le doy una patada. Una patada en el culo, con todas mis fuerzas. Si se lo agarra bien de abajo, es posible patearle, a un masculino, las pelotas, desde atrás, salvo que use jeans muy ajustados. A la mujer también, si la patada es certera, se le puede patear la concha, la patada debe ser corta, como una patada de chancho, pero de abajo hacia arriba. Es una patada que entrenamos mucho, nos toman examen, de esa patada, dos veces al año.
Es normal que el sujeto se caiga, doblado en dos. Se le vuele el cigarrillo a la mierda, o el vaso, lo que tenga en la mano. De inmediato se encienden las luces.
–¡Pero qué hacés, pelotudo! –Puede decir el paciente, o alguna variación del estilo. A veces le cuesta incorporarse, o aúlla de dolor, si la patada fue en extremo precisa. Ha habido casos de mujeres que han vomitado.
Se retira, el paciente, por lo general indignado. Tampoco importa eso, se le ha cobrado al comenzar el tratamiento.
Lo importante es que cada vez que vuelva a intentar consumir aquello que le gusta, recordará la dolorosa sensación, el dolor de huevos, la patada en la concha. Eso hará que, instintivamente, tenga que darse vuelta, para cerciorarse que no está por recibir otra patada. Es un reflejo condicionado, una ínfima grieta del tiempo que permite recordarle que, eso que está haciendo, no está bien. Eso que le gusta puede hacerle daño.