30.12.13

Calesita


te hice reír
en la calle.
te hice gritar
en la cama.
te hice cantar
en la ducha.

y ahora que te vas,
lloro, aprendo.

24.12.13

Lo que dice tu remera


         Mi amigo P. me vino a ver. Me vino a ver, mi amigo P. Siempre tenía ideas, P., no tiene nada de malo tener ideas. Las ideas de P., todas las ideas, eran para salir de pobre. P. quería dejar de una buena vez las privaciones, vivir alquilando, laburos de mierda con sueldos de mierda. P. quería tener plata.
         Olvidé decir que todas las ideas de P. no eran, no habían sido nunca, buenas. Las ideas de P. fracasaban.
         Había probado poner un local de venta de panchos, P. Me había pedido plata prestada, y me había pedido que se me ocurriera el nombre, para el local. ‘Pancho Palace’, había sido el nombre que le sugerí. El local, que debía transformarse en un ícono del pancho, como el local donde iba Anthony Bourdain a comer hot dogs en New York, fracasó, sin atenuantes, en menos de tres meses.
         Después había probado fabricar alfajorcitos de maicena, P. En el garage de la casa de un tío que vivía en Wilde. Para inundar los quioscos de la Argentina con alfajorcitos de maicena artesanales. Dijo que tenía un maestro pastelero amigo, un científico del alfajor. El maestro pastelero, el científico del alfajor, el amigo de P., se fugó con los materiales, con el azúcar, con la harina, con el horno que le hizo comprar, y con algo de plata.
         Después había probado fabricar limoncello, P. Tenía una receta maestra. Compró cien kilos de limones en el mercado central, y azúcar, y bidones de alcohol. Utilizaba, para la fabricación, la bañadera de su departamento. Fabricó las primeras botellas. Decidió hacer una prueba, le regaló una botella al vecino del noveno ‘c’, un jubilado que tenía un simpático perro salchicha  llamado Wilson y que tomaba (él, no el perro salchicha) entre tres y cinco damajuanas de vino por semana.
         Murió, el vecino, de un fulminante ataque al hígado. Tuvimos que cargar las botellas de limoncello en el baúl de mi auto, durante varias noches, y tirarlas al río. Todavía hoy si uno va a visitar a P. y pasa al baño a hacer pis, hay un olor, entre pis de gato y desinfectante, que te provoca mareos. Es un milagro que P. no haya ido preso por asesinato.
         Bueno, me fui del tema. P. vino y me dijo que tenía una idea. Iba a fabricar remeras, me dijo, remeras estampadas. No se le había ocurrido a nadie, me dijo. La clave estaba en la inscripción que tuvieran las remeras. Ahí estaba el gancho.
         –Vos que te hacés el escritor –me dijo P.–. Escribime algunas frases para las remeras. Siento que estoy ante la oportunidad de mi vida, Juan.
         Así que me senté el viernes a la noche, con una botella de un digno malbec y unas empanadas que tenía en la heladera desde hacía dos o tres días. Y le escribí las frases en una hoja de papel.

*Remera 1 / inscripción al frente.
         Yo ya fracasé.
         La frase resulta muy útil para los adolescentes del sexo masculino que van a bailar. La frase avisa, al acercarse por ejemplo el portador de la remera, a una chica, que ella no debe disfrutar en exceso el rechazar la invitación del sujeto portador de la remera. El sujeto ya ha fracasado en general,  y puede volver a fracasar en lo particular sin mayores inconvenientes.

*Remera 2 / inscripción al frente.
         Ya dimos.
         La frase avisa, al ocasional interlocutor, lo que el portador de la remera tiene pensado responder ni bien le pidan dinero, ni bien le pidan cualquier cosa, ni bien le pidan algo. Y el 97% de los interlocutores, lo único que quieren es pedirte algo.

*Remera 3 / inscripción al frente.
         No corrás, que es peor.
         La frase es para una remera que debe ser utilizada cuando uno baja a caminar, por un parque, o por una plaza, o a fumar un cigarrillo. La frase hace que el corredor que te cruza, justamente corriendo, abra la boca, haga una mueca de la más profunda contrariedad, mientras descubre que ha estado poniendo su energía las últimas 1.528 mañanas en una actividad carente del más mínimo sentido.

*Remera 4 / inscripción en la espalda
         Ya sé.
         La frase explica que el portador de la remera ya sabe, ya sabe que es pelado, o que su novia es renga, o que pisó un chicle, o que está en medio de una tormenta eléctrica. El portador de la remera no desea que le avisen nada.

*Remera 5 / inscripción al frente
         Tengo miedo.
         La frase explica que el portador de la remera tiene miedo. Tiene miedo a los terremotos y a las catástrofes aéreas y a los ladrones de bancos y a viajar en colectivo y a los boludos en general. Es una remera para alguien que sabe el mundo en el que le ha tocado vivir, y aún así intenta continuar adelante.

         Le di la hoja, a P. Le dije que el viernes siguiente le iba a preparar cinco inscripciones más, para cinco remeras más.
         Te la hago corta. El proyecto fracasó. P. hizo mil remeras de cada una. No vendió ni quince. Para mí que la gente no entendió, no estaban preparados, me pasa lo mismo con mis poemas. P. me escribió el otro día, se fue a vivir a lo de una prima, en Canadá. Trabaja en una panadería.

18.12.13

La japi adentro


         Lo explico para ayudar, como siempre. Quién hubiera dicho que lo mío iba a ser ayudar, yo estaba seguro que lo mío era escribir. No se dio, es algo que en verdad lamento.
         Para todas esas pobres chicas que quieren saber, si el tipo con el que están, con el que están cogiendo básicamente, las quiere.
         Porque coger tenemos que coger todos, qué le vamos a hacer, y para la mujer, ya lo he dicho alguna vez, la pija es destino. Quiero decir, pichona, si no cogés, no vivís. Pero no es eso lo que la mujer quiere saber, no es eso de lo que estamos hablando, en esta curiosa ocasión, en esta particular oportunidad.
         Porque el tipo te coge, el tipo te pone quizás en cuatro patas y te matraquea, te jadea desde atrás como un chancho cimarrón. O te levanta las patas, vos estás recostada de espaldas y el tipo te levanta las patas, bien alto, un poco más alto, eso está muy bien también. Te aprieta las tetas, o te mete un pulgar en la boca, o te tira del pelo. Está bien, claro que está bien, si te coge, si te quiere coger, es que lo calentás, que de algún modo estás buena. Pero no es el tema.
         Lo que tenés que saber, lo que tenés que prestar atención, estar atenta, es lo que te digo a continuación (escénica pausa).
         El tipo eyaculó. Acabó. Terminó. Decilo como quieras, con o sin forro (no estamos discutiendo eso, ya sé que hay temas de profilaxis, de enfermedades, de higiene. Decímelo a mí, que he chupado cada concha en mal estado, conchas que era como meter el hocico en una lata de paté vieja, con botulismo y quién sabe qué más, ingles que tenían gusto a pilas sulfatadas, no me hagas acordar). Acá empieza la cuestión. El tipo eyacula, se vacía en vos, tres o cinco latigazos dependiendo de la edad y el estado físico del portador de la garompa, en ningún caso más de siete. Son leyes de la física.
         Y. Entonces. Ahora. Es importante lo que pasa.
         La pija debe quedar adentro. Esa es la clave. No importa si vos estás en cuatro patas y el tipo se aferra a tu cintura, o si vos estás recostada y el tipo se te cae encima, sudoroso, agitado, te aprieta, te aplasta.
         Repito, la pija debe quedar adentro. A-d-e-n-t-r-o. Con o sin forro, viva o muerta, palpitante o exánime.
         No importa nada más, no importa lo que te pase, lo que sientas, las ganas que tengas de tomar agua o de ir a bañarte, si el tipo eructa o se pedorrea o se rasca.
         La pija debe quedar adentro, unos treinta y tres segundos. Entre treinta segundos y un minuto. Así que podés ponerte a contar, seguro sabés contar, mentalmente, terminaste la primaria, como pudiste, eso quise decir. Si el tipo saca la pija antes de los treinta y tres segundos, porque dice que le aprieta el forro, porque le pica el culo, o porque quiere traer de la heladera un vaso de Fanta o quiere chequear si le entraron mensajitos en el celular o no se acuerda dónde dejó las llaves del auto. Porque empieza el partido del Manchester, porque quiere fumar.
         Si el tipo saca la pija antes de los treinta y tres segundos, sí, te cogió, claro que te cogió, mal o bien, necesitaba coger. Pero ni sueñes que se quiera quedar con vos. No te aguanta.

