La historia es, más o menos, siempre más o menos, así. Hay un emperador, en China, en la antigua imperial China, no sé su nombre. No me preguntes el nombre.
El emperador es venerado y temido, quizás en idénticas proporciones. Un chasquido de sus dedos puede provocar la muerte de una persona. Duerme, el emperador, rodeado de vírgenes doncellas. Le preparan sopa de una tortuga que sólo habita el río Yang Tsé. Elaboran sus prendas de vestir con las mejores sedas, estampadas con tigres y dragones bordados en hilos de oro. Cosas de ese estilo.
El emperador se acuesta a dormir. El emperador duerme. Al despertar, a la siguiente mañana, mientras le preparan un matinal baño con aceite de lavanda y pétalos de flores y agua traída de la cima del monte Emei, el emperador recuerda su sueño.
Fue un maravilloso sueño, el emperador recuerda que soñó que era una mariposa. Una mariposa de magníficos colores, volaba hacia una flor. Volaba y era una sensación tan deliciosa.
Entonces al emperador lo asalta una duda. Una duda que inmediatamente se para en dos patas y se transforma en angustia, en congoja.
¿Es un emperador que acaba de soñar que era una mariposa?, piensa el emperador, ¿o es una mariposa que sueña que es un emperador?
El emperador sabe que esa duda lo consumirá por dentro. Busca, pero no encuentra respuesta. Cómo saberlo.
Esa es la historia, la historia del emperador que una noche soñó que era una mariposa. Vos te preguntarás por qué te cuento, con evidente precariedad, con todas mis limitaciones, a qué viene, esta historia.
Es que no veo manera que te vuelvas interesante, quizás si abrimos otro vino.
30.12.11
25.12.11
Curar la mente
El tratamiento es bien sencillito, vos sabés cómo soy yo, lo mío siempre fue curar. Pero curar prácticamente sin recursos, sin instrumental. Porque si le decís a la gente que el tratamiento para curarlos es demasiado complejo se asustan, es comprensible, la medicina se ha transformado en una presuntuosa ciencia que arroja una catarata de información que se extrae con los más modernos instrumentos y que la mayoría de las veces no sirve para nada. Y si les decís que lo que precisan para curarse es muy caro, bueno, la mayoría de las personas preferiría morirse, porque encima que están mal, encima que prácticamente todo lo que les sucede es una verdadera mierda, encima llegás vos y les decís que van a tener que gastar plata, mucha plata, y durante mucho tiempo. Mejor no darle bola a la enfermedad, a la dolencia, nadie tiene ni la guita ni la paciencia, quién aguanta.
Te explico el tratamiento, entonces, para curar la mente. Y no te olvides, está estudiado, más del 97% de las enfermedades arrancan, tienen su origen, en algún desarreglo de la mente. Estalla en el cuerpo, sí, el cuerpo es el parlante, la caja de resonancia, la tela donde se pintan los estragos de la mente. Si curás la mente, curás el cuerpo, eso ya ni se discute, no importa si trabajás en el Mount Sinai o si sos un médico umbanda.
Hacen falta dos milanesas, nada más. Viste qué fácil. No muy grandes, dos milanesitas. Se puede hacer con una milanesa sola y cortarla por la mitad, pero no es lo mejor. Conviene que sean dos milanesas separadas.
Pueden ser de rotisería, sí, pueden ser compradas. Pero el efecto es mucho más potente si las dos milanesas fueron hechas en casa.
Agarrás las dos milanesitas, así como están, calentitas, y las colocás, una en cada zapato. Como si fueran plantillas.
Y te ponés los zapatos.
Sí, así nomás. Como si nada. Sin medias, por supuesto, no podés usar medias. Total casi ni se nota, no pasa nada.
Y listo. Salís a trabajar, vas y hacés tu vida, no importa si sos abogado o maestra de geografía. Vas, vivís el día, como cualquier otro día. cuando terminás de hacer lo que tenés que hacer, a las cinco de la tarde o a las siete, volvés a tu casa.
Haber pasado todo el día caminando sobre dos milanesas hace que te des inmediata cuenta que todo lo que te sucede no es tan grave, no interesa, no pasa nada.
Llegás a tu casa, te sacás los zapatos, tirás las milanesas (no las comas). Te das un baño, podés mirar un poco de televisión o meterte en la cama.
