31.12.09

Problemas de conducta

Me llamaron del colegio. Me dijeron, entre otras cosas, que teníamos que hablar de mi nena, de Josefina. Me dijeron que tenía problemas de adaptación, problemas de conducta. Me dijeron que ya habían hablado con la madre, pero que era importante hablar con el padre, también. Me dijeron que era fundamental, que era preciso dejar las cosas en claro lo antes posible, para poder atacar el problema. Me dijeron que por este camino la situación de Josefina se iba a agravar, Josefina iba a repetir.
Me citaron para el jueves, a las seis.
Es jueves, son las seis.
Me presento en el colegio. La maestra de Josefina, la maestra que me llamó, se llama Nora, Nora Pastor. Pido por la maestra, pido por Nora Pastor.
Me mandan a Dirección. En Dirección me indican que vaya al primer piso, al Gabinete Psicopedagógico. Ha terminado el turno tarde y el colegio, después de haber vibrado al compás de cientos de chicos de menos de once años, se apaga, se envuelve en un reconfortante silencio, descansa, las paredes, las escaleras, los pisos, toman aire, juntan fuerzas para el próximo día.
–Hola –me dice Nora–. Tome asiento –lo que sobresale de Nora, lo que destaca, son sus lentes bifocales, y un crucifijo sobre el guardapolvos, de plata, el crucifijo, tamaño mediano, que reposa, hace la plancha sobre el volumen de lo que quizás nunca fueron tetas, lo que desde siempre deben haber sido glándulas mamarias. Nos sentamos enfrentados en dos pupitres escolares. El mío está recubierto de fórmica, un plástico naranja lleno de inscripciones, dibujos y tachaduras hechas en su mayoría con birome negra. Hay un corazón atravesado por una gigantesca flecha. El corazón dice ‘Moni’. El pupitre de Nora está recubierto de la misma superficie plástica, pero de color amarillo, muy clarito, la superficie ha sido muy trabajada con objetos cortantes, hay tachaduras, raspones. Hay otra persona, junto a la cual se ha sentado Nora. Es una mujer más grande, en volumen y en edad, quizás ha pasado la peligrosa barrera de los cincuenta años, y la más peligrosa aún barrera de los ochenta kilos. Lleva dos o tres botones del guardapolvos desprendidos, se ve una blusa de color perla, o quizás marfil. La blusa y el color, algo en su combinación, provoca angustia, aflicción, cierto deseo de sollozar. Su pupitre es verde.
–Ella es la Licenciada Roberta Durrieu –le doy la mano, su mano está fría, y pegajosa también, como si hubiera estado acariciando un besugo–. La Licenciada Durrieu es mi superiora.
–Entiendo –digo, porque entiendo, porque es fácil de entender.
–Bueno, señor, como usted sabe, lo citamos por determinadas actitudes que ha tenido Josefina. Josefina está presentando severos problemas de conducta y de integración, que nosotros queremos informarle –hace una pausa, traga saliva, yo aprovecho para asentir–. Josefina el otro día..
–El martes –acota la Licenciada Durrieu, sin levantar la vista del manojo de papeles que tiene entre sus manos.
–Josefina, el martes –asiente Nora, asiente demasiadas veces, asiente como esos perritos de juguete que a veces tienen los taxis–, le pegó un chicle a una compañerita en el pelo. Se imagina el perjuicio, porque el chicle, una vez pegado en el pelo, no puede ser despegado con facilidad. Entonces hubo que cortarle un mechón de pelo, a la compañerita, con todo el trauma que eso implica, con el profundo impacto psicológico que eso trae aparejado en esta edad donde el pelo, desde lo simbólico, resulta tan representativo en lo que hace a la identificación del propio yo.
–¡Tuvimos que cortarle un mechón de pelo! –La Licenciada Roberta Durrieu da una palmada sobre la mesa, profundamente indignada.
–Miren, yo no –saco un cigarrillo y me lo llevo a los labios. Busco un encendedor.
–¡No! –la Licenciada Durrieu se pone de pie y retrocede unos pasos, como si hubiera visto una garompa, una garompa del tamaño de la trompa de Tantor, aquel simpático elefantito que le daba bola a Tarzán porque no tenía nada mejor para hacer.
–No se puede fumar aquí, señor–La maestra, Nora, Nora Pastor, que antes asentía con la cabeza, ahora niega, ahora sigue negando–. Esto es un colegio.
Dejo el cigarrillo entonces, apoyado sobre la mesa, junto al corazón atravesado por una flecha, el corazón que dice ‘Moni’. También, al lado, dice ‘UIPI’, así, todo con mayúsuculas. La maestra Nora Pastor huele a algo, algo que me es difícil reconocer pero que de pronto me viene a la mente. La maestra Nora Pastor huele a pilas sulfatadas.
–Como les decía, yo no –la Licenciada Durrieu ha vuelto a acercarse, un poco, pasos cortos y temblorosos, pero no se sienta, permanece de pie, algo parapetada por el respaldo de su pupitre, como si yo fuera un animal salvaje y peligroso.
–¡No niegue! –grita– ¡Negar no arregla nada, señor! Debió usted pensar la responsabilidad que implica traer un niño al mundo. Pero debió pensarlo antes, antes de, bueno, antes de gestarlo, usted me entiende –mueve las manos, pero sus manos, que se enlazan por un instante en el aire, no encuentran el gesto adecuado que permita representar la gestación. La gestación, incluso desde lo gestual, la incomoda, la compromete–. Asuma su responsabilidad, señor. Usted es padre. ¡Usted es el padre! Y este asunto del chicle es grave, muy grave. Debemos preparar un plan de contención, medidas que permitan reintegrar a Josefina, que la nena recupere el espíritu gregario que le facilite su reinserción social, asistiéndola primero, y eliminando luego sus patologías tan escalofriantes. Su hija le pegó un chicle en el pelo a una compañerita, señor. Quiero que entienda la gravedad del tema.
–Eso es lo que trato de decirles –me rasco la cabeza, con un índice, miro por la ventana–, yo no tengo ninguna hija.
–¿Qué? –Nora Pastor ahora, no asiente ni niega, se aprieta los lentes contra el puente de su nariz como si el conjunto, los lentes y la nariz, estuvieran a punto de desprenderse de su rostro.
–Que no tengo hijos, soy soltero, además.
–Pero –Nora Pastor mira a la Licenciada Roberta Durrieu, la Licenciada Roberta Durrieu mira a Nora Pastor, ambas, Nora Pastor y la Licenciada Roberta Durrieu, me miran a mí.
–No sé, ustedes me llamaron el otro día, vivo a dos cuadras, y pensé que como se venía fin de año estaban llamando a los vecinos, organizando una kermés, alguna de esas boludeces que hacen los colegios. Pensé que podía haber comida, saladitos, algo para tomar, alguna maestra jovencita, con ganas de coger quizás. Tengo que encontrarme con un par de amigos por acá, no me costaba nada pasar, así que vine. Pero no soy padre, no sé quién es Josefina, y no me parece nada del otro mundo que un chico le pegue un chicle en el pelo a otro. Me tengo que ir, buenas tardes.

27.12.09

Si Dios trata de decirnos algo

Estábamos en su casa. La había invitado a cenar, y luego, ella me había invitado a subir, lo que implicaba que me había invitado a fornicar, y eso estaba muy bien.
Estábamos desnudos, sentados en la cama. Después de.
–Si Dios trata de decirnos algo –dije, la idea no era mía–, ese algo es que la idea que tenemos de él, y del universo, es dual. El cielo y el infierno, Dios y el Diablo, el bien y el mal, el nacimiento y la muerte, el día y la noche, caliente y frío, macho y hembra, amor y odio, libertad y esclavitud, vigilia y sueño.
Hice una pausa, no recordaba cómo seguía el párrafo que alguna vez había leído. Ella tenía tetas pequeñas y firmes, el cabello se le pegaba a la frente, hacía calor.
–No entiendo porqué me decís todo esto –sonrió, era joven y era linda, yo solía frecuentar combinaciones infinitamente menos afortunadas.
–Porque cogimos dos veces, y me serviste un solo whisky –levanté el vaso–. No sé, no me parece.

23.12.09

El alfajor más triste del mundo

Te cuento una pequeña historia, sin entrar en demasiados detalles, imagino que debés estar apurada, no quisiera distraerte.
En la escuela primaria yo tenía un amigo, un mejor amigo, todo el mundo, a esa edad, tiene un mejor amigo. Mi mejor amigo se llamaba M.
Pero al finalizar quinto grado, algo sucedió. No recuerdo si sobraban alumnos o faltaban profesores, no recuerdo porqué, pero nos informaron que las dos divisiones de quinto grado, quinto ‘A’, y quinto ‘B’, se iban a fusionar, o amalgamar, a formar una nueva entidad que sería justamente el sexto grado.
En la primaria, hasta ese momento, he olvidado decirlo, mi vida era relativamente fácil, me iba relativamente bien. Era buen alumno, era un líder natural, las chicas comenzaban a observarme con curiosidad, no digo interés, y tenía mi mejor amigo. Mi mamá hacía milanesas, mi papá iba a trabajar. No se me ocurría nada más en el mundo.
Pero en este nuevo sexto grado vino un chico, vino del quinto ‘B’, y era un líder absoluto, tenía flequillo, jugaba bien al fútbol, se sacaba buenas notas. Se llamaba H.
Te lo resumo porque te veo contrariada, quizás te esperan en alguna parte, me imagino que tenés cosas que hacer.
H. y M. se hicieron amigos de inmediato. Mejores amigos. Eran tal para cual, la sociedad perfecta para el deporte, las chicas, la aventura.
Yo me puse mal, yo sufrí. Me dejaban afuera, mi mundo se desmoronaba sin remedio.
Así que hice todo lo que pude por recuperar mi terreno. Mentí, traicioné, conspiré, intenté separarlos, intenté luego hacerme amigo de H., intenté que una chica que estaba fascinada conmigo, G., se llevara a M., o a H. Maquiavelo era un aprendiz, apenas un principiante.
Pero fui descubierto. Todas mis maniobras y elucubraciones, todos mis intentos por conservar a mi mejor amigo, y permanecer como líder.
Hubo una reunión, una reunión a la que fueron invitados todos, todos los que tenían alguna importancia en ese mundo que era mi mundo. Y me informaron que yo había sido descubierto, que yo era un fraude, que nadie me quería, que no era líder ni amigo ni nada de nadie, hasta G. declaró que se había equivocado, que ya no gustaba más de mí.
Se me explicó que yo había pasado a ser una persona no grata, en sexto, que nadie, nadie de los que realmente importaban, quería tener nada que ver conmigo, que no me invitarían a los cumpleaños y nadie me hablaría nunca más.
Así fue. Tuve que cambiarme de asiento en el aula, sentarme en primera fila con los locos, los chicos con problemas, los rengos. Y en los recreos me sentaba en una punta del patio y mordisqueaba un alfajor húmedo y barato, el alfajor más triste del mundo.
Lo peor era saber, cuando venía mi mamá a despertarme, que había comenzado otro día, que yo tendría que ir al colegio y permanecer ocho horas, porque el colegio era de doble escolaridad, en el más absoluto silencio, sin afecto, sin amigos, sin que nadie me hablara mientras todos reían y se abrazaban y jugaban y se enamoraban y eran felices. Y yo no podía escapar porque sencillamente no había dónde ir.
Te conté todo esto para que entiendas que no es que no me duela que me dejes, que me digas que no me querés más, que estás saliendo con otro, que querés ser feliz, algo así. Sucede que pasé demasiado tiempo chapoteando en el odio, embadurnado en el desprecio, sin que nadie me quisiera ni dirigir la palabra. Y entonces es algo que me resulta natural, algo que no me sorprende. No es que no me estés haciendo moco, pero estoy acostumbrado, te va a ir muy bien, no te pongas así, sos una piba genial.

