Tenía un promisorio futuro. Por mis notas, se me auguraba un fulgurante porvenir. Todos veían que yo sería uno de los grandes nombres de la medicina argentina. Mi estrella brillaría incluso más alto que Houssay, que Matera, que el mismísimo Favaloro.
Se hablaba de mí en el ambiente de la medicina como se podía hablar, no sé, de Maradona, cuando jugaba en argentinos juniors, cuando tenía quince años o dieciséis y mostraba de indubitable manera que sería un jugador diferente, superior.
Pero me tocó entrar a hacer una pasantía en el laboratorio, un laboratorio donde se hacían todo tipo de análisis clínicos.
Después de trabajar cinco o seis meses, tuve un examen, una junta médica. Fui muy claro, pequé tal vez de inexperto, de vehemente. Cosas que suceden cuando uno es demasiado joven y se sabe demasiado capaz, cuando uno todavía no ha sido terminado de digerir por el status quo de la profesión que se resiste a la llegada del nuevo genio, con el inexorable cambio de paradigma que eso conlleva.
Lo que dije en esa oportunidad, para resumir, ante la junta médica, la junta de notables, fue que los análisis clínicos tal cual se practicaban, y aún se le practican a un paciente cualquiera hoy día, son incompletos. Adolecen de una pavorosa insuficiencia, alegué.
Es que, el análisis clásico, sangre y orina, nos permite saber el nivel de azúcar, los triglicéridos, el colesterol, demás generalidades. Pero en ningún lado figura la guita, cuánta guita tiene el paciente en su organismo. Sin ese registro, cualquier evaluación es incompleta, es imposible saber el estado de salud del sujeto analizado.
Puede estar mejor o peor, puede estar más vivo o más muerto. Quién sabe. A quién le importa.
30.4.11
25.4.11
Dios no negocia
Acá hay un tema, la gente se equivoca, pero no es de ahora. La gente tiene miedo, eso es normal, todos tenemos miedo. A las enfermedades, a la muerte, a los terremotos y a las catástrofes aéreas. La gente tiene miedo a lo desconocido.
Es difícil vivir, con tanto miedo.
Entonces uno negocia con Dios. Uno va y negocia, como si Dios tuviera un quiosco. Uno va y camina hasta Luján, por ejemplo, uno camina doce horas descalzo, y a cambio espera conseguir trabajo. O uno va y reza, cada noche, se pone de rodillas a un lado de la cama, y pide. Pide algo, que alguien se cure, que alguien viva, que algo, algo bueno, suceda.
Give and take, una y una, quid pro quo, algo así. Por más ridículo que parezca a la hora de racionalizarlo, eso es lo que hacen, lo que hacemos, todo el tiempo.
La tan prodigiosa como patética línea argumental que nos permite seguir andando se desmorona, con la precaria dulzura de un ejemplo. Un ejemplo de lo más sencillito. De manual.
El ejemplo es con un penal, un tiro penal, en un partido de fútbol. El arquero promete, mientras espera el tiro, lo que hará, lo que está dispuesto a hacer, si ataja el penal, o si la pelota se va afuera. El delantero promete, mientras se apresta a patear, lo que hará, lo que será capaz de hacer, si hace el gol, con rebote, como sea.
Ahí está Dios en su sillón favorito. El control remoto al lado de una de sus ojotas Adilette. Dios mueve apenas el vaso de whisky que tiene en una mano, se rasca la panza con el revés de un pulgar, mira a través de las hendijas de la persiana baja, trata de adivinar si ya será la hora de la cena.
Es difícil vivir, con tanto miedo.
Entonces uno negocia con Dios. Uno va y negocia, como si Dios tuviera un quiosco. Uno va y camina hasta Luján, por ejemplo, uno camina doce horas descalzo, y a cambio espera conseguir trabajo. O uno va y reza, cada noche, se pone de rodillas a un lado de la cama, y pide. Pide algo, que alguien se cure, que alguien viva, que algo, algo bueno, suceda.
Give and take, una y una, quid pro quo, algo así. Por más ridículo que parezca a la hora de racionalizarlo, eso es lo que hacen, lo que hacemos, todo el tiempo.
La tan prodigiosa como patética línea argumental que nos permite seguir andando se desmorona, con la precaria dulzura de un ejemplo. Un ejemplo de lo más sencillito. De manual.
El ejemplo es con un penal, un tiro penal, en un partido de fútbol. El arquero promete, mientras espera el tiro, lo que hará, lo que está dispuesto a hacer, si ataja el penal, o si la pelota se va afuera. El delantero promete, mientras se apresta a patear, lo que hará, lo que será capaz de hacer, si hace el gol, con rebote, como sea.
Ahí está Dios en su sillón favorito. El control remoto al lado de una de sus ojotas Adilette. Dios mueve apenas el vaso de whisky que tiene en una mano, se rasca la panza con el revés de un pulgar, mira a través de las hendijas de la persiana baja, trata de adivinar si ya será la hora de la cena.
20.4.11
A mi manera
Voy a un restaurante. Al restaurante quizás no más lujoso, pero sí más exquisito de Buenos Aires. Es sábado a la noche, hay mucha gente. Entro, saludo como si hubiera cenado allí toda la vida, como si cenara allí desde siempre. Camino unos pocos pasos, me acerco a una mesa, donde hay un matrimonio algo mayor, justamente, cenando. Me detengo junto a la mesa, la mujer ha pedido una exquisita carne, creo que es ciervo, con una papa, de guarnición, una papa con cáscara y todo, hecha de un modo especial, una humeante y amarilla papa con todos los atributos del sol, capaz de calentar el alma.
