Estábamos en la cama. Ella leía un libro, una novela que de seguro tenía que ser apasionante, de otro modo era impensado que alguien quisiera sostener tamaño material, semejante peso. Yo miraba la televisión con el volumen bajito, pero no miraba. Un programa de la National Geographic donde los ciervos o los antílopes o lo que corneta fueran tenían que cruzar un río, los cocodrilos acechaban. Quietos, muy quietos, los cocodrilos, esperaban. Los ciervos, los antílopes, mandaban a uno, al jefe o al más pelotudo, o quizás había sido por sorteo, a meterse al agua. Se escuchaba un tumulto, un par de chasquidos de metálicas fauces, y el antílope era devorado en un par de bocados. No quedaba nada.
Los antílopes o los ciervos iniciaban otra estrategia. ‘A lo chino’, tiraban toda la carrocería, cruzar de una, cientos, miles. Iba a haber bajas, claro que iba a haber algunas bajas, pero la mayoría pasaba. Se mezclaba el proceso de selección natural con las leyes de la estadística. Una experiencia notable, inteligencia en estado puro.
–Me gustaría saber si hay vida después de la muerte –dijo ella, apoyando el libro contra su pecho–. Porque si no hay vida después de la muerte entonces la noción del mérito se cae a pedazos. Si cuando te morís no hay más nada entonces es como si el ser humano fuera un mechón de pelos que se va por la bañadera. El concepto de eternidad, de permanencia, todo eso sería una gran cagada. Por lo menos los hindúes creen en la reencarnación, en el karma. Es como si fueras a jugar el repechaje, pero sigue existiendo la posibilidad de clasificar. ¿Para vos hay vida después de la muerte, Juan?
Cruzaban, los antílopes o los ciervos, como locos. Los cocodrilos mordían lo que podían. Había sangre, pedazos de antílopes, furibundas mordidas en medio del agua, patadas. No contesté, me quedé en silencio. Cómo saber si había vida después de la muerte, o si no éramos mucho más que un pedo en medio de una tormenta eléctrica. No dije nada.
–¿Y Dios? –Se incorporó un poco, ella, contra la almohada. Dejó el libro sobre la mesita de luz, ahora cerrado. Tomó un sorbo de agua– ¿Existe Dios? Porque si Dios existe bueno, entonces cómo entender los terremotos, las catástrofes aéreas, el hambre en Etiopía. Pero si Dios no existe entonces la noción misma del bien y el mal desaparece. Si Dios no existe es como si nos hubieran dejado caer sobre un vasto mar sin brújula. Si Dios existe es un Dios arbitrario e injusto, y eso es terrible. Pero si Dios no existe estamos a la deriva, perdimos el metro patrón, somos chispazos de conciencia en medio de la noche más oscura, somos la nada misma perdidos en la inmensidad de la galaxia. ¿Para vos Dios existe, Juan?
Pisaban cabezas, los antílopes o los ciervos, pisaban a los cocodrilos, y se chocaban entre ellos también. El impulso de vivir es algo que nada tiene que ver con lo racional. El objetivo de la vida es mantenerse con vida, existir, perpetuarse. La tentación de existir, así se llamaba un libro de Ciorán que había leído de jovencito y me había conmovido profundamente. Cómo podía saber yo si existía o no Dios, ni siquiera sabía si quedaban dos empanadas en la heladera. Me quedé en silencio, no dije nada.
–¿No querés que te la chupe un poquito? –Ella apoyó una mano sobre mi panza, abajo del ombligo – Te noto muy serio, preocupado.
–Bueno, dale –dije, y levanté un poco las sábanas.