*ya sé lo que me vas a preguntar. para cualquier otra cavidad, se aplica también.

12.12.13

Cul-de-sac


         El mejor operativo de prensa del mundo, la mejor campaña de marketing que yo pueda recordar.
         Le hicieron creer, a la gente, que se puede ser feliz. Con eso alcanza, con eso es más que suficiente para tenerlos, embotados y aturdidos, por el lapso de tiempo que dura aquello que se ha dado en llamar, de alguna manera hay que llamarlo, vida.
         Es como si les mostraran alguien con el alma photoshopeada. Aunque lo sientas lejano, aunque dudes, la imagen te pega y no se te va más. De nada sirve que un par de años después alguien publique una foto donde vos ves que a Jennifer López le tienen que llevar el culo en un carrito de supermercado, entre dos asistentes. Cuando se cae el decorado, cuando se corre el velo, vos ya te pasaste tus buenos años combatiendo contra la absurda realidad. Armaste un plan de vida hecho a base de esfuerzo y tratamientos para lograr algo que, sencillamente, no existe. La imaginaria zanahoria para el burro real.
         Lo mejor que podrían hacer es explicarle a los chicos, en la escuela primaria, que la felicidad no existe, no vinimos para eso. No persigan amores imposibles, ni sueñen con millonarios premios de lotería. No aspiren a playas del Caribe ni automóviles descapotables, ni dulces indiecitas con la piel té con leche y tetitas puntiagudas.
         La distancia entre lo que sos y lo que querés ser te va a masticar el alma como un hurón en camiseta. Tomate un vaso de vino, comete un pedazo de dulce de membrillo, cogete algo que se mueva. No insistas con la felicidad, no jodas con eso.

6.12.13

Magia negra


         Fui a ver a una curandera. Sí, ya sé, te parezco un pelotudo, a mí también me daba una vergüenza enorme. Pero el asunto es que no me salía una, había entrado en una racha negativa. Sin entrar en detalles, me estaba yendo para el culo en todos los grandes rubros del horóscopo. No me salía nada, cuando me despertaba a la mañana, antes de abrir los  ojos, de pronto venía todo, llamalo la conciencia de mí, de saber quién soy, dónde estaba, lo que me pasaba. Y no quería abrir los ojos, sencillamente no quería tener que arrancar.
         A la curandera me la recomendó una amiga con la que cogía de vez en cuando, Mariana. Me dijo que ella había ido cuando habían tenido que operar a su pequeña hija de urgencia, y le había ido bárbaro. Se había sacado la angustia de encima, la tristeza, en fin.
         Me insistió, Mariana, que fuera, me dijo que ella me pedía un turno para el jueves, y después nos veíamos el viernes, para coger, y de paso le contaba. Me dijo que iba a ver cómo me volvían las ganas de vivir, de hacer cosas, y me dijo que me iba a chupar la pija (ella, no la curandera). Buenísima, Mariana, había logrado sobreponerse de temas bien chivos, el marido la molía a golpes, un tío la violaba cuando era una nena de doce años, y ella había logrado seguir, avanzar con su vida. Se juntan los pedazos y se sigue, solía decir y se reía, con una sonrisa algo tristona. Tenía buen pelo, un pelo para meter los dedos y apretar.
         El asunto es que fui, a la curandera. Un minúsculo departamentito en Once, en un edificio sobre la calle Larrea donde parecía que no tenías más que golpear una puerta al azar para comprar cocaína berreta o coger con alguna puta en caída libre. Los coreanos habían derrotado a las judíos en su momento por el control territorial de la zona, y ahora los peruanos y los bolivianos los empujaban a ellos. Guerra todo el tiempo, diría el viejo Buk.
         Me recibió una mujer algo excedida de peso, vestida como una gitana o alguien que acabara de volver de la India, de pasarse un par de años en un ashram cantando boludeces. Tenía un pañuelo fucsia en la cabeza, y muchas pulseras en ambas manos. Usaba chinelas con medias de toalla, unas pantuflas como las que solía usar mi abuelo.
         El comedor estaba casi a oscuras, apenas dos o tres velas encendidas, las persianas bajas. Había un escritorio con dos sillas, una biblioteca repleta de libros de esoterismo, y una camilla.
         Me hizo sentar y me dio un té, en un vasito de plástico.
         –Bueno –me dijo, tomándome una mano por encima del escritorio–. Te escucho.
         Hablé un poco. Le expliqué que no me salía una. Que mi mujer me había dejado por un compañero de trabajo, que mi hija no me daba ni bola, que mi trabajo era una mierda. Le dije que la rutina me estaba comiendo el alma, me había venido grande y sentía que la vida no tenía sentido. Tenía, todo el tiempo, esa horrible sensación, esas ganas de correr, de salir corriendo, y de saber al mismo tiempo que no había adónde escapar.
         –Estoy harto de ser yo –dije, y me terminé el té.
         Me hizo desvestir. Me dijo que me quedara en calzoncillos y me acostara, boca arriba, en la camilla. Me tocó los pies, las plantas de los pies, dejó sus manos sobre las plantas de mis pies un rato largo, hasta que sentí calor.
         Después me hizo un asterisco gigante, con una cuchara cargada con mayonesa Hellmann’s que trajo de la cocina, sobre el torso. Me dijo que cerrara los ojos, la dejé hacer.
         Después trajo una paloma del cuarto, una paloma gris, común y silvestre, de las que se ven en las plazas. Le arrancó la cabeza de un mordisco, y apoyó la cabeza de la paloma, todavía latiendo, sobre mi corazón pintado de mayonesa. Lanzó conjuros, gritó. Después comenzó a pasarme por todo el cuerpo una rama con hojas, parecía una rama de eucalipto, no lo sé, las hojas secas me pinchaban la piel. Se hizo un buche con alcohol y escupió sobre mí.
         –¡Aham! –gritó– ¡Soham!
         Y listo. Al rato me dijo que me podía sentar. Me dio un desteñido toallón para que me limpiara en un mohoso bañito de pálidos azulejos. Me volví a vestir.
         Le pregunté cuánto le debía. Trescientos cincuenta pesos. Se los di. Me dijo que todas las curanderas cobran antes, antes de dar el servicio, pero ella no. Las que cobran antes son como las prostitutas que temen que el cliente no quede conforme.
         –¿Le parece que voy a mejorar? –dije. 
         –No sé –dijo–, no creo. Pero no me digas que todo lo que hice no estuvo bueno. La mayoría de las veces lo que la gente necesita es sentir que todavía tienen alguna posibilidad.