Tomo la carne de su plato, con una mano, y me la paso por la frente. Gotean jugos sobre mi rostro, huelo, soy todo nariz, mientras, con la otra mano, aprieto la papa, la aprieto con todas mis fuerzas. Siento cómo la papa se deshace entre mis dedos, quema y es una sensación tan dulce a la vez.
La mujer grita, el hombre se pone de pie y me da un empujón, aunque sin demasiado convencimiento, luce algo asustado. Me echan, a los golpes, entre el encargado y un par de mozos. Alguien llama a la policía mientras yo me voy caminando por Beruti, doblo. Me sangra una ceja.
Voy a una concesionaria de automóviles, sobre la Avenida del Libertador. Es una concesionaria de automóviles BMW. Me acerco a un auto en exhibición, es un BMW 325i, negro, flamante, con esa antenita sobre el techo que parece una aleta de tiburón. El que haya inventado esa antena, la forma de esa antena, merece el premio Nobel de la paz, o un reconocimiento de similar magnitud, de parecida relevancia. A través de la puerta del conductor entreabierta, observo los comandos, botones que obedecen a la más ínfima presión, aprovecho para olisquear el fresco cuero de las butacas. Huele a safaris en África, a culo de pequeñas aborígenes desnudas, acaricio apenas un neumático delantero, como quien acaricia un perro que por lo general es afectuoso, pero a veces no.
Cuando el vendedor, un atildado muchacho que usa traje a rayas sin corbata, y zapatos de puntera cuadrada, nuca excesivamente descubierta, me dice si quiero ver el motor, asiento. Pero mientras el pibe se pone a levantar el capot, simplemente me bajo los pantalones, saco mi quizás algo demacrado pito, y comienzo a pishar, contra el lateral del vehículo.
–¡Oiga, eh, qué hace! –Un guardia de seguridad desenfunda su arma y me apunta, lo cual me inhibe un poco y dificulta la micción. Guardo el pitulín, me subo los pantalones. El guardia de seguridad habla por un handy, el vendedor me mira, desconcertado, mientras veo por el reflejo del cristal que otro vendedor se acerca con un secador de piso y dos trapos.
Voy a la casa de una chica, la chica más linda que vi en mi vida. Ya no es tan chica, la conocí hace algunos años, pero sigue siendo una preciosa mujer. Sabía su apellido, busqué su dirección por internet. Está casada, creo, es arquitecta, creo también.
Es lunes, son las ocho de la mañana, espero y espero. Hablé con el portero, le di algo de dinero, le dije que soy un familiar, un familiar lejano al que nadie quiere ver. Me dijo que la chica baja todos los días antes de las nueve, sola, el marido se va antes en su automóvil, ella toma un taxi en la esquina de Tagle, los porteros siempre saben esas cosas, no sé por qué.
Finalmente baja, es una preciosa mañana de invierno. Lleva el cabello más corto que como la recuerdo, un abrigo símil piel, botas de media caña sobre el apretado jean. Taconea un poco sobre la vereda, está acostumbrada a despertar admiración, usa bombachas importadas que le traen de New York, trabaja en la construcción de una torre en Puerto Madero, con un reconocido arquitecto de fama mundial que siempre está despeinado para corroborar que es genial, le pagan bien.
Yo estoy apoyado, con una mano, contra el frente de un edificio, al lado de una panadería donde venden delicadezas, cosas ricas, de calidad.
–Ahhh, sí… Ahí va, pará un minuto, quedate así, ah… –Me estoy masturbando, lo mejor que puedo, con mi mano izquierda. No me he bajado del todo los pantalones para que no se me congele el culo (ni se me vea). He logrado una modesta erección, pero sé que me faltan unos buenos tres o cinco minutos de faena. Me distrae un poco el ruido de los autos.
Ella descubre entonces mi proceder, y acelera el paso, cruza la avenida esquivando autos, algo agitada, en el apuro por escaparse se le ha partido un tacón, corre como puede, rengueando, mientras saca el celular de la cartera e intenta parar un taxi, todo al mismo tiempo.
Todo esto que te cuento, esto que me pasa, es para que veas que ha sido igual con la literatura. Todo ha resultado diferente a como yo quería, estuve cerca, pero no fue exactamente como yo lo deseaba. Aunque, determinadas mañanas de lluvia, me gusta suponer que he logrado algo.
Tomo la carne de su plato, con una mano, y me la paso por la frente. Gotean jugos sobre mi rostro, huelo, soy todo nariz, mientras, con la otra mano, aprieto la papa, la aprieto con todas mis fuerzas. Siento cómo la papa se deshace entre mis dedos, quema y es una sensación tan dulce a la vez.
La mujer grita, el hombre se pone de pie y me da un empujón, aunque sin demasiado convencimiento, luce algo asustado. Me echan, a los golpes, entre el encargado y un par de mozos. Alguien llama a la policía mientras yo me voy caminando por Beruti, doblo. Me sangra una ceja.
Voy a una concesionaria de automóviles, sobre la Avenida del Libertador. Es una concesionaria de automóviles BMW. Me acerco a un auto en exhibición, es un BMW 325i, negro, flamante, con esa antenita sobre el techo que parece una aleta de tiburón. El que haya inventado esa antena, la forma de esa antena, merece el premio Nobel de la paz, o un reconocimiento de similar magnitud, de parecida relevancia. A través de la puerta del conductor entreabierta, observo los comandos, botones que obedecen a la más ínfima presión, aprovecho para olisquear el fresco cuero de las butacas. Huele a safaris en África, a culo de pequeñas aborígenes desnudas, acaricio apenas un neumático delantero, como quien acaricia un perro que por lo general es afectuoso, pero a veces no.
