20.4.24

Claramendi


Estoy en un bar tomando una cerveza, una cerveza bastante berreta la verdad, los tristes afeminados de palermo han hecho moco la cerveza, la cerveza ya no es como antes, y viene alguien y me pregunta si hay vida después de la muerte.
–No sé –le digo, porque no lo sé.
Estoy en la calle, en una esquina esperando para cruzar, y viene alguien y me pregunta si hay vida en Marte, si es cierto que ya hay marcianos en la tierra viviendo entre nosotros preparando un plan para transformarnos en sus esclavos. Si es verdad que los marcianos son fanáticos de las minas más bien culonas y de comer galletitas con dulce de membrillo.
–No sé –le digo, porque no lo sé.
Estoy comprando fruta en una frutería, si estuviera comprando carne sería en una carnicería, así funciona la cosa, estoy comprando un kilo de duraznos blancos y una señora viene y me pregunta si hay vida en el fondo del mar, si existió alguna vez la Atlántida.
–No sé –le digo, porque no lo sé.
Soy un genio, todo el mundo se da cuenta. Un genio que sólo sabe de qué gusto pedir la pizza, a veces empanadas.

10.4.24

Arriba los corazones


Lo que deberías saber es que Argentina es una escalera mecánica que va para abajo. Siempre. Cuando pares a tomar aire, a atarte un cordón, te vas a dar cuenta lo más bien.
Lo que deberías saber es que el amor es una mercadería perecedera, como un durazno olvidado por demasiado tiempo en la heladera. Se pudre, toma mal olor. Se arruina.
Lo que deberías saber es que el segundo vaso de agua da menos satisfacción que el primero y el tercero da menos que el segundo, lo mismo se aplica para ese whisky single malt tan particular o para un alfajor de nuez o para coger con esa piba que sabe levantar tan bien el culito cuando la ponés en cuatro patas y te mira por encima de un hombro y dice que sí con la cabeza y sonríe o para caminar por Madrid. Detrás de esa ley económica se oculta la deliciosa trampa, el exquisito truco del deseo.
Lo que deberías saber es que lo que tiene explicación no tiene sentido, son hámsters subidos a rueditas diferentes. La explicación no es otra cosa que la necesidad de convencerse a uno mismo que en verdad entendiste algo, cualquier cosa que sea lo que está pasando, el asentimiento del otro suaviza nuestras pegoteadas dudas por un minuto. O dos.
Lo que deberías saber es que fracasaste, no importa lo bien que te hayan quedado las uñas, no importa que el peluquero te diga que ese color de pelo hace juego con tu personalidad. Es el color que mejor te queda.

29.3.24

En la mitad


Estamos en la confitería Richmond, en el centro. La Richmond es una confitería vieja para viejos, para garcas, para turistas. Un interminable living rectangular, antiguo, arañas que cuelgan del techo, cómodas sillas con apoyabrazos recubiertas de cuerina verde.
Y aunque no creemos pertenecer a ninguna de las categorías mencionadas entramos en la Richmond, es martes, son las seis de la tarde, tomamos un café.
–¿Sabés cuál es mi problema? –dice M–. Mi problema es que no tengo el colmillo, la voracidad, para venir a trabajar al centro no sé, veinte años más y arrancarle el corazón a alguien. Pero tampoco sé tocar la guitarra como Spinetta, ni siquiera como algún primo bobo del flaco. No tengo el ánimo, la vocación ni el interés para poner un local de venta de empanadas, para tratar de romper la lógica de oficina y horario y algún ascenso tal vez mientras esperás la oportunidad de afanarte algo. Pero tampoco estoy dispuesto a cantar tangos en un cabaret por unas monedas en medio de patéticos borrachos y viejas prostitutas. No tengo los anticuerpos necesarios para estar casado con una mujer veinte o treinta años, no podría resistir esa monumental catarata de fastidio derramándose sobre mí como si yo fuera el culpable hasta de los fenómenos climáticos. Pero tampoco soy un galán, no estoy dotado genéticamente, no recibí ninguna gracia que se acomode con el patrón estético imperante. Coger siempre me costó, tuve que convencer, insistir, mendigar. No tengo la fuerza, carezco de la capacidad para viajar en subte por más tiempo, pero no podría asaltar un banco.
–En definitiva –siguió M. después de terminar de un sorbo su café que ya debía estar frío–, no voy a poder, no veo cómo hacer para torcer mi vida, pero tampoco veo que la pueda soportar así como está. Estoy así, tengo treinta y cinco años, no doy más.
–Vayamos a comer una pizza al Palacio –dije–. Napolitana con ajo, un par de cervezas.
Salimos caminando muy despacio por Florida hasta Corrientes. Hace calor, Enero en Buenos Aires es el horror de estar vivo. Lo que mata es la humedad.