19.12.09

Púmbate

Tuve una crisis. Sentí que me moría. Una noche de fin de julio. Eran las tres de la mañana y me di cuenta que no iba a poder dormir, que no iba a poder dormir nunca más. Empecé a transpirar como loco, tenía palpitaciones. El corazón era un desbocado caballo (diría un poeta) corriendo por las colinas del más puro susto. ‘Es un infarto’, pensé, ‘ahí viene, será una patada en el pecho, o un pinchazo, como si me atravesaran el corazón con una aguja de tejer, me voy a morir acá’. Me voy a morir, pensé, justo ahora, y no cambié el televisor, no compré el pantalla plana de Samsung porque me pareció caro, qué macana.
‘Es un accidente cerebrovascular’, pensé. ‘Voy a quedar cuadripléjico, no voy a poder mover los brazos ni las piernas, sólo el párpado izquierdo y el dedo meñique de una mano. Voy a tener que aprender a hablar en morse, mediante el parpadeo de un solo ojo, y a pajearme con un tenedor. Voy a estar retriste, voy a estar remal’.
‘Es un tumor’, pensé. ‘Un tumor que se corre un milímetro de lugar y te mata el centro respiratorio, o el habla. Voy a perder el equilibrio. Voy a gatear mientras babeo, voy a pishar como los perros, levantando una pata contra un árbol. Voy a perder el dos por ciento que me queda de dignidad’.
No pude dormir en toda la noche, esperando que me sangraran los oídos, que me estallaran las meninges, que se me desatornillara el corazón y cayera de costado sobre el mugriento parquet, como un exangüe pejerrey.
Tenía miedo de salir a la calle, caminaba media cuadra, pegado a la pared, y me tenía que volver. Cuando bajaba las escaleras del subterráneo me ponía a llorar. En las esquinas me abrazaba a los semáforos y les pedía que me hablaran. Si me ladraba un perro ponía las manos sobre el capot de cualquier automóvil, como si se tratara de un requerimiento policial.
Fui a médicos, clínicos, cardiólogos, expertos en el aparato circulatorio, especialistas en colesterol. Fui a psicólogos que no medican pero te escuchan, y fui a psiquiatras que no escuchan pero te medican. Fui a ver homeópatas, a expertos en medicina tradicional china, a médicos ayurveda. A terapias alternativas, terapias no tan alternativas, terapias en general.
Finalmente me di cuenta que no tenía nada. La gente es una mierda, me sigue gustando el vino, no entiendo porqué alguien puede correr más de un kilómetro y medio sin que lo persiga un leopardo, tenés un culo divino, me gusta el mar en invierno, la lluvia, la mirada de un perro, los cigarros cubanos, el chocolate y el aceite de oliva y la pizza con ajo y el whisky que pica. Leo un poco, nada más.

15.12.09

Con la misma actitud

Playa. En la playa, al parecer, es la costumbre, la gracia consiste en estar expuesto al sol. La gente quiere estar con gente, eso no ha cambiado, la gente se amontona, pero la vestimenta y el ámbito son diferentes. La arena reemplaza al cemento, el mar reemplaza el ronroneo del tráfico de la ciudad, las chicas usan bikini, los hombres usan shorts.
El adulto de la especie humana es un mamífero mediano al que, exceptuando lo que podríamos denominar ‘situación de coito’, es conveniente observar vestido. Pliegues de grasa, uñas de los dedos de los pies de un repugnante amarillo, lunares, manchas, gibas, protuberancias, irregulares pilosidades, en fin.
Me detengo a observar a una mujer. La mujer ha decidido que no hay nada más importante en este mundo que tomar sol. Se ha untado, podríamos decir, en su totalidad, de un aceite, su piel luce de la textura del cuero. Lleva un diminuto bikini violeta y yace boca arriba, con lentes de sol y expresión de una profunda concentración. No quiere nada más, no puede imaginar un momento más pleno.
Me acerco y tapo el sol con una mano, produciendo una repentina mancha de sombra sobre su rostro, que la obliga a incorporarse presa de un singular fastidio. He conseguido captar su atención.
–Señora –le digo–. Con la misma actitud y empeño, con la misma energía y concentración que usted emplea en tomar sol, con esa capacidad, con esa fuerza, Mozart compuso sin inconvenientes una sinfonía, a los quince años de edad.
Los datos que acabo de transmitir carecen tal vez de rigor histórico, del escalpelo de la exactitud, pero la idea general está muy clara.
La mujer levanta con dos dedos de su mano derecha, por un instante, los lentes de sol.
–¿Vos trabajás en el balneario, no? Traeme una Fanta, bien fría.

11.12.09

A partir de ahora

Cuando llega el ataque cardíaco, juramos y perjuramos que estamos dispuestos a salir a caminar todas las mañanas, media hora. Aunque llueva.
Cuando el avión se cae, en esa fracción de segundo que sentimos que el cielo se come el piso y todo lo que esté apoyado sobre él, pensamos en el beso en la frente que no dimos, en el perro que no acariciamos, en el ciego que no ayudamos a cruzar la calle.
Cuando vemos esa abnegada madre empujando la silla con un chiquito cuadripléjico, balbuceamos que mojar los piecitos en el mar, un café, un poco de sol, es todo lo que hace falta para ser feliz.
Somos complejas maquinarias diseñadas por lo general para cometer las peores barbaridades, a las que solamente el susto puede cambiar.

7.12.09

Tanto tiempo

En el parque, caminando por el parque porque algo hay que hacer, porque uno puede seguir pensando lo mismo que hubiera seguido pensando sentado, pero si se lo piensa caminando es como si los pensamientos se oxigenaran, se movieran las aguas a través de las branquias del tiburón de la locura y soy así, me sobran las metáforas y si me vas a pedir sangre o guita te adelanto que te voy a dar una metáfora, una metáfora y no mucho más, soy así.
Pasa una persona, es un hombre vestido con equipo de gimnasia adidas, verde, pantalón y campera del mismo color, fondo verde, tiras blancas, zapatillas, tendrá treinta años, quizás uno menos, quizás cinco más.
–¡Juan!
Me llamo Juan, así que me veo obligado a detenerme, a mirar.
–¡Juancito querido, tanto tiempo! –se acerca con la mano extendida. Rechazar un saludo es una de las cosas más difíciles de hacer. Es como atentar contra dos mil años de civilización.
Miro al sujeto. No lo conozco. No se lo ve amenazante ni agresivo, sino contento de verme.
–Disculpame, pero no te conozco –estrecho su mano, igual.
–¡Pero qué decís, Juan! ¡Soy Víctor! ¡Víctor Ríspoli! Hicimos toda la secundaria juntos.
Lo miro. No lo conozco. Es cierto que he puesto el colegio secundario, como tantas otras barbaridades, dentro de algún pliegue de mi memoria. Pero no conozco al sujeto, jamás antes había oído el apellido Ríspoli.
–Lo lamento, pero te debés haber confundido –le doy una palmada en el hombro, no demasiado amistosa, y hago un leve asentimiento de cabeza. Me dispongo a continuar con mi caminata, con mi vida, nada en especial.
–¿Pero qué decís? Juan, soy Víctor. Mirame, Juan –lo miro– ¿Cómo no te vas a acordar? La vez que le desinflamos las cuatro gomas a la profesora de física, y la vez que nos peleamos contra los del Huergo, eran como quince. Y vos pegabas con el taco de billar como si fueras Bruce Lee –se entusiasma de solo recordarlo, hace una pose de kung fu, levanta una pierna, hace la grulla, una grulla gordita e inestable, y se ríe de verdad.
–No soy yo. Debe ser alguien parecido.
–¡Pero dejate de joder! –Me abraza, se separa, me vuelve a abrazar, yo recibo el abrazo con mis brazos caídos, lo que equivale a no corresponder el abrazo, a no abrazar–. Juan querido, no supe nada más de vos. ¿Te acordás de Andrea?
–No, no me acuerdo.
–¡Andrea, tu novia! Se casó con un tránsfuga, tuvo tres pibes, la vi el otro día en el supermercado. Me preguntó por vos.
–Bueno, me tengo que ir.
–¿Te acordás de Walter? –me detiene con una mano en el hombro, está contento de verdad– ¡Walter es ministro! ¡Walter! ¿Lo podés creer?
–No importa si lo creo o no, no lo conozco, ni te conozco a vos, ya te lo dije.
–¡Pero qué decís, Juan! No sabés lo contento que estoy de verte. Me divorcié, hace poco. Tengo dos hijos, uno me dice que quiere estudiar ingeniería nuclear. ¿A vos te parece? Un mocoso de once años, y te dice que quiere ser ingeniero nuclear.
–Dejalo. Dejalo ser lo que quiera –no sé qué decirle.
–Tenés razón, Juan, claro que tenés razón. Hay que dejar que los pibes vuelen. Para fracasar hay tiempo. ¡Pero esa frase es tuya! Para fracasar hay tiempo, la decías vos.
–Puede ser –digo, porque puede ser. La frase me suena, aunque en verdad creo que no hay tiempo, creo que ya fracasamos.
–Bueno, me tengo que ir.
–¡No, pará! –se desespera–. Vayamos a tomar un café, hace tanto que no nos vemos. Tengo cosas para contarte, tenemos muchas cosas para hablar.
–Mirá, no.
–¿No? ¿Cómo que no?
–No, te dije –es lo que le dije, es lo que le estoy diciendo–. No te conozco, y si te conociera, si te hubiera conocido alguna vez, tampoco importa. No me interesa nada de tu vida, Víctor. Tu nombre es Víctor, me dijiste. No me interesa quién sos, no quiero tomar un café con vos, y si me volvés a poner una mano encima te voy a arrancar dos o tres premolares de una patada. Espero que tengas suerte o lo que más te guste, ahora desaparecé.
Lo aparto con un breve pero enérgico empujón, y sigo caminando. Víctor se queda con una mano en la frente, niega con la cabeza, amaga correrme un par de pasos y se detiene. Cruzo la avenida justo antes que el semáforo se ponga verde y empiecen a pasar los autos, muchos autos, a esa hora la ciudad es un quilombo que parece no tener principio ni final.

3.12.09

Lo que no se dice

El cantante de rock hace declaraciones a los medios de prensa. Ha estado internado, en una clínica. Ha finalizado un tratamiento de rehabilitación.
Lo que dice, en resumen, es que ahora no fuma, ahora no toma alcohol, ahora no consume drogas.
–Ahora estoy bien –dice.
Pero hay algo que no dice.
Cuando alguien ha entrado en contacto con algo, con una sustancia que lo ha modificado, que le ha conferido un desconocido hasta entonces y particular brillo, cuando alguien ha incorporado a su sistema nicotina o sal o alcohol o cocaína o chocolate amargo. Y después, porque siempre hay un después, porque es precisamente de eso que estamos hablando, cuando hay que soltar la sustancia, despedirse como dos personas que han tenido buenos momentos juntos, cuando hay que dejar de consumir.
Queda un rictus, una mueca, una mirada que refleja el más profundo de los desconsuelos.
Estás mucho más triste que bien.

27.11.09

Quizás te sirvan mis palabras

Ella agarró el libro, el libro de poemas que yo había escrito, el libro de poemas donde yo me había arrancado un pedazo de alma como si fuera plastilina. O quizás me había arrancado el alma completa, como quien descuelga un durazno de un árbol, así.
Ella lamió el libro, la tapa, un poco, como si quisiera hacerle cosquillas, al libro, luego jugó, con afán, con el libro, empleando toda la lengua. Ella agarró el libro y se lo pasó por las tetas haciendo movimientos circulares, como si se tratara de un pan de jabón. Después, con la misma mano lo hizo descender a lo largo de la sutil curvatura de su vientre, y ahora, con el libro de perfil, pasó el lomo por su vulva, dos o tres veces, como si su vulva fuera a comerlo, como si el libro fuera a ser engullido a través de su precioso y delicado vello púbico. Después cambió de mano, tomó el libro con la otra mano, haciéndolo pasar por entre sus piernas, estaba de pie, y se metió un ángulo del libro, el ángulo superior izquierdo, en el ano. Hizo un poco de presión, y sonrió.
–Sí –dijo–, me gusta como escribís.

23.11.09

Agridulce

Existen determinadas veredas donde caminamos juntos, por las que no puedo volver a caminar. Lugares donde me pareció que la felicidad era posible, que había un rayo de sol, una fruta, algo para mí. Una lluvia que me pudiera lavar los sueños rotos, una sonrisa, un beso, unas ganas de seguir.
Ahora gritan las bocinas como lobos que comprenden, un segundo después (la comprensión tiene ese agridulce delay), que han quedado atrapados, que va a costar volver a mover esa pata. Ahora todo huele a pilas sulfatadas. Ahora todo parece transcurrir dentro de esos viejos televisores donde las cosas ni siquiera lograban ser blancas o negras, y había que conformarse con las diferentes gamas de gris.

19.11.09

Hay que andar con cuidado

Estábamos por entrar al restaurante y ella retrocedió un poco, algo asustada.
–No puedo entrar a una parrilla. Yo soy vegetariana –me dijo.
Entonces le dije que no había problemas, que siguiéramos caminando. Conocía una pizzería que quedaba a unas pocas cuadras.
–La pizza tiene queso –me dijo con acritud–. No sé si me entendiste bien, yo soy vegana. –Al parecer los veganos rechazan no sólo la carne, sino también cualquier derivado animal, la leche, el queso. La pizza tiene, entre sus elementos constitutivos, como parte intrínseca de su genoma, entre sus protones, queso.
–Bueno –dije–, no pasa nada. Vayamos a tomar una cerveza, tampoco estoy muerto de hambre.
–De ninguna manera –me dijo, porque estaba fervientemente en contra del alcohol, el alcohol aturde los sentidos, embota el cerebro, petrifica el hígado. El alcohol mata, para resumir.
Quise prender un cigarrillo mientras pensaba, porque en verdad no se me ocurría nada.
–Ni se te ocurra fumar –fabricó un improvisado barbijo con sus manos, retrajo el cuello intentando que su cabeza desapareciera entre sus hombros–. El humo es cancerígeno.
Seguimos caminando.
–Podemos ir a coger, si querés –sonrió–. Vos me gustás.
Pero yo me negué casi de inmediato. Porque mi pito era una suerte de perro callejero, una hiena, un animal famélico y salvaje. Sería como pedirle que ingresara en el cajoncito de una joyería, en la probeta de un laboratorio, jamás se sentiría cómodo en un lugar tan aséptico.