Cuando el vendedor, un atildado muchacho que usa traje a rayas sin corbata, y zapatos de puntera cuadrada, nuca excesivamente descubierta, me dice si quiero ver el motor, asiento. Pero mientras el pibe se pone a levantar el capot, simplemente me bajo los pantalones, saco mi quizás algo demacrado pito, y comienzo a pishar, contra el lateral del vehículo.
–¡Oiga, eh, qué hace! –Un guardia de seguridad desenfunda su arma y me apunta, lo cual me inhibe un poco y dificulta la micción. Guardo el pitulín, me subo los pantalones. El guardia de seguridad habla por un handy, el vendedor me mira, desconcertado, mientras veo por el reflejo del cristal que otro vendedor se acerca con un secador de piso y dos trapos.
Voy a la casa de una chica, la chica más linda que vi en mi vida. Ya no es tan chica, la conocí hace algunos años, pero sigue siendo una preciosa mujer. Sabía su apellido, busqué su dirección por internet. Está casada, creo, es arquitecta, creo también.
Es lunes, son las ocho de la mañana, espero y espero. Hablé con el portero, le di algo de dinero, le dije que soy un familiar, un familiar lejano al que nadie quiere ver. Me dijo que la chica baja todos los días antes de las nueve, sola, el marido se va antes en su automóvil, ella toma un taxi en la esquina de Tagle, los porteros siempre saben esas cosas, no sé por qué.
Finalmente baja, es una preciosa mañana de invierno. Lleva el cabello más corto que como la recuerdo, un abrigo símil piel, botas de media caña sobre el apretado jean. Taconea un poco sobre la vereda, está acostumbrada a despertar admiración, usa bombachas importadas que le traen de New York, trabaja en la construcción de una torre en Puerto Madero, con un reconocido arquitecto de fama mundial que siempre está despeinado para corroborar que es genial, le pagan bien.
Yo estoy apoyado, con una mano, contra el frente de un edificio, al lado de una panadería donde venden delicadezas, cosas ricas, de calidad.
–Ahhh, sí… Ahí va, pará un minuto, quedate así, ah… –Me estoy masturbando, lo mejor que puedo, con mi mano izquierda. No me he bajado del todo los pantalones para que no se me congele el culo (ni se me vea). He logrado una modesta erección, pero sé que me faltan unos buenos tres o cinco minutos de faena. Me distrae un poco el ruido de los autos.
Ella descubre entonces mi proceder, y acelera el paso, cruza la avenida esquivando autos, algo agitada, en el apuro por escaparse se le ha partido un tacón, corre como puede, rengueando, mientras saca el celular de la cartera e intenta parar un taxi, todo al mismo tiempo.
Todo esto que te cuento, esto que me pasa, es para que veas que ha sido igual con la literatura. Todo ha resultado diferente a como yo quería, estuve cerca, pero no fue exactamente como yo lo deseaba. Aunque, determinadas mañanas de lluvia, me gusta suponer que he logrado algo.
15.4.11
Comentarios ISO 9001
No está en mi afán generalizar, no fui puesto sobre la tierra para juzgar (aunque me sale fenómeno), por otra parte estoy viejo, ‘físicamente impresentable’, diría el bueno de Onetti, que ya me estoy por retirar, eso quise decir. Pero siento que la primera aproximación técnica, el idóneo atributo de una categorización a la altura de la entomología, servirá sin duda para que las generaciones futuras no tropiecen, tantas veces, con las mismas piedras.
Estos serían entonces, más o menos, los grandes grupos.
1)Comentarista genuino. Rara avis, para ver a unos de estos uno puede pasarse unos buenos dos años picando la ingrata piedra del blog. Es alguien por lo general con estudios terciarios y hábitos más bien solitarios. Alguien que se hartó de su profesión en particular, de su vida en general, y se fue a vivir a una ciudad costera. Es alguien que tiene un perro, o un gato, o ambas cosas. Alguien que te escribe desde un precario locutorio en Santa Teresita o en un prestado departamentito en Pinamar, con las bolsas del supermercado todavía llenas apoyadas en el piso, y te dice ‘me gusta como escribís’, o ‘gracias’. Ladra un perro, afuera. Llueve.
2)Comentarista tontuela/efusiva. Es una chiquilina que comienza los comentarios, o los finaliza, con carcajadas. Ya sé, lo dije mil veces, es difícil escribir la risa, no funciona, no funciona reírse por escrito, pero tenés que comprender que si decís ‘JAJAJAJAJA’, todo en mayúscula, bueno, tu boludez refulge como un sol. No, que pongas ‘JUA’, en lugar de ‘JA’, no soluciona nada, te atragantás con jotas, seguís siendo un brote hormonal y no mucho más que eso.
3)Comentarista resentido. Es por lo general un masculino, adulto, mamífero mediano, tirando a paquidérmico, ya divorciado, mayor de treinta y tres años. El sujeto no puede creer que la gente quiera leerte a vos (y no a él). El sujeto viene y se planta a tirar golpes, tratando de dejar en claro que es más inteligente que vos, o que es más ingenioso que vos, o que tiene el pito más largo (o más grueso) que el tuyo. Uno por cortesía les contesta ‘bueno’, o ‘ya sé’, pero eso no los tranquiliza, porque lo que los atormenta es una patología muy honda, muy profunda. El sujeto aún hoy no entiende por qué no tenía éxito cuando iba a bailar, hace veinte o treinta años, en Villa Gesell. Y encima ahora viene la vejez, y te aumentaron las expensas. Qué le vas a hacer, comentá lo que vos quieras, capo.
