30.9.13

Vamos a cambiar el mundo


         Hay quienes consideran que todo sistema político debiera ser abolido. Que la política en sí misma es una trampa, para que un grupo de personas busquen su particular y aristocrática conveniencia, en desmedro de las forever postergadas mayorías.
         Hay quienes piensan que es prioritario menester salvar a las ballenas. A las tortugas, a los osos pardos, a los elefantes y a las cebras. A los delfines.
         Hay quienes sostienen que el trabajo es una maldición bíblica, una forma de alienación donde se cumple aquello de el hombre lobo del hombre, las vidas humanas se transforman en mera mercancía.
         Hay gente que lucha para que los ricos dejen de ser ricos, y los pobres dejen de ser pobres, para que las tierras vuelvan a sus tribus originarias, para que no exista más la aberración de la propiedad privada, por la eliminación del trabajo infantil, de la prostitución, de la violencia doméstica. Para resumir, el mundo está mal, está muy mal, está todo al revés, las cosas debieran ser bien diferentes.
         Esta mañana pedí tres cafés con leche y una sola medialuna. Considérenlo mi aporte.

24.9.13

Medianoche en Paris. Mediodía en Villa Crespo


         Vuelvo al barrio. Al barrio donde nací, donde pasé, entre tantas cosas, la vida, hasta casi entrada la edad adulta.
         Tengo que hacer un trámite, legalizar unas fotocopias, alguna imbecilidad de ese tenor. Me dicen que el escribano no llegó, que está demorado, que se quedó atrapado en un ascensor. Así que digo que bajo a tomar un café.
         El 97% de la vida es esperar, sólo esperar. El resto del tiempo es para lavarse los dientes, pagar el gas, comer un par de empanadas de carne cuando pediste de jamón y queso, tomar un vaso de agua con gas cuando pediste sin gas, y viceversa, y viceversa todas las veces que sea necesario, las cosas que te mantienen andando.
         Entro a un bar, me siento, pido un café.
         Y entonces pasa. Sucede.
         Entra gente, un par de personas. Un pibe que fue conmigo a la primaria, jugaba muy bien al fútbol, seguro. Usa un bastón, arrastra una pierna. Balbucea con dificultad para hacer su pedido, tiene espasmódicos movimientos, se le escapa un gutural gemido. Ha tenido algo, un ataque, no sé.
         Entra una pareja. La mujer es la chica que nadaba en el club, la mujer más linda que yo haya visto en mi vida, verla en malla me daba material para masturbarme con diaria regularidad unas dos o tres semanas, en doble turno. Ahora es un inmundo bofe. Se ha echado unos treinta kilos encima, grita, a su marido, se queja, del clima, de la inseguridad, de lo caro que está todo. Tiene los  dientes muy manchados, usa un viejo pulóver que alguna vez debió ser bordó. Mastica con la boca abierta, las miguitas salpican en todas direcciones.
         Por la calle pasa un hombre, alguna vez fue mi vecino. Solía usar una boina a cuadros, y me hacía preguntas porque una vez me había visto en el ascensor con un libro de ajedrez. Ahora pide plata, en la calle, cuando corta el semáforo. Ofrece estampitas, y unas calcomanías, también. Usa un pantalón de franela gris, donde luce, con dolorosa claridad, un manchón de orina.
         Y así podría seguir.
         No, claro, entiendo tu forma de razonar. Te acordaste de ‘Midnight in Paris’, de Woody Allen. La idea, tantas veces utilizada en ciencia ficción. Te parás en una esquina, a determinada hora, y volvés al pasado.
         Pero no, lo que te acabo de contar puede tener algún punto de contacto, pero no es lo mismo. Acá no volvés al pasado. Acá te parás en una esquina y el pasado viene hacia el presente, con la única intención de recordarte que la vida nos pasó por encima. A todos.