15.11.09

0, 1

Se puede hacer de la siguiente forma. Salís a la ruta, conviene que sea con un auto moderno, un auto nuevo. Cuando ya te alejaste unos cien kilómetros de la Capital Federal, entonces hay que acelerar. Si se puede poner el auto a doscientos kilómetros por hora es lo ideal, pero con pasar los ciento cincuenta también está muy bien.
Alcanzada la velocidad en cuestión, uno debe soltar el volante. Si está lloviendo, mucho mejor. Hay que cerrar los ojos, y soltar el volante. Con una mano, primero, y con esa mano, la mano libre, agarrar una botella de whisky, previamente comprada. Se debe dar un largo trago de whisky, de la botella, echando la cabeza hacia atrás, mientras la botella escupe el whisky con su característico gorgoteo. Al terminar el trago, se procede a sacar la otra mano del volante, también, y puede uno comenzar a masturbarse un poco, con esa mano. Es conveniente tomar más whisky. La maniobra, o las maniobras, suceden en simultáneo, con los ojos cerrados. El procedimiento completo debiera durar más de un minuto, menos de tres.
La alternativa es casarse, tener tres hijos, ir a trabajar durante diez o veinte años al mismo lugar.
En cualquiera de los dos casos, para evaluar y sacar conclusiones, hay que ver qué quedó del sujeto en cuestión, en qué estado se encuentra al final del experimento.

11.11.09

La historia de Chumi

Viviana estaba divorciada y tenía un pajarito, un canario. Tenía una hija, también. Se llamaba Juana, la hija de siete años, peinada siempre con dos colitas, y una carita que era un sol. Chumi, se llamaba el canario, que era de un pálido amarillo, no me preguntes porqué. Juana le había puesto así cuando el padre se lo había regalado para su cumpleaños, ante la reprobatoria mirada de Viviana que tenía ganas de quejarse, de quejarse por las dudas porque en todo lo que hacía Gustavo siempre había una trampa, todo su matrimonio, lo que duró, había sido así, pero la nena estaba contenta con el canario y eso era lo que importaba.
Así que la nena se despertaba a la mañana y saludaba a Chumi antes de desayunar, y Chumi no jodía, comía un poco de alpiste, y cagaba, y nada más. Juana estaba contenta, Viviana no, pero tampoco estaba tan triste, había tenido épocas mucho peores así que lo mejor era no quejarse demasiado, porque después venía una mala racha en serio y ahí una sí que no sabía cómo levantarse.
–Ma, mirá. Chumi tiene algo en el ojito –dijo Juana. Era jueves. Y era verdad, Chumi tenía una lagaña, una pelusa, una lastimadura tal vez, algo en el ojito derecho. Así que Viviana le dijo a Juana que no se preocupara.
–No te preocupes. Mañana lo llevamos a la veterinaria.
La veterinaria era una mujer seria, algo excedida de peso, y con las piernas arqueadas, como si acabara de bajarse del caballo de una calesita que jamás la llevaría a ninguna parte. Pero se la veía eficiente y profesional detrás de su celeste uniforme, y el local estaba lleno de gatos y perros, una blanquísima cacatúa que lanzaba un simpático grito con asombrosa regularidad, y una boa dentro de una pecera gigante. La boa era amarilla y negra. Juana estaba fascinada.
–Es normal, no pasa nada –dijo la mujer y se acomodó las gafas que eran gruesas y con forma de pequeños huevos acostados sobre el puente de la nariz–. Le vamos a poner unas gotas y el ojito le va a quedar perfecto.
Se puso un guante, metió la mano dentro de la jaula, y tomó a Chumi, con precisión no exenta de cuidado.
–Bueno, bueno, ya está –le puso una gotita en un ojo, mientras Chumi yacía de costado, apretado por una mano firme, las patitas encogidas contra el pecho.
–Ya que estamos, le vamos a cortar las uñitas. Tiene las uñitas muy largas –la veterinaria usó una tijerita que parecía de juguete, con movimientos precisos. Un segundo, clic clic, y volvió a soltar a Chumi dentro de la jaula.
Chumi revoloteó un poco, y se paró en el palito, en la posición acostumbrada.
Viviana preguntó cuánto le debía.
–¡Ma! ¡Mirá, ma! –Juana lanzó un chillido y señalaba al interior de la jaula, donde Chumi acababa de caer de costado, como fulminado por un rayo.
–Está muerto –dijo la veterinaria, después de revisar a Chumi e intentar con la yema de un dedo índice hacerle un estrambótico y competente masaje cardíaco sobre el ínfimo pecho.
Chumi se había muerto. Del susto. No pudo resistir el stress de la situación que le había tocado enfrentar.
Metieron al pajarito dentro de la jaula, otra vez, acostado contra el piso de alambres. Juana lloraba y se sorbía las lágrimas. Caminaron las tres cuadras hasta el departamento. Viviana llevaba en una mano la manito de la nena, en la otra la jaula con el pajarito muerto. Hacía mucho calor, para la noche estaba anunciado lluvia.

7.11.09

Un percance

Soy el encargado de la presentación, de presentar el proyecto. Así se habla en el mundo de los negocios de hoy, esa es la jerga, no me hagan sentir más ridículo todavía.
Trabajo para una consultora, una importante consultora, y tenemos que presentar el proyecto ante nuestro potencial cliente, que ya es cliente, pero tiene que decidir si renueva el contrato, el contrato con nosotros, que ha vencido.
Para no aburrir. Estamos en las oficinas de los clientes. Torre Alem Plaza, piso treinta y tres. Vamos a hacer la presentación. Los clientes son un estudio de abogados, alemanes, que representan a un banco alemán, que maneja los fondos de un conglomerado alemán.
Si renuevan el contrato, entonces todos seremos felices. La empresa de consultoría con todos los que estamos adentro de su nómina, entre ellos yo. Habrá dinero, mucho dinero, por dos años. Compensaciones extraordinarias, autos, teléfonos celulares que te pueden avisar el ingreso de un mensaje de texto mediante un maullido o un ladrido para que vos sepas si el mensaje es importante o no aún antes de leerlo, viajes en avión en primera clase, estadía en los mejores hoteles. Vida de ejecutivos, lo mejor que se puede conseguir si no sos cantante de rock.
Si no se renueva el contrato, entonces es el fin. Nada. Kaput. Va a cerrar la consultora, y nos van a dar una patada en el culo a todos. Sin el contrato con los alemanes estamos muertos, es así.
Está por comenzar la reunión, somos tres del lado de la consultora, y cinco del lado de los alemanes, incluido el mismísimo Otto Rutger, el número dos del consorcio, allá en Dusseldorf, que vino especialmente para la presentación. Un alemanote de más de dos metros que parece raspar las palabras antes de pronunciarlas, y que no se ríe nunca. Han bajado las luces, la gente terminó su café. Está lista la notebook y el proyector.
Paso al baño, por un instante. Como cuando era chico, en la facultad, antes de un examen, me ataca un ingobernable deseo de cagar. Camino por una alfombra color ladrillo de treinta centímetros de espesor, paso por delante de una secretaria que es la mujer más linda que yo haya visto jamás, incluyendo el cine y la televisión, sigo por el pasillo, unos veinte metros más, viendo los cuadros de fondo turquesa o color petróleo, y las camaritas de seguridad que registran y acompañan cualquier cosa que se mueva.
No quiero ponerme escatológico, pero es parte de la historia, la parte, por decirlo de algún modo, sustancial. Entro al cuarto de baño que huele a quirófano y a violetas, voy a uno de los cinco cubículos, cierro la puerta y me suelto el cinturón, dejo caer los pantalones, me bajo los calzoncillos, me siento, todo en un grácil movimiento ejecutado con precisión a pesar de la urgencia.
–¡Plrrrshgrrrpfprrrraaashplshhhfsh! –El alivio. La naturaleza que ordena. Que acomoda. Que expulsa y regula. Válvulas que se abren, palancas que se mueven, pistones, complejos mecanismos.
Algo está mal. Ha llegado el sosiego, vuelvo en mí, pero sé que algo está mal. Estoy bien peinado, impecablemente afeitado, algunas gotas de sudor sobre mi labio superior, bien perfumado, impecablemente vestido, rápido de palabra, ingenioso, solvente, perspicaz.
Me cagué la camisa. Así como lo cuento. La camisa es blanca, es nueva, es cara, algodón egipcio, tiene los faldones muy largos. Faldones que en el apuro, han quedado del lado de adentro del inodoro. Me cagué la camisa. Así como lo cuento, otra vez. No puede estar pasando esto. No puede ser verdad.
Me saco la camisa, con cuidado. He cagado casi toda la parte de atrás, por debajo de la línea de la cintura. Estoy en cueros, sosteniendo la camisa en alto como si se tratara de una radiografía o de un repulsivo animal. Ahora estoy transpirando de verdad.
El olor es fuerte.
En un último y desesperado intento, manoteo los bolsillos de mi pantalón, pero no, de ninguna manera. El teléfono celular ha quedado apoyado sobre la mesa, junto a mi laptop. Un buen teléfono, con más funciones de las que yo sería capaz de manejar.
Estoy ahí, con el torso desnudo y brillante de transpiración, temblando un poco, mirando la camisa pintada de mierda como si se hubiera esmerado el mismísimo Pollock, negando con la cabeza.
Puedo ponerme la camisa, como si nada, reprimir el asco, y volver a la sala de conferencias. Dar la presentación, hasta que el olor haga que alguien se desmaye, y entonces, tratar de escapar.
Puedo salir corriendo, con el pecho al aire, la camisa hecha un bollo, y tratar de llegar a los ascensores, ganar la calle, subirme a un taxi y decirle al taxista ‘¡rápido, me está persiguiendo un gorila plateado, lléveme a la comisaría más cercana!’.
Puedo esperar que alguien entre al baño y golpearlo en la cabeza, fuerte, tratar de desmayarlo pero no de matarlo, para robarle la camisa.
Puedo escribir lo que me sucedió para que vos me digas qué hubieras hecho en mi lugar.

3.11.09

Esopo, revisited

Es invierno. En invierno, aunque sea por pocos días, más de tres, menos de siete, me gusta ir al mar. Es bueno ver el mar, oírlo, salir a caminar, descalzo. No inventé nada nuevo, nada original.
Así que en eso estoy, deben ser las nueve de la mañana, hay un particular y cansino solcito. Pienso en todo lo que no salió nunca, en todo lo que salió mal, con unos cinco o diez centímetros de mis piernas adentro del agua. Voy despacio, no se ve a nadie más que un par de pescadores, y algún otro caminante solitario.
De pronto siento el pinchazo. Es una corriente eléctrica de dos mil quinientos treinta y ocho voltios. Entre el dedo gordo y el dedo índice, si se le puede decir así al dedo del pie que está al lado del dedo gordo de mi pie izquierdo.
–¡Ahhrrgggfssschpaaaay! –Caigo de rodillas, el dolor me ha doblado, y veo, a menos de medio metro de mi rostro, la explicación, la causa.
Un aguaviva. Redonda, gorda como una pelota de tenis, con marrones y violáceos filamentos. El mar se retira un poco, pero el aguaviva queda ahí. El dolor es un zumbido que no me deja pensar con claridad. La zona comienza a hincharse y estoy muy lejos del cuarto en el que me hospedo. Me va a costar caminar.
–Ya sé, ya sé –digo–. Es tu naturaleza, no pudiste evitarlo.
Doy el primer paso, saliendo del agua. Apenas puedo pisar. Es un pinchazo que se extiende, sube y agarrota los dedos del pie, la quemazón supera ya la altura del tobillo, sube con una preocupante velocidad. El pie parece una tarta pascualina, ha adquirido ese tamaño, no sé si el sabor.
–No, nada que ver –La voz viene de abajo, lo que me está hablando es el aguaviva–. No es mi naturaleza, para nada. Me parecés un gordo forro, y en esta época del año por acá no debería haber nadie rompiendo las pelotas. Así que te piqué a propósito, te lo digo en la cara. Yo estaba acá de antes, ahora tomatelás.