4)Comentarista con inquietudes artísticas. Suele ser una chica muy psicoanalizada. Tiene la cortesía de decir algo sobre lo que acaba de leer (algo que vos escribiste), algo que no ha entendido ni le interesa en lo más mínimo. Lo que quiere, lo único que quiere, es hablar de ella. Entonces la chica dice, comenta ‘Muy bueno, a mí también me pasó. El domingo expongo mis fotografías de amaneceres en la casa de Tatiana Choronga Burrutavena, en Olivos’. O dice ‘Claro, mi novio también tenía un lunar en el culo. Soy profesora de yoga, de tango electrónico, y de Taebo contemplativo. Entre mis alumnos está un primo de Santaolalla, y una amiga del hermano de Susana Giménez. Pueden consultar mi página web’.
5)Comentarista gay latinoamericano. Es un muchacho chileno o colombiano que te manda fotos de su bronceado culo, y dice cosas como ‘tío, estuve leyendo y tus fragmentos son bien chévere, aquí en Barranquilla creemos que eres un pana buey de lo más rico’, o ‘me llamo Heleno Sagastizábal, vivo en Santiago de Chile, y te escribí un poema que se titula Toda esta planta de Alóe en mi cola’. Tienen el pelo muy cortito, la nuca muy descubierta, usan gel, se anotan en todas las maratones que haya (por el aire, por el agua, por los árboles del Amazonas, por Brian, por Catalina, por los delfines, por el horror de estar vivos) y guardan de recuerdo las multicolores remeritas con el respectivo número de inscripción con el secreto anhelo de usarlas, alguna vez, durante el coito.
6)Comentarista tecnogeekcyberulisesaifonizado. Son jóvenes de ambos sexos algo indecisos, o asexuados. Usan laptops del tamaño de una libretita, tienen el táctil teléfono protegido con fundas de siliconas de colores pastel, usan auriculares cuando van a defecar, prefieren el firefox al explorer, tienen facebook con más de mil amigos. Los podés ver tipeando en cualquier bar de zona norte, son flacos como alambres, las chicas se parecen a Juan Cruz Bordeaux, usan unas hebillitas tipo triangulitos multicolores, de un flexible metal, que usaban las nenas para ir al colegio hace como treinta años. El problema es que si me escribís ‘esto está revueno’, o ‘me gusta mucho tu hestilo’, bueno, corazón, esas cosas hacen mal a la vista.
7)Comentarista superadita. Consideran que el blog es un género muy menor, usan los lentes a lo Foucault, y están convencidas que haber caminado una vez media cuadra con Beatriz Sarlo, haberla ayudado incluso, a la señora, a encender un Parliament, bueno, eso es una rayana muestra del talento para la filosofía, y para la literatura, que las envuelve. Entonces, subidas al precario pedestal de los dos o tres apuntes que han leído, te dirán ‘muy buena la idea pero el final es minimalista, muy Carver’, o ‘el pluscuamperfecto del subjuntivo se usa por lo general para manifestar duda existencial, angustia famélica’. Suelen coger sin entusiasmo, tienen la vagina más seca que una baldosa de porcelanato, y es muy amargo su sabor. Tienen inclinación hacia el lesbianismo y hacia la poesía, que prácticamente (en ambos casos) no ejercen ni les provoca significativa satisfacción.
8)Comentarista playback. No es mal tipo, sólo que no tiene, por lo general, demasiadas ideas. Sucede, entonces, lo siguiente. El tipo lee una idea tuya, un fragmento, y resulta que le encanta. Pero lo angustia, a la vez. Siente que lo podría haber escrito él, la idea, pero no, a él no se le ocurrió, a él no se le ocurre absolutamente nada, hasta que lo lee. Entonces te hace un comentario ‘pisando’ tu idea, repitiendo más o menos tal cual lo que vos acabás de escribir, y acotando como si la idea que jamás se le ocurrió, ahora mejorada, le fuera propia. Quiere convencerse a sí mismo que su comentario, con la idea, que ahora, por comentarla, es suya, es mejor que la idea original (que era mía) que lo generó. Se siente mejor por un rato así, y piensa que mañana la idea se le ocurrirá a él. Pero no, eso no sucede. No se va más, es un comentarista de por vida.
9)Comentarista Spinetta. Esta es una categoría de boludo, también (alguna vez ya lo he mencionado, ya sé que me repito, me repito genial), el ‘Boludo Spinetta’. El comentarista cree que la imbecilidad puede ser ocultada por un baldazo de terminología. Por ejemplo, dice el comentarista ‘tus imágenes oníricas tienen reminiscencias erótico-precámbricas’ (cuando lo que vos escribiste es un fragmento donde un personaje dice ‘te voy a chupar la concha’). Es un comentarista que tiene la necesidad de decir ‘semiótica’ o ‘mayéutica’ cada dos renglones. Es un comentarista adicto al punto y coma, porque le parece que el punto y coma es elegante, es una coma con gorrita.
10)Bueno, tampoco era para ponerse así. Esperen, les juro que voy a mejorar. No se vayan, che. No me dejen solo.
