30.5.22

Tenemos que hablar


Vino ella aunque en realidad no vino, me dijo que nos encontráramos en el bar que estaba sobre Cabildo donde nos encontrábamos siempre. ‘Tenemos que hablar’, me dijo, y cuando una mujer que no te digo lo único que hace pero prácticamente todo lo que hace es hablar te dice ‘tenemos que hablar’, bueno. Ya sabés.
Llegué antes, yo. Me gustan los bares, me gusta mirar por la ventana y ver que la gente pasa y yo no paso, porque yo estoy sentado justamente en el bar. Me pedí una tónica y un árabe de salame y manteca, tenía hambre, me pareció que era demasiado temprano para empezar a tomar. Una de las pocas reglas que había logrado mantener a lo largo de mi vida había sido no empezar a tomar alcohol antes de las seis de la tarde, o de las cinco quizás. Si no fuera por esa regla estaría muerto, supongo.
Llegó ella, se sentó, dejó sus cosas, carpetas, papeles, bolso. Se la veía nerviosa, había tomado envión para decir lo que tenía que decir.
–Mirá, Juan, necesito tiempo, no sé lo que me pasa –dijo. Y siguió. Hizo un catálogo más o menos descriptivo de todas las cosas que yo no había hecho o había hecho mal, o había hecho cuando no había que hacerlas. Todo lo que le molestaba de mí, alguien pasaba hablando del otro lado del vidrio a los gritos, por su celular.
Di un bocado del sándwich, después otro más. Hay gente que cree que el salame va mejor con mayonesa pero no, la combinación con manteca es de lo más genial. Así como la gente se pasa la vida comiendo queso con dulce de batata o de membrillo sin enterarse, sin que nadie les diga que prueben comer el queso con dulce de leche. Te toca el alma, te hace sentir que vale la pena estar vivo, te dan ganas de llorar.
Habían pasado unos minutos desde que ella se sentó, más de cinco, pero menos de diez.
–Bueno –dijo y se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja.
–Sí –dije yo. La miré, era linda y era joven y yo no era ninguna de las dos cosas. La iba a extrañar.
–Estoy esperando, Juan –los puños crispados sobre la mesa, junto a la cucharita del café con leche– ¿No me vas a decir nada?
–No –dije–. Sucede que me han dejado mucho. Dejarme a mí podría ser una disciplina olímpica, te digo la verdad.

20.5.22

Transparente, cristalino


Está claro que es verdad lo que se dice, la frase, aquello que después de los treinta años tenés la cara que te merecés. Es como si te hubieras ido tallando tu propio rostro.
Lo interesante, lo que es fácil de interpretar, son las intenciones de una persona. Vos ves a una persona que te saluda y sonríe, pero quizás no te saluda ni sonríe. Detrás de ese saludo, detrás de esa sonrisa ves que te detesta, o que está esperando que te caigas por las escaleras y te rompas una pierna en diecinueve pedazos, o que no ve la hora de terminar de preguntarte cómo estás tanto tiempo qué es de tu vida, para pedirte prestado dinero.
Lo que subyace, lo que habita bajo la superficie, la verdadera intención. La esencia es algo que siempre resulta evidente para mí. Veo a alguien y sé que detrás de su amabilidad hay rencor, o que bajo esos suaves modales habita la violencia, las ganas de hacer daño, o que bajo esa tierna mirada se esconde el espanto de envejecer, el horror de estar vivo, la codicia. Y así.
Por eso te voy a pedir por favor que no me subestimes porque mi cara, lo que me sucede a mí, podríamos decir que soy un caso atípico. Mi cara refleja exactamente lo que me ocurre, estoy dotado de una singular transparencia.
Me importa un pomo lo que me contás, lo que te pasa, y se me nota. Lo único que quiero es coger.

10.5.22

Iceberg


Empezó como una boludez. Me desperté un día cualquiera, un martes, para ir a trabajar. Después de pishar, después de de lavarme la cara, cuando iba para la cocina a prepararme un café, vi que asomaba un papel. La punta de un papel por debajo de la puerta. Seguro algún impuesto, las expensas, no le presté atención. Pero cuando abrí la puerta al rato para arrancar el día, para salir, vi el papel otra vez.
No era un impuesto, no era publicidad. Un papel, una hoja de papel pequeña arrancada de un anotador. El papel decía, con letra imprenta escrita con birome negra. Decía: ¡Forro!
Así empezó.
Al día siguiente, a la mañana bien temprano, otro papel. Pelotudo, decía esta vez.
No quise darle mayor importancia, tengo enemigos en el trabajo como todo el mundo. Aunque enemigos no es la palabra correcta, gente que no me quiere. Lo normal. Después hay vecinos, algún que otro vecino al que no le gusta mi cara o que quiere saber a qué me dedico, por qué llegaste a vivir donde vive él. Aunque donde vive él no sea gran cosa, igual el pobre tipo no lo puede entender. Alguna ex novia que llamaba por teléfono a cualquier hora para no decir nada, se quedaba del otro lado de la línea respirando. En fin.
Siguieron apareciendo los papeles dos o tres veces por semana. Las palabras se fueron transformando en una oración. ‘No servís para nada’, o ‘Sos horrible, horrible’, o ‘Dios te va a castigar, ya te castigó’. Variaciones por el estilo.
Me preocupé. Por la insistencia y porque llegaba la cuestión hasta la puerta de mi departamento. Necesitaba aclarar el tema.
Agarré el auto una noche. Fui a cenar. Después estacioné el auto enfrente del edificio, un poco en diagonal a la puerta. Me compré un café XL y me puse una gorrita con visera. Nada, nada de nada. A las cinco de la mañana subí, hecho moco de la cintura. Ningún papelito en ningún lado. Quedaba claro para mí que la amenaza no venía de la calle, de afuera. O me habían descubierto en mi burda tarea de vigilancia.
Al día siguiente me preparé para hacer lo mismo pero del lado de adentro. A las doce de la noche apagué todo, las luces, el televisor, y me senté en el living agazapado. Esperando escuchar el ascensor o pasos en las escaleras. Al menor ruido descubriría al agresor.
Nada. Nada de nada. A las cinco y media volví a la cama para tratar de dormir un par de horas.
A la semana siguiente volví a mi rutina y volvieron las notas. Sólo una línea, algo como ‘Fracasaste’, o ‘Sos un imbécil’, o ‘Das asco’.
Pero un día a la tarde, mientras me preparaba unos mates a la vuelta del trabajo, dejé de preocuparme. El entendimiento es algo bastante ajeno a la voluntad, como una movida de ajedrez que de pronto aparece de la nada y resuelve la partida. De dónde vienen los pensamientos creativos si antes no estaban ahí, dónde está la fuente.
No faltaba mucho para que me diera cuenta en medio de la noche que ahí estaba yo, de pie frente a la mesa, sacando una hoja de un anotador escondido en un cajón. Escribiéndome algo.