Estaba sentado en la oficina, no, no importa qué oficina.
Microcentro, mirando por una ventana que no daba a ninguna parte, una ventana
que parecía decir que el mundo iba a ser gris por los siglos de los siglos amén
(hey, men). Once y veinte de la mañana, martes.
Vi venir caminando a Aristizábal por el pasillo. Peinado
para atrás, con gel, una camisa con sus iniciales bordadas, ‘AAA’. Andrés Alejandro
Aristizábal, Gerente Regional de Operaciones. El pasillo daba al ascensor,
también daba a la Gerencia de Finanzas.
–Ey, Hundred –tardé en reaccionar, en levantar la cabeza.
Trabajaba, yo, en el banco, desde hacía cuatro años. Aristizábal me había
hablado dos veces como mucho, una para señalarme que yo tenía un pedacito de
lechuga en la mejilla. Había bajado a comer un pebete de milanesa con lechuga y
tomate, a la calle, de parado. Si no fumás (yo sólo puedo fumar de noche, no sé,
para mí fumar es un acto privado), si no te gusta pajearte en un baño mientras
en los cubículos de al lado se oyen ruidos de gente defecando, comer termina
siendo una de las pocas válvulas de escape. La otra vez fue para decirme que me
estaba quedando pelado, que eso parecía–. Te llama Passimeni.
–¿Eh? –dejé la birome, estaba revisando una planilla de
cuentas corrientes, y se me perdían los números en la pantalla–. Perdón, estaba
distraído.
–Sí –se rió, Aristizábal, miraba su nuevo reloj, parecía un
Omega. Sentía, Aristizábal, que su reloj no sólo decía la hora, sino que decía,
al mismo tiempo, quién era él en la pirámide social. Buen reloj–. Te llama
Passimeni, que subas.
–Señor –dije–. Passimeni es el Director General del banco.
No debiera saber que existo.
–Es verdad, es verdad –se rió, Aristizábal, y levantó un
poco un costado de la boca, como si todo mi ser no fuera mucho más que un
sorete de perro todavía fresco–. Pero pidió por vos. Me dijo que subas.
–¿Ahora? –pregunté.
–Sí, ahora. Subí a ver qué rompiste.
–Bueno, ahí voy –grabé la planilla para no perder los
cambios, me puse el saco.
Fui hasta el ascensor, último piso. El botón decía
‘Directorio’.
–Soy Hundred, Juan Hundred –le dije a la secretaria que me
miró como si fuera un tampón usado. Muy rubia, muy puta, con pinta de saber que
chupar la pija es un plan de carrera tan bueno como cualquier otro–. Me dijo el
señor Aristizábal que el señor Passimeni pidió por mí. Quizás se trata de un
error.
–A ver, esperá –me señaló con el mentón unos silloncitos,
pero yo no me senté. Me quedé parado, mirando los cuadros. Cuadros que no
significaban nada, pintados por pichones de Rothko, brochazos gruesos,
rectangulares, manchas. Yo podría pintar cuadros así, con la poronga, después
de meter la poronga en distintos frascos de mermelada, en frascos de mermelada
de distintos sabores, sin mayores dificultades.
–Sí –dijo la secretaria, y sonrió–. Dice Passimeni que
pases.
Empujé la puerta más pesada del mundo. Entré.
–¿Hundred, no? –dijo Passimeni de espaldas, contemplaba el
río a través del inmenso ventanal, las manos en la nuca. Giró su silla, se puso
de pie, tuvo que caminar unos buenos nueve pasos para poder recorrer el
perímetro de su escritorio, y entonces saludarme. Nos dimos la mano–. Siéntese,
por favor. Ah, está despedido.
–Señor –dije–. Debe haber un error. Usted ni me conoce,
trabajo en cuentas corrientes. Soy asistente, a veces escribo algunos informes.
–Le estoy diciendo, Hundred, lo que pasa –se sentó en una
suerte de living, unos simpáticos sillones individuales que olían a cuero, a campo, a vacas pastando.
Tomó una botellita de agua mineral importada de una mesa muy bajita, se sirvió,
agua, en un vaso–. Usted está despedido. Vaya a recursos humanos y pida por María
Benarza, ella está al tanto de todo. Lleve esta tarjeta de mi parte (tomó la
tarjeta, la dio vuelta, escribió un ‘3’, hizo un gancho), la indemnización será
el triple de lo normal.
–No entiendo. ¿Por qué me echa?
–Sí, claro –se echó hacia atrás, Passimeni, en el sillón,
suspiró e hizo una mueca de incomodidad, como si tuviera gastritis, o
hemorroides, o algo en el cuello, algo que lo molestara todos los días y a cada
momento–. Usted pretende una explicación.
–Si puede –dije–. No recuerdo haber recibido ninguna queja,
y mi trabajo es, por decirlo de algún modo, irrelevante. Gano poco, además, no
molesto a nadie.
Levantó una mano, Passimeni, indicando que le aburría el
mundo en general, y escucharme en lo particular. Hice silencio.
–Hundred, como usted bien sabe, la gente de sistemas, está
básicamente para hacer espionaje interno. Pinchan teléfonos, voltean mails,
cada computadora es en realidad un ojo, un ojo nuestro. A quién odia un
empleado, con quién chatea, si roba, si cambia el auto.
–Entiendo –dije.
–Bueno –prosiguió, Passimeni–, a mí me hacen llegar un
informe quincenal, de rutina, quién coge con quién, quién se peleó con quién,
si alguien se puso un kiosquito. Después hay requerimientos especiales.
Tomó agua, me señaló una heladerita de puerta transparente
donde había gaseosas y jugos, negué con la cabeza.
–El asunto es que llega el informe, no se olvide que tenemos
más de dos mil empleados –dijo–. Y salta su caso.
–¿Mi caso? –me señalé el pecho con un índice.
–Sí, Hundred, su caso. Chequeo el informe, de sistemas. Pido
que lo amplíen, que me den un informe general, suyo, en profundidad. Nada.
–Nada –repito yo, esperando, por insondables misterios de la
física, que nada signifique algo.
–Nada, Hundred –Passimeni se pone de pie, resopla. Aplaude,
un solo aplauso, como si estuviera llamando a alguien, pero no, no está
llamando a nadie, y nadie viene–. Usted no ve pornografía. Usted no baja
música. Usted no chatea, no tiene twitter ni facebook.
Hace una pausa. Me mira.
–La pregunta –sigue, Passimeni–, es qué carajo hace todo el
día acá adentro. Algo muy malo sucede con usted, no sé, podría estar pensando.
La empresa no se puede dar semejante lujo, no podemos correr esos riesgos.