Estos serían entonces, más o menos, los grandes grupos.
1)Comentarista genuino. Rara avis, para ver a unos de estos uno puede pasarse unos buenos dos años picando la ingrata piedra del blog. Es alguien por lo general con estudios terciarios y hábitos más bien solitarios. Alguien que se hartó de su profesión en particular, de su vida en general, y se fue a vivir a una ciudad costera. Es alguien que tiene un perro, o un gato, o ambas cosas. Alguien que te escribe desde un precario locutorio en Santa Teresita o en un prestado departamentito en Pinamar, con las bolsas del supermercado todavía llenas apoyadas en el piso, y te dice ‘me gusta como escribís’, o ‘gracias’. Ladra un perro, afuera. Llueve.
2)Comentarista tontuela/efusiva. Es una chiquilina que comienza los comentarios, o los finaliza, con carcajadas. Ya sé, lo dije mil veces, es difícil escribir la risa, no funciona, no funciona reírse por escrito, pero tenés que comprender que si decís ‘JAJAJAJAJA’, todo en mayúscula, bueno, tu boludez refulge como un sol. No, que pongas ‘JUA’, en lugar de ‘JA’, no soluciona nada, te atragantás con jotas, seguís siendo un brote hormonal y no mucho más que eso.
3)Comentarista resentido. Es por lo general un masculino, adulto, mamífero mediano, tirando a paquidérmico, ya divorciado, mayor de treinta y tres años. El sujeto no puede creer que la gente quiera leerte a vos (y no a él). El sujeto viene y se planta a tirar golpes, tratando de dejar en claro que es más inteligente que vos, o que es más ingenioso que vos, o que tiene el pito más largo (o más grueso) que el tuyo. Uno por cortesía les contesta ‘bueno’, o ‘ya sé’, pero eso no los tranquiliza, porque lo que los atormenta es una patología muy honda, muy profunda. El sujeto aún hoy no entiende por qué no tenía éxito cuando iba a bailar, hace veinte o treinta años, en Villa Gesell. Y encima ahora viene la vejez, y te aumentaron las expensas. Qué le vas a hacer, comentá lo que vos quieras, capo.
4)Comentarista con inquietudes artísticas. Suele ser una chica muy psicoanalizada. Tiene la cortesía de decir algo sobre lo que acaba de leer (algo que vos escribiste), algo que no ha entendido ni le interesa en lo más mínimo. Lo que quiere, lo único que quiere, es hablar de ella. Entonces la chica dice, comenta ‘Muy bueno, a mí también me pasó. El domingo expongo mis fotografías de amaneceres en la casa de Tatiana Choronga Burrutavena, en Olivos’. O dice ‘Claro, mi novio también tenía un lunar en el culo. Soy profesora de yoga, de tango electrónico, y de Taebo contemplativo. Entre mis alumnos está un primo de Santaolalla, y una amiga del hermano de Susana Giménez. Pueden consultar mi página web’.
5)Comentarista gay latinoamericano. Es un muchacho chileno o colombiano que te manda fotos de su bronceado culo, y dice cosas como ‘tío, estuve leyendo y tus fragmentos son bien chévere, aquí en Barranquilla creemos que eres un pana buey de lo más rico’, o ‘me llamo Heleno Sagastizábal, vivo en Santiago de Chile, y te escribí un poema que se titula Toda esta planta de Alóe en mi cola’. Tienen el pelo muy cortito, la nuca muy descubierta, usan gel, se anotan en todas las maratones que haya (por el aire, por el agua, por los árboles del Amazonas, por Brian, por Catalina, por los delfines, por el horror de estar vivos) y guardan de recuerdo las multicolores remeritas con el respectivo número de inscripción con el secreto anhelo de usarlas, alguna vez, durante el coito.
6)Comentarista tecnogeekcyberulisesaifonizado. Son jóvenes de ambos sexos algo indecisos, o asexuados. Usan laptops del tamaño de una libretita, tienen el táctil teléfono protegido con fundas de siliconas de colores pastel, usan auriculares cuando van a defecar, prefieren el firefox al explorer, tienen facebook con más de mil amigos. Los podés ver tipeando en cualquier bar de zona norte, son flacos como alambres, las chicas se parecen a Juan Cruz Bordeaux, usan unas hebillitas tipo triangulitos multicolores, de un flexible metal, que usaban las nenas para ir al colegio hace como treinta años. El problema es que si me escribís ‘esto está revueno’, o ‘me gusta mucho tu hestilo’, bueno, corazón, esas cosas hacen mal a la vista.
7)Comentarista superadita. Consideran que el blog es un género muy menor, usan los lentes a lo Foucault, y están convencidas que haber caminado una vez media cuadra con Beatriz Sarlo, haberla ayudado incluso, a la señora, a encender un Parliament, bueno, eso es una rayana muestra del talento para la filosofía, y para la literatura, que las envuelve. Entonces, subidas al precario pedestal de los dos o tres apuntes que han leído, te dirán ‘muy buena la idea pero el final es minimalista, muy Carver’, o ‘el pluscuamperfecto del subjuntivo se usa por lo general para manifestar duda existencial, angustia famélica’. Suelen coger sin entusiasmo, tienen la vagina más seca que una baldosa de porcelanato, y es muy amargo su sabor. Tienen inclinación hacia el lesbianismo y hacia la poesía, que prácticamente (en ambos casos) no ejercen ni les provoca significativa satisfacción.
