29.12.07

Bienaventuranzas en oferta

Bienaventurados los que de chicos no tuvieron Nesquik, porque cuando la vida tenga para darles sólo Nescao podrán soportarlo.
Bienaventurados los mansos, los tranquilos, los que escucharon ese tema de Piero. Ya tuvieron suficiente castigo y las cosas deberían mejorar.
Bienaventuradas las jirafas porque a la hora de la tortícolis comprenden con absoluta claridad que tener un don implica también tener un castigo así de largo.
Bienaventurados los que tienen una mascota, un gato o un perro, ya que jamás recibirán cariño parecido de un ser humano.
Bienaventurados los que tienen mucho y son felices con poco, porque tener poco y ser feliz con mucho lo puede soñar cualquier tarado.
Bienaventurados los que nunca fueron los últimos y nunca serán los primeros. Tal vez puedan jugar y divertirse sin esa pesada carga.
Bienaventurados los que trabajaron de mozos, porque alguna vez habrán escupido una ensalada de frutas y es raro que Dios otorgue semejantes revanchas.
Bienaventuradas todas las mujeres que me odian, porque les he regalado a sus existencias algún motivo.
Bienaventurados los que conocieron el lujo y la miseria, los que cogieron con gráciles doncellas y bofes hercúleos, los que tomaron Pommery y sidra Marolio, porque ellos han comprendido lo bueno y lo malo sobre la faz de esta tierra, y no deberían tener inconvenientes para poder discernirlo donde quiera que vayan.
(Bola extra). Bienaventurados los que no rompen las pelotas, porque ellos tendrán un dos ambientes en el cielo, contrafrente, vista abierta, bajas expensas, vecinos tranquilos.

Fiesta, que fantástica, fantástica esta fiesta

Llego a la oficina temprano, muy temprano. Llevo traje y corbata, saludo a la gente de seguridad del edificio, me saludan. Hace calor. Cuando hace más de 23 grados a las ocho de la mañana, es porque el día será un infierno. Así que digo ‘hace calor’, y el portero me dice ‘hoy va a ser un infierno’.
Llevo una mochila, raro en mí. No tuve mochila, que yo recuerde, cuando era niño, así que desconozco su utilidad.
En la mochila llevo siete tarros de dulce de leche Chimbote. Los tarros son de un cartón muy duro. También llevo una cuchara, no, una especie de espátula de madera.
Me saco el saco (y me pongo el pongo, Marrone dixit). Me saco la corbata. Me desabotono uno, y luego dos botones de la camisa. Me remango. Saco los tarros y los abro con cuidado, como si se tratara de nitroglicerina. Son siete tarros de un kilogramo cada uno, abiertos sobre mi escritorio. Apilo las tapas. Las coloco dentro de una bolsa de nylon, y luego, otra vez dentro de la mochila.
Saco la espátula de madera. Está todo pensado. Lo pensé ayer a la noche, mientras me bañaba, antes de acostarme.
Así que empiezo. Hago lo pensado. Silbo algunas canciones de rock nacional, canciones conocidas de tiempos pasados.
Me paso media hora, cuarenta y cinco minutos, pintando las computadoras con dulce de leche. Pinto los teclados específicamente, repasando las teclas rebeldes, las teclas que no han sido pintadas con las pinceladas gruesas. Pinto todos los teclados de todas las computadoras que encuentro a mi paso.
Y me queda dulce de leche, y tiempo. Así que pinto uno que otro mouse, completo, y algunos monitores. A uno le hago una ‘X’ perfecta, a otro un asterisco, a otro un signo de pregunta, a otro un garabato.
Pasados cuarenta y cinco minutos, estoy satisfecho y transpirado. Guardo todos los tarros vacíos en la mochila, y la espátula. Me seco el sudor en el baño con una pequeña toalla de un verde pastel, me pongo la corbata, me pongo el saco, agarro la mochila, bajo a la calle.
En diciembre, cerca de las fiestas, la gente suele ponerse melancólica y expansiva, se llena de sentimientos nobles y puros, de ganas de ayudar, de sentirse hermanos de alguien, de sentirse parte de algo.
A mí se me da por ponerme gracioso.

26.12.07

Ladran, Sancho

A la vuelta de mi casa vive un perro que me odia. Cada vez que paso frente a él, se desespera, se subleva de una manera animal y única, es desbordado por un odio que lo enloquece.
El perro, atado a un poste, tensa la correa al límite de la propia asfixia, sus ojos podrían desprenderse de su rostro y rodar por la vereda, sus ladridos se apaciguan pura y exclusivamente cuando sobreviene la falta de oxígeno, sus dientes juran que mis pantorrillas jamás estarán a salvo sobre la faz de la tierra, su baba espesa quema las baldosas de la vereda como un ácido.
Aún cuando ya he seguido mi camino, aún cuando me he alejado mis buenos treinta y cinco metros, el perro continúa luchando por atacarme, por morderme, por terminar con mi absurda existencia.
−No entiendo qué le pasa –me dice una mujer que baldea la vereda, presumiblemente la dueña del animal−. Jamás lo había visto ponerse así, nunca, ni con un gato.
Reflexiono sobre la situación, el odio del animal, las palabras de la mujer.
Sólo me queda aceptar que ese perro me conoce, que sabe de mí, que sabe cosas.

22.12.07

Payasos

En la calle, en medio de todo lo que ocurre en la calle, un día cualquiera, me cruzo con un payaso. Sin mediar palabra, sin explicación, el payaso me abraza.
Tiene la cara pintada de blanco, tiene la nariz roja, tiene la boca pintada con una sonrisa lo suficientemente grande para abarcar el mundo, tiene un sombrerito pequeño y redondo con una flor cuyo tallo es un resorte, lo que transforma la flor en una antena vibrátil, tiene una corbata multicolor que se bambolea entre sus rodillas, tiene unos zapatones enormes, sobre los cuales se podrían parar siete personas y navegar por un río con rumbo desconocido.
−Dame un peso –me dice el payaso. Percibo que sus ropas son viejas y huelen a naftalina. Percibo que su sudor se asemeja a pilas sulfatadas.
−No –respondo. Me desprendo de él, de su abrazo.
Entonces el payaso hace algo curioso. El payaso se sienta sobre la vereda, y comienza a llorar. Llora con la energía con que sólo los chicos saben hacerlo. Llora como quien descubre que llorar es lo que mejor sabe hacer. Llora como quien comprende que lo único que quería era llorar, llorar para siempre, llorar hasta derretirse y desaparecer.
−Dame un peso, dale –dice− ¿No ves que estar contento es lo más difícil del mundo?

Bonito lema

Con las mejores intenciones, y los peores resultados.
Se me antoja esta mañana un bonito lema, una frase ideal para resumir mi vida, o para hacer una aproximación meramente descriptiva, o para un epitafio.
O para una despedida.

19.12.07

No tiene nada de malo pedir ayuda

La mujer es una profesional del sexo. Tiene las facciones duras, la expresión impiadosa de quien lleva tiempo haciendo barbaridades por dinero. Exuda capitalismo. El cuerpo hecho mercancía de cambio. Ya se ha dicho todo lo que se podía decir al respecto. Es un tema trillado.
Sentada junto a mí, bajo la luz violácea, sobre un sillón de cuerina color borgoña demasiado estereotipado para ser descripto, me susurra el tarifario. Le digo que no hace falta que me lo diga, que no es necesario, que el dinero no es problema, que la compensación será tan generosa como desproporcionada.
Se sorprende. Se alegra. Se incomoda. Desconfía. Todo su cuerpo, sus dedos, sus uñas, sus ojos, han adquirido la pátina de objeto, abandonando los atributos originales para los cuales, es de suponer, hayan sido creados. La mujer huele a cosa, a fatiga de materiales, a especulación, a oferta y demanda en el estado más puro que yo haya visto jamás.
La mujer me explica las diferencias de cotización entre bucal y facial, vaginal, anal, me explica que se puede hacer un trío, una orgía, lluvia dorada, utilización de aparatos, lesbianismo, sadomasoquismo, asfixia parcial: me explica cuánto cuesta filmarla copulando con un conejo de angora, o mientras le chupa los dedos de los pies a un enano, o quemarle los pelos del culo con un encendedor, o que ella se disfrace de hombre araña y me muela a palos. Y sigue. Ella recita una lista que parece no terminar nunca. Está dispuesta a fornicar con un maniquí, con la mano de un muerto, con una tira de asado.
Le pregunto cuál es su tarifa máxima, y le aseguro que voy a pagarle el doble. Lo que deseo es que tome entre sus manos mi pito y lo sostenga como si se tratara de un gorrión, un colibrí, un ave con un ala rota. Que lo sostenga, lo acune, lo cobije, nada más. Es posible, le digo, que en determinado momento yo apoye una mano sobre uno de sus hombros. O le toque un muslo, apenas. O le acomode un mechón de cabello detrás de una oreja. Serán unos diez minutos, o quince. No más.
Eso es todo lo que necesito, le digo, y un whisky decente. Alguien que me cambie este trago.

15.12.07

Connotación peyorativa

No necesariamente todo lo que conocemos como ‘colateral’ es negativo. Tal vez la connotación peyorativa tenga que ver con los medicamentos, o con la guerra. Sin embargo, por ejemplo, siempre hay un ejemplo, dicen que gracias a que el hombre llegó a la luna, gracias a los viajes espaciales, se inventó el teflón. Inventado el teflón, no tardaron mucho en inventar las sartenes de teflón. El invento fue fortuito. También sus derivaciones. Ahí lo tienen: el hombre quiere llegar a la luna, y terminamos en sartenes de teflón.
Podría buscar más ejemplos, muchos más. Podría seguir.
Ahora mismo, mientras te veo cocinar. Siento deseos de ir a la luna.

Así pasa, o sic transit, o como más te guste

Sucede que te preparás y te preparás para algo que no va a suceder nunca. Sucede que estudiás dónde queda el mar Báltico y que todo cuerpo