Te explico el tratamiento, entonces, para curar la mente. Y no te olvides, está estudiado, más del 97% de las enfermedades arrancan, tienen su origen, en algún desarreglo de la mente. Estalla en el cuerpo, sí, el cuerpo es el parlante, la caja de resonancia, la tela donde se pintan los estragos de la mente. Si curás la mente, curás el cuerpo, eso ya ni se discute, no importa si trabajás en el Mount Sinai o si sos un médico umbanda.
Hacen falta dos milanesas, nada más. Viste qué fácil. No muy grandes, dos milanesitas. Se puede hacer con una milanesa sola y cortarla por la mitad, pero no es lo mejor. Conviene que sean dos milanesas separadas.
Pueden ser de rotisería, sí, pueden ser compradas. Pero el efecto es mucho más potente si las dos milanesas fueron hechas en casa.
Agarrás las dos milanesitas, así como están, calentitas, y las colocás, una en cada zapato. Como si fueran plantillas.
Y te ponés los zapatos.
Sí, así nomás. Como si nada. Sin medias, por supuesto, no podés usar medias. Total casi ni se nota, no pasa nada.
Y listo. Salís a trabajar, vas y hacés tu vida, no importa si sos abogado o maestra de geografía. Vas, vivís el día, como cualquier otro día. cuando terminás de hacer lo que tenés que hacer, a las cinco de la tarde o a las siete, volvés a tu casa.
Haber pasado todo el día caminando sobre dos milanesas hace que te des inmediata cuenta que todo lo que te sucede no es tan grave, no interesa, no pasa nada.
Llegás a tu casa, te sacás los zapatos, tirás las milanesas (no las comas). Te das un baño, podés mirar un poco de televisión o meterte en la cama.
20.12.11
Como si estuviera en trance
Voy a correr. Bah, a correr no, me arrastro. El día que se invente la disciplina deportiva ‘arrastring’ (o ‘repting’), quizás gane una medalla olímpica. No entiendo por qué la gente corre, desconozco la imbecilidad que los aturde, no vale la pena volver sobre la cuestión.
Lo mío es trotar apenas, una vuelta al parque, una vez por semana. La idea es subirme un poco en vueltas, transpirar, agitarme, corroborar que funciona el sistema, que estoy vivo por decirlo de algún modo, oxigenar la maquinaria y de esa forma saber que estaría apto, desde lo cardiológico, desde lo vascular, en el hipotético caso que hubiera que cogerse a alguien.
Así que troto una vuelta, y a punto de desfallecer, al borde de la extenuación misma, camino para recuperar el aliento. Como sé que no tendré ganas de dar otra vuelta completa ni siquiera caminando, me meto en el parque, con la intención de sentarme. Es martes, no son ni las ocho de la mañana, hace calor, es diciembre, no, no puedo decirte el nombre del parque.
Me siento en un banco a terminar de transpirar. A pesar del calor, la mañana es agradable todavía. Se oyen un par de pajaritos. Algunas personas, pocas, pasean a sus perros. Me tomaría una cerveza, y probablemente me quedaría dormido. No está mal, hay gente que para intentar ser feliz necesita ir al Caribe o hacer esquí acuático.
A lo lejos, a unos cincuenta metros sobre el sendero de piedras flanqueado de árboles, está la fuente. Es una fuente bastante grande, circular, debe tener unos buenos cinco o siete metros de diámetro.
Veo que hay una chica, de pie, sobre el borde de la fuente. La escena capta mi atención de inmediato. La chica es muy joven, muy delgada, lleva un etéreo vestido blanco.
Camino hacia ella, me acerco. Está descalza. Tiene un fantástico y desordenado cabello que le roza la cintura, de un castaño con reflejos más claros. La chica, parada sobre el borde de la fuente, mira hacia adentro, hacia adentro de la fuente, y murmura, o no, mejor, mucho mejor aún, canta. Tiene los ojos cerrados, su voz es tan dulce.
Más cerca todavía, veo que la chica hace alguna pausa mientras el sol se filtra entre los árboles y la ilumina, la nimba de luz. Se le transparenta la pequeña bombacha blanca a través del vestido, no lleva corpiño. Sus pechos son pequeños y puntiagudos. La chica, con los ojos cerrados, parece sonreír apenas mientras ensaya un delicado movimiento de una secreta y armoniosa danza. Como si estuviera en trance.