*la Richmond cerró hace algunos años, cosas que pasan.

20.3.24

Unas ojotas tres números más grandes


Hace tiempo, más de un año seguro pero menos de cinco, que no me pasa nada. Me lavo los dientes antes de ir a dormir eso sí, después de cenar un plato de pastas y un vaso de vino de calidad media. A veces hiervo arroz. Miro la tele un poco aunque no miro, da lo mismo un partido de fútbol que el canal de cocina, hasta que me quedo dormido.
Me encuentro con gente a la que no le pasa nada. Un divorcio, un infarto, un hijo que quiere estudiar programación o hacerse un poco puto. Me cuentan que se encontraron con alguien, alguien que me conoce, alguien a quien no le pasa nada tampoco.
Llevo la ropa al Laverap y el chico que me atiende, quizás sea japonés, quizás sea coreano, usa unas ojotas tres números más grandes que el tamaño que precisarían sus pequeños y mugrientos pies, unas ojotas que se debe haber olvidado alguien y que el chico usa hace como cinco años, me dice ‘mdía’, y no le pasa nada.
Viajo en subte, en taxi, en colectivo, viajo con gente que habla por celular a los gritos de todo lo que no les pasa.
Voy a trabajar, trabajo en una oficina donde la gente en sus casas ve fútbol o queda embarazada (por lo general los que ven fútbol son hombres, por lo general las que quedan embarazadas son mujeres), alguien cambia el auto, alguien se pone tetas, alguien pregunta si se puede pedir para el almuerzo peceto al horno con papas, igual si te traen una porción de tarta de verdura da lo mismo, no pasa nada (las de carne son de pollo quizás sea una de mis mejores frases, significa tanto que me da un poco de miedo).
El otro día le comenté el tema, el tema es que a nadie le pasa nada, se lo comenté a un amigo mientras tomábamos una cerveza que debería ser artesanal y sólo era una cosa tibia y adulterada.
–Pero no entiendo –dijo mi amigo– ¿Vos qué querés que pase?
–No sé –dije–. Algo.

10.3.24

Algo trivial, ponele


Vivimos en un mundo muy extraño.
Vivimos en un mundo donde los peluqueros por lo general son pelados.
Vivimos en un mundo donde el que maneja un automóvil sueña con manejar un automóvil más caro y el que maneja un automóvil más caro le paga a alguien para que maneje su automóvil más caro. Y a otro alguien para que lo saque a caminar, a él.
Vivimos en un mundo donde todo lo que te gusta hace mal y a medida que vas soltando todo lo que te gusta porque hace mal sabés que te estás haciendo un bien pero estás cada vez más triste. Y después estás rebien pero no te reís nunca más.
Vivimos en un mundo donde las secretarias se ponen tetas de doscientos cincuenta megahertz pero le lloran a sus respectivos psicólogos porque nadie las invita a caminar de la mano.
Vivimos en un mundo donde la gente está dispuesta a comprar todos los artilugios que sean necesarios para no mojarse cuando llueve. Y a poder prender el aire acondicionado con el teléfono celular, a distancia, treinta kilómetros antes de llegar a casa. Podés controlar la temperatura de todo man, llegaste.
Vivimos en un mundo donde los millonarios viajan al Tibet para que algún peladito de escuálido torso les de un puñado de arroz al día y les enseñe que para vivir hace falta en principio respirar y no mucho más que eso. Mirá vos, qué loco todo.
Vivimos en un mundo donde mujeres algo mayores miran fotos y estarían dispuestas a jurar y perjurar que ahí justo ahí fueron felices y plenas y radiantes, pero cualquiera que haya estado presente en la escena congelada por la fotografía o a unos veinte metros de distancia sabe que es mentira, lo que equivale a decir que no es cierto. No eras feliz, yo te vi.
Vivimos en un mundo muy extraño.

