Estoy comiendo. Afuera. Estoy comiendo afuera. Comer afuera es, por definición, distinto, distinto de comer adentro. Comer adentro, aunque no sea la expresión, aunque no se diga de ese modo, es comer en el domicilio, en el lugar donde uno vive. Comer afuera es comer en un restaurante.
Estoy comiendo en Pippo, más precisamente en Pippo de la calle Montevideo. Restaurante emblemático si los hay, humilde, eterno, apenas a un costado de la avenida Corrientes.
Es un restaurante, Pippo, cómo definirlo y ser justo a la vez, es un restaurante, decía, sin pretensiones, de batalla. Un restaurante como esas pizzerías de barrio que te dieron cobijo alguna vez, cuando eras pobre o ella te dejó o hacía frío, y uno sabe que va a poder volver a buscar refugio, siempre.
Como solo, en una mesa del fondo, donde me solía sentar hace muchos años. Tenía ganas de venir a comer acá, otra vez, por que soy pobre, o por que ella me dejó, o por que hace frío. Qué carajo te importa.
Vermicellis, tuco y pesto, la especialidad de la casa, de entrada una porción de longaniza, un Norton tinto. Si alguna vez estás mal, si alguna vez, y yo te aseguro que siempre, en alguna curva de la vida, está esa vez, si alguna vez sentís que nada tiene sentido, y no te salva el detalle, el menú que acabo de mencionar (se puede agregar un flan con dulce de leche, de postre, para casos extremos), entonces estás frito. No hay nada más, deambularás entre el rivotril y el feng shui y los cursos y las fotos y los viajes hasta que te mueras de pena, que es equivalente a decir de muerte natural. Es así.
Estoy comiendo mis vermicellis gruesos como lombrices, con el tuco salvaje y el pesto como para cagar un río verde fluorescente, indeleble y para siempre sobre la avenida Corrientes, y dejar entonces de esa forma, una opinión, una marca, de mi paso por la tierra. Y entra un cura.
El cura es gordo, usa gruesos lentes de metálico marco, la rojiza cara, un morrón donde debiera estar la nariz. Lleva un uniforme, un uniforme de cura, o mitad cura y mitad de civil, como si fuera un traje, pero se ve el cuellito. Y lleva un maletín, negro, de cuero muy cuarteado, con esa forma triangular que solían tener los maletines de los visitadores médicos.
Se sienta a comer, no se saca el saco. Pide lo mismo que yo, los vermicellis que le traen casi de inmediato, pero doble tuco, sin pesto, y medio litro de vino de la casa.
Mastica con voracidad, grandes bocados de vermicellis rebosantes de salsa. Se acomoda los lentes, con un dedo, como si quisiera atornillarse los lentes al entrecejo. Bebe un vaso de vino en dos tragos, respira, vuelve a comenzar.
Entonces sucede algo, digamos extraño, digamos imprevisto. El cura saca un pequeño crucifijo de un bolsillo del saco, parece de plata, es plateado. Lo mira un instante, luego lo pone en el plato. En el plato rebosante de fideos y salsa. Pone más queso rallado, mucho. Y revuelve con el tenedor.
Sigue comiendo, los vermicellis, doble tuco, mucho queso. El crucifijo dentro del plato. A mí me parece por un momento que sonríe, y que entonces yo voy a entender el chiste, la broma, el significado.
Pero no, no sonríe, es la satisfacción que le provoca comer, estar vivo y seguir comiendo.
Pido la cuenta, me tengo que ir. Sé que voy a recordar lo que acabo de ver, sé que alguna vez lo voy a contar.
Estoy comiendo en Pippo, más precisamente en Pippo de la calle Montevideo. Restaurante emblemático si los hay, humilde, eterno, apenas a un costado de la avenida Corrientes.
Es un restaurante, Pippo, cómo definirlo y ser justo a la vez, es un restaurante, decía, sin pretensiones, de batalla. Un restaurante como esas pizzerías de barrio que te dieron cobijo alguna vez, cuando eras pobre o ella te dejó o hacía frío, y uno sabe que va a poder volver a buscar refugio, siempre.
Como solo, en una mesa del fondo, donde me solía sentar hace muchos años. Tenía ganas de venir a comer acá, otra vez, por que soy pobre, o por que ella me dejó, o por que hace frío. Qué carajo te importa.
Vermicellis, tuco y pesto, la especialidad de la casa, de entrada una porción de longaniza, un Norton tinto. Si alguna vez estás mal, si alguna vez, y yo te aseguro que siempre, en alguna curva de la vida, está esa vez, si alguna vez sentís que nada tiene sentido, y no te salva el detalle, el menú que acabo de mencionar (se puede agregar un flan con dulce de leche, de postre, para casos extremos), entonces estás frito. No hay nada más, deambularás entre el rivotril y el feng shui y los cursos y las fotos y los viajes hasta que te mueras de pena, que es equivalente a decir de muerte natural. Es así.
Estoy comiendo mis vermicellis gruesos como lombrices, con el tuco salvaje y el pesto como para cagar un río verde fluorescente, indeleble y para siempre sobre la avenida Corrientes, y dejar entonces de esa forma, una opinión, una marca, de mi paso por la tierra. Y entra un cura.
El cura es gordo, usa gruesos lentes de metálico marco, la rojiza cara, un morrón donde debiera estar la nariz. Lleva un uniforme, un uniforme de cura, o mitad cura y mitad de civil, como si fuera un traje, pero se ve el cuellito. Y lleva un maletín, negro, de cuero muy cuarteado, con esa forma triangular que solían tener los maletines de los visitadores médicos.
Se sienta a comer, no se saca el saco. Pide lo mismo que yo, los vermicellis que le traen casi de inmediato, pero doble tuco, sin pesto, y medio litro de vino de la casa.
Mastica con voracidad, grandes bocados de vermicellis rebosantes de salsa. Se acomoda los lentes, con un dedo, como si quisiera atornillarse los lentes al entrecejo. Bebe un vaso de vino en dos tragos, respira, vuelve a comenzar.
Entonces sucede algo, digamos extraño, digamos imprevisto. El cura saca un pequeño crucifijo de un bolsillo del saco, parece de plata, es plateado. Lo mira un instante, luego lo pone en el plato. En el plato rebosante de fideos y salsa. Pone más queso rallado, mucho. Y revuelve con el tenedor.
Sigue comiendo, los vermicellis, doble tuco, mucho queso. El crucifijo dentro del plato. A mí me parece por un momento que sonríe, y que entonces yo voy a entender el chiste, la broma, el significado.
Pero no, no sonríe, es la satisfacción que le provoca comer, estar vivo y seguir comiendo.
Pido la cuenta, me tengo que ir. Sé que voy a recordar lo que acabo de ver, sé que alguna vez lo voy a contar.