29.2.24

A tu manera


Entre la suerte y el talento lo mejor es, sin dudas, la suerte. La suerte te mantendrá contento y expectante, como una novia nueva con una bombacha nueva. La suerte hará que te den ganas de silbar una canción mientras la gente que espera el colectivo se muere de pena. La suerte es un perro que te mueve la cola y una lluvia divina y una maceta que cae justo sobre la cabeza de otra persona porque vos paraste un instante para desenvolver un alfajor. El talento es un poco más problemático, el talento es un don y en algún momento te preguntarás si es justo que sepas tocar así el piano, si no podrías haber sido el mejor del mundo, si no se apagará también porque sí, algún día, la deliciosa llama que te acompaña.
Entre el talento y el esfuerzo lo mejor es el talento, así de una. El talento es nadar en medio del mar con elegancia y desdén mientras el resto de los mortales boquean, se arrastran. El talento es pararse frente a un blanco lienzo, blanquísimo, levantar tu pincel cargado de témpera verde y sentir (no saber) que hacés magia. El talento te hará decir exactamente, como un láser, las dos palabras que harán que ella no pueda evitar la carcajada. El esfuerzo en cambio es picar y picar la misma piedra hecha de voluntad y frustración hasta que crezca una forma. El esfuerzo te dejará extenuado y triste aún cuando llegues en tu absurda y caprichosa carrera a cualquier parte. El esfuerzo hará que cuando mires atrás te parezca que la recompensa ha sido poca, insuficiente, nunca alcanza.
Si lo tuyo es el esfuerzo entonces mejor que ni lo sepas. Vas por la vida y bueno.

20.2.24

Jugador


El hombre entra al bar. Alguna vez, hace muchos años, fue un ídolo del fútbol. Un extraordinario jugador, llegó a la selección, inclusive. Se le atribuían romances con bellas modelos de la época, se subía a su descapotable, lentes oscuros, cabello al viento. Lo iban a transferir al exterior y se jodió una rodilla. Ligamentos cruzados. Difícil que vuelvas a trabar una pelota con la misma convicción. Como la primera vez que no se te para, que no tenés ganas, jamás volvés a entrar con la misma confianza al césped del amor. O como si te robaron en la calle y parás en esa esquina esperando que cambie el semáforo pero mirás a los costados un poco más de lo necesario, pensando si habrá alguna forma, si será posible sacudirse del cuello al chimpancé del temor.
Deben haber pasado veinte años pero lo reconocí de inmediato. Está gordo, con poco pelo, con ese andar que tienen los futbolistas cuando se retiran, ese andar que hace que un futbolista pueda decir si alguien fue futbolista o no con sólo verlo cruzar la calle. Un rictus en la cara, algo en el tobillo o en la rodilla siempre, un persistente dolor. La camisa gastada por el uso, la mirada algo embotada de quien se ha pasado la noche bebiendo vino barato, o ginebra tal vez. Prende un cigarrillo ya sentado, desdobla un diario, las carreras. Pide un café sin levantar la vista, intenta juntar fuerzas para otro día completo hecho de noticieros y recuerdos y el tiempo que gotea como melaza sobre el parquet.
Pienso, no puedo evitar pensar, qué es peor. Si no haber saboreado jamás la mermelada del éxito, la tribuna que ovaciona, el aplauso, los reportajes, la mirada de alguien que te reconoce y de inmediato sonríe por un gol que recuerda o una canción que compusiste, alguien que te quiere abrazar o decirte ‘gracias’, o ‘grande, campeón’. O haberlo tenido, haber estado ahí, haber sentido que la vida era como deslizarse por una pista de esquí con el sol en la cara y la nieve que parece acariciarte la planta de los pies y perderlo todo después, saber que no vas a volver a sentirlo, no vas a volver a rozar esa sensación nunca más.
Pienso qué es peor, y termino mi café.

10.2.24

Leche deprimida


Tomábamos mucho en esa época. Y mal. Éramos jóvenes, el cuerpo aguantaba cualquier cosa. Después de los treinta mejor que empieces a pensar un poco lo que hacés, es triste, claro, pero se te vuela el fuselaje del avión y querés seguir volando. La vida.
Teníamos más de quince años y menos de veinte, éramos siempre más de cinco y menos de diez. Vacaciones en Villa Gesell. La vida desplegándose como un multicolor abanico repleto de exquisitas posibilidades.
Íbamos a bailar todas las noches, para eso íbamos a Villa Gesell. Antes de salir, a eso de las doce de la noche nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina, cada uno en el mismo lugar de siempre, a beber. Bebíamos como leones enjaulados, un vodka barato y a veces caliente, una basura que hoy no calificaría como lustramuebles, con tónica o con seven up o con sprite (en ese orden).
Y charlábamos, una hora o dos. Todos jóvenes y alegres y borrachos, hacíamos confesiones, jurábamos lealtades para toda la vida, nos preparábamos para salir con el incontenible deseo de fornicar, de pelear, de darle un par de mordiscones a la vida y su paleta de sabores.
El colo estaba triste, no melancólico, triste, cuando todos nosotros todavía no sabíamos muy bien qué era, en qué consistía la tristeza de verdad. Hijo de un reconocido médico, practicaba lucha y boxeo, iba a ser médico él también, sus padres tenían una clínica, toneladas de dinero, andaba en un automóvil japonés, su vida parecía estar encaminada cuando muchos de nosotros todavía ni siquiera sabíamos cómo íbamos a hacer para zafar.
–Colo, ¿qué te pasa? ¿Se puede saber qué carajo te pasa? –el que hablaba era G. Bebió de su vaso, se acomodó el flequillo, la noche estaba por comenzar–. Sos joven, tenés guita, ayer cogiste. ¿Qué carajo te pasa, colo?
Se hizo un silencio, una pausa. Alguien, A., encendió un cigarrillo. Se escucharon un par de ladridos de afuera, de la casa de al lado.
–Es que a mí me amamantaron con leche deprimida –dijo el colo–. Cuando mi mamá me dio la teta estaba con una profunda depresión, lo tengo chequeado. Así que eso es todo, esa es la explicación. No tiene cura. Estoy triste, voy a estar triste siempre, nada más.
Esa noche el colo en algún momento se fue del boliche y se mató con el auto en la ruta, yendo de Gesell a Pinamar.