29.2.24

A tu manera


Entre la suerte y el talento lo mejor es, sin dudas, la suerte. La suerte te mantendrá contento y expectante, como una novia nueva con una bombacha nueva. La suerte hará que te den ganas de silbar una canción mientras la gente que espera el colectivo se muere de pena. La suerte es un perro que te mueve la cola y una lluvia divina y una maceta que cae justo sobre la cabeza de otra persona porque vos paraste un instante para desenvolver un alfajor. El talento es un poco más problemático, el talento es un don y en algún momento te preguntarás si es justo que sepas tocar así el piano, si no podrías haber sido el mejor del mundo, si no se apagará también porque sí, algún día, la deliciosa llama que te acompaña.
Entre el talento y el esfuerzo lo mejor es el talento, así de una. El talento es nadar en medio del mar con elegancia y desdén mientras el resto de los mortales boquean, se arrastran. El talento es pararse frente a un blanco lienzo, blanquísimo, levantar tu pincel cargado de témpera verde y sentir (no saber) que hacés magia. El talento te hará decir exactamente, como un láser, las dos palabras que harán que ella no pueda evitar la carcajada. El esfuerzo en cambio es picar y picar la misma piedra hecha de voluntad y frustración hasta que crezca una forma. El esfuerzo te dejará extenuado y triste aún cuando llegues en tu absurda y caprichosa carrera a cualquier parte. El esfuerzo hará que cuando mires atrás te parezca que la recompensa ha sido poca, insuficiente, nunca alcanza.
Si lo tuyo es el esfuerzo entonces mejor que ni lo sepas. Vas por la vida y bueno.

20.2.24

Jugador


El hombre entra al bar. Alguna vez, hace muchos años, fue un ídolo del fútbol. Un extraordinario jugador, llegó a la selección, inclusive. Se le atribuían romances con bellas modelos de la época, se subía a su descapotable, lentes oscuros, cabello al viento. Lo iban a transferir al exterior y se jodió una rodilla. Ligamentos cruzados. Difícil que vuelvas a trabar una pelota con la misma convicción. Como la primera vez que no se te para, que no tenés ganas, jamás volvés a entrar con la misma confianza al césped del amor. O como si te robaron en la calle y parás en esa esquina esperando que cambie el semáforo pero mirás a los costados un poco más de lo necesario, pensando si habrá alguna forma, si será posible sacudirse del cuello al chimpancé del temor.
Deben haber pasado veinte años pero lo reconocí de inmediato. Está gordo, con poco pelo, con ese andar que tienen los futbolistas cuando se retiran, ese andar que hace que un futbolista pueda decir si alguien fue futbolista o no con sólo verlo cruzar la calle. Un rictus en la cara, algo en el tobillo o en la rodilla siempre, un persistente dolor. La camisa gastada por el uso, la mirada algo embotada de quien se ha pasado la noche bebiendo vino barato, o ginebra tal vez. Prende un cigarrillo ya sentado, desdobla un diario, las carreras. Pide un café sin levantar la vista, intenta juntar fuerzas para otro día completo hecho de noticieros y recuerdos y el tiempo que gotea como melaza sobre el parquet.
Pienso, no puedo evitar pensar, qué es peor. Si no haber saboreado jamás la mermelada del éxito, la tribuna que ovaciona, el aplauso, los reportajes, la mirada de alguien que te reconoce y de inmediato sonríe por un gol que recuerda o una canción que compusiste, alguien que te quiere abrazar o decirte ‘gracias’, o ‘grande, campeón’. O haberlo tenido, haber estado ahí, haber sentido que la vida era como deslizarse por una pista de esquí con el sol en la cara y la nieve que parece acariciarte la planta de los pies y perderlo todo después, saber que no vas a volver a sentirlo, no vas a volver a rozar esa sensación nunca más.
Pienso qué es peor, y termino mi café.