18.9.13

Putas dominicanas


         Lo conocía a JC de la época de la universidad, habíamos estudiado juntos, nos habíamos hecho amigos. Hacía de eso muchos años, no sé, más de diez, con eso es suficiente para transformar algo en pasado. Después de diez años, no importa, ya no importa nada, nada de lo que hayas hecho o dejado de hacer. Nada que te haya, justamente, pasado.
         Después, JC consiguió una beca y decidió seguir estudiando. Se fue a Washington, luego vivió un tiempo en Holanda. Ahora vive en Bélgica, es profesor, da clases. Siempre solía decir, ‘me importa un pomo lo que estudio, estudiar es mejor que trabajar, con saber eso me alcanza’.
         Está de visita en Buenos Aires, vino a ver a su madre, a su hermana. Cruzamos mails, quedamos en ir a comer.
         Es viernes, son las diez de la noche, estoy parado en Callao y Rivadavia. Esperando a JC. Él se está quedando en la casa de una hermana, por San Cristóbal. No sé si va a preferir ir a comer un puchero a El Globo, o a El Imparcial. O quizás quiera ir a comer fideos a Pippo, como en la época de la facultad. O empanadas, a La Americana.
         Estoy parado en la esquina, en diagonal al Congreso. Buenos Aires se ha vuelto un infierno, es Saigón, es Namibia, es cualquier cosa y ya no se puede volver atrás. No hay adónde volver. Tampoco se puede seguir. Perdimos la brújula, hay que volar sin instrumentos. Es una situación curiosa, particular.
         Se me acercan dos mujeres. Prostitutas, reconocibles prostitutas a noventa metros de distancia. Dominicanas. Una es mayor, en todo sentido. Casi un metro ochenta de voluptuosa mujer, no tiene culo sino ancas que lleva a duras penas comprimidas bajo rotundas calzas blancas. Tetas, quince o veinte kilos de tetas a punto de estallar, de vencer el corpiño y ponerse a cantar o darte un cachetazo. Generosos pezones, grandes, pezones del tamaño de hamburguesas. Usa el cabello recogido, tiene una sonrisa que es todo vicio, una fantástica sonrisa que dice que ha visto todo lo malo de este mundo y va por más.
         –Hola, lindo –me dice. La otra se queda un paso atrás. Parece su sobrina, flaquita, huesuda. Mucho más joven, no más de veinte años. Minifalda ínfima, cabello corto, piernas largas y algo chuecas, con las rodillas apenas hacia adentro. Le cuesta mantener el equilibrio sobre unos plateados zapatones de imposibles tacos. Tetitas de adolescente, toda la fuerza para cabalgarte arriba de la poronga hasta que te mueras, hasta que no des más, hasta que le pagues.
         –Hola –contesto, pero miro hacia atrás, indicando que si me dijo ‘lindo’, no soy yo.
         –¿Estás esperando a alguien? –se ríe, la grandota, de mi ocurrencia. Se abre un poco la camisola que lleva encima, para que pueda observar la mercadería–. Supongo que a nosotras.
         –Eh, no –digo, miro su escote, esas tetas podrían hacer eyacular a un muerto, esas tetas podrían hacer eyacular a una estatua–. Gracias.
         –Dale, bonito –se acerca un poco, pone su brazo sobre el hombro de la más joven, a la que ha hecho avanzar un paso–. Si la preferís a ella no me ofendo.
         No digo nada, ya dije que no. No tengo más nada para decir.
         –Si querés te la chupamos entre las dos –sigue, se relame. Tiene una lengua larga y muy roja, como si acabara de comer helado de frutilla–. Yo te chupo la pija mientras ella te chupa los huevos, te va a encantar.
         Miro, por encima de su cabeza. JC no aparece. La gente pasa.
         –Ya sé –dice–, te gusta mirar. Me la cojo yo a ella, me pongo un arnés con un pito de treinta y tres centímetros. Vas a ver cómo grita, le encanta gritar. Vos nos mirás.
         –Sí, me gusta gritar –dice la flaquita. Básica, sin levantavidrios. Parece drogada.   
         Pausa. Saco mi teléfono celular y miro la pantalla, pero es un reflejo, un tic nervioso.
         –No seas tímido –se acerca más, la grandota, siento su aliento a caramelo de eucalipto, podría devorarme el pito de un mordisco–. Si querés te hago una paja, algo rapidito. Vamos a la plaza.
         La flaquita enciende un cigarrillo y me lo ofrece, el de ella, el que acaba de encender. Le tiemblan un poco las manos. Le digo que no con la cabeza.
         –Dale –sigue, la grandota, me toca una mejilla con la mano–. Dejame que te la chupe, o rompeme la cola, tenés pinta que te gusta hacer la cola. O vamos y nos bañamos juntos, los tres. Me trago la leche, me sacás fotos. No sé, hacemos cualquier cosa por dinero.
         –Como todo el mundo –digo–. Qué novedad.