31.10.09

Difícil de masticar

Hay una línea divisoria que se cruza, como tantas otras líneas divisorias, sin darse cuenta, sin saber. La línea divisoria de la que te estoy hablando es cronológica, aunque sus implicancias son mucho más que eso, y se cruza a los treinta años. Como todos somos particulares y distintos, por suerte, lo admito, la línea puede cruzarse a los veintinueve, pero no a los veintisiete. Y se cruza, como máximo, a los treinta y dos.
Una vez cruzada, la línea, sólo queda esperar la agria campanita del reconocimiento. Sucede, entonces, que quienes han cruzado la línea van a descubrir que su situación ha cambiado. El cambio consiste, más o menos, en lo siguiente. Quien ha cruzado la línea advierte, percibe, que su lucha ya no será por un aumento de sus capacidades, cualquiera sean, nunca más. En cambio, bienvenido, la lucha a partir de ahora será por aquello que podríamos denominar ‘mantenimiento’.
Puede ser físico, puede ser mental, o una combinación anárquica de ambas, puede ser coger o pensar. Lo que te quiero decir es que no habrá más alto, más lejos, más fuerte. Habrá que alegrarse de mantener lo que hay.
Esta situación genera fastidio y desconcierto, negación, susto, tristeza en general. Después, poco a poco, uno aprende a recostarse en el sillón de lo posible, se pone uno más tolerante y circunspecto. Lo mejor es tratar de no recordar aquel magnífico potencial.

27.10.09

Lotería

Cada mañana, mientras espero que el semáforo cambie de color para poder cruzar caminando la avenida, con mi absurda y displicente cara de gorila plateado, veo gente que entra al kiosco que vende billetes de lotería. La gente entra, y es claro, compra un billete de lotería, quiniela, bingo, el azar en alguna de sus manifestaciones. La gente entra y al comprar un billete de lotería, también está claro para mí, quieren ganar.
Aquí es donde empiezan los problemas. Sin entrar en discusiones que rozan los rudimentos de la probabilidad y estadística, para ganar, vamos a decirlo de una vez, hay que tener suerte.
Pero, no hay más que verlos, una y otra vez, a quienes compran billetes de lotería, la suerte les fue negada, como quien ha nacido sin flequillo o con una leve bizquera. No es grave en exceso, pero es un dato a tener en cuenta. Pedirle entonces a alguna de estas dulces bestias que tenga suerte, sencillamente no es posible.
Se me ocurre entrar y hablar con el empleado del kiosco que vende billetes de lotería, sugerirle que a cada persona que entre a comprar un billete le diga que no, que no le vende nada, pero que sí puede anotarles en un papelito la dirección de la dependencia ministerial donde pueden tramitar un cambio de identidad. Si pretenden tener suerte que empiecen por cambiarse el nombre, que intenten ser otros lo antes posible.

23.10.09

El conjunto, la gestalt

La doctora se pasó un largo rato mirando los estudios, pasando hoja tras hoja, chequeando números, mirando gráficos, tomando alguna que otra nota en un pequeño block encabezado por el nombre de una pomada para los callos plantales.
–Usted tiene el colesterol muy alto –dijo sin levantar la vista–, tiene bajo el bueno, y alto el malo, porque son dos. Tiene los triglicéridos bastante mal, y ácido úrico, y azúcar, su estudio ergométrico no es bueno, el estado de su corazón deja mucho que desear. La ecografía de sus arterias del cuello no es del todo limpia, sus riñones trabajan con esfuerzo, su próstata tiene un tamaño irregular.
Hizo silencio, se acomodó los lentes sin marco sobre el puente de su pequeña nariz de pekinés, y entonces sí, apoyó ambas palmas sobre el escritorio, y me miró.
–Me gustaría saber qué le parece lo que le estoy diciendo –mi silencio, al parecer, la había contrariado un poco– ¿Quiere decir algo?
–Bueno –me toqué, con un índice, el índice izquierdo, de mi mano izquierda, el lateral, el lateral derecho, de mi amplia nariz–. No sé si tiene algo de tiempo, doctora, pero podemos ir a tomar algo. Estoy en condiciones de pegarle la cogida de su vida, no se deje guiar por unos pocos indicadores.

19.10.09

La física de tus sueños

El autor utiliza una explicación que yo desconocía, una explicación genial, para referirse a la imposibilidad que existan insectos gigantes. El asunto es que la masa se eleva al cubo cuando la disposición lineal se duplica.
Esto explica porqué no pueden existir cucarachas del tamaño de elefantes. Para poder tener ese tamaño, debieran tener patas de elefante, patas de cucaracha no serían suficiente para sostener el cuerpo, y eso le quitaría su característica de insecto. Estaríamos en presencia de otro tipo de animal.
Idéntica línea de razonamiento debieran transitar quienes fantasean con ser portadores, por ejemplo, de monumentales garompas. El peso de los huevos los destrozaría anímicamente.
Hay que tener cuidado con lo que se sueña. Nada, eso.

15.10.09

Sirena

El pescador sintió un tirón fuera de lo habitual. Eran demasiadas noches, demasiados años pescando en aquel desde siempre destartalado muelle de San Clemente, y ni en la época de los tiburones, aunque a decir verdad no eran cazones, pero tampoco eran tiburones, tiburones adolescentes podríamos decir, tampoco tiraban así. Podían cortar la línea con un brusco movimiento de cabeza, claro, pero no tirar así, sin intervalo, con tanta vehemencia.
Debían ser las tres de la mañana, y llovía fuerte. No había nadie, Víctor no se había querido quedar, ni ante al ofrecimiento de compartir media docena de empanadas y un poco menos de media botella de ginebra.
–Hace mucho frío, va a llover toda la noche –Víctor guardó sus cosas y se fue caminando despacio, hasta su herrumbrada camioneta que siempre parecía a punto de desfallecer, un último estertor antes de encenderse y arrancar.
Así que el pescador tiró y tiró, pensando que si era un tiburón, porque no podía ser otra cosa, la línea se cortaría en cualquier momento y entonces sí, se comería tres empanadas, se haría un último buche de ginebra, se iría a dormir. Aunque cada vez le costaba más dormir, eso sí que era un problema. Y no le molestaba mucho la pierna, así que no podía ser la pierna, pero quedaba acostado boca arriba, pensando por qué corno no se dormía. Recordaba fragmentos de su abnegada vida, inconexos, mezclados, incompletos episodios que se desordenaban en la mente como si fueran arrojados desde algún travieso cubilete.
Salió una sirena, como en los cuentos, cosa rara. Una preciosa y plateada sirena, con los pechos pequeños y redondos y una larga cabellera que hacía juego con su cola de pez. Ojos grises, tenía la sirena, y mirada tristona. Estaba muerta de frío, pero igual le sonrió. La envolvió lo mejor que pudo con su abrigo, y la alzó como si fuera una novia. Ella se colgó de su cuello, y apoyó la plateada melena contra su pecho. Llovía, más fuerte, y lanzó una especie de gritito cuando él quiso dejarla en el asiento trasero del 504, para volver por la caña y el resto de las cosas. Ella no estaba dispuesta a soltarle el cuello.
La llevó a su casa, le preparó un baño caliente y le dio de comer. Debía estar clareando cuando ella se vino a su cama y se acostó junto a él, el cabello de plata sobre su pecho de viejo.
Pasaron algunos días sin que se animara a contárselo a nadie, ni siquiera a Víctor, que le hizo un comentario, mientras jugaban al dominó. Le dijo que lo veía raro, que se había peinado, que algo le pasaba.
La verdad era que no podía hablar del tema. Además, quién iba a creerle. Una sirena, una sirena joven y divina, viviendo con él. Algo mágico, un milagro.
Pasaron los días, esperó que volviera la lluvia, porque la lluvia volvía siempre, otra vez. Era un invierno terrible. La gente que veraneaba en la costa jamás podría imaginar lo que era el invierno en esas mismas playas. Le dio un somnífero, en la cena, no muy fuerte. La cargó en brazos. Esperó en el auto, hasta que el muelle quedó vacío, hasta que los últimos pescadores perdieron las ganas. Entonces sí, la cargó en brazos, mientras la lluvia le golpeaba la cara. Hubo un relámpago que pareció abrir el cielo en dos. Las olas golpeaban el muelle con inusitado ímpetu.
Y la tiró al agua. Abrió los brazos, inclinándose un poco, la dejó caer, el contacto con el agua la despertaría de inmediato. La sirenita rompía las pelotas con locura, que la casa estaba hecha un asco, que no dejara las medias tiradas, que tomaba mucho, que nunca iban a comer afuera, le hacía acordar un poco a su ex mujer.
Volvió al auto y encendió un cigarrillo. En un mes como máximo se iba el frío, y volvían los pejerreyes.

11.10.09

Quesología

Se debe entrar a una quesería, o a una fiambrería, porque una fiambrería por su naturaleza intrínseca, aunque el cartel a la calle diga ‘fiambrería’, también incluye el rubro quesos. Dicho de otra forma, es muy raro encontrar un local que venda fiambres y no venda quesos. Busquemos en cualquier barrio, lo que digo es fácil de demostrar.
Se entra y se compra una horma de queso. El experimento, entonces, requiere de algo de dinero. El queso está caro. Se puede comprar prácticamente cualquier queso, aquí el experimento es laxo, puede haber preferencias pero no dogmas.
Puede ser un queso cremoso, queso fresco, un port salut, queso tipo mar del plata, o gruyere, o muzzarella, o porqué no roquefort. Sardo, fontina, provolone también.
Lo que sí es importante es la cantidad. No se debe comprar un pedazo de queso, sino un queso entero. Una horma, tres kilos, o cinco. Puede que en el queso elegido, al quesero, o al fiambrero, al que atiende, le falte justo un pedazo. Que de la horma en cuestión haya vendido, pongamos, medio kilo, o un poco más. Eso no me preocupa, no hay problemas, la horma sirve igual.
Entonces se debe tomar el queso con ambas manos, esto también es importante, quitarle el frágil envoltorio en el que uno recibe el queso, sacarlo de la bolsa o el papel o lo que fuera con la premura con la que se desabrocha un corpiño. No la cáscara, la cáscara es parte constitutiva del queso. Y uno debe empezar a comer. A dar mordiscos. Meter la cara de ser posible en el queso, los ojos, la nariz, y usar los dientes para arrancar un pedazo, pequeños trozos, masticar, desgarrar.
Lo mejor es estar de pie, en el centro de la quesería, o de la fiambrería. A lo sumo dar unos pasos, alejarse, y permanecer de pie, sobre la vereda. Para ser honesto, también se puede estar sentado, no altera en mucho el experimento. Lo importante es sostener el queso con ambas manos y entrarle con la cara, directo, como un desesperado.
Se debe hacer lo dicho durante un lapso que va entre los tres y los cinco minutos. No es necesario más. Sin pensar, un estado de no mente. Sólo queso.
Cuando, pasados los tres o los cinco minutos, se levante la vista, con la trompa pegoteada, llena de migas tal vez, de acuerdo al queso elegido, con las mejillas cubiertas de una particular grasitud, con pedazos de queso en una ceja o en la oreja o en el propio cuero cabelludo, se advertirá que hay un grupo de personas que lo están contemplando, a uno. Puede haberse formado un semicírculo que se mantiene a una prudencial distancia. Habrá gente de ambos lados de la vidriera, se habrán detenido varios automóviles. Habrá miradas de asombro, un poco de susto, toses, codazos, dudas. Pero nadie se estará riendo, ni una tenue sonrisa ni una carcajada franca, ni burla de ninguna especie. En el fondo de su ser ellos también saben que son unas ratas.

7.10.09

Fulgor

Cuando uno conversa con alguien, un sujeto, una persona, un individuo, advierte con excesiva facilidad, en la inmensa mayoría de los casos, que el sujeto en cuestión es un imbécil sin alma.
El sujeto o la sujeta es poco interesante, carece de sentido del humor, ni hablar de potencia expresiva. No le sucede nada más que un racimo de generalidades, no hay aspiraciones que superen la altura de un perro salchicha, ni desgarradoras tragedias. Predomina el gris. Cosas que a uno lo han atormentado a la edad de once años, serán ignoradas por el sujeto hasta casi finalizada su vida adulta.
Para resumir, habrá un poco de fútbol, un par de cumpleaños, un yogur que te hace cagar de inmediato, alguna crema para tapar las arrugas, según el caso. La mención de alguna playa.
Tal vez sea por eso que cuando me ves comprando un alfajor quedás perplejo, cuando me ves revolviendo un café con leche quedás apabullada, te parece que soy una de las personas más extraordinarias que viste en tu vida. Pero no te dejes engañar, no me asignes fantásticos atributos, ni descomunales capacidades. Es tu tremenda opacidad, yo casi no brillo.