30.11.13

Yo sé


         Yo sé que hay algo bueno para nosotros, en alguna parte.
         Yo sé que hay una esquina donde nos vamos a encontrar, y va a estar lloviendo, y vamos a estar tan contentos de estar ahí, sólo de estar ahí. De vernos.
         Yo sé que hay una pizza que nos espera en alguna curva de la vida. Donde la muzzarella nos acariciará el alma, nos calentará el corazón como la caricia de una madre y nos dirá que nada fue en vano, que un par de risas bien pueden derrotar a la muerte.
         Yo sé que vamos a caminar de la mano por alguna playa, muy temprano, metiendo los piecitos en el agua. Va a ser invierno y va a haber un perro peludo, también. Y el mundo nos va a parecer un lugar mucho más amable.
         Yo sé que un día lloverá whisky o café con leche y voy a pisar una baldosa que me va a salpicar de ganas de hacer, esas ganas que tenía cuando me parecía que la felicidad era posible.
         Yo sé que hay algo bueno para nosotros. En alguna parte.

24.11.13

Asado con familia


         Fui a visitar a mi prima Milena. Tengo una prima que se llama Milena, desde chicos, desde siempre. Y aunque nos vemos poco y nada por diversas circunstancias de la vida, nos queremos. Es la prima a la que más quiero.
         Siempre la admiré, a Milena. Porque de chiquita ella quería ser bailarina clásica, y alguna vez la vi ensayar en puntas de pie, con el cabello tirante recogido y el cuerpo tan pulido, tan perfecto. Después se cansó del baile y estudió yoga muchos años. Fue instructora, daba clases por todo el país, cuando nos veíamos me enseñaba alguna postura para mi dolor de espalda. O para mi crónica tristeza.
         Se casó, Milena, tuvo dos hijos, vivió casi diez años en Londres. Se divorció, ahora vive con su nueva pareja en Vicente López. Pinta, pero no pinta un jarrón o una naranja por hobby. Pinta de verdad, expone sus acuarelas, las vende.
         Me dijo que me quería ver, me dijo que hacía mucho que no nos veíamos, me dijo que fuera a visitarla. El sábado al mediodía. Ian, su nueva pareja, haría un asado. Ella me dijo que quería conocer a mi novia, que fuera con Romina.
         En fin. Fuimos. Vicente López, una regia casa, la hija de Milena, Sofía, que ya debía tener quince años, estudiando para el colegio, el menor, Guillermo, no estaba porque se había quedado a dormir en la casa de un amigo y tenía partido de fútbol.
         Ian le debía llevar a Milena unos doce o quince años, bohemio, canchero, macanudo. Una casa bárbara con un jardín para tirarse a dormir la siesta. Árboles, sí, cinco o siete árboles de cien años, un álamo, un fresno.
         Estábamos en otoño pero no hacía demasiado frío. Ian insistió en mostrarme la cava de piedra, construida bajo la tierra, como si fuera un refugio atómico. Subimos con varios vinos. Ian insitía en que probáramos un Syrah australiano. Riquísimo. Romina se entendió al toque con Milena, la ayudaba a preparar las ensaladas.
         –¿Y éste cómo se llama? –pregunté, palmeando a un Collie atorrante, cariñoso, con pinta de no bañarse muy seguido.
         –Vito –me dijo Milena desde la cocina–. Le falta hablar, solamente. Es el mejor perro que tuve en mi vida. No sabés cómo cuida a los chicos.
         Trajeron unos platitos con salame y queso cortado en cubitos. Ian me sirvió un whisky de apertura. Era francés, de Bretaña,  editaba una revista de arte que marcaba tendencia en Europa. Fanático del asado y de los paisajes que podía recorrer en bicicleta, estaba encantado con la Argentina.
         Quería chequear mis mails. No hacía falta, pero estaba esperando que me  mandaran una presentación, corregida, para una charla que debía dar el lunes, y el teléfono me andaba para el culo. Soy consultor, me gano la vida hablando, digo un par de boludeces, hago reír a la gente mientras les explico qué hacer con su dinero, finanzas, no es una mala vida.
         Le pregunté a Milena si me dejaba consultar mis mails en cualquier computadora. Sólo un minuto.
         –Subí al cuarto de Sofía –me dijo Milena–. Tiene dos computadoras, además de su ipad,  y su iphone. En serio, no le molesta. Andá y pedile una de las netbooks.
         Subí, con el vaso de whisky en la mano. La puerta del cuarto de Sofía estaba entreabierta. Golpeé, dije ‘permiso’.
         Nada, silencio. Se debía estar bañando, se oía el ruido de una ducha, proveniente del baño situado a mitad del pasillo.
         Había pósters, un osito de peluche sentado entre los almohadones de la cama, lo clásico. Me senté frente a la computadora.
         Fue un error, fue un error, no debí hacerlo, lo sé, lo admito. Toqué el teclado, ahí estaba, en la pantalla, el cielo celeste de fondo, las nubecitas, los íconos. Pensé, es un segundo, chequeo el mail y me quedo tranquilo. Clickeé para abrir el explorador, miro si recibí el mail y bajo a limpiarme un tubo de vino con la picada. Pero el navegador tardó en abrir. Quizás la conexión era lenta, no lo sé.
         Debí levantarme e irme, no anda, listo. Pero di un sorbo al whisky, y abrí, al azar, una carpeta ubicada en el ángulo inferior izquierdo de la computadora. En la carpeta decía, debajo, ‘Vito’.
         Hice doble clic al voleo, eran cientos de fotos. Se abrió una foto. Al principio no entendí bien, pero después sí, después entendí perfectamente. Una foto del Collie, de Vito, sentado, con la pija parada, muy parada, casi púrpura. Las manos de la nena, de Sofía, una mano sosteniendo la pija, la otra los huevos. El perro miraba a la cámara algo aturdido, con la lengua afuera. La nena, en bombacha y corpiño, también miraba a la cámara. Con lascivia. Sonreía.
         Abrí otra foto, la de al lado. Ahora Vito estaba de pie (de pie, para los perros, es en cuatro patas), y Sofía, a su lado, en cuatro patas también. Muy agachada, como si estuviera buscando algo debajo de la cama. Pero no, estaba metiéndose el pito de Vito en la boca. La nena hacía casi una contorsión para mirar a la cámara, desde abajo, con el pito del perro en la boca. El perro parecía despreocupado, tranquilo.
         Abrí una más, una foto más. Sofía acostada de espaldas sobre la alfombra de color celeste, las piernas abiertas. Sí, claro, con Vito encima. La toma debió exigirle algunos ajustes, pero estaba bien lograda. Se veía, claramente, la penetración. La chica tenía puestas unas botas cortas que le quedaban muy grandes, se agarraba, con ambas manos, los tacos en punta, las piernas bien arriba.
         Cerré las fotos, cerré la carpeta, y bajé. En el pasillo todavía se escuchaba la ducha. Volví al jardín, me senté, terminé mi whisky de un trago. Ian  acomodaba el carbón con el atizador, para que el fuego diera más de lleno en las tiras de asado.
         –Tomá, probá esto –me pasó un tenedor con un pedacito de salchicha parrillera–. Decime si ya está bien.
         Me pareció que Vito me miraba. A mí, no la comida.