12.9.13

Está despedido


         Estaba sentado en la oficina, no, no importa qué oficina. Microcentro, mirando por una ventana que no daba a ninguna parte, una ventana que parecía decir que el mundo iba a ser gris por los siglos de los siglos amén (hey, men). Once y veinte de la mañana, martes.
         Vi venir caminando a Aristizábal por el pasillo. Peinado para atrás, con gel, una camisa con sus iniciales bordadas, ‘AAA’. Andrés Alejandro Aristizábal, Gerente Regional de Operaciones. El pasillo daba al ascensor, también daba a la Gerencia de Finanzas.
         –Ey, Hundred –tardé en reaccionar, en levantar la cabeza. Trabajaba, yo, en el banco, desde hacía cuatro años. Aristizábal me había hablado dos veces como mucho, una para señalarme que yo tenía un pedacito de lechuga en la mejilla. Había bajado a comer un pebete de milanesa con lechuga y tomate, a la calle, de parado. Si no fumás (yo sólo puedo fumar de noche, no sé, para mí fumar es un acto privado), si no te gusta pajearte en un baño mientras en los cubículos de al lado se oyen ruidos de gente defecando, comer termina siendo una de las pocas válvulas de escape. La otra vez fue para decirme que me estaba quedando pelado, que eso parecía–. Te llama Passimeni.
         –¿Eh? –dejé la birome, estaba revisando una planilla de cuentas corrientes, y se me perdían los números en la pantalla–. Perdón, estaba distraído.
         –Sí –se rió, Aristizábal, miraba su nuevo reloj, parecía un Omega. Sentía, Aristizábal, que su reloj no sólo decía la hora, sino que decía, al mismo tiempo, quién era él en la pirámide social. Buen reloj–. Te llama Passimeni, que subas.
         –Señor –dije–. Passimeni es el Director General del banco. No debiera saber que existo.
         –Es verdad, es verdad –se rió, Aristizábal, y levantó un poco un costado de la boca, como si todo mi ser no fuera mucho más que un sorete de perro todavía fresco–. Pero pidió por vos. Me dijo que subas.
         –¿Ahora? –pregunté.
         –Sí, ahora. Subí a ver qué rompiste.
         –Bueno, ahí voy –grabé la planilla para no perder los cambios, me puse el saco.
         Fui hasta el ascensor, último piso. El botón decía ‘Directorio’.
         –Soy Hundred, Juan Hundred –le dije a la secretaria que me miró como si fuera un tampón usado. Muy rubia, muy puta, con pinta de saber que chupar la pija es un plan de carrera tan bueno como cualquier otro–. Me dijo el señor Aristizábal que el señor Passimeni pidió por mí. Quizás se trata de un error.
         –A ver, esperá –me señaló con el mentón unos silloncitos, pero yo no me senté. Me quedé parado, mirando los cuadros. Cuadros que no significaban nada, pintados por pichones de Rothko, brochazos gruesos, rectangulares, manchas. Yo podría pintar cuadros así, con la poronga, después de meter la poronga en distintos frascos de mermelada, en frascos de mermelada de distintos sabores, sin mayores dificultades.
         –Sí –dijo la secretaria, y sonrió–. Dice Passimeni que pases.
         Empujé la puerta más pesada del mundo. Entré.
         –¿Hundred, no? –dijo Passimeni de espaldas, contemplaba el río a través del inmenso ventanal, las manos en la nuca. Giró su silla, se puso de pie, tuvo que caminar unos buenos nueve pasos para poder recorrer el perímetro de su escritorio, y entonces saludarme. Nos dimos la mano–. Siéntese, por favor. Ah, está despedido.
         –Señor –dije–. Debe haber un error. Usted ni me conoce, trabajo en cuentas corrientes. Soy asistente, a veces escribo algunos informes.
         –Le estoy diciendo, Hundred, lo que pasa –se sentó en una suerte de living, unos simpáticos sillones individuales  que olían a cuero, a campo, a vacas pastando. Tomó una botellita de agua mineral importada de una mesa muy bajita, se sirvió, agua, en un vaso–. Usted está despedido. Vaya a recursos humanos y pida por María Benarza, ella está al tanto de todo. Lleve esta tarjeta de mi parte (tomó la tarjeta, la dio vuelta, escribió un ‘3’, hizo un gancho), la indemnización será el triple de lo normal.
         –No entiendo. ¿Por qué me echa?
         –Sí, claro –se echó hacia atrás, Passimeni, en el sillón, suspiró e hizo una mueca de incomodidad, como si tuviera gastritis, o hemorroides, o algo en el cuello, algo que lo molestara todos los días y a cada momento–. Usted pretende una explicación.
         –Si puede –dije–. No recuerdo haber recibido ninguna queja, y mi trabajo es, por decirlo de algún modo, irrelevante. Gano poco, además, no molesto a nadie.
         Levantó una mano, Passimeni, indicando que le aburría el mundo en general, y escucharme en lo particular. Hice silencio.
         –Hundred, como usted bien sabe, la gente de sistemas, está básicamente para hacer espionaje interno. Pinchan teléfonos, voltean mails, cada computadora es en realidad un ojo, un ojo nuestro. A quién odia un empleado, con quién chatea, si roba, si cambia el auto.
         –Entiendo –dije.
         –Bueno –prosiguió, Passimeni–, a mí me hacen llegar un informe quincenal, de rutina, quién coge con quién, quién se peleó con quién, si alguien se puso un kiosquito. Después hay requerimientos especiales.
         Tomó agua, me señaló una heladerita de puerta transparente donde había gaseosas y jugos, negué con la cabeza.
         –El asunto es que llega el informe, no se olvide que tenemos más de dos mil empleados –dijo–. Y salta su caso.
         –¿Mi caso? –me señalé el pecho con un índice.
         –Sí, Hundred, su caso. Chequeo el informe, de sistemas. Pido que lo amplíen, que me den un informe general, suyo, en profundidad. Nada.
         –Nada –repito yo, esperando, por insondables misterios de la física, que nada signifique algo.
         –Nada, Hundred –Passimeni se pone de pie, resopla. Aplaude, un solo aplauso, como si estuviera llamando a alguien, pero no, no está llamando a nadie, y nadie viene–. Usted no ve pornografía. Usted no baja música. Usted no chatea, no tiene twitter ni facebook.
         Hace una pausa. Me mira.
         –La pregunta –sigue, Passimeni–, es qué carajo hace todo el día acá adentro. Algo muy malo sucede con usted, no sé, podría estar pensando. La empresa no se puede dar semejante lujo, no podemos correr esos riesgos.

6.9.13

Porque este viagra es azul, como el mar azul


         Nos hace mucho mas moco la rutina que una guerra. Lo que te destroza es caminar esas tres cuadras, cada mañana, una y otra vez, podríamos perfectamente soportar una catástrofe natural, sabrías cómo sobreponerte a un terremoto. Son las pequeñas cosas las que te van comiendo el alma, las que van opacando cada famélica y absurda molécula de tu ser, las grandes cosas son cambios de paradigma, no exentos de trauma por cierto, pero, por tratarse de cosas que nunca te pasaron, que jamás imaginaste, descubrís al mismo tiempo, asombro sobre asombro como fetas de jamón cocido, novedosas respuestas que habitan en tu ser, insólitas capacidades.
         Que no te aguanto más, eso. Preferiría tener que coger con una jirafa, o con un pato de madera.

***

         Le pasa al escritor, es algo bien conocido entre los escritores, ese momento frente a la página en blanco donde mirás y está la página, en blanco –ya lo dije–, y estás vos, y el hámster de la creación se niega a mover la ruedita hecha de palabras.
         Le pasa al pintor, claro que sí, está el lienzo colocado sobre el caballete y el pintor toma su pincel, están las pinturas, en latas, en pomos, el pintor debe saltar, zambullirse en el tempestuoso y desde ya colorido mar de la imaginación, adonde quiera que el viaje lo transporte después de esa primera pincelada que aún no llega.
         Le pasa al artista, perdón, al actor, en el instante previo a salir a escena, donde él, de este lado de la cortina, todavía es él, y un momento después el juego lo transformará en otro, no será él, movido por misteriosos piolines, ya no.
         Lo que te quiero decir es que te veo así, derramada sobre la cama, y no tengo las más mínimas ganas de cogerte. Se me murió la japi, pero igual voy, ahí voy.