Me acerco, me acerco más, con fascinación no exenta de respeto. La chica lanza una moneda al agua, tiene un bolsito, a sus pies, un bolsito multicolor tejido a mano. Hay un libro, también, y un par de carpetas, junto a sus sandalias. El movimiento sigue, casi en cámara lenta, la danza, es como si la alegría misma acariciara el sol, los árboles, el agua.
Espero un momento, la contemplo. Intento disminuir mi agitación y al mismo tiempo mantenerme vivo, respirar, mientras ella percibe mi presencia.
–Disculpame –digo finalmente, carraspeo– ¿Qué deseos pedís? –No soy quizás muy original, lo admito, pero tampoco grosero. Mi inquietud es genuina, fui respetuoso, mostré mi interés, educado.
–Que aparezcas vos –la chica con un grácil movimiento ha metido la mano en el bolsito, pero no ha sacado otra moneda, sino un .38 corto, me apunta al centro exacto de mi fatigado pecho, me está apuntando–. Que aparezca un pelotudo más o menos como vos. Dame todo lo que tengas, la guita, el reloj, las zapatillas. Dame todo rapidito sin chistar, porque te mato.
Lo mío es trotar apenas, una vuelta al parque, una vez por semana. La idea es subirme un poco en vueltas, transpirar, agitarme, corroborar que funciona el sistema, que estoy vivo por decirlo de algún modo, oxigenar la maquinaria y de esa forma saber que estaría apto, desde lo cardiológico, desde lo vascular, en el hipotético caso que hubiera que cogerse a alguien.
Así que troto una vuelta, y a punto de desfallecer, al borde de la extenuación misma, camino para recuperar el aliento. Como sé que no tendré ganas de dar otra vuelta completa ni siquiera caminando, me meto en el parque, con la intención de sentarme. Es martes, no son ni las ocho de la mañana, hace calor, es diciembre, no, no puedo decirte el nombre del parque.
Me siento en un banco a terminar de transpirar. A pesar del calor, la mañana es agradable todavía. Se oyen un par de pajaritos. Algunas personas, pocas, pasean a sus perros. Me tomaría una cerveza, y probablemente me quedaría dormido. No está mal, hay gente que para intentar ser feliz necesita ir al Caribe o hacer esquí acuático.
A lo lejos, a unos cincuenta metros sobre el sendero de piedras flanqueado de árboles, está la fuente. Es una fuente bastante grande, circular, debe tener unos buenos cinco o siete metros de diámetro.
Veo que hay una chica, de pie, sobre el borde de la fuente. La escena capta mi atención de inmediato. La chica es muy joven, muy delgada, lleva un etéreo vestido blanco.
Camino hacia ella, me acerco. Está descalza. Tiene un fantástico y desordenado cabello que le roza la cintura, de un castaño con reflejos más claros. La chica, parada sobre el borde de la fuente, mira hacia adentro, hacia adentro de la fuente, y murmura, o no, mejor, mucho mejor aún, canta. Tiene los ojos cerrados, su voz es tan dulce.
Más cerca todavía, veo que la chica hace alguna pausa mientras el sol se filtra entre los árboles y la ilumina, la nimba de luz. Se le transparenta la pequeña bombacha blanca a través del vestido, no lleva corpiño. Sus pechos son pequeños y puntiagudos. La chica, con los ojos cerrados, parece sonreír apenas mientras ensaya un delicado movimiento de una secreta y armoniosa danza. Como si estuviera en trance.
Me acerco, me acerco más, con fascinación no exenta de respeto. La chica lanza una moneda al agua, tiene un bolsito, a sus pies, un bolsito multicolor tejido a mano. Hay un libro, también, y un par de carpetas, junto a sus sandalias. El movimiento sigue, casi en cámara lenta, la danza, es como si la alegría misma acariciara el sol, los árboles, el agua.
Espero un momento, la contemplo. Intento disminuir mi agitación y al mismo tiempo mantenerme vivo, respirar, mientras ella percibe mi presencia.
–Disculpame –digo finalmente, carraspeo– ¿Qué deseos pedís? –No soy quizás muy original, lo admito, pero tampoco grosero. Mi inquietud es genuina, fui respetuoso, mostré mi interés, educado.
–Que aparezcas vos –la chica con un grácil movimiento ha metido la mano en el bolsito, pero no ha sacado otra moneda, sino un .38 corto, me apunta al centro exacto de mi fatigado pecho, me está apuntando–. Que aparezca un pelotudo más o menos como vos. Dame todo lo que tengas, la guita, el reloj, las zapatillas. Dame todo rapidito sin chistar, porque te mato.