10.2.24

Leche deprimida


Tomábamos mucho en esa época. Y mal. Éramos jóvenes, el cuerpo aguantaba cualquier cosa. Después de los treinta mejor que empieces a pensar un poco lo que hacés, es triste, claro, pero se te vuela el fuselaje del avión y querés seguir volando. La vida.
Teníamos más de quince años y menos de veinte, éramos siempre más de cinco y menos de diez. Vacaciones en Villa Gesell. La vida desplegándose como un multicolor abanico repleto de exquisitas posibilidades.
Íbamos a bailar todas las noches, para eso íbamos a Villa Gesell. Antes de salir, a eso de las doce de la noche nos sentábamos alrededor de la mesa de la cocina, cada uno en el mismo lugar de siempre, a beber. Bebíamos como leones enjaulados, un vodka barato y a veces caliente, una basura que hoy no calificaría como lustramuebles, con tónica o con seven up o con sprite (en ese orden).
Y charlábamos, una hora o dos. Todos jóvenes y alegres y borrachos, hacíamos confesiones, jurábamos lealtades para toda la vida, nos preparábamos para salir con el incontenible deseo de fornicar, de pelear, de darle un par de mordiscones a la vida y su paleta de sabores.
El colo estaba triste, no melancólico, triste, cuando todos nosotros todavía no sabíamos muy bien qué era, en qué consistía la tristeza de verdad. Hijo de un reconocido médico, practicaba lucha y boxeo, iba a ser médico él también, sus padres tenían una clínica, toneladas de dinero, andaba en un automóvil japonés, su vida parecía estar encaminada cuando muchos de nosotros todavía ni siquiera sabíamos cómo íbamos a hacer para zafar.
–Colo, ¿qué te pasa? ¿Se puede saber qué carajo te pasa? –el que hablaba era G. Bebió de su vaso, se acomodó el flequillo, la noche estaba por comenzar–. Sos joven, tenés guita, ayer cogiste. ¿Qué carajo te pasa, colo?
Se hizo un silencio, una pausa. Alguien, A., encendió un cigarrillo. Se escucharon un par de ladridos de afuera, de la casa de al lado.
–Es que a mí me amamantaron con leche deprimida –dijo el colo–. Cuando mi mamá me dio la teta estaba con una profunda depresión, lo tengo chequeado. Así que eso es todo, esa es la explicación. No tiene cura. Estoy triste, voy a estar triste siempre, nada más.
Esa noche el colo en algún momento se fue del boliche y se mató con el auto en la ruta, yendo de Gesell a Pinamar.

30.1.24

Estuve triste


He estado triste. He estado triste con una tristeza que vos no te podés imaginar. Una tristeza como si te abrazara una mujer de ciento cincuenta kilos o más pintada de mermelada de durazno, o de naranja.
Tuve una tristeza que no sé de dónde vino y me volteó en la calle de una trompada, me dejó sentado, temblando y confundido, sentado en una calle por la que todavía me cuesta volver a pasar.
Estuve triste, asustado, emocionalmente destruido, viendo cómo el dique de mi ser era incapaz de soportar las filtraciones, los agujeros por donde entraba la tristeza más pura que yo jamás hubiera conocido, la tristeza inundándolo todo, tristeza tapando mis descalzos pies cada mañana, tristeza sobre las baldosas de la cocina.
La tristeza cansa, la tristeza duele además. La tristeza es un agujero por el cual se escapa cada miserable rayito de energía. Te pinchan los dedos de las manos, te dan mareos, querés quedarte en la cama muy quieto sin abrir los ojos, que no comience otro día.
Pude llegar, no sé cómo, a la otra orilla. Nadé y nadé en un agua negra y viscosa y muy fría. Pensé que me ahogaba, pensé que jamás llegaría.
No sé cómo se sale pero se sale, así como un pintor te diría que pintar no es fácil ni difícil, pintar es imposible. Algo, no sé, una lluvia, un chocolate, la sonrisa de un niño, un perro que mueve la cola, un whisky de madrugada en un bar de mala muerte, la espalda de una mujer en bombacha abriendo la heladera, cosas así.
Y entendés que no hay más nada para vos ni para nadie, no hay que buscar nada, te hace bien caminar un poco y un café y mirar el mar, o ver a una mujer por televisión en el canal de cocina preparando puré, agregando leche, manteca, pimienta o quizás nuez moscada, aplastando las humeantes papas de la vida.