3.10.09

Miles de kilómetros

Todos los domingos, en Buenos Aires, como en cualquier ciudad del occidente civilizado, hay carreras. La gente corre. ‘Maratón Nike’, ‘Maratón Adidas’, ‘Maratón Reebok’, ‘Media Maratón por Axel’, ‘Por Brian’, ‘La Carrera de Miguel’, ‘Corramos por Josecito’, ‘Por el transplante de Tatiana’, no sé. Entre diez mil y treinta mil sujetos integrantes de la población económicamente activa, entre dieciocho y cincuenta y cinco años aproximadamente, saludables, con cierto poder adquisitivo, con zapatillas de doscientos dólares, chicas con tetas y culos más o menos dignos, maricas de cráneos afeitados y modernas gafas que ocultan sus famélicas miradas, viejitos simpáticos con también simpáticas gorritas con visera, divorciadas, oficinistas, tristes en general, boludos en particular, salen a correr.
Yo llego temprano, dejo mi automóvil a unas cinco cuadras, y me instalo a un costado de la calle por donde van a pasar los corredores, a quinientos o mil metros del punto de largada.
Llevo una sillita plegable, una botella de whisky Grant’s que me voy sirviendo en un vasito de plástico, enciendo un purito cubano, llevo un libro, también.
Y me quedo ahí, sentado unos cuarenta minutos, nunca más de una hora, mientras la gente pasa sudando como conejos de angora, jadeando como jabalíes perseguidos, esa enérgica multitud de boludos sin alma.
Al pasar, al verme, algunos dudan, algunos quieren detenerse para golpearme o hacerme una pregunta, otros lanzan un chistido del más profundo desagrado, otros abren la boca para decir algo, pero siguen, tienen que seguir con su carrera.
Pasa un rato, ya he apagado mi puro contra el pavimento, me hago un buche más de whisky, me desperezo, y me voy caminando, con paso cansino. Comprobar que mi fracaso personal y único, que mi desesperación está hecha de un material demasiado denso para ser licuado en un maremoto de errantes boludos, es una de las cosas que mejor me ha hecho sentir en mucho tiempo. No te voy a decir que es mejor que coger, pero supera ampliamente al psicoanálisis y las terapias alternativas. Te genera un tremendo cariño hacia tu propia tragedia. Te sentís bárbaro, y encima falta poco para la hora del almuerzo.

27.9.09

Plan B

Te la hago fácil, lo vas a entender porque es fácil. Soy la persona ideal para cuando todo lo demás te salió mal. Soy perfecto para cuando todo lo que tenías planeado fracasó. Para cuando lo que podríamos denominar, si es que resulta preciso denominarlo de alguna forma, cuando tu plan A se va a la mierda, entonces, por motivos fáciles de entender aunque difíciles de explicar, me encontrás a mí.
Cuando te das cuenta que no se va a cumplir ninguno de tus sueños infantiles, cuando descubrís que tu tío te violaba a los once años, cuando encontrás a tu marido encerrado en el baño de servicio masturbando al Fox Terrier pelo duro de tu vecino del séptimo B, cuando te percatás que te casaste y tuviste tres hijos pero no podés dormir al lado de esa cosa que tenés al lado, nunca más, cuando captás que tenés la vagina más seca que una baldosa de porcelanato, cuando percibís que la felicidad se fue como una luz debajo de una puerta, cuando te das cuenta que te meterías un turrón en el culo y subirías a la terraza, justamente, con el turrón en el culo a cantar ‘satisfaction’ bailando igual, casi igual que Mick Jagger en aquel recital (Super Dome, New Orleans, 1981), cuando te pasa todo eso, cuando te pasan esas cosas, ahí aparezco yo.
Y te parece que todavía es posible, que un rayo de sol atraviesa los pesados nubarrones de tu tragedia personal e intransferible, que quizás te queden fuerzas para seguir adelante, que tan solo necesitás tomar aire, un par de cafés con leche, aún te queda una oportunidad.
Entonces te das cuenta que aquello que debió sucedernos, debió sucedernos antes. Te das cuenta que te equivocaste, que, como casi todo el mundo, te perdiste en el camino, no te fijaste bien y se nos hizo tarde. Y te enojás mucho, conmigo, es natural.

23.9.09

Te deseo lo mejor

Trabajo en una oficina, no quisiera entrar en detalles que pudieran herir la sensibilidad del lector, no quisiera ahondar en cosas que pudieran impresionar. Digamos, porque de alguna manera hay que decirlo, que soy jefe de un departamento, jefe de un sector compuesto por siete personas. No es algo que defina la historia.
Una de las personas del sector, al que llamaremos el sujeto A, me informa que va a dejar el trabajo, y como consecuencia el sector. Este muchacho, que ya no es un muchacho sino un tremendo repelotudo de treinta y tantos años, ha conseguido otro trabajo, y se va.
Son cosas normales que suceden en cualquier oficina, las oficinas se alimentan con determinada regularidad de carne fresca, alguien mejora, alguien huye, alguien comienza su particular e intransferible via crucis, alguien se va.
Le digo a A. las boludeces de rigor. Que fue bueno haber trabajado juntos, que todo el mundo tiene derecho a progresar, que le deseo lo mejor. A. tiene el natural entusiasmo de quien cambia de novia y cree que todo ha sido un error, que todavía puede recuperarse, ser feliz. Esos pequeños saltitos de ardilla que hemos dado en llamar ‘vida’, hasta que alguna fuerza superior nos de vuelta nuestras canoas hechas de precarias certezas y nos arroje a la mismísima mierda, demostrándonos que no sabíamos nada, que no teníamos idea, que ahora carecemos del talento o la suerte para volver a empezar. Lo normal.
Le digo a A., ya lo conté, que le deseo lo mejor. También le digo que sería bueno organizarle una cena de despedida, que sería bueno para el grupo, que me deje a mí.
Combinamos entonces el día y la hora, y le digo un lugar, le digo que yo me encargo, que soy el jefe, que organizar es mi especialidad.
Lo cito entonces para el jueves siguiente en un restaurante, a las nueve de la noche, un lujoso restaurante de la ciudad. Voy a ese restaurante, de hecho, y reservo una mesa para siete personas, dejo de seña el 30% de la consumición estimada, no importa el dinero, la reserva está hecha a nombre del sujeto, a nombre de A.
Entonces me reúno con los muchachos del departamento, los muchachos que trabajan conmigo, me reúno en ausencia de A. Y los invito a una cena, el jueves que viene, a esa hora, a las nueve. Pero los cito en otro restaurante. Les digo que no hablen de esto con A., ya que como A. se va de la organización, he decidido no invitarlo. Ya no pertenece al equipo, y yo debo hablar con ellos de cosas secretas, cosas que nadie que no pertenezca a nuestro sector debe escuchar.
Y llega el jueves, el jueves que viene que no va a ser más el jueves que viene sino el jueves, hoy. Recibo a los muchachos en el restaurante al que los he citado y les pido que apaguen los celulares porque quiero contarles algo, algo muy importante.
Mientras imagino a A., solo, en una mesa de siete personas, en medio de un restaurante lujoso y repleto de gente, esperando la llegada de sus compañeros que le han organizado una cena de despedida, preguntándose qué pasa mientras mira hacia la puerta y ruega por la llegada de cualquiera, de al menos uno, porque no entiende qué puede estar sucediendo, y un mozo se le acerca a preguntarle si desea tomar algo, un vaso de agua, mientras espera.
Yo pido vino, un par de botellas de vino caro, le digo al mozo que vamos a tomar el mejor vino, se trata de una ocasión especial.

19.9.09

La birome

Entro a un bar, a un bar de siempre, a uno de los bares de siempre en realidad, uno de los bares donde desayuno.
Me pongo de pie, de manera tan inesperada como tranquila. Hay poca gente en el bar, esa es quizás su única gracia. Es muy temprano.
Me acerco a una mesa, una mesa donde desayuna una parejita joven. El va de traje, hojea un diario. Ella es bonita, cabello corto, sin maquillaje, pulóver color salmón, orejas perfectas.
–No va a funcionar –apoyo las dos palmas sobre la mesa, entre un café con leche y un vaso de agua–. Ya están aburridos, y salen hace no mucho más de un año. Todavía dura un poco el sexo, pero se va apagando, siempre lo mismo. Date vuelta, o chupamelá. Por más que trabajes y trabajes, nunca vas a juntar la plata necesaria. Y vos querés tener un hijo, claro, porque vas para los treinta y te empezás a asustar. Pero también vas al psicólogo, y le contaste que te gusta un pibe de la facu, un peludo de barbita, y el psicólogo te dijo que le des lugar a tus sentimientos, que pruebes. Y cuando haya que ver quién se queda con el horno a microondas, siempre es triste, porque a la frustración se le suma el odio y uno se quiere descargar con la otra parte. Echarle la culpa al otro, para poder continuar.
Camino unos pasos, me acerco a otra mesa. Es un señor de elegante sport, cincuenta años, canoso, un reloj digno. Hay un maletín apoyado en el asiento libre de su mesa. El señor habla por celular.
–Es mentira –le apoyo una mano sobre el hombro, y se sobresalta–. El negocio no va a salir nunca. Fuiste un buen vendedor de cortinas para baños o máquinas de coser, pero fue hace mucho. Te quedaron dos trajes, y esa camisa no da más. Seguís creyendo que te queda una vuelta más en la calesita de la vida, seguís esperando en el andén un tren que no va a pasar. Ahora viene la vejez, sin guita. Y un hijo que te desprecia. Podés aceptar el cocker que te quiso regalar la vecina del quinto, y sacarlo a la noche a caminar.
Hay otra mesa, una chica flaquita, leyendo un libro de Cortázar de tapas mordidas. Se baña poco, tiene el cabello muy sucio, pero sus tetas son redondas y firmes.
–No te lo creés ni vos –con un ínfimo movimiento la obligo a apoyar el libro abierto sobre la mesa, aunque no lo suelta–. Estás repodrida de leer, de vivir alquilando con tres amigas de la facultad. Podés recitar páginas enteras de ‘Rayuela’, de memoria, y aún así nadie te invita a cenar. Los chicos del barrio tocan la guitarra, quieren coger veinte minutos, media hora como mucho, y escapar. La vida de bohemio es preciosa en las películas, pero ahí a la vuelta espera la realidad hecha de bombachas con elásticos vencidos y heladeras viejas que hacen una bocha de hielo imposible de romper. Quizás convenga que vuelvas a casa, con los papis, a tomar mate, ver novelas, descansar.
Vuelvo a mi mesa, me siento. Es que perdí la birome, no me di cuenta. El café está frío. Yo si no escribo me pongo mal.

15.9.09

Mi papá se muere

La historia tiene muchas aristas, algunas demasiado tristes para ser contadas. La historia, como todas las historias, como corresponde, tiene muchas aristas, pero quisiera concentrarme en una en particular.
Mi papá se muere. Mi papá se está muriendo, sin remedio. Es cáncer y es un ACV y es todo una mierda y es todo lo demás. Lo acaban de operar, con evasivas, con ese lenguaje tan particular que tienen los médicos, donde todo lo malo puede suceder, volverse más malo, y cuando uno pregunta qué pasa si todo sale bien, cuando uno pide que le cuenten el resultado positivo para que entonces valga la pena jugar, los médicos, el médico, se limita a hacer silencio y a mirarte de una forma que le deben haber enseñado en la facultad.
–Usted tiene que entender que la no progresión de la enfermedad debe ser vista como un resultado positivo –dijo el médico. Y a mí me dieron ganas de decirle que mi papá era una buena persona y que la salud es la ausencia de enfermedad y que yo podía tranquilamente meterle el estetoscopio en el culo y luego escucharlo por dentro, sólo porque era injusto que un médico no pudiera hacer nada para salvar a mi papá, y tampoco tuviera tres gotas de sensibilidad en todo su organismo para poder explicarlo.
Entonces operaron a mi papá, que ya no iba a despertarse nunca más, y estamos en uno de los días en que mi papá yace en coma y yo llego al hospital para escuchar el parte médico y hablarle a mi papá al oído y decirle que lo quiero mucho y que las cosas van a mejorar aunque sé que no es verdad.
Llego al hospital, y el médico está saliendo con su auto. El auto es un Volkswagen Gacel 1995, blanco, sucio. Tiene uno de los ventiletes laterales, la luneta triangular del lado del conductor, no sé cómo poronga se llama ese pedacito de vidrio, rota y pegada con cinta adhesiva.
Me acerco. El médico asiente en una especie de saludo, como diciendo ‘no hay novedades y qué le vamos a hacer es la vida’.
–Vos no podés salvar a nadie, boludo –golpeo con un nudillo el inexistente cristal–. Si hubiera visto qué auto tenés, jamás te hubiera dejado operar a mi papá.
Sé que lo he tocado, lo veo en su rostro, es tan necesario que todos sepamos que fuera de nuestra estricta área de cobertura somos apenas un boludo más. Y entonces me doy vuelta, subo las escaleras como si tuviera un millón de años, me seco las lágrimas con un antebrazo porque no quiero que mi mamá me vea llorar.

