Llegué antes, yo. Me gustan los bares, me gusta mirar por la ventana y ver que la gente pasa y yo no paso, porque yo estoy sentado justamente en el bar. Me pedí una tónica y un árabe de salame y manteca, tenía hambre, me pareció que era demasiado temprano para empezar a tomar. Una de las pocas reglas que había logrado mantener a lo largo de mi vida había sido no empezar a tomar alcohol antes de las seis de la tarde, o de las cinco quizás. Si no fuera por esa regla estaría muerto, supongo.
Llegó ella, se sentó, dejó sus cosas, carpetas, papeles, bolso. Se la veía nerviosa, había tomado envión para decir lo que tenía que decir.
–Mirá, Juan, necesito tiempo, no sé lo que me pasa –dijo. Y siguió. Hizo un catálogo más o menos descriptivo de todas las cosas que yo no había hecho o había hecho mal, o había hecho cuando no había que hacerlas. Todo lo que le molestaba de mí, alguien pasaba hablando del otro lado del vidrio a los gritos, por su celular.
Di un bocado del sándwich, después otro más. Hay gente que cree que el salame va mejor con mayonesa pero no, la combinación con manteca es de lo más genial. Así como la gente se pasa la vida comiendo queso con dulce de batata o de membrillo sin enterarse, sin que nadie les diga que prueben comer el queso con dulce de leche. Te toca el alma, te hace sentir que vale la pena estar vivo, te dan ganas de llorar.
Habían pasado unos minutos desde que ella se sentó, más de cinco, pero menos de diez.
–Bueno –dijo y se acomodó un mechón de pelo detrás de la oreja.
–Sí –dije yo. La miré, era linda y era joven y yo no era ninguna de las dos cosas. La iba a extrañar.
–Estoy esperando, Juan –los puños crispados sobre la mesa, junto a la cucharita del café con leche– ¿No me vas a decir nada?
–No –dije–. Sucede que me han dejado mucho. Dejarme a mí podría ser una disciplina olímpica, te digo la verdad.