15.12.11
The way you are
Me gustan las mujeres que tienen tetas con esos pezones tan particulares, tan característicos, unos pezones que no he visto últimamente, unos pezones que casi ya no se fabrican. Son unos pezones gorditos, es la única forma que tengo de definirlos, van del rosa muy pálido hacia el beige, se ubican en esa gama de colores. Forman parte constitutiva de las tetas desde ya, pero es como el último brochazo que las termina. Es un pezón suave, muy suave, generoso. No es ese pezón negro de araña muy chiquito, ni el pezón puntiagudo como la primer falange de un meñique.
Me gustan las mujeres que tienen el culo corto, esa es la clave. No importa si es más o menos gordo, si tenés alguna picadura de viruela o algo de celulitis. No tiene que haber perfección ni excesiva turgencia, no es necesaria la matemática simetría. Pero que el culo sea corto es importante. Porque si el culo es largo, se derrama y ahí pierde toda la potencia expresiva. El culo corto va con cualquier par de jeans, y acostada boca abajo, o en cuatro patas, rinde siempre.
Me gustan las mujeres con algo de vello púbico. La vagina debe estar cubierta, la mágica hendidura, las puertas del cielo, por un delicado velo. De nada sirve que te depiles por completo si ya no sos una nena. Puede que hagas eso por mal asesoramiento o exceso de pornografía, el hombre que se calienta con una treintañera vestida de colegiala, bueno, quizás no sea su culpa, quizás tiene demasiado fútbol encima. De nada sirve que te depiles por completo, decía, si tenés la vulva como si te hubieras hecho matraquear por una manada de canguros. Tampoco bueno, desde ya, que tengas en la entrepierna la continuación de la selva amazónica donde crece la más variada vegetación y hay restos de lechuga o de fideos a la bolognesa, eso sí que no ayuda. No seas excesivamente original con tu vello púbico, por favor, podés aplicar el ingenio, en caso de existir, en otra cosa. Podés hacer un curso.
Igual por mí no te hagás mucho problema. Yo he pasado larguísimos períodos sin ponerla, yo te cojo como vengas.
Me gustan las mujeres que tienen el culo corto, esa es la clave. No importa si es más o menos gordo, si tenés alguna picadura de viruela o algo de celulitis. No tiene que haber perfección ni excesiva turgencia, no es necesaria la matemática simetría. Pero que el culo sea corto es importante. Porque si el culo es largo, se derrama y ahí pierde toda la potencia expresiva. El culo corto va con cualquier par de jeans, y acostada boca abajo, o en cuatro patas, rinde siempre.
Me gustan las mujeres con algo de vello púbico. La vagina debe estar cubierta, la mágica hendidura, las puertas del cielo, por un delicado velo. De nada sirve que te depiles por completo si ya no sos una nena. Puede que hagas eso por mal asesoramiento o exceso de pornografía, el hombre que se calienta con una treintañera vestida de colegiala, bueno, quizás no sea su culpa, quizás tiene demasiado fútbol encima. De nada sirve que te depiles por completo, decía, si tenés la vulva como si te hubieras hecho matraquear por una manada de canguros. Tampoco bueno, desde ya, que tengas en la entrepierna la continuación de la selva amazónica donde crece la más variada vegetación y hay restos de lechuga o de fideos a la bolognesa, eso sí que no ayuda. No seas excesivamente original con tu vello púbico, por favor, podés aplicar el ingenio, en caso de existir, en otra cosa. Podés hacer un curso.
Igual por mí no te hagás mucho problema. Yo he pasado larguísimos períodos sin ponerla, yo te cojo como vengas.
10.12.11
Son situaciones
Por lo general, la vida transcurre entre dos tipos de situaciones bien diferenciadas. Es lo habitual, se trata de la norma que nos rige, nos contiene, nos abarca.
Un tipo de situaciones son aquellas en las cuales no hay nada para hacer, de tu parte. El otro tipo de situaciones son aquellas donde lo que hagas es irrelevante, no importa, no cambia nada.
Por ejemplo hay un terremoto, por ejemplo se te rompió una muela masticando un puñado de maní japonés. No hay nada para hacer, actuaron las fuerzas de la naturaleza, la fatiga de materiales, las cosas suceden, pasan.