18.11.13

Qué hiciste con tu vida


         –¿Tuviste un hijo?
         –¿Eh?
         Me había quedado dormido, y la pregunta me despertó. Debían ser las dos de la mañana, más o menos. Porque habíamos ido a cenar, antes de venir a mi casa. Claro, a coger.
         –Si tuviste un hijo, Juan –ella se había incorporado contra los almohadones, y miraba la televisión, sin volumen. No era fea, aunque tampoco era linda. Y definitivamente no era joven.
         –No sé –dije–, no entiendo.
         –No es tan difícil, Juan, la pregunta. Si tuviste un hijo.
         Existen dos tipos de charlas, de conversaciones, entre un hombre y una mujer. Las charlas antes de coger, y las charlas después de coger. Las charlas que suceden antes de coger son charlas donde el hombre piensa cómo hacer, cuánto falta, para ir a coger. Las charlas que suceden después de coger son charlas donde el hombre piensa cómo hacer, de qué forma escapar, antes de volver a necesitar coger.
         –No –gargajeé, se me había secado la garganta–. No tengo hijos. Por ahora. Que yo sepa. Quiero decir, no me consta.
         Se hizo una pausa. Ella miraba en la televisión un programa japonés donde los participantes hacían absurdas piruetas mientras un desorbitado público se reía a carcajada limpia y aplaudía. Los participantes, con cascos y pecheras rojas o azules, se tiraban por inflables toboganes, o hacían una guerra con tortas de crema, imbecilidades por el estilo. Era evidente que los japoneses habían quedado mal del bocho después de Hiroshima, no tenían la más puta idea de cómo divertirse.
         –¿Y plantaste un árbol? –dijo ella.
         –¿Qué? –Hice fuerza para sentarme en la cama, pero sentí un pinchazo justo en la base de la columna, producto de algún mal movimiento durante la fornienda, y sobrepeso, claro.
         –Si plantaste un árbol, Juan –ella encendió un cigarrillo.
         –No, no planté un árbol –resoplé, tratando de descifrar si el dolor iba a ser benévolo conmigo, o si me llevaba, de la mano, hacia la invalidez sin atenuantes–. Tampoco sé distinguir entre un caballo y una vaca. Soy un tipo de ciudad, con todo lo que eso implica.
         Otra pausa. Ahora, en el televisor, setenta o noventa japoneses de ambos sexos luchaban sobre una resbalosa superficie, se amontonaban, chocaban unos con otros intentando mantenerse en pie, se caían. Eran dos equipos, pero era imposible entender el juego, la consigna, lo que hubiera que hacer. La gente, el público, deliraba de la risa.
         –¿Escribiste un libro, Juan? –dijo ella, y bebió gaseosa de la lata, de una lata que había junto a la cama, sobre el piso. Por un instante, mientras echaba la cabeza hacia atrás y bebía gaseosa con satisfacción, con deleite, cerró los ojos y el cabello le cayó sobre los hombros, y fue bonita otra vez.
         –No, pichona, no escribí ningún libro –dije–. No sólo no escribo, sino que prácticamente no leo. Creo que la literatura es una actividad perimida.
         –¿Ves? –dijo mientras se rascaba delicadamente la base de una teta con la punta de un meñique–. No tuviste un hijo, no plantaste un árbol, y no escribiste un libro. No hiciste nada de nada, quiero decir, nada trascendente con tu vida.
         –No sé –dije, logré sentarme en la cama, apoyé los pies sobre el parquet, junté fuerzas–. Pero tiene que haber algo más. Estoy seguro que tiene que haber algo más. Algo que tampoco es coger con vos, desde ya. Si no, esto no es vida.