11.9.09

Lo normal

Desde siempre, desde chico, y la adolescencia, cuando importa, cuando duele, mucho más, me pasa algo, me pasa lo siguiente, me pasa lo que voy a tratar, sin aburrirte, de explicar.
Si yo entraba a un aula, en el colegio, o en un curso, o a un gimnasio, o a una discoteca, no importa el lugar. Lo que importa es que yo entre, me incorpore, a una situación donde hay, como en tantas situaciones a las que uno se quiere incorporar, un grupo de gente.
Lo normal, entonces, me desvío, me aparto pero ya vuelvo, es mi manera tan particular y exquisita de hablar, lo normal, decía, es que alguien ingrese a un lugar, y la mitad de la gente, pongamos un sesenta por ciento de la gente, sienta una tenue indiferencia por la persona en cuestión, no le preste mayor atención, no le de mayor importancia ni le genere interés la persona que acaba de ingresar. La otra mitad, pongamos el cuarenta por ciento restante, puede manifestar una también débil curiosidad, algo de interés por conocer al nuevo sujeto, siempre alguien nuevo refresca un poco el ambiente, mueve el agua, miremos qué dice, su manera de actuar.
Pero conmigo no, conmigo nunca fue así, jamás tuve esa oportunidad. Cuando yo hacía mi ingreso, mi aparición, sucedía algo tan sintomático como instantáneo.
El noventa y dos por ciento de los presentes me odian con todo el alma, me odian con énfasis, me desprecian profundamente, sin motivo (debo recordar, es preciso, que los presentes a los que me refiero en el precario ejemplo, no me conocen todavía). El tres por ciento de la gente me ama, siente que soy el nuevo mesías por tanto tiempo esperado, sienten que soy un tipo entretenido, con una contundente pija, un sabio, un buda, un genio de nuestro tiempo, aunque si les preguntaran por qué desde luego no tendrían nada para decir, no lo podrían explicar. Al cinco por ciento restante le da lo mismo si me tiro un pedo o si me pongo a cantar un tema de Leonardo Favio (‘Aquella noche de verano’, para ser más exacto. No, no dije el tema ‘Fuiste mía un verano’, dije ‘Aquella noche de verano’, hay cosas donde la precisión debe imperar, por favor no te confundas).
Las características, los grupos descriptos, tienen el curioso atributo de lo definitivo. Nada que yo haga hará que alguien que me odie pase a amarme, o al menos logre resultarle indiferente mi persona. Eso no pasa nunca, y por lo tanto, me permito decir que no puede pasar.
Te lo cuento para que entiendas que lo que te ha sucedido conmigo, el desbordante y por qué no descomunal odio que te genero es algo absolutamente lógico, me atrevería decir normal. No luches contra eso, tampoco yo pienso hacer el mínimo esfuerzo para remediarlo. Tu odio es un dato revestido de la más pura lógica estadística. Me parece bien, dejémoslo estar.

*http://www.youtube.com/watch?v=hafT7mCvXN0

7.9.09

Mala racha

Las cosas no me salen.
Fracaso en campos donde solía desenvolverme con absoluta solvencia.
Me tropiezo, estornudo, tiro gaseosas. Molesto, interrumpo, salpico, empujo, mancho.
Estoy, así me lo dicen, más viejo, más gordo, más pelado.
Los gatos del parque no dejan que los acaricie, los perros me muestran los dientes, me ladran, como si les hubiera quitado algo.
Los ladrones se rehúsan a robarme, los mendigos que piden dinero, que mendigan, se callan cuando paso, se repliegan contra la pared, esconden la mano.
Nadie intenta venderme nada. Nadie me ofrece un fantástico descuento. Las cajeras de supermercado bajan la vista y me cobran lo más rápido posible.
Nadie me toca bocina y acelera para atropellarme con su automóvil, nadie me para por la calle para decirme que fuimos juntos al colegio secundario.
El sol brilla menos. La lluvia no me provoca el acostumbrado entusiasmo.
Soy un genio, como siempre, soy genial. Pero las cosas no me salen.

3.9.09

Mandarinas

Paso por una verdulería. La verdulería, también es una frutería. Los locales que venden verdura, suelen vender, también, fruta. Son cosas que parecen apoyarse en la tradición, han sido así, desde siempre, conviene no preguntar.
Tengo que ir al trabajo, para eso he salido a la calle, pero me detengo. Hablo por unos instantes con el verdulero, que también es el frutero. Le pregunto por un cajón de mandarinas, de diez kilos. Sí, lo quiero comprar todo. Negociamos un poco el precio, regateo pero sin convicción, sólo porque es lo que se espera de mí. Llegamos a un acuerdo.
Agarro el cajón de mandarinas, y me siento en el cordón de la vereda, a escasos tres metros de la verdulería, que también es frutería. Saco todas las mandarinas del cajón, y me pongo a pelarlas. De a una. Con bastante cuidado, con bastante atención.
Lleva tiempo, son muchas mandarinas. Deben ser ochenta mandarinas, o cien. La gente me mira. Lucho con las mandarinas, el aire se impregna de un característico olor.
Después de unos buenos veinte minutos, he concluido la operación. Vuelvo a colocar, prolijamente, todas las mandarinas dentro del cajón. Me guardo las cáscaras, los pedazos de cáscara, dentro de los bolsillos, del saco, del pantalón.
Me acerco a la verdulería, que también es frutería.
–Te lo dejo –le digo al sujeto que me vendió las mandarinas, y le paso el cajón.
El sujeto me mira con una curiosa mezcla de fastidio y resquemor.
–No entiendo –repite– ¿Me las dejás?
–Sí –digo.
–¿Y para qué querés las cáscaras? ¿Por qué no te comés las mandarinas? No entiendo qué te pasa.
–No como mandarinas, no me gustan las mandarinas. Me gusta el color.

31.8.09

Un arco iris en mi axila derecha

Farmacia. Me dirijo directamente al fondo del local, paso por un estrecho pasillo donde venden productos para que el pelo púbico te quede lacio, productos para que los huevos te huelan a caléndulas, productos para que la piel de la vagina adquiera la textura de la cáscara de durazno, productos para que el agujero del culo te brille como si fuera de bronce, y así.
Necesito un medicamento, un medicamento en particular, una crema que me ha recetado una doctora hace mucho, pero aún recuerdo el nombre (del medicamento, no de la doctora). Tengo una extraña patología: la axila derecha se me pone roja primero, verde después, me salen puntitos naranjas y violetas, un festival de color. La doctora me explicó aquella vez, que podía ser un virus, podía ser un hongo, podía ser una bacteria. La doctora, después de haberse pasado unos buenos siete años en la facultad, no tenía la más puta idea de lo que me sucedía, y entonces me había dado una crema para comprar tiempo y esperar así que se me pasaran las manchas, que se aburrieran y se fueran, o que te pasara, a vos, al paciente, en este caso a mí, algo peor. La medicina no es mucho más que una maniobra distractiva.
Llego al mostrador. Me atiende una bioquímica petisita, de pelo recogido y un fastidio que supera su estatura. Quería ser doctora, probablemente, quería ser feliz, no pasa nada. Es joven todavía, está triste, cree que tal vez jugando al tenis se le pase, o haciendo un curso de teatro, no, mejor de fotografía.
–Buenos días, señora –digo.
–Mdía.
–Necesito Pichuleishon –el nombre de la crema no importa, no hace al corazón de la historia, no quita ni agrega. No puedo dar información tan confidencial, tan privada. Por favor, no me comprometan.
–¿Loción o crema? –consulta una computadora. Teclea con sus ínfimos dedos.
–Crema.
–¿Chica o grande?
–No sé –digo, porque no sé–. Grande.
–¿Tenés receta? –sigue mirando un monitor. El monitor es viejo, y está muy sucio. Podrían limpiarlo, con alcohol por ejemplo.
–No.
–Tenés un descuento del quince por ciento por el plan ‘Salud para todos’.
–Me parece bien. Salud para todos me parece muy bien.
–Llename esta ficha con tus datos –pone la crema en una bolsa, cierra la bolsa con un cierre hermético, una traba que garantiza que yo no me pueda poner la crema, en la axila o en los huevos, en mi trayecto hacia la caja registradora.
–¿Qué?
–Que me llenes la ficha con tus datos. El precio es treinta y siete pesos.
–No.
–¿Qué? –se da un tirón en el pelo, y una patadita. No entiende que alguien no quiera hacer lo que ella ordena.
–No, te dije. Prefiero no llenar ninguna ficha.
–¡Entonces no puedo hacerte el descuento! –da un saltito, apoyando las manos sobre el mostrador. Es bajita de verdad.
–O sea que no hay salud para todos –digo.
–¡Sí! Hay Salud para todos. Son cinco datos, nada más.
–No. La verdad que no tengo ganas de escribir nada.
–Dictame, yo lo completo –agarra la birome con sus manitas de hámster. La birome es verde, y está muy mordisqueada.
–No me entendiste. No quiero decirte quién soy, ni dónde vivo, ni mi teléfono. No quiero decirte nada.
–¡Mentime! –se ríe, cree que finalmente hemos llegado a un acuerdo– ¡Decime cualquier cosa! ¡Inventá un nombre!
–No –me pongo más serio todavía–. Yo no miento. Al menos en los temas relativos a la salud. Ahora si estuviéramos en un bar, si yo estuviera tomando un whisky, si existiera la más remota posibilidad de ir a coger, bueno, eso ya sería otra cosa.
–¡Entonces no tenés el descuento!
–O sea que sería una salud para todos, menos para los que no llenan la ficha. Entonces habría que cambiar el nombre del plan. El plan podría llamarse Salud para todos, pero a veces con descuento, y a veces sin descuento. Para simplificar, podríamos decir que el plan debería llamarse: Salud para todos los que tengan dinero. ¿Te parece?
–Sin descuento la crema te cuesta cuarenta y nueve pesos.
–Me parece bien. –Doy media vuelta, con la bolsa, con la crema en el interior de la bolsa.
–¿No querés el descuento?
–No, quiero el medicamento. No quiero el descuento, si quisiera el descuento te hubiera pedido el descuento, pero no creo que el descuento me cure, en cambio el medicamento, la crema, ya me curó una vez, así que elijo recostarme en la experiencia. El descuento es mentira, el descuento es parte de la enfermedad, el descuento jamás curó a nadie, ya estás grandecita, entendelo de una vez.

27.8.09

Mirá, mirá

Fuimos a comer. A un restaurante, un restaurante cualquiera, de barrio, una de las cantinas a las que solíamos ir, de novios.
Puse una mano sobre la jarrita de agua.
–Mirá –le dije. Cerré los ojos un instante, con mi palma sobre el recipiente, y el agua se transformó en vino. En Saint Felicien cabernet merlot, para ser más exacto. Una señora sentada en otra mesa dio un saltito hacia atrás y casi se cae de la silla.
–Mirá –le dije–. Puse una mano, la misma mano, mi mano izquierda, sobre la panera. Era una panera de plástico verde, verde clarito, con una servilleta de papel en el fondo, y miguitas, nada más que miguitas. Cerré los ojos, otra vez, con la mano dentro de la panera, los dedos extendidos, pero sin tocar la servilleta, lo que equivalía a decir que la mano quedó suspendida por un instante a unos tres centímetros de la servilleta, de las miguitas. Y aparecieron panes, panes recién horneados, crujiente pan francés, pancitos negros, pancitos redondos saborizados con cebolla, con queso, con ajo. Aparecieron demasiados panes para la panera. Rodó un pan y cayó al piso.
Vino el mozo con el pedido. Agnolottis de ricota y nuez para mí, con pesto.
–Mirá –le dije. El mozo tenía el hemisferio derecho del rostro absolutamente quemado, esas manchas de nacimiento, mitad quemadura, mitad púrpura en todas sus gamas. Costaba mirarlo. Apoyé la palma, la palma de mi mano izquierda sobre la piel calcinada de su rostro. Se hizo un silencio, pero el hombre cerró los ojos y abrazó la bandeja vacía contra su pecho. Apoyé la mano, toqué la piel, y desapareció la mancha, se alisó la piel, su rostro volvió a brillar. La chica de la caja tuvo que aferrarse al mostrador para no caerse. Los integrantes de una mesa se pusieron de pie, alguien aplaudió, cayó una cuchara. El mozo se miraba el rostro en uno de los espejos del salón, y lloraba.
–Sí, está bien –dijo ella–, pero me prometiste que ibas a cambiar el auto.