Por ejemplo tu marido te dice que tiene una amante y que se va de casa, por ejemplo ascienden a un compañero de oficina a la subgerencia que tanto tiempo anhelaste. Vas a irlo a buscar, vas a ir a hablar, te vas a quejar, vas a patear una puerta o a esgrimir un razonable argumento. Vas y hacés y no sirve, no modifica nada.
No, no hace falta que discutas conmigo, mucho menos que me expliques por qué no estás de acuerdo. Para eso está tu psicólogo, para eso le pagás.
Un tipo de situaciones son aquellas en las cuales no hay nada para hacer, de tu parte. El otro tipo de situaciones son aquellas donde lo que hagas es irrelevante, no importa, no cambia nada.
Por ejemplo hay un terremoto, por ejemplo se te rompió una muela masticando un puñado de maní japonés. No hay nada para hacer, actuaron las fuerzas de la naturaleza, la fatiga de materiales, las cosas suceden, pasan.
Por ejemplo tu marido te dice que tiene una amante y que se va de casa, por ejemplo ascienden a un compañero de oficina a la subgerencia que tanto tiempo anhelaste. Vas a irlo a buscar, vas a ir a hablar, te vas a quejar, vas a patear una puerta o a esgrimir un razonable argumento. Vas y hacés y no sirve, no modifica nada.
No, no hace falta que discutas conmigo, mucho menos que me expliques por qué no estás de acuerdo. Para eso está tu psicólogo, para eso le pagás.
5.12.11
Planes y proyectos
Vino Mónica, a verme. Raro, habíamos vivido juntos, algo menos de un año, pero de eso hacía mucho, más de cinco años. Me acuerdo que ella estaba llena de planes, de proyectos.
Tocó timbre, Mónica, un sábado a la mañana. Raro, dije, porque en mi casa nadie toca timbre, salvo cuando pido una pizza. No veo a mucha gente, no veo prácticamente a nadie, y menos en mi casa. Si subís a mi casa es para coger, si no ni subas, si no por favor andate.
Bajé. Le pregunté si quería ir a tomar un café. Le dije que me sorprendía verla.
–Me sorprende verte –dije.
–Tengo que almorzar con una amiga que vive acá cerca, se me ocurrió tocarte un timbre para ver cómo estabas.
Caminamos dos cuadras, entramos a un bar. Diciembre en Buenos Aires, un calor del carajo, la tristeza de siempre, potenciada por el twister emocional de fin de año. Debían ser las nueve de la mañana.
–Cómo andás, tanto tiempo –dije, por decir algo. El tiempo nos había pasado por encima a todos. A ella, a mí. Cinco años es mucho tiempo, salvo que tengas diez años, y entonces cinco años es poco tiempo, pero es la mitad de tu vida.
–Cuando nos peleamos me fui a laburar a un geriátrico –dijo Mónica–. Mi prima es enfermera, y me consiguió ese laburo. Al toque empecé a pajear a los viejos, por poca plata. Me embadurnaba las manos con óleo calcáreo y los pajeaba un rato largo. Les tiraba de la goma a cambio de cualquier cosa, de las tartas o los yogures que les trajeran los familiares. De las frazaditas, las almohadillas eléctricas, los frascos de compota.
–Mirá, no –dije. Qué se puede decir cuando te cuentan algo así.
–Ahí uno de los tipos de limpieza me ofreció trabajar de prostituta, en Constitución. Zona brava. Cogí en la calle con bolivianos que se emborrachaban con alcohol de farmacia, con chinos que te eructaban en la cara y se tiraban pedos chiquitos, apenas un blip que te dejaba olor a pescado podrido en el pelo por una semana. Cogía en la calle, atrás de un árbol, o en autos, por monedas. Con albañiles que se quedaban dormidos en medio del polvo en hoteles donde podías ver las pulgas saltando sobre los acolchados. Cogía con tipos a los que le faltaban todos los dientes que se reían abriendo bien la boca y te daba más miedo que mirar adentro del túnel del tren fantasma, tipos que después de coger te partían la nariz a trompadas, tipos que después de coger te apagaban cigarrillos en los brazos o en las piernas, y te robaban.
–Debió ser bravo –dije.
–Después me metí en el mundo del sadomasoquismo, fui directamente al escalón más bajo. Cogía con tipos que me pedían que les clavara tachuelas en el culo, o que les arrancara una muela con una tenaza. Tipos que me filmaban con el teléfono celular mientras me tomaba un vaso de pis o le chupaba los dedos de los pies a un enano, cosas así.