12.11.13

Pescadito


         Se llamaba Martín Pedrazzi, pero le decían ‘Pescadito’.
         Yo trabajaba en una casa que vendía todo tipo de envases de plástico, artículos de cartón, bolsas de polietileno, un local que quedaba sobre la calle Velasco. Viste cómo es, estás todo el día ahí, doce horas, te terminás conociendo con todos. Los pibes que laburan de cadetes en otros negocios, las chicas que atienden en los mostradores y salen a fumar, alguna que va al kiosco a comprar un alfajor y se queda a charlar un poco.
         Pescadito estaba siempre ahí, sentado en la calle, desde muy temprano. Podía ser un mendigo, y de hecho estaba en el límite, pero no era un mendigo. No pedía.
         El pibe estaba ahí, prolijo, muy prolijo, parecía recién bañado, con el cabello húmedo peinado con raya al costado. Flaco, desgarbado, con los hombros un poco echados hacia delante. Los ojos como salidos de las órbitas, pero apenas, una suerte de exoftalmia. La cristalina mirada observándolo todo, como si en verdad algo interesante estuviera sucediendo.
          Respetuoso, con la voz muy bajita, apenas un murmullo, se ofrecía para hacer algo, cualquier cosa. Se ofrecía a lavarle el auto al dueño de la farmacia, se ofrecía a ayudarte a descargar el camión que llegaba con la mercadería, se ofrecía a ir al bar y traer los almuerzos, se ofrecía para hacer trámites bancarios.
         A fuerza de estar, de insistir, se había ido ganando un lugar. En el barrio lo conocían todos, sabían que cuando llegaran al negocio ya iba a estar ahí, en el edificio de mitad de cuadra, sentado en los escalones. Esperando.
         –Qué hacés, Pescadito –le decía el mozo del bar–. Alcanzale este café a Salomón, que no se te caiga.
         –Eh, Pescadito, tomá. Traeme dos alfajores Fantoche triples del kiosco, de chocolate, y pilas para el control remoto. Quedate con el vuelto.
         –Pescadito, ¿me lustrás los zapatos que están hechos un asco? Y fijate si en la zapatería no tienen cordones.
         Y allá iba, Pescadito, a cumplir con el encargo. Inmutable, con una semisonrisa tatuada en los labios, lento el andar.
         Acá viene el asunto, ya llegamos. Le decían ‘Pescadito’, a Pescadito, porque el tipo de la pescadería una vez había salido a la vereda, y le había preguntado al muchacho qué quería para el almuerzo. La intención, claro estaba, era darle comida, alimentarlo. En la pescadería, que se llamaba Ultrafish, tenían de todo. Vendían filetes de merluza ya hechos, a la milanesa, ensaladas de frutos de mar, latas de palmitos también, calamaretis fritos, no sé, brótolas, besugos, abadejos. Rabas.
         –No sé –había respondido Pescadito–. Pescado.
         Así que el dueño de la pescadería que se llamaba Ramón, había salido con un pescado, una brótola entera, con cabeza y todo, sosteniéndola de la cola, y la había puesto a la altura de la cabeza de Pescadito. Era una broma, claro.
         –Gracias –había dicho Pescadito. Había agarrado el pescado con las dos manos, y se puso a comerlo. Daba pequeños mordiscos sobre el lomo del pescado crudo, ante la atónita mirada de Ramón que pensaba que el muchacho le había seguido la broma y lo estaba cargando.
         Pero no, Pescadito siguió comiendo, despacio, concentrado.
         Corrió la noticia, se supo enseguida. Todas las mañanas, Ramón le daba a Pescadito alguna tarea, acomodar las bolsas de hielo, cargar los desperdicios en el camión que pasaba a retirarlos, ir a pagar algo. Y al mediodía, Ramón le daba al chico algo de comer. Algo que podía variar pero siempre era crudo. Pescado.
         Y Pescadito, que para ese entonces ya había sido bautizado Pescadito, comía sentado en el cordón de la vereda, alguien le ofrecía un vaso de gaseosa o un poco de jugo, él también lo aceptaba.
         Algunos de los muchachos cada tanto le preguntaban, cómo podía comer eso, pescado crudo, pero Pescadito se los quedaba mirando. No contestaba.
         Era un enigma. Pescadito estaba sano, sonriente, tenía fuerzas, parecía más o menos normal, hablaba poco, siempre dispuesto a realizar cualquier tarea. Con entusiasmo. Lo único que comía era pescado crudo. No mucho, un par de pejerreyes, una merluza, trillas, a veces, una porción de salmón blanco.
         Y entonces vino el día. Un diluvio. Diciembre en Buenos Aires, un calor imposible, más de treinta y cinco grados. Estaba terminando de ordenar unas cajas, el cielo se puso negro. Se largó a llover mal, viste como es. La ciudad se inunda, sube el agua a las veredas, la gente se pone más fastidiosa que de costumbre, creen que va a granizar, que se les va a hacer moco el auto. Les meten presión en las noticias, les dicen que viene un tifón o un tornado, hay que llenar el espacio con algo.
         Llovía y llovía y parecía que no iba a parar nunca. El agua rebalsaba de las alcantarillas, subía a la vereda, el cielo había bajado la cortina, como si fuera de noche.
         Con el pretexto de evitar que el agua entrara al negocio, agarré un secador de piso y salí del local, a fumar un cigarrillo. Me gustaba ver llover desde que era chico, lo que equivalía a decir desde siempre. Me sigue gustando.
         Entonces lo vi, a Pescadito. Mi primera sensación fue que se había tropezado, porque estaba como acostado, boca abajo, en el medio de la calle. Temí que se hubiera lastimado.
         –¡Eh, Pescadito! –dije, y ya estaba por ir a ayudarlo a levantarse. Pero me di cuenta que no, que no se había caído. Porque se estaba moviendo, como si ondulara, sumado a laterales movimientos de su cuerpo, ágiles y precisos. Nadaba, Pescadito, iba nadando entre los autos.

6.11.13

La vida continúa


         Murió el papá, el papá de Mariana.
Mariana era mi novia, vivía conmigo hacía casi seis meses, así que las cosas pronto tendrían que empezar a fallar. Lo bueno dejaría de ser tan bueno, lo malo se volvería muchísimo más malo. Lo normal, la vida.
         Pero por el momento Mariana vivía conmigo, y nos gustaba coger y quedarnos después de la cena juntos, despiertos, mirando cualquier cosa por la televisión mientras terminábamos el vino. Desayunábamos en silencio. Un rato, durante la noche, dormidos, nos abrazábamos.        
         El papá de Mariana tenía setenta y ocho años, hacía mucho, más de diez años, que vivía en Ostende. Le gustaba andar en bicicleta, y tenía un perro, un ovejero alemán que se llamaba Walter. Había sido (el papá de Mariana, no el perro) marino mercante.
         Acompañé a Mariana al velatorio, lo habían traído, al hombre, a Buenos Aires. Tenía cáncer de pulmón, y prefirió no tratarse, eso me había contado Mariana. Prefiero seguir fumando, había dicho el hombre, alguna vez, cuando le preguntaron. Y se había quedado en Ostende, jugando al dominó con sus amigos, yendo a pasear con Walter cada mañana.
         La sala de velatorios era una clásica sala de velatorios. Al papá de Mariana lo velaban en el primer piso, había otro velatorio en planta baja. Hasta cuando te morías te tocaba estar con gente que no conocías, compartir el espacio. No sé por qué pero eso fue lo que pensé, no pude evitarlo.
         Había venido gente a despedirse, claro. La ex esposa del papá de Mariana, o sea la mamá de Mariana. Los cuatro hermanos de Mariana, tres mujeres y un varón, con sus familias, menos la más jovencita que estaba sola y parecía fumada, aunque podía bien ser el efecto de la tristeza. Había parientes, más parientes, algún amigo, primos. Como treinta personas, tratando de no moverse mucho dentro de la pequeña sala.
         Mariana se había puesto de pie y había entrado por un momento a la salita contigua, donde estaba el cajón. Se había quedado ahí, con una mano sobre el féretro. En silencio.
         –¡A ver, todos! –dijo, se asomó, se afirmó bajo el marco de la puerta, aplaudió, dos veces– ¡Quiero decir unas palabras!
         No la tenía en esa faceta, pero eso era normal también. Ante el contacto más o menos directo con la muerte, están quienes se ponen locuaces o particularmente melancólicos, algunos tienen arrebatos  de euforia, otros caen sentados por sus propios recuerdos, como si hubieran recibido una trompada. Ante el enigma de la muerte, ante lo que no podemos explicar ni conocemos, todo vale.
         Alguien tosió. Dos o tres personas se pusieron de pie. Alguien que fumaba en el pasillo dio la última pitada y asomó la cabeza en la sala.
         –Están acá –dijo Mariana–, para despedir a Alberto. Mi padre.
         Se hizo un silencio, Mariana pareció juntar fuerzas, tomar aire.
         –Hay algo que nunca conté, porque me prometí no contarlo –dijo Mariana–. Mi papá, Alberto, el hombre que todos ustedes conocen, era un hijo de remil putas. Alberto me violó, cuando yo era una nena, cuando mi papá era para mí la persona más importante del mundo y yo no podía defenderme. Me violó cuando yo tenía nueve años, y siguió violándome, regularmente, los domingos, durante años.
         –Vos dormías la siesta, mamá –dijo Mariana y señaló a su madre–. Mientras Alberto me manoseaba, me metía los dedos, me obligaba a que se la chupe. Después me cogía. Yo me tenía que dejar para que él no te pegara a vos. Para que no las viole a ustedes, me amenazaba –apuntó, con el mentón, al sector donde estaban sus hermanas.
         –Pero no puede ser –dijo un señor de lentes, con bastón. Era el hermano de Alberto.
         –¡Callate, pelotudo, vos no sabés nada! –dijo Mariana. El hombre pareció sentirse mal, trastabilló. Tuvo que sentarse.
         –¡Así que ya saben! Este hombre que ustedes están recordando con cariño, era una basura, un pervertido que me cagó la vida. Me cogía y después me daba una palmadita, me decía ‘muy bien, muy bien, vos sos mi preferida’. Por eso se fue a vivir a la costa, porque cuando crecí no pudo soportar tener que mirarme a la cara. Nunca lo dije, cargué con esto. Siguió la vida. Ahora ya está, ahora ya no importa. Ahora lo saben.
         Tuvo un sollozo, Mariana, un acceso de llanto. Fui a su encuentro, me abrazó. Alguien gritó ‘¡no!’, se cayó una silla. La mamá de Mariana se agarraba la cabeza con las dos manos, como si tuviera miedo que la cabeza se le pudiera caer y rodara por el piso.  
         –Necesito fumar un cigarrillo –me dijo al oído–. Llevame abajo.
         Estábamos en la calle, Mariana pitaba. Le pasé la mano por la frente, le acaricié el pelo.
         –No sabía –dije, apoyado contra el lateral de un automóvil, los brazos cruzados–. Jamás dijiste nada. Qué tremendo.
         –Es todo mentira –dijo Mariana, sonrió. Tiró el cigarrillo y me apretó, por un momento, con dos dedos, con los internos y flexionados laterales de los dedos mayor e índice de la mano derecha, la nariz. Y dio un pequeño tirón, como si me estuviera acomodando, la nariz, en la cara.
         –¿Eh?
         –Es mentira –repitió, lanzó un soplido–. Pero mi papá tenía un regio departamento en Pinamar, debe haber varios en la cola para repartirlo. Con esto me van a tener en cuenta, el viejo lo hubiera entendido perfectamente. Algo me van a tener que tirar, no se van a poder hacer los pelotudos.