20.1.24

Pomadita


Todo lo que escucho son calamidades. La gente habla de catástrofes aéreas, de niños mordidos en el rostro por famélicos dogos, de un cáncer que se masticó a alguien como si fuera un muñequito de hojaldre. Alguien le cuenta a alguien que otro alguien fue atropellado por una camioneta cargada de heladeras o vaquillonas, alguien tiene un sarpullido por comer camarones mezclados con dulce de batata, alguien tiene el pito verde por coger con una negra de una tribu africana, alguien quedó en medio de un terremoto y vio cómo la tierra se tragaba su ciclomotor recién comprado, alguien estaba colgando la ropa en la terraza y un halcón le picoteó un ojo.
Y así seguimos mientras vemos cómo se nos acaba el frasco de mermelada de la vida, con el único consuelo de saber que al resto de los mortales también les va para el culo, los choca una nave espacial, se les quema el televisor, quizás los pica una araña.

10.1.24

Parecía mongol


El joven Tenshi habitaba en la aldea Imawi, cerca del monte Emei. Siendo huérfano, su tío Em había logrado que fuera aceptado en el monasterio Turuca en las afueras de Kyoto, y puesto a las órdenes del gran maestro Tomai. El gran maestro, considerado casi una divinidad en todo el Japón, había pasado los noventa años y necesitaba asistentes. A cambio el joven Tenshi se libraba de su destino de labriego, huérfano y analfabeto. Parecía un trato justo. Tenshi tenía 15 años recién cumplidos y ya sabía leer y escribir. También le habían enseñado a coser, a preparar distintos platos clásicos de la comida japonesa y a jugar al go.
Como cada mañana desde que tenía once años, el joven Tenshi se despertó a eso de las 5, después de lavarse la cara, beber un insípido té verde y darle de comer a las cabras de su tío, partió presuroso hacia el monasterio Turuca. Debía llegar antes de las 0800, el gran maestro Tomai precisaba ayuda para darse su baño matinal, y luego para la preparación del desayuno. El joven Tenshi debía recorrer los once kilómetros de un escarpado terreno, con el final de una pronunciada subida por la ladera del monte Emei. Iba con su precaria túnica y unas gastadas sandalias que ya le apretaban los pies, pero no sentía tristeza ni dolor. Sabía que el gran maestro Tomai lo bendeciría con su sabiduría, mostrándole algún halo de luz en el camino de la vida.
A poco de emprender su caminata, algo llamó la atención de Tenshi. Al costado del camino, sobre unos desordenados pastizales, yacía un burro.
Se acercó dado que todavía no amanecía. El burro no estaba muerto pero agonizaba, quizás destrozado por las pesadas tareas a las que había sido sometido a lo largo de su vida, o quizás por el abrasador sol de cada día o el frío de las noches. Podía también haber sido atacado por una serpiente o picado por una araña, cómo saberlo.
Yacía el burro de costado, con la boca abierta y algo de sangre alrededor de su hocico. Los ojos miraban la nada misma, apenas algún movimiento convulso en una de sus patas traseras a intervalos regulares.
Dudaba, Tenshi. Debía volver a la aldea y avisar que el burro necesitaba ayuda. Pero si lo hacía llegaría tarde a ver al maestro Tomai, y el maestro Tomai tenía poca paciencia. El desayuno del maestro Tomai era sagrado.
Entonces vio venir en dirección contraria, es decir, hacia la aldea de Imawi, a un granjero con su hijo. El hijo, no mucho mayor que el propio Tenshi, sostenía sobre su cuello dos o tres cañas de bambú, que hacían de soporte de dos grandes tinajas de una rústica terracota que colgaban a ambos lados de su cuerpo. Debían contener sake artesanal para vender en el pueblo. Su padre, un campesino tosco pero amable a quien Tenshi se había cruzado varias veces, se llamaba Sunito.