–Fuerte, eh –terminé mi café. Con la yema de un índice fui juntando las miguitas de la medialuna que había pedido, y me las comí también.
–Y todo lo que te conté –Mónica vació lo que quedaba de su jugo de naranja, de un trago–, todas las barbaridades que hice, las peores cosas, lo que viví, en ningún caso fue ni la mitad de malo que el año que vivimos juntos. Pasaba por acá y vine a decirte eso.
Se me quedó mirando, Mónica, con esos ojazos color miel, su fantástico cabello algo más corto, las uñas carcomidas como siempre.
–Es bueno saber que estar conmigo te sirvió para crecer, para superarte –pensé en pedir otro café pero me pareció que no, levanté la vista y el mozo me estaba mirando. Hice un gesto en el aire, como quien dibuja una ínfima ola–. Sí, la cuenta.
Tocó timbre, Mónica, un sábado a la mañana. Raro, dije, porque en mi casa nadie toca timbre, salvo cuando pido una pizza. No veo a mucha gente, no veo prácticamente a nadie, y menos en mi casa. Si subís a mi casa es para coger, si no ni subas, si no por favor andate.
Bajé. Le pregunté si quería ir a tomar un café. Le dije que me sorprendía verla.
–Me sorprende verte –dije.
–Tengo que almorzar con una amiga que vive acá cerca, se me ocurrió tocarte un timbre para ver cómo estabas.
Caminamos dos cuadras, entramos a un bar. Diciembre en Buenos Aires, un calor del carajo, la tristeza de siempre, potenciada por el twister emocional de fin de año. Debían ser las nueve de la mañana.
–Cómo andás, tanto tiempo –dije, por decir algo. El tiempo nos había pasado por encima a todos. A ella, a mí. Cinco años es mucho tiempo, salvo que tengas diez años, y entonces cinco años es poco tiempo, pero es la mitad de tu vida.
–Cuando nos peleamos me fui a laburar a un geriátrico –dijo Mónica–. Mi prima es enfermera, y me consiguió ese laburo. Al toque empecé a pajear a los viejos, por poca plata. Me embadurnaba las manos con óleo calcáreo y los pajeaba un rato largo. Les tiraba de la goma a cambio de cualquier cosa, de las tartas o los yogures que les trajeran los familiares. De las frazaditas, las almohadillas eléctricas, los frascos de compota.
–Mirá, no –dije. Qué se puede decir cuando te cuentan algo así.
–Ahí uno de los tipos de limpieza me ofreció trabajar de prostituta, en Constitución. Zona brava. Cogí en la calle con bolivianos que se emborrachaban con alcohol de farmacia, con chinos que te eructaban en la cara y se tiraban pedos chiquitos, apenas un blip que te dejaba olor a pescado podrido en el pelo por una semana. Cogía en la calle, atrás de un árbol, o en autos, por monedas. Con albañiles que se quedaban dormidos en medio del polvo en hoteles donde podías ver las pulgas saltando sobre los acolchados. Cogía con tipos a los que le faltaban todos los dientes que se reían abriendo bien la boca y te daba más miedo que mirar adentro del túnel del tren fantasma, tipos que después de coger te partían la nariz a trompadas, tipos que después de coger te apagaban cigarrillos en los brazos o en las piernas, y te robaban.
–Debió ser bravo –dije.
–Después me metí en el mundo del sadomasoquismo, fui directamente al escalón más bajo. Cogía con tipos que me pedían que les clavara tachuelas en el culo, o que les arrancara una muela con una tenaza. Tipos que me filmaban con el teléfono celular mientras me tomaba un vaso de pis o le chupaba los dedos de los pies a un enano, cosas así.
–Fuerte, eh –terminé mi café. Con la yema de un índice fui juntando las miguitas de la medialuna que había pedido, y me las comí también.
–Y todo lo que te conté –Mónica vació lo que quedaba de su jugo de naranja, de un trago–, todas las barbaridades que hice, las peores cosas, lo que viví, en ningún caso fue ni la mitad de malo que el año que vivimos juntos. Pasaba por acá y vine a decirte eso.
Se me quedó mirando, Mónica, con esos ojazos color miel, su fantástico cabello algo más corto, las uñas carcomidas como siempre.
–Es bueno saber que estar conmigo te sirvió para crecer, para superarte –pensé en pedir otro café pero me pareció que no, levanté la vista y el mozo me estaba mirando. Hice un gesto en el aire, como quien dibuja una ínfima ola–. Sí, la cuenta.
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