30.10.13

Si estás triste


         No vayas a la India, no, no hace falta.
         Si llegás a tomar un vaso de agua de la canilla, en la India, te vas a cagar encima una semana.
         No te cojas a tu prima. De ninguna manera, aunque esté divorciada.
         Si te cogés a tu prima te vas a arrepentir, y ella se va a arrepentir. Y se van a tener que seguir viendo en Navidad, en los cumpleaños de los hijos. Se van a sentir siempre basuras sin alma.
         No te hagas socio de un gimnasio. En los gimnasios la gente está más triste que vos, en los gimnasios la gente se quiere matar, mientras transpiran. Correr en cinta es estar muerto, es peor que estar muerto, es estar muerto y seguir transpirando. Ball and chain, el hámster en la ruedita.
         No te pongas tetas, si sos una chica, no te pongas pelo, si sos un muchacho. Y no te pongas tetas, si sos un muchacho, ni te pongas pelo si sos una chica, eso sería todavía peor.
         No hagas cursos de fotografía, no hagas cursos de pintura. No vayas a talleres literarios, no estudies teatro. Jamás tuviste nada para decir, la más mínima vocación artística. De chiquito, en el colegio, odiabas a la profesora de piano.
         No compres un perro, no compres un gato.
         No planees vacaciones donde tenés pensado ser otro, si vas a esquiar te romperás una rótula, ya sé que en el Caribe el mar es turquesa, pero te está esperando un aguaviva que te va a dejar los huevos como dos damascos.
         Si estás triste sentate en un bar, a la mañana, bien temprano. Pedí un café con leche y mirá por la ventana. Ahí estás vos, eso es la vida. Lo demás lo vamos viendo.

24.10.13

Das geld


         El taxista se llama Miguel y le pasó lo siguiente.
         El taxista, Miguel, tiene sesenta y dos años, es canoso, alguna vez tuvo rulitos, maneja un taxi desde hace mucho, desde hace veintisiete años.
         A pesar de pasarse sentado todo el día, unas doce horas por día, no está gordo. Tiene la panza floja, eso sí, porque dejó de jugar a la pelota cuando se jodió una rodilla, los ligamentos cruzados. Pero es de esas personas, Miguel, que en lugar de derramarse con el paso de los años, de explotar, no, ha ido implosionando.
         Víctima del cigarrillo, casi dos atados al día, y de los nervios. Además, la gastritis, una gastritis que no se fue con nada y que lo va quemando, como si alguien se encargara de mantener encendido un fueguito a la altura de la boca de su estómago. Desayuna leche con avena y miel, en un plato, (y canela, porque se lo sugirió una vez un pasajero cubano) y después trata de no comer nada, hasta la noche, un par de caramelos de eucalipto. Lo que come lo mata.
         Está cansado, Miguel, siempre laburando en esta ciudad de locos enfermos, de bestias sin alma, siempre tratando de juntar un mango. La vida es manejar doce horas por día, hasta que cae rendido en la cama y entonces sueña que maneja, que esquiva colectivos por un pelo, que lo cagan a puteadas.
         Encima cambió todo. La ciudad se vino brava, la inmigración, vino lo peor, la mugre latinoamericana, todo el mundo hablando por celular con vaya uno a saber quién, con otro loco que habla desde algún otro lado sin que se entienda ni siquiera el idioma. Mensajitos, todos mandando mensajitos, sacando fotos. Qué carajo les pasa.
         La inseguridad, te afana cualquiera. Lo afanaron tres veces, a Miguel, en los últimos seis meses. Una vez una parejita, el tipo de traje, la mujer con un bebito. Cambió todo, Buenos Aires es Camboya y es Saigón y es el Congo, también. La última vez lo afanaron en Constitución, tres pibitos que no debían tener más de trece años.
         Lo paran, a Miguel, dos muchachos. Sabe que no tiene que parar, pero ya paró, es un reflejo. Son casi las siete y media de la mañana, en el Abasto.
         –A Rivadavia y Pedernera –dice uno y se pone una gorrita, una gorrita con visera que tenía en la mano. Se pone lentes negros, también, deja la mochila en el piso, entre los pies.
         Ya está, perdió Miguel.
         –Acelerá un poco, amigo –dice el otro, y ambos se ríen–. Es corta la bocha, alto apuro tenemos.
         Listo. Maneja, Miguel, entre triste y resignado. Van para Flores, los chicos, hablan un dialecto casi incomprensible. Uno habla por el celular, con alguien. ‘No se vayan, pintó bondi’, dice, se ríe fuerte.
         Faltan tres cuadras, después faltan dos cuadras. Después falta una cuadra.
         –Siga de largo, amiguito –dice el de lentes y gorrita, le ha tocado un hombro–. Dos más, no tres más, y doble. En el pasaje.
         Miguel obedece. Piensa en su hija que tiene veintinueve años y está embarazada de un imbécil. Piensa en su mujer, le encontraron un bultito en el pecho. Quimioterapia. Piensa que la desgracia es un perro que muerde, que traba las mandíbulas y no te suelta más.
         –Acá está bien, capo –dice el otro. Poca gente. si pasara un policía gritaría, Miguel, si no le dolieran todos los huesos se hubiera tirado con el automóvil en movimiento ahí, al pasar por Plaza Flores. Que sea lo que Dios quiera.
         Frena, Miguel. Decide que lo mejor es apagar el auto. A veces cuando te roban se llevan el auto y lo dejan a quince o veinte cuadras, a veces te hacen bajar del auto, pero no se lo llevan.
         –Dame la plata –escucha Miguel.
         No dice nada, sabe que lo mejor es no discutir, para que no se enojen. Con la mano derecha saca la billetera escondida en el bolsillo de la puerta izquierda, con dos dedos. La pasa hacia atrás, sin darse vuelta. No quiere llorar, pero está cerrando los ojos, encogiendo los hombros, esperando sentir la punta del cuchillo contra su cuello, o el rústico culatazo. ‘No me maten’, quiere decir Miguel, ‘por favor no me maten’. Pero no le salen las palabras, y se queda así, la mano derecha al costado de su cabeza que apunta al frente, pasando la billetera hacia atrás, esperando el golpe. Los ojos cerrados, esperando.
         –Eh, oiga –dice el de gorrita, que le está tocando el hombro otra vez, se ha quitado los lentes–. Le pedí la plata a él –señala a su amigo–, para pagarle. Señor, qué le pasa.