8)Comentarista playback. No es mal tipo, sólo que no tiene, por lo general, demasiadas ideas. Sucede, entonces, lo siguiente. El tipo lee una idea tuya, un fragmento, y resulta que le encanta. Pero lo angustia, a la vez. Siente que lo podría haber escrito él, la idea, pero no, a él no se le ocurrió, a él no se le ocurre absolutamente nada, hasta que lo lee. Entonces te hace un comentario ‘pisando’ tu idea, repitiendo más o menos tal cual lo que vos acabás de escribir, y acotando como si la idea que jamás se le ocurrió, ahora mejorada, le fuera propia. Quiere convencerse a sí mismo que su comentario, con la idea, que ahora, por comentarla, es suya, es mejor que la idea original (que era mía) que lo generó. Se siente mejor por un rato así, y piensa que mañana la idea se le ocurrirá a él. Pero no, eso no sucede. No se va más, es un comentarista de por vida.
9)Comentarista Spinetta. Esta es una categoría de boludo, también (alguna vez ya lo he mencionado, ya sé que me repito, me repito genial), el ‘Boludo Spinetta’. El comentarista cree que la imbecilidad puede ser ocultada por un baldazo de terminología. Por ejemplo, dice el comentarista ‘tus imágenes oníricas tienen reminiscencias erótico-precámbricas’ (cuando lo que vos escribiste es un fragmento donde un personaje dice ‘te voy a chupar la concha’). Es un comentarista que tiene la necesidad de decir ‘semiótica’ o ‘mayéutica’ cada dos renglones. Es un comentarista adicto al punto y coma, porque le parece que el punto y coma es elegante, es una coma con gorrita.
10)Bueno, tampoco era para ponerse así. Esperen, les juro que voy a mejorar. No se vayan, che. No me dejen solo.
10.4.11
Consolador
En el subte, dónde querés que estemos los que fracasamos, a los que no nos salió nada, yendo a alguna parte, siempre yendo a alguna parte, a hacer un trámite, a hacer una fotocopia de la propia cara de boludo, a conseguir algún certificado que justamente certifique que no tenés la más mínima posibilidad de dejar de ser lo que sos, siempre tristes, un chihuahua gris masticándote alma.
El subte viene lleno, siempre, eso ya fue dicho. Iba para el centro, en la B, debían ser las ocho y algo de la mañana.
Viajábamos amontonados, pero amontonados no es el término correcto, no es de ninguna manera el vocablo adecuado. Viajábamos apilados, unos sobre otros, no éramos ni siquiera ganado, que no merece ser transportado con comodidad ninguna, total va al matadero. No, éramos pedazos de carne ya descuartizada, carne muerta, pedazos de cuerpos sin alma, un pito que hurgaba en unas indiferentes y oxidadas ancas, una oreja que escuchaba un tema de Depeche Mode, una rodilla incrustada contra la nariz de un sujeto sentado y dormido que soñaba que estaba despierto y parado, un piercing sobre un labio leporino que goteaba saliva, un ciego con un acordeón sangrando el chamamé más triste del mundo, una cara quemada con la piel como un azulado cuero, una mano pidiendo una moneda con modos de garra de ave picuda.
Ahí estaba yo, tratando de averiguar si la vida tenía algún sentido, y en tal caso cuál era, mientras luchaba por permanecer de pie, por defender mi vital baldosa de treinta centímetros de lado y no caer, porque si caías estaba claro que morías ahí, si caías ya no había la más mínima posibilidad que te volvieras a levantar.
Huiste de la monotonía de tu pueblo y te viniste a la ciudad, en busca de cines, de aventuras, de carreras de ciencias sociales y ceniceros repletos de cigarrillos y lentes a lo Foucault y discusiones sobre la inmortalidad del alma hasta la madrugada. Mirá lo que quedó de vos, mirá cómo estás. Convenía ir a pescar al río y esperar que Argentina salga campeón, cada cuatro años, y casarse con una vecina que usara un vestido floreado y supiera hacer torta de manzana. Saltaste, y ahora no hay manera de volver a casa.
–No, la enfermera dijo que no tenía sentido que nos quedáramos –la chica hablaba por su teléfono celular, estábamos prácticamente cara a cara–. Si total lo pasaron a terapia intensiva de nuevo, no te dejan verlo hasta el mediodía. No podés hacer nada.
Yo no quería escuchar, quería evitar esa conversación, esa cara, pero entró más gente al vagón, todavía, empujaron. Quedé más cerca, si la hubiera sacado a bailar lento, y ella hubiera aceptado, aún así, no hubiéramos estado tan cerca. Tenía rulos, muchísimos rulos de un castaño oscuro, usaba una arrugada camisa y unos jeans, estaba ojerosa, le molestaba la cartera para hablar, y la había apoyado entre sus pies. Le temblaba un poco la voz.
–¡Qué decís! ¡No puede ser! ¡No se puede haber muerto así! –con la mano libre comenzó a tirarse del pelo, de algunos rulos, saltaron las lágrimas– ¡No se puede haber muerto! Me quedé sola –su voz se fue apagando, dejó caer el teléfono al piso–, me quedé sin nada.
Estábamos demasiado cerca, debe haber sido eso. La noticia la acababa de fulminar como un rayo, y ella simplemente dio un cuarto de paso y se dejó caer hacia delante, contra mi pecho. Sus rulos estallaron sobre mi saco. La abracé, la abracé bien fuerte, mientras sollozaba.
Nos quedamos así, dos estaciones, tres. Ella llorando, bajito, como un animal herido que no necesita comprender absolutamente nada acerca de la naturaleza del dolor, el dolor duele y con eso basta. Le acaricié apenas la cabeza, apreté sus rulos, le sequé las lágrimas con la yema de un pulgar, y volví a abrazarla, bien fuerte, como si estuviéramos en medio de una tormenta.
–Tengo que seguir –dijo, y se bajó en Uruguay. Arrancó el subte, levantó una mano, mientras yo pensaba que quizás mi vida tuviera algún sentido, quizás no fuera yo un ser completamente inútil. Me saludó desde el andén.
El subte viene lleno, siempre, eso ya fue dicho. Iba para el centro, en la B, debían ser las ocho y algo de la mañana.
Viajábamos amontonados, pero amontonados no es el término correcto, no es de ninguna manera el vocablo adecuado. Viajábamos apilados, unos sobre otros, no éramos ni siquiera ganado, que no merece ser transportado con comodidad ninguna, total va al matadero. No, éramos pedazos de carne ya descuartizada, carne muerta, pedazos de cuerpos sin alma, un pito que hurgaba en unas indiferentes y oxidadas ancas, una oreja que escuchaba un tema de Depeche Mode, una rodilla incrustada contra la nariz de un sujeto sentado y dormido que soñaba que estaba despierto y parado, un piercing sobre un labio leporino que goteaba saliva, un ciego con un acordeón sangrando el chamamé más triste del mundo, una cara quemada con la piel como un azulado cuero, una mano pidiendo una moneda con modos de garra de ave picuda.
Ahí estaba yo, tratando de averiguar si la vida tenía algún sentido, y en tal caso cuál era, mientras luchaba por permanecer de pie, por defender mi vital baldosa de treinta centímetros de lado y no caer, porque si caías estaba claro que morías ahí, si caías ya no había la más mínima posibilidad que te volvieras a levantar.
Huiste de la monotonía de tu pueblo y te viniste a la ciudad, en busca de cines, de aventuras, de carreras de ciencias sociales y ceniceros repletos de cigarrillos y lentes a lo Foucault y discusiones sobre la inmortalidad del alma hasta la madrugada. Mirá lo que quedó de vos, mirá cómo estás. Convenía ir a pescar al río y esperar que Argentina salga campeón, cada cuatro años, y casarse con una vecina que usara un vestido floreado y supiera hacer torta de manzana. Saltaste, y ahora no hay manera de volver a casa.
–No, la enfermera dijo que no tenía sentido que nos quedáramos –la chica hablaba por su teléfono celular, estábamos prácticamente cara a cara–. Si total lo pasaron a terapia intensiva de nuevo, no te dejan verlo hasta el mediodía. No podés hacer nada.
Yo no quería escuchar, quería evitar esa conversación, esa cara, pero entró más gente al vagón, todavía, empujaron. Quedé más cerca, si la hubiera sacado a bailar lento, y ella hubiera aceptado, aún así, no hubiéramos estado tan cerca. Tenía rulos, muchísimos rulos de un castaño oscuro, usaba una arrugada camisa y unos jeans, estaba ojerosa, le molestaba la cartera para hablar, y la había apoyado entre sus pies. Le temblaba un poco la voz.
–¡Qué decís! ¡No puede ser! ¡No se puede haber muerto así! –con la mano libre comenzó a tirarse del pelo, de algunos rulos, saltaron las lágrimas– ¡No se puede haber muerto! Me quedé sola –su voz se fue apagando, dejó caer el teléfono al piso–, me quedé sin nada.
Estábamos demasiado cerca, debe haber sido eso. La noticia la acababa de fulminar como un rayo, y ella simplemente dio un cuarto de paso y se dejó caer hacia delante, contra mi pecho. Sus rulos estallaron sobre mi saco. La abracé, la abracé bien fuerte, mientras sollozaba.
Nos quedamos así, dos estaciones, tres. Ella llorando, bajito, como un animal herido que no necesita comprender absolutamente nada acerca de la naturaleza del dolor, el dolor duele y con eso basta. Le acaricié apenas la cabeza, apreté sus rulos, le sequé las lágrimas con la yema de un pulgar, y volví a abrazarla, bien fuerte, como si estuviéramos en medio de una tormenta.
–Tengo que seguir –dijo, y se bajó en Uruguay. Arrancó el subte, levantó una mano, mientras yo pensaba que quizás mi vida tuviera algún sentido, quizás no fuera yo un ser completamente inútil. Me saludó desde el andén.
5.4.11
Una cosa bella es una alegría para siempre, dijo el poeta
Estaba en una plaza, en un parque, sentado. Debían ser las diez de la mañana, quizás las once. Hacía frío, un frío como el que hacía en otras épocas, y después se dejó de hacer, se dejó de fabricar. Agosto, invierno, martes.
¿Por qué estaba en el parque? Porque no tenía nada para hacer, porque no me salía una, porque me había venido grande y no podía creer que las oportunidades se hubieran ido como una luz debajo de la puerta. Porque habría fracasado en todos los rubros del horóscopo. Ella me había dejado, también.
Había caminado una vuelta al parque, sin motivo, pensar caminando, a veces, es mejor que pensar quieto, aunque mucho mejor es no pensar nada de nada. Había fumado un cigarrillo mientras caminaba, le había mirado el culo a una chica que pasó corriendo con un buzo con capucha y calzas de ciclista, todo esfuerzo y ni una pizca de alegría, había acariciado a un bigotudo perro que me miró y levantó el hocico, muy alto, como si me quisiera señalar, con el hocico, el cielo, algo que yo debía mirar o saber.
Estaba sentado y hacía frío, eso ya lo dije. Había una parejita de novios, en otro banco, la chica sentada de costado, arriba del muchacho, amor adolescente. Había un pibe sentado sobre el césped, contra un árbol, gorrita, puro odio, planeando un robo o un asesinato. Había una madre hamacando a su hijito demasiado pequeño, el chiquito parecía creer que el mundo era un maravilloso lugar lleno de sorpresas, de posibilidades, de viento en la cara. Bien por él.
Paró un micro, y bajaron veinte o treinta chicos de alguna escuela primaria, todos con blancos guardapolvos asomando por debajo de los abrigos, algunas multicolores bufandas. Un par de chicas tenían orejeras de peluche, lo que les daba un curioso y extraterrestre aspecto. Los chicos estiraban las piernas, o pateaban alguna piedra, se reían, se empujaban.
Las dos maestras, jóvenes y algo fastidiadas, luchaban por mantener cierto mínimo orden. Habían venido a ver un monumento, a dibujar algo como actividad práctica, no lo sé.
Vi un vendedor de globos, cansado, viejo, con los zapatos reventados, un gorro de lana, la nariz un morrón hecho de sucesivas capas de vino y de frío.
Fue fácil y fue rápido. Le compré los globos, todos, le di toda la plata que tenía. Me acerqué a los chicos, que estaban en fila, y comencé a darles los globos, uno a cada uno.
–Cuando yo diga ‘ahora’, los sueltan –dije. Las maestras me miraban.
Era una perfecta fila. Cada chico con su globo, verde o rojo o amarillo, alguno naranja, alguno azul. Me sobraron tres globos.
–Tenga –le dije a una de las maestras, que sonreía y miraba hacia el micro, por si había que llamar al conductor, o a la policía.
–¡Ahora! –dije.
Soltaron los globos, todos los chicos. Y por un momento miramos hacia arriba, todos miramos hacia arriba. Los chicos, las maestras, el vendedor de globos que había vendido por una vez en la vida todos los globos, la parejita de adolescentes, el chico del árbol, y un par de perros, también.
–Gracias –dije–. Muchas gracias.
Me fui caminando despacio. La maestra que tenía los tres globos corrió un par de pasos, como para preguntarme algo, pero se detuvo. Se quedó mirando con los globos en la mano, mientras yo me alejaba.
¿Por qué estaba en el parque? Porque no tenía nada para hacer, porque no me salía una, porque me había venido grande y no podía creer que las oportunidades se hubieran ido como una luz debajo de la puerta. Porque habría fracasado en todos los rubros del horóscopo. Ella me había dejado, también.
Había caminado una vuelta al parque, sin motivo, pensar caminando, a veces, es mejor que pensar quieto, aunque mucho mejor es no pensar nada de nada. Había fumado un cigarrillo mientras caminaba, le había mirado el culo a una chica que pasó corriendo con un buzo con capucha y calzas de ciclista, todo esfuerzo y ni una pizca de alegría, había acariciado a un bigotudo perro que me miró y levantó el hocico, muy alto, como si me quisiera señalar, con el hocico, el cielo, algo que yo debía mirar o saber.
Estaba sentado y hacía frío, eso ya lo dije. Había una parejita de novios, en otro banco, la chica sentada de costado, arriba del muchacho, amor adolescente. Había un pibe sentado sobre el césped, contra un árbol, gorrita, puro odio, planeando un robo o un asesinato. Había una madre hamacando a su hijito demasiado pequeño, el chiquito parecía creer que el mundo era un maravilloso lugar lleno de sorpresas, de posibilidades, de viento en la cara. Bien por él.
Paró un micro, y bajaron veinte o treinta chicos de alguna escuela primaria, todos con blancos guardapolvos asomando por debajo de los abrigos, algunas multicolores bufandas. Un par de chicas tenían orejeras de peluche, lo que les daba un curioso y extraterrestre aspecto. Los chicos estiraban las piernas, o pateaban alguna piedra, se reían, se empujaban.
Las dos maestras, jóvenes y algo fastidiadas, luchaban por mantener cierto mínimo orden. Habían venido a ver un monumento, a dibujar algo como actividad práctica, no lo sé.
Vi un vendedor de globos, cansado, viejo, con los zapatos reventados, un gorro de lana, la nariz un morrón hecho de sucesivas capas de vino y de frío.
Fue fácil y fue rápido. Le compré los globos, todos, le di toda la plata que tenía. Me acerqué a los chicos, que estaban en fila, y comencé a darles los globos, uno a cada uno.
–Cuando yo diga ‘ahora’, los sueltan –dije. Las maestras me miraban.
Era una perfecta fila. Cada chico con su globo, verde o rojo o amarillo, alguno naranja, alguno azul. Me sobraron tres globos.
–Tenga –le dije a una de las maestras, que sonreía y miraba hacia el micro, por si había que llamar al conductor, o a la policía.
–¡Ahora! –dije.
Soltaron los globos, todos los chicos. Y por un momento miramos hacia arriba, todos miramos hacia arriba. Los chicos, las maestras, el vendedor de globos que había vendido por una vez en la vida todos los globos, la parejita de adolescentes, el chico del árbol, y un par de perros, también.
–Gracias –dije–. Muchas gracias.
Me fui caminando despacio. La maestra que tenía los tres globos corrió un par de pasos, como para preguntarme algo, pero se detuvo. Se quedó mirando con los globos en la mano, mientras yo me alejaba.
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