–Hermano Sunito, qué alegría verlo –dijo Tenshi e hizo una reverencia–. Acabo de encontrar a este pobre burro que agoniza. Es preciso que usted me ayude. Quizás pueda usted ir a la aldea y conseguir que vengan otros campesinos, con 5 o 6 sería suficiente. Así cargamos al burro y lo llevamos para que alguien lo asista. El doctor Imao siempre está dispuesto a curar hombres y animales.
–¡Pero qué dices, muchacho! –dijo Sunito y negó con la cabeza–. Este burro ya está casi muerto. Lo que debemos hacer es llamar a uno de los guerreros de la guardia imperial para que venga con su katana y corte el cuello del animal. Así podemos trocearlo sin dificultades y llevarlo para que coman en la aldea. La señora Sasimi sabe hacer manjares con cualquier tipo de carne, tiene arroz y especias que ella misma cultiva. La aldea está sufriendo horrores la sequía, y la carne de este animal sería una bendición. El pueblo estará de fiesta.
–¡No! –Tenshi dio una patada en el piso, indignado. Lo sorprendió la vehemencia de su propio gesto–. El maestro Tomai nos enseña la divinidad que habita en todas las criaturas vivientes. La vida de este burro es tan sagrada como la suya o la mía. Es nuestro deber socorrerlo. Eso es lo que mandan las sagradas escrituras.
–Pero querido –dijo Sunito negando con la cabeza. Su hijo había dejado la carga de ambos toneles en el piso para poder descansar un poco, empezaba a hacer calor–. Entiendo que has elegido el camino de la fe y la beatitud, pero la madre naturaleza en toda su sabiduría no nos deja interferir en su ciclo. A la vida sigue la muerte y no está en nuestras manos modificar eso. Las serpientes se comen a las ranas, los zorros cazan gallinas, y eso es algo que no podemos modificar ni interferir.
Se hizo una pausa, los argumentos habían sido expuestos. Tenshi sabía que no podía ni pensar en arrastrar al burro, y también había entendido con toda claridad que Sunito no lo ayudaría. Se encontraba inquieto, preso de un dilema que lo incomodaba en lo profundo de su ser.
Entonces apareció de la nada un hombre. Parecía pequeño y curtido por el sol, llevaba también una suerte de túnica y sandalias. Se quitó el cónico sombrero hecho de paja trenzada, llevaba la cabeza rapada. Sus ojos eran achinados y sus pómulos salientes, quizás fuera mongol.
El hombre no saludó ni expresó ningún comentario. Se arrodillo junto al animal, y le palmeó dos veces un anca.
Luego, sin mediar palabra, se acostó sobre la tierra, junto al animal y desde atrás, como si fuera a dormir en la posición que se conoce como ‘cucharita’. Se remangó la túnica, y ya estaba con la pija muy parada. Incluso la pija parecía algo desproporcionada, por tamaño y por el color púrpura reluciente, en relación a la totalidad de su cuerpo. Se apretó al burro, y lo penetró de un saque.
Siendo el burro, por decirlo de algún modo, un masculino, la penetración estaba ocurriendo por el culo, no cabía otra posibilidad. El sujeto se aferró a las ancas del animal y empujó varias veces, con los ojos en blanco, murmurando algunas incoherencias. El burro no mostraba mayor contrariedad ni reacción.
–¡Ahhhh! –dijo el hombre, dio un par de empujones más contra el animal– ¡Tomá, tomá hija de mil puta!
Concluido su afán se puso de pie, tenía la pija manchada de mierda. Sosteniendo todavía su túnica en alto con una mano, usó un puñado de pasto para limpiarse un poco la pija.
–Ya ven –dijo el hombre, dejando caer su túnica, y pasándose un antebrazo por la sudorosa frente. Recuperaba el aliento–. Mientras ustedes discuten sobre el bien y el mal, quizás el destino del universo, yo me recontracogí al burro. Ahora me siento mucho mejor, estaba cargado como una pila varta. Sigo mi camino, me esperan y llego tarde. ¡Que viva nuestro sagrado imperio del sol naciente! Les deseo el bien.
El hombre desapareció a paso vivo por donde había venido. Lo vieron perderse detrás de los árboles.
–Bueno, Sunito, nos vemos –dijo Tenshi. Quería llegar al templo lo antes posible y ver al gran maestro Tomai. Tenía tantas cosas para contarle.

*sí, y es gratis. quiero decir, no me debés nada.