30.6.24

Sai Baba de Saladillo


Tenía que ir a un pueblo a visitar a un familiar, un tío que se había venido grande y estaba mal de salud. Era viudo mi tío Hugo, los hijos vivían en el exterior, no tenía a quién acudir.
No importa el pueblo, el nombre del pueblo, para el lado de Bahía Blanca a unos setecientos kilómetros de la capital.
Decidí arrancar temprano, a eso de las seis de la mañana, sino después la ciudad se volvía un infierno sin atenuantes, una melaza donde era imposible moverse, mucho menos pensar en estar apurado.
Ezeiza Cañuelas Lobos Saladillo. Entré a la estación a cargar nafta, debían ser los ocho de la mañana. Me entraron ganas de desayunar.
–Un café con leche –dije y agarré un alfajor del mostrador. Cuando le di la plata a la empleada le rocé sin querer, apenas, la mano. Me miró.
–¡Es él! –gritó, se desplomó de rodillas, alzó los brazos al cielo– ¡Es el Mesías!
Retrocedí un par de pasos del susto, con la bandeja con el café con leche en una mano. Había una mujer detrás de mí, baldeando el piso. Se ve que al retroceder la toqué.
–¡Estoy curada! –gritó, dejó caer el secador de piso– ¡Estoy curada por Dios bendito! –empezó a saltar y señalaba hacia el piso para que yo pudiera apreciar que ya no tenía ninguna dificultad en mover los pies.
–Bueno –dije por decir algo. Fui a sentarme a una mesa al fondo, contra el vidrio. Había dos o tres mesas ocupadas. Mastiqué mi húmedo alfajor, tomé un sorbo de café con leche.
Entró uno de los tipos que trabajaba en la estación, el que me había cargado nafta. Me señaló.
–¡Su auto se movió solo! ¡Tiene poderes! –Se sacó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Después se largó a llorar como un chico.
Quise levantar una mano como si me hubieran confundido con alguien, como si me estuviera disculpando, y tiré la cucharita al piso. Una mujer se acercó y levantó la cucharita que curiosamente, quizás por un efecto de luz, no parecía plateada sino de oro puro. La mujer sostuvo la cucharita en alto para que los demás presentes pudieran verla. Luego se arrodilló y puso la frente sobre mis atormentadas zapatillas.
–¡Ha llegado el hijo de Dios! Alabado seas.
Pensé en tomar el café con leche de un trago y salir corriendo como un loco, pero llovía fuerte. Se empezó a juntar gente, me miraban desde afuera a través del vidrio, un perro se alzó en dos patas y quedó así parado, sin apoyarse en nada, mirándome sin pestañear.
Supe que algo había cambiado, que no me iba a poder ir.

20.6.24

Acerca de los monos


–Dejame que te comente dos cosas –dije–. Lo vi por televisión en el canal de la National Geographic. Me gusta mirar la National Geographic, no sé muy bien por qué. Quizás me parecen más interesantes los animales que las personas, debe ser eso.
Este programa, el programa que te estoy contando, era sobre monos. Sobre chimpancés.
Primero hacían una prueba con dos chimpancés. Tenían a los dos chimpancés en la misma habitación. Agarraban a uno de los chimpancés, llamalo el chimpancé 1, y le hacían una prueba. Una prueba cualquiera, sencilla, imitar al humano que se tapaba la cara con una mano o se tocaba la cabeza, algo así. Cuando el chimpancé 1 cumplía la prueba, entonces le daban como recompensa una banana. Entonces agarraban al otro chimpancé, al chimpancé 2 que había estado presente durante la prueba del chimpancé 1, y le pedían que hiciera la misma prueba. Cuando el chimpancé 2 hacía la prueba con corrección, entonces le daban una uva. El chimpancé 2 esperaba un poco, pero no le daban nada más. Los asistentes que llevaban adelante la prueba se ponían a hablar entre ellos, se desentendían de los monos. El chimpancé 2, viendo que había recibido sólo una uva, enloquecía de furia.
La otra prueba. Sí, no te dejé hablar, ya termino. La otra prueba era que ponían a un chimpancé en la tierra, en el piso, cerca de un árbol, y le ponían cerca un racimo de bananas. Al otro chimpancé lo ponían arriba del árbol. Cuando el chimpancé que estaba arriba del árbol, después de curiosear un poco, empezaba a bajar del árbol, el chimpancé que estaba abajo hacía un sonido, una suerte de chillido. Los chillidos que hacía eran los que en el idioma de los chimpancés significan peligro, está por venir un león. El chimpancé que estaba por bajar del árbol escuchaba los chillidos y escapaba, volvía a subir al árbol. El otro chimpancé terminaba su banana y se comía otra y después otra más, tranquilo.
Lo que te quiero decir, lo que te digo, lo que te estoy diciendo, es que hasta para los chimpancés el mundo es injusto y lo perciben, y además están preparados para mentir de acuerdo a su conveniencia. Ahora sí querida, te escucho.

10.6.24

Hoy estoy así


Después de una experiencia traumática, después de un incendio que se llevó puesta tu casa o un divorcio donde tu mujer te dejó fotos de ella abrazada a la garompa de un senegalés, esas garompas como ramas de árboles azules que vos creías sólo eran posibles en las películas pornográficas. Después de una cirugía que te dejó con algún rasgo de invalidez, después de ser víctima de un asalto donde el ladrón hizo pis sobre tus hombros, mientras otro ladrón te apuntaba con un arma y antes de irse te gatilló en la cabeza y vos pensaste que ese clic era el último y definitivo clic, un clic que no podrás olvidar jamás, después de un viaje en avión donde el avión por lo que dura un minuto pareció rendirse, dejar de volar y vos sentiste que te caías, que eras perfectamente capaz de explicar la ley de gravedad que nunca entendiste en las clases de física del colegio secundario.
Después de una experiencia traumática decía, quedan no mucho más que variaciones de dos caminos.
Uno de los caminos es el rencor, el profundo fastidio, el odio en cualquiera de sus manifestaciones, el por qué a mí, el esto no es justo, yo no me lo merecía.
El otro camino es alegrarse que no te hayan arrebatado todo, que aún seas capaz de revolver el café con leche, que puedas ver un perro moviendo la cola, oír el mar, cosas así.
Ajustar las expectativas es una de las cosas más difíciles de hacer. Y tal vez mucho me temo, la única manera de seguir.