18.10.13

Esas cosas que pasan


        Escuché gritos, escuché ruidos, un portazo. La alarma del ascensor, también. Casi inmediatamente otro grito, un ‘Ahhh’ de una mujer joven quedó por un momento suspendido en el aire inundándolo todo, y se fue apagando.
         Nada del otro mundo, lo normal. Vivo en un barrio que se fue a la mierda. Mejor dicho, el país se fue a la mierda, el barrio cayó a una velocidad aún mayor. Para los amantes de las matemáticas, derivada segunda. Vivo en un contrafrente abierto, cada tanto se escucha un tiro, la alarma de un automóvil, el grito de una mujer que bien puede estar siendo apuñalada o cogida, con o sin su consentimiento.
         Pero no, esta vez no, todos los ruidos venían del propio edificio. Gente corriendo por las escaleras, alguien gritando ‘¡Dale! ¡Cuidado! ¡Dejá, boludo, dejá!’. Alguien dijo ‘no puedo respirar’. Alguien tropezó y cayó, otro portazo. Toses, ruido de vidrios rotos. Alguien, un chico, gritó ‘¡mamá, mamá!’.
         Miré la hora en el reloj de la cocina, doce y veintisiete, de la noche, claro.
         Golpearon mi puerta de mala manera. Tres golpes, cuatro.
         –¡Hay que salir! ¡Hay que salir! –La voz del portero. Una de las personas más imbéciles que yo haya visto en mi vida, y había visto varias.
         –¿Qué pasa? –Miré por la mirilla, valga la redundancia (la redundancia algo tiene que valer). Estaba el portero, despeinado, en camiseta y pantalón de pijamas– ¿Qué carajo pasa?
         –¡Se quema el edificio! –Gritó, el portero. Alguien que bajaba por las escaleras lo empujó a la pasada– ¡Se quema!
         Abrí la puerta. Estaba en shorts, terminé mi whisky de un trago.
         –Hola –dije.
         –¡Hay que bajar a la calle, ya llegan los bomberos! –el portero tenía un derrame en un ojo, y un rasguño cruzándole en diagonal el rostro, quizás se había golpeado mientras bajaba a las apuradas. Había humo, un espeso humo flotando por todas partes. Había olor a quemado. El portero iba descalzo– ¡Fuego!
         –Bueno, gracias –dije. Cerré la puerta. Estaba terminando de escribir un poema que hablaba, cuándo no, del Nesquik que me hubiera gustado tomar cuando era chico, de una mujer que me había abandonado, de esas cosas que pasan.
         Me serví más whisky, me senté, agarré la birome. A mí la realidad había dejado de interesarme hacía un rato largo.

12.10.13

La mermelada del amor


         Cuando conocí a Gisela era una linda morocha. Flaca, huesuda, atlética, a punto de cumplir los treinta años. Divertida, era entretenido quedarme hasta bien tarde mirando la televisión con ella. Cualquier programa, una película o un documental de la National Geographic donde los cocodrilos acechaban en un río asomando apenas los ojitos, muy quietos, esperando para comerse a las cebras. Quedarse mirando la televisión sin que ella hiciera ninguna de las clásicas preguntas pelotudas. Fumaba un cigarrillo, hacía al pasar un comentario.
         Le gustaba coger, además. Cogía con entusiasmo, con interés. Chupaba la pija con más vocación que técnica, se arrodillaba sobre el parquet y se metía mi pito en la boca y no le molestaba que le acabara en la cara o en el pelo. Y sí, si la ponía en cuatro patas le parecía bien, y si la cogía de parado, contra una puerta, le parecía bien también.
         Estudiaba algo, daba clases de algo, estaba de buen humor, tenía una fantástica risa. La recuerdo bien. Cocinaba a veces, milanesas con puré.  Le gustaba la lluvia y el helado de limón.
         Al poco tiempo de irnos a vivir juntos cambió todo. Empezó a engordar, comía pan con dulce de leche en el desayuno. Y manteca, también. Le saltó un problema de tiroides, eso me dijo, algo que la ponía irritable. Se puso reiterativa, contaba las dos o tres pelotudeces que le habían pasado en la adolescencia, que en un viaje a Buzios había cogido con un negro. Se vino quejosa. Se quejaba, de todo. Del precio de la mermelada de duraznos La Campagnola, del ruido que hacían los colectivos al frenar, de las amigas que la seguían llamando o que la dejaban de llamar, del resultado de los concursos televisivos donde los participantes cantaban o bailaban, del olor de mis axilas. Coger dejó de interesarle, le resultaba un fastidio hasta quitarse el corpiño, lanzaba un bufido, cogíamos los viernes a la noche para no tener que hacer de cenar, o los domingos a la mañana, algo rapidito, como prender el calefón y abrir la ducha para verificar que más o menos el agua se calienta, que sigue funcionando. Algo mecánico, un procedimiento, como retirar dinero de un cajero automático. Algo que, de tanto en tanto, había que hacer.
        
         Lo que sucede, mucho me temo, es que las mujeres insisten en mostrarte la mejor versión de ellas mismas al conocerte. Algo que por definición, por su intrínseca naturaleza, sólo puede ir hacia abajo. En lo personal, las mujeres que han estado conmigo terminan sintiendo por mi persona un profundo desprecio. Pero mis atributos y capacidades, o mejor dicho la falta de, estaban allí desde el comienzo. Cantidad de veces me han dicho que me odiaban, pero ninguna, que yo recuerde, me dijo que la defraudé.

6.10.13

Chan, chararán


         Empieza el acto.
         Estoy de pie sobre el escenario, frente al público. Hay mucha gente, el teatro está lleno.
         Voy vestido de frac, con moño y todo. Me he quitado la galera, haciendo una clásica y estudiada reverencia, para saludar. He dejado la galera, dada vuelta, sobre una pequeña mesa que hay a mi lado.
         No hay muchas cosas más, aparte de mi persona, sobre el escenario. A un costado, algo apartada, una gastada valija de la cual se supone que iré sacando los instrumentos que vaya precisando para realizar mi acto. Al lado de la valija hay una jaula, con cuatro, no, cinco algo amontonados conejos.
         Empieza el acto. Golpeo con la varita, la varita mágica, sobre la pequeña mesa donde está la galera apoyada. Dos golpecitos contra la metálica superficie, para captar la atención del público. Se hace un silencio, respetuoso y expectante a la vez.
         Dejo la varita. Camino hacia la izquierda unos pasos, hasta la jaula.
         Vuelvo al centro del escenario, con un conejo. Las luces me siguen.
         Meto al conejo en la galera.
         –Chan –digo–, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Con una mano. Lo sostengo de las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, gordito, con el hocico rosado. Hace ese movimiento, con el hocico, tan particular, tan característico.
         Levanto de la mesa, con la otra mano, un cuchillo. Es un cuchillo Victorinox  (modelo fibrox safety nose 18 cm), mango negro, la hoja de puro acero inoxidable. Con un diestro movimiento, degüello al conejo de lado a lado. Se escucha un chillido muy agudo, como si entraran en contacto un vidrio y una superficie metálica. Salpica la sangre. Suelto el cuchillo, lo dejo caer al piso. Termino de separar, la cabeza del conejo del resto del cuerpo, utilizando ambas manos. Arrojo la cabeza del conejo al público, como si efectuara el saque de un arquero de fútbol (de gancho, podríamos decir), y me dedico a revolver el interior del cuerpo del conejo. Meto una mano como si se tratara de una alcancía, saco el corazón que todavía palpita, las vísceras, mastico un pedazo de algo, parece el hígado, me enchastro la cara.
         La gente aplaude. Hay gritos de sorpresa, de entusiasmo. Algunos se ponen de pie y sacan fotos con sus teléfonos celulares.
         Voy hacia atrás, casi hasta el cortinado de color borravino, un asistente me alcanza una toalla algo desteñida. Me limpio un poco el sudado rostro, la sangre de las manos.
         Vuelvo al frente. Doy otros dos golpes con la varita mágica contra la mesa. Se apagan los murmullos, la gente se acomoda en sus lugares.
         Camino hacia la jaula. Vuelvo, con un conejo, al centro del escenario. Meto al conejo en la galera.
         –Seguimos –digo–. Chan, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Lo sostengo, con una mano, de las orejas. El conejo es blanco, muy blanco, quizás un poco más pequeño que el anterior. Se lo ve inquieto, le molestan las luces. Cuelgan sus patas traseras de simpática manera, como si el conejo intentara rebotar en el aire.
         Con la otra mano, y con precisión, me suelto el cinto, desabrocho un botón, bajo el cierre. Caen mis pantalones, al piso, y quedan enroscados en mis tobillos. Me bajo los calzoncillos, también. Ahora se pone difícil, porque tomo un preservativo de la mesa, muerdo el envoltorio, rompo, escupo. Pero, si bien he logrado una decente erección quién sabe cómo, a la velocidad del rayo, bueno. Se me complica, ponerme el preservativo, con una mano. Me cuesta.
         Así que dejo un momento, sólo por un momento, al conejo dentro de la galera otra vez, para que no se mueva, para que no escape. Me pongo el preservativo, ahora sí, usando ambas manos, y vuelvo a tomar al conejo.
         Tomo al conejo, con ambas manos, me coloco detrás, detrás del conejo, como si estuviera tomando al conejo por la cintura, y empujo. Con la poronga. No importa, no importa si el conejo es pequeño, si es conejo o coneja, si la operación resulta antropomórficamente inadmisible. Intento sodomizar al conejo, que lucha por escapar, mueve las patitas en el aire.
         No se puede, encuentro una abertura, un esbozo de orificio, apoyo la poronga, empujo, insisto. Lubrico al conejo, como si condimentara una ensalada, en su totalidad, con una lata de WD-40 que he traído para la ocasión.
         Nada, no consigo atravesar la materia, penetrarlo, aunque debo estar lastimando al conejo, de algún modo, porque el conejo tuerce la cabeza hacia atrás, muestra los dientes. Chilla.
         Finalmente opto por frotarme, me saco el preservativo de un tirón, y me froto con el conejo, contra el lomo del conejo que es peludo, suave. La sensación no es lo que podríamos denominar ‘the real thing’, pero aún así es satisfactoria. Cierro los ojos, me concentro.
         –¡Ahh, ahhh! Ahí va –y eyaculo, eyaculo sobre el conejo. Suelto el conejo recién eyaculado, que cae al piso, le doy una furibunda patada y el conejo vuela hacia el público.
         –¡Bravo! –grita alguien. Se escuchan aplausos– ¡Grande, master! –hay festivos chiflidos.
         Me subo los calzoncillos, me subo los pantalones, me acomodo un poco la camisa dentro del pantalón.
         Voy hacia la jaula. Vuelvo, con otro conejo, un tercer conejo, al centro del escenario. Meto el conejo en la galera.
         –Uno más –digo–. Chan, chararán.
         Saco al conejo de la galera. Lo sostengo de las orejas, de frente al público, en el aire. El conejo es blanco, tiene los bigotes muy largos.
         Saco una zanahoria, una zanahoria pequeña. Apoyo al conejo sobre la mesa, y acerco la zanahoria al hocico del conejo. La zanahoria es de un naranja brillante bajo los focos. Llevándome un índice a los labios, pido silencio. El conejo huele, y comienza a comer. Echa las orejas hacia atrás, y come, todo su cuerpo se relaja. El conejo está en su mundo.
         Lo acaricio, paso una mano por su lomo.
         Entonces, tarareo una dulce canción, mientras el conejo come. Lo sigo acariciando. La canción que tarareo, muy bajito, es ‘you are the sunshine of my life’.
         Se oyen un par de silbidos. La gente comienza a abuchearme.
         –¡Que se vaya! –grita alguien– ¡Que se vaya!
         –¡No sabés hacer nada, boludo! –Me grita una mujer de la tercera fila.
         –¡Boludo, pelotudoooo!
         –¡Devuelvan la plata!
         Me tiran objetos. Un zapato, una lata de gaseosa, un teléfono celular que pasa a pocos centímetros de mi cabeza.
         Tiene que intervenir personal de seguridad, algunas personas quieren subir al escenario, a golpearme. Corro hacia atrás, desaparezco detrás del cortinado, busco refugio.
         Sucede que a la gente le gusta ver cosas que serían capaces de realizar. Sentirse, de algún recóndito y particular modo, identificados. Pero la verdadera magia, cuando ven que podrían hacer algo distinto a lo que hacen, ser distintos de lo que son, bueno, ahí les cuesta entender. Ahí se les complica.

30.9.13

Vamos a cambiar el mundo


         Hay quienes consideran que todo sistema político debiera ser abolido. Que la política en sí misma es una trampa, para que un grupo de personas busquen su particular y aristocrática conveniencia, en desmedro de las forever postergadas mayorías.
         Hay quienes piensan que es prioritario menester salvar a las ballenas. A las tortugas, a los osos pardos, a los elefantes y a las cebras. A los delfines.
         Hay quienes sostienen que el trabajo es una maldición bíblica, una forma de alienación donde se cumple aquello de el hombre lobo del hombre, las vidas humanas se transforman en mera mercancía.
         Hay gente que lucha para que los ricos dejen de ser ricos, y los pobres dejen de ser pobres, para que las tierras vuelvan a sus tribus originarias, para que no exista más la aberración de la propiedad privada, por la eliminación del trabajo infantil, de la prostitución, de la violencia doméstica. Para resumir, el mundo está mal, está muy mal, está todo al revés, las cosas debieran ser bien diferentes.
         Esta mañana pedí tres cafés con leche y una sola medialuna. Considérenlo mi aporte.