23.8.09

Solo, y mal acompañado

Me molesta la gente que habla muy fuerte en un bar o en un transporte público, con alguien en persona, o por teléfono. Me molesta la carita que ponen cuando gritan por un teléfono celular barato y pegado con cinta adhesiva, dando instrucciones para que alguien saque del freezer los ravioles para la noche pero igual no, no recuerdan si queda salsa pomarola, y lo dicen como si tuvieran la hermosa cortesía de permitir que el resto de los presentes nos enteremos que les va muy bien, que su vida está plagada de situaciones de tamaña relevancia.
Me molesta la gente que pide ‘una lágrima’, en un bar, porque es casi nada de café y, por cuantificarlo, por ponerlo en números, noventa y tres por ciento de leche, y entonces casi no se puede sentir el café, entonces significa que no están tomando nada.
Me molesta la gente que tiene paraguas y piloto y buzo antiflama y zapatos antideslizantes y jamás te cederían el carril interior de la vereda, aunque vean que vas descalzo y en musculosa, y sonríen de lo precavidos que han sido, de cómo la lluvia no los moja.
Me molesta la gente que se detiene en la calle porque hay una promoción de cualquier cosa, queso untable o bebidas energizantes o crema para fortalecer la piel del talón o la vagina, y están dispuestos a olvidar todo, incluso para qué se despertaron esa mañana o para qué bajaron a la calle, con tal de conseguir algo gratis.
Me molesta la gente que mira tu carrito del supermercado con la boca abierta y codean a su triste marido/esposa, y señalan con un dedo, y ponen una expresión, mitad fastidio, mitad odio, porque no pueden entender cómo vos comprás lo que comprás, y por qué nunca coincide con lo que ellos compran, y eso es muy molesto, eso tiene sin dudas tremendas implicancias, terribles significados.
Me molesta la gente que llega a un lugar, a una tintorería o a un hospital, y estás vos, te están atendiendo a vos, en mesa de entradas, en informes, o el japonés te está terminando de cobrar, y la persona comienza a hablar por encima de tu espalda, como si vos no estuvieras, o como si estuvieras pero aún así no contara, porque no hay nada más importante en el mundo que la propia necesidad.
Me molesta la gente que corre y mientras corre te odia porque vos sólo querés caminar, me molesta la gente que se hace un tatuaje de un caniche toy sobre la nalga derecha o se atraviesan una fosa nasal con un alfiler de gancho y creen que han hecho algo comparable a un disco de Thelonious Monk, me molesta que alguien cree que sabiendo cuánto tenés de colesterol, o si te gusta la Fanta, con eso es suficiente para saber quién sos, en qué categoría estás.
Lo que te quiero decir es que me molesta la gente, sin importar mucho el motivo.

19.8.09

La marca del whisky

Me viene a ver un amigo. Mi amigo L. A mi amigo L. lo acaba de dejar la novia. La novia de L. era lo mejor, según L., que le había pasado en la vida, la vida de L. Cuando L. conoció a su novia, uno o dos años atrás, me acuerdo que L. vino y me dijo ‘esta mina es lo mejor que me pasó en la vida’.
Ahora la novia de L. lo dejó, lo que viene a confirmar la vieja teoría que dice que lo mejor que te pasó en la vida ya te pasó, o te está pasando, mientras lo estamos diciendo, pero la naturaleza intrínseca de lo que te está pasando es que va a pasar, tiene destino de pasar o ser parte sustantiva del pasado, y cuando algo pasa a formar parte del pasado es porque entonces, al mismo tiempo, dejó de ser parte del presente, y entonces, al mismo tiempo también, uno descubre que lo que te pasó no está pasando más, lo que te pasó, por decirlo de alguna forma, ya no te pasa.
–Me dejó –dice L. y se sienta, pero no se sienta, se desmorona en el sillón esperando que el sillón lo contenga, lo anime de alguna forma, le de motivos para seguir adelante–. Me voy a suicidar, Juan.
–¿Cuándo? –Le pregunto.
–¿Eh?
–Cuándo, digo. Cuándo te vas a suicidar.
–No sé, esta noche –saca un cigarrillo, pero no tiene fuerzas para encenderlo. Cuelga el cigarrillo de sus labios, y allí permanecerá por lo que dure la charla.
–¿Cómo?
–¿Eh?
–Cómo, dije. Cómo te vas a suicidar.
–Me voy a emborrachar. Voy a tomar whisky, hasta quedar inconsciente. Y tengo pastillas, tengo un frasco lleno de pastillas, para darme un refuerzo, para estar seguro que no me voy a volver a despertar.
–¿Cuánto whisky compraste?
–No sé, debo tener una botella en casa.
–¿Qué marca es?
–¿Eh?
–Qué marca es, el whisky.
–Old Smuggler, creo. O Ballantine’s. Había un Ballantine’s que me regalaron para fin de año.
–¿Y dónde vas a estar?
–Eh. No sé.
–¿En la cocina? ¿En el comedor?
–En el comedor, en el comedor tengo la tele.
–¿Y cómo vas a hacer?
–¿Cómo voy a hacer qué?
–Cómo vas a hacer para suicidarte.
–Me voy a sentar en el comedor, después de cenar. Me voy a sentar en el comedor, en calzoncillos, a mirar la tele. Y me voy a tomar el whisky. Media botella de whisky, primero. Ahí me voy a clavar las pastillas, tengo dos cajitas de rivotril, de dos miligramos. Y voy a seguir tomando whisky, hasta quedar inconsciente.
–Y te vas a morir.
–Y me voy a morir.
–Bueno, está muy bien.
–Por qué me hacés tantas preguntas, Juan. ¿Vos creés que ella va a volver? ¿Vos creés que no tengo que matarme?
–No creo que vuelva, para decirte la verdad. Tu mina siempre me pareció una repugnante conchuda. Pero vos sos un tipo muy desprolijo. A mí me parece que para matarte deberías haber pensado un poco más la marca del whisky, qué programa de televisión vas a estar viendo, qué vas a cenar antes. A mí me parece que el problema es siempre el mismo, acá todo el mundo debería prestar un poquito más de atención a los detalles.

15.8.09

Una profunda fe

El comportamiento es por demás sencillo, cualquier mamífero mediano, cualquier animal lo entiende con inusitada rapidez, porque en verdad lo sabía de siempre, de antes.
Primero está el esfuerzo, el incordio, la mínima proeza requerida, y luego, al final, está el premio a ese ahínco, la recompensa.
Así funciona entonces, son milenarias pautas de conducta.
No hace falta insistir, pero permítanme insistir, con un ejemplo. Fijar los conceptos de unívoca manera. Cualquiera de ustedes lo ha visto infinidad de veces, por televisión al menos. Está el estanque, está la foca. Se le pide, entonces, a la foca, que proceda, que haga su pirueta, su gracia, que pase a través de un aro sostenido en el aire o que cabecee una multicolor pelota. Una vez hecho esto, el que dirige la prueba, el humano, que tiene un balde cargado por ejemplo de sardinas, le arroja, a la foca, lo que la foca quiere, una sardina. Cada uno ha cumplido con su parte del trato, y se puede continuar. Esfuerzo, recompensa, y así. Lo que acontece entonces podría ser denominado, si es que es preciso denominarlo de alguna forma, sardinear.
Acá llega la magia, lo mágico.
Voy a ver a una prostituta. Toco timbre, subo al departamento. La prostituta me recibe, me saluda. Me dice ‘mi tarifa son trescientos veinte pesos la hora’, por ejemplo. Entonces yo saco cuatrocientos pesos y se los entrego.
–Voy a buscarte el vuelto a la cocina –dice, para terminar con la parte monetaria, dejar la plata a resguardo, y proceder con el servicio. Tiene un culo importante, un culo para salir a dar una vuelta en culo y olvidarse de todo lo demás. Tacos plateados de quince centímetros, medias de red.
–No, está bien así –digo, y sonrío, apenas.
Es entonces donde hemos ingresado en un plano absolutamente diferente. Hay confianza, hay comprensión, hay un acto de fe, la lógica de esfuerzo-recompensa ha sido quebrada y eso provoca el más absoluto de los desconciertos. No se trata de ‘comela toda y después te doy alguito más de plata’. No. Es un salto al vacío, es apostar a lo bueno del otro aún en las circunstancias más abyectas.
Esto hará, volviendo al ejemplo del principio, que la foca de lo mejor de sí, que salte y se esmere como nunca, más allá del reglamento. También, puede ser, es posible, que la foca, obtenida la sardina primero, satisfecha su inquietud, opte por no hacer un carajo, presa de un indolente sopor. En ese caso no tiene solución, hay que matarla.

11.8.09

Te presento a Esteban

Ella viene a verme. Viene con su novio. Trae a su nuevo novio, o quiere presentarme a su nuevo novio, quiere que lo conozca, no es clara la situación, pero estar en situaciones no claras se ha transformado en una de mis impensadas destrezas.
–Mirá –me dice–. Te presento a Esteban.
–Hola –digo.
–Hola –dice Esteban. Es un muchacho de aproximadamente treinta años. Quizás veintiocho, quizás treinta y dos. No es ni gordo ni flaco, ni demasiado alto, ni bajito, va prolijamente peinado con raya al costado y vestido con pulcritud. Tiene un teléfono celular en una mano.
–Esteban es mejor que vos, mucho mejor que vos –dice ella.
–Sí –digo yo. No es muy difícil lograr eso.
–Esteban gana más plata que vos, tiene un buen trabajo. Es gerente.
–Sí –digo yo. Puede que Esteban sea gerente de algo, gerente de cualquier cosa, cómo saberlo.
–Esteban es más flaco que vos. Se hizo un análisis el otro día. ¿Sabés cuánto le dio el colesterol?
–No, no sé.
–Uno punto treinta y tres. ¡Uno punto treinta y tres!
–Qué bueno –digo. Pienso qué lindo sería no tener colesterol, como quien piensa qué lindo sería estar caminando por la playa, descalzo, como quien piensa en algo que queda lejos.
–Esteban tiene pelo. Tiene flequillo. Mirá.
Miro. Es verdad. Esteban tiene pelo, todo hace suponer que el pelo permanecerá sobre su cabeza por mucho tiempo más. Es como pasto, su pelo, no es verde, no, pero crece con ese vigor, esa vegetal vehemencia.
–Esteban coge mejor que vos. Coge despacio, pausado. No se agita. Cuando terminamos de coger me pregunta si la pasé bien, si quiero un vaso de agua. No tira el preservativo para ver si queda pegado contra la puerta del armario, no toma whisky de la botella.
–Entiendo –digo, porque se entiende lo que ella dice.
–Esteban es cariñoso –dice ella–. Dos o tres veces por semana aparece con bombones, o con flores. O me dice ‘te traje una sorpresa’.
–Una sorpresa –digo yo.
–¡Sí, una sorpresa! –dice ella–. Y entradas para ir al teatro, o a un recital. A Esteban le gusta salir.
–Le gusta salir –digo yo.
–Esteban hace planes conmigo –dice ella–. Armamos vacaciones juntos. Vamos a una playa, y sacamos fotos. Muchas fotos, y las tenemos en la compu. Queremos convivir. A Esteban le gustan los chicos.
–Los chicos no tienen la culpa de nada –digo yo. En lo personal prefiero los animales, me llevo mucho mejor con los animales que con las personas, pero los chicos son una gran cosa.
–No te voy a decir que es perfecto, no, nadie es perfecto –dice ella–. Si lo mirás bien tiene una expresión de tristeza en el rostro, un rictus triste.
–Debe ser cuando está con vos, nada más –digo. A mí me pasaba.

7.8.09

Me voy a morir

El doctor me dice que me voy a morir. No hay nada que hacer, los estudios son muy claros. Hay manchas que no deberían existir, hay indicadores que deberían estar bajos, y están altos, hay indicadores que deberían estar altos, y están por el piso.
–No tiene sentido operar –dice el doctor, y niega con la cabeza. Una célula muta y se manifiesta como sólo una célula es capaz de hacerlo, con esa química imprevisibilidad, algo se altera, algo se tapa, algo se corre de lugar, ya está.
–Conviene que esté calmado, tómese vacaciones, disfrute sus últimos días –dice el doctor. No importa todo lo que no hiciste, no importa todo lo que deberías hacer. Es como una mano de black jack. Te pasaste, te quedaste sin fichas, terminá el whisky y andá.
Quiero hablar, de verdad quiero decir algo, pero no tengo fuerzas. Siento que me laten las plantas de los pies en contacto con el piso, a través de mis zapatos, y no mucho más. Es un tornado. Uno se queda quieto porque no sabe por dónde empezar. Te tapa la ola, se te hace imposible respirar.
–Usted es el señor Thousand –el doctor revisa un manojo de papeles–. Juan Thousand. ¿No?
–No –digo en un hilo, un graznido, extraño mi voz–. Mi nombre es Hundred, Juan Hundred.
–Uh. Espere afuera, por favor, ya lo van a llamar.

3.8.09

O ser millonario

lo único que hace falta es
genuina desesperación.

nada de: doctor, no sé qué me pasa,
siento que la vida no tiene sentido.

pero mire qué novedad, estimado paciente.
¡eso lo sabe cualquier pelotudo!

insisto: lo único que hace falta,
lo único realmente necesario es
la desesperación.

estar desesperado es una religión, un motor,
una forma de ser, un estilo de vida.

estar desesperado es una postura filosófica,
una manera de rascarse la cabeza, una actitud
con la cual enfrentar una hecatombe nuclear o
un sándwich de queso untable, ajo y salchichón.

estar desesperado es el tic tac del reloj.
es revolver los bolsillos
y silbar esa canción.

es, incluso, grata compañía.
y una birome, please.

31.7.09

Beato

El proceso de beatificación, según detallan los especialistas, es extremadamente complejo. Exige cumplir una meticulosa cantidad de requisitos de los cuales, el más relevante, es el de tener, al menos, un milagro comprobable.
En mi caso personal, recuerdo que cuando te apoyé el pito en la frente, te hice sonreír. Hacía mucho tiempo que no estabas contenta y te sentiste mejor, casi de inmediato.
Conste en actas.

27.7.09

Medalla de bronce

La competencia consiste en ver quién es el hombre más fuerte del mundo. Es más, con ánimo de ser taxativos, supongo, para no dejar dudas, la competencia se llama ‘El hombre más fuerte del mundo’.
La competencia implica juntar ocho o diez hombres de diversos confines de la tierra, puede ser Mongolia, puede ser Uzbekistán, puede ser Polonia, y que compitan. Que compitan para ver quién es el hombre más fuerte del mundo.
Las pruebas radican en disciplinas de lo más diversas: levantar unas inmensas bolas de concreto, de cien kilos o más, y apoyarlas sobre una tarima, levantar y empujar y dejar caer y volver a levantar unas gigantescas ruedas de tractor de más de dos metros de altura, colocarse una soga a la cintura y arrastrar un camión de doce toneladas, sostener en el aire por sobre la cabeza el tronco de un árbol durante la mayor cantidad de tiempo posible, cosas así.
La multitud ruge de entusiasmo, aplauden, gritan, mientras los hombres exhalan su último aliento, o les explota una rodilla, o se les corta un bíceps. Y siguen, porque lo importante es seguir.
Hay allí puesta una energía, un empeño, suficiente para lograr que la tierra se detenga y comience a girar en sentido contrario. Existe allí la fuerza para mandar un cohete a la luna de una patada en el culo y decirle que vuelva.
Y mientras todo eso sucede, yo pienso en Beethoven o en Mozart, en alguno de esos chicos capaces de componer una sinfonía a los once años, en Bobby Fischer, saliendo campeón de ajedrez de los Estados Unidos cuando un pibe de su edad todavía no ha terminado el colegio secundario, pienso en Picasso, en Dalí.
Pienso que después de la suerte, lo mejor es el talento, y tal vez después venga el esfuerzo, pero no creo que sirva, no tiene gracia, no así.

23.7.09

Esa luz

Bajo al subte, Chacarita. Paso el molinete sin prestar atención. Viajar en general, viajar en subte en particular, consiste en esperar. Esperar y no mucho más que eso. Ir de un lugar a otro con mucha gente, entregarse, rendirse, dejarse llevar. Por lo general estoy con un libro en la mano. No me importa demasiado lo que diga el autor, no me importa demasiado el libro, pero me importa mucho menos la realidad. Leo en el andén, un par de páginas, leo en el vagón, quizás cinco páginas más. Se trata de no mirar a la gente, de no ver ese fracaso que se te pega como una lapa y no se te va más.
Entro al vagón, sigo leyendo.
–¡Aleluya! –grita alguien, un hombre de camisa a cuadros con un diario en la mano, casi enseguida. Pero no importa. En el subte hay gente que vende cocaína o yogures, gente que grita o que llora o cae muerta, gente que toca el acordeón o tiene el rostro quemado con kerosene por un familiar directo. No pasa nada, es un ratito Bombay.
–¡Es el maestro! –Una mujer cae a mis pies y se aferra, literalmente, a mi tobillo derecho. Apoya su frente sobre mi empeine. Debo tomarme de una manija para no caer.
–¿Señora, se siente bien?
Tres mujeres se persignan. Un hombre bastante calvo revuelve sus bolsillos y me arroja dinero, billetes, hasta la última moneda.
–¡El mesías! ¡El mesías! –grita una adolescente que está, para ser franco, a pesar del fatídico piercing, bastante buena. Y señala mi cabeza, un poco más arriba, dibuja en el aire, con un índice que termina en una uña pintada de azul, un círculo, un aura, un brillo que al parecer me cubre y resplandece.
–¡Tiene la luz! ¡Es Sai Baba! ¡Es Cristo! ¡Es Krishna! –Otra mujer se pone a llorar. Un hombre se cubre la cabeza con el portafolio, parece como si quisiera meter la cabeza dentro del portafolio, pero del portafolio caen cosas, carpetas, biromes, un desodorante en barra.
El subte se detiene, en Malabia. Todos aplauden. De pronto todos aplauden. La gente mira por encima de mi cabeza, unos quince centímetros por encima de mi coronilla, se quedan con la boca abierta, las manos en alto. Alguien se desmaya.
Trato de seguir leyendo, de hacerme el desentendido, pero es imposible. Esta mañana me lavé la cabeza con un champú diferente, es lo único que recuerdo. Qué les pasa.

19.7.09

¿No te das cuenta?

Es muy temprano. Camino por la calle. No sé por qué camino por la calle, tan temprano, o sí lo sé. Tengo que hacer algo, alguien me pidió sangre para un familiar, y yo soy de la teoría que quien no te pide sangre, te pedirá dinero. Prefiero que me pidan sangre.
La mañana es fría, Buenos Aires sin gente es genial. Tengo hambre, eso sí, porque para dar sangre hay que ir en ayunas. Tampoco debería tener hambre, ya que no suelo estar despierto a esta hora, pero supongo que el cuerpo se queja por las dudas, como cuando uno saca un gato de su casa, el gato no sabe si lo están llevando al veterinario, lo que sí sabe es que preferiría que no le rompan las pelotas.
Hay un portero baldeando la porción de vereda que corresponde a su edificio.
–Cuidado, che –sigo caminando, dos pasos, tres, y me detengo. No hay más gente en la calle, no hay ni siquiera tráfico, así que me debe haber hablado a mí.
–¿Me hablás a mí? –me señalo con un índice el centro del pecho.
–Estoy baldeando –tiene un secador de piso en una mano, apunta con el mentón, justamente al piso, a la vereda–, y vos pisás.
Me acerco, ahora, un paso. Soy un sujeto corpulento, desde ya más grande que la media. Más de un metro ochenta, más de noventa kilos, por dar algunas aproximaciones. Cara de loco, desde chico, cara de alguien recién escapado de un hospital psiquiátrico, una mezcla de profundo fastidio y perplejidad.
–¿Y qué querés que haga, boludo? ¿Que pase salticando? ¿No te gustaría que camine sin tocar la vereda? ¿No te das cuenta que desde hace veinte años tu tarea consiste en limpiar una vereda donde los perros te dejan tremendos soretes? Y después te pasás dos o tres horas tratando que brille el portero eléctrico. ¿No te das cuenta que sos el escalón más bajo e inútil de los mamíferos medianos? ¿No te das cuenta que tu tarea es menos que nada? ¿Quisiste ser algo? Digo, de chico. Astronauta, peluquero, jugador de fútbol, no sé. Cómo podés haber terminado así, querido. Te pasás todo el día tratando de adivinar qué traen los vecinos en la bolsa del supermercado. Y cuando ves que alguien compró un vino de más de diez pesos, te ponés muy mal, sufrís. No sabés hacer nada, nunca quisiste ser nada, sos el eslabón perdido entre los gorilas que bajaron de los árboles y los humanos. ¿Leés? ¿Aunque sea sabés leer? No te digo libros, no, pero el suplemento deportivo del diario, para saber cómo salió san lorenzo, para tener algo de qué hablar. Hagamos algo, porque estoy un poco apurado. Voy a dar sangre, yo calculo que más o menos en una hora vuelvo. Esperame, limpiá bien todo y esperame, cuando vuelvo te voy a meter el escobillón en el culo y voy a barrer la vereda con tu cara, infeliz.
Algo sucede. Suelta el secador de piso y se sienta, sobre la vereda, junto al balde naranja. Comienza a sollozar, como un chico. Intenta cubrirse la cara con las manos, para que no lo vea, pero es un llanto que lo desborda, no puede parar de llorar.
–Disculpame –le digo. Agarro el secador de piso con una mano. Le doy una palmada en un hombro–. No me hagas caso, yo te ayudo. Si no tengo nada para hacer, yo estoy remal.
Sigue llorando, aunque un poco menos, niega con la cabeza. Yo empiezo a baldear.

15.7.09

Linda

Existen sutiles diferencias entre pericia y entusiasmo, si me permiten la digresión. Sabido es que hay una dotación inicial de recursos estéticos o materiales, atribuibles al azar en cualquiera de sus formas, con la arbitrariedad que dicha potestad les confiere. Pero es entonces, es justamente en esa ranura donde la voluntad se manifiesta y ejerce algo que tal vez esté salpicado de justicia poética.
La pericia es una gran cosa, eso cualquiera lo sabe. La destreza, la precisión, la justeza en la ejecución, la elegancia de quien domina la esencia de lo que nos ocupe. Pero cuando parece simplemente que algunos podrán y otros no, surge allí una nueva gama de posibilidades movidas por los mágicos piolines del entusiasmo.
La pericia sin entusiasmo se vuelve entonces metódica y fría, pierde su brillo, tiene destino de apatía. El entusiasmo, por el contrario, permite sobreponerse a la falta de talento en general. Se logran cosas de las que uno mismo se sabía incapaz.
Que cogés bastante bien, conocés los rudimentos de la técnica, pero te falta fuego, no tenés alma. Pasame la botella que está sobre la mesita, me dio sed.

11.7.09

Tan tan, tararán

El cantante de rock me dice que está mal, no sabe qué pasa. Dice que compone cada vez mejor, sus temas han alcanzado una exquisita lírica, una dulce profundidad poética. Su banda está, finalmente, ensamblada. Tienen la potencia y la armonía, suenan como si se conocieran de toda la vida. Y hay virtuosismo, claro, son tipos con la destreza y la pericia, el dominio de los instrumentos, saben lo que hacen, cualquier banda querría un baterista como Martín, al bajista lo vinieron a buscar de afuera y le ofrecieron un contrato increíble, tocar por la costa este de los Estados Unidos como sesionista. Pero nadie viene a verlos. El público ralea, no demuestra interés, y ellos no logran firmar un contrato con una discográfica, transformarse en íconos de la juventud, que los chicos usen remeras con el nombre del grupo. No pasa nada.
–No sé –dice.
–Pelo –le digo, y apunto con un índice unos cinco centímetros por encima de su frente–. Te estás quedando pelado. Es triste, es malo, y además no tiene arreglo, si te pusieras un implante sería todavía peor. Tenés que entender que el rocanrol es más que nada salud capilar, un pelo fuerte. Hay lugar para un par de pelados puros también, pero como excepción, y nada más. Podrías pasarte al jazz, o poner una casa de venta de empanadas.

7.7.09

Un géiser

Todas las mañanas, voy a la casa de la chica más linda que conocí. Me siento en un bar en la esquina, enfrente, y espero para ver salir al hombre que ha pasado la noche con ella. Su despreocupación, su confianza, su resuelta sonrisa para enfrentar sin dificultad al mundo, cómo se lleva por un instante el dorso de dos dedos, índice y mayor de su mano derecha, sólo un momento, a la nariz, para aspirar una última bocanada de vagina fresca y entonces sí, para un taxi, habla por su teléfono celular, emprende su día.
Todas las tardes, paso por la concesionaria de automóviles donde está el auto que jamás tendré. Entro, a veces, y no pregunto nada. Sólo quiero apoyar una temerosa palma sobre el costado de la carrocería, como quien acaricia un animal. O me siento en el automóvil, después de pedir permiso, después de preguntarle a un vendedor que me mira con una mezcla de ternura y fastidio. Me siento, entonces, y aprieto el volante, un solo apretón. O hago un cambio, pongo primera, y me bajo de inmediato, tembloroso, con deseos de fumar.
Todas las noches voy hasta ese restaurante a la vuelta del Hospital Alemán. La gente habla y sonríe, yo los observo a través del cristal. El vino es de un rojo muy intenso, casi puedo escuchar la música que produce al caer dentro de los copones. Soy como Lecter, en el primer encuentro con Jodie Foster, cuando alza la cabeza hacia atrás, y es todo nariz, es un instante de pura nariz, y puedo oler un plato de ravioles de ciervo, la albahaca me besa por un instante el alma, imagino el momento exacto donde el tomatito cherry se rinde al apretón de mis muelas, la pasta firme, la carne salvaje, la combinación sutil.
Y así voy viviendo. Soy una turbina alimentada con todo lo que no tengo, soy un géiser hecho de la más pura carencia, soy todo lo que me falta y me atraviesa como un rayo en la noche en medio del mar. Hace frío, soy genial.