No importa el pueblo, el nombre del pueblo, para el lado de Bahía Blanca a unos setecientos kilómetros de la capital.
Decidí arrancar temprano, a eso de las seis de la mañana, sino después la ciudad se volvía un infierno sin atenuantes, una melaza donde era imposible moverse, mucho menos pensar en estar apurado.
Ezeiza Cañuelas Lobos Saladillo. Entré a la estación a cargar nafta, debían ser los ocho de la mañana. Me entraron ganas de desayunar.
–Un café con leche –dije y agarré un alfajor del mostrador. Cuando le di la plata a la empleada le rocé sin querer, apenas, la mano. Me miró.
–¡Es él! –gritó, se desplomó de rodillas, alzó los brazos al cielo– ¡Es el Mesías!
Retrocedí un par de pasos del susto, con la bandeja con el café con leche en una mano. Había una mujer detrás de mí, baldeando el piso. Se ve que al retroceder la toqué.
–¡Estoy curada! –gritó, dejó caer el secador de piso– ¡Estoy curada por Dios bendito! –empezó a saltar y señalaba hacia el piso para que yo pudiera apreciar que ya no tenía ninguna dificultad en mover los pies.
–Bueno –dije por decir algo. Fui a sentarme a una mesa al fondo, contra el vidrio. Había dos o tres mesas ocupadas. Mastiqué mi húmedo alfajor, tomé un sorbo de café con leche.
Entró uno de los tipos que trabajaba en la estación, el que me había cargado nafta. Me señaló.
–¡Su auto se movió solo! ¡Tiene poderes! –Se sacó la gorra y se pasó una mano por el pelo. Después se largó a llorar como un chico.
Quise levantar una mano como si me hubieran confundido con alguien, como si me estuviera disculpando, y tiré la cucharita al piso. Una mujer se acercó y levantó la cucharita que curiosamente, quizás por un efecto de luz, no parecía plateada sino de oro puro. La mujer sostuvo la cucharita en alto para que los demás presentes pudieran verla. Luego se arrodilló y puso la frente sobre mis atormentadas zapatillas.
–¡Ha llegado el hijo de Dios! Alabado seas.
Pensé en tomar el café con leche de un trago y salir corriendo como un loco, pero llovía fuerte. Se empezó a juntar gente, me miraban desde afuera a través del vidrio, un perro se alzó en dos patas y quedó así parado, sin apoyarse en nada, mirándome sin pestañear.
Supe que algo había cambiado, que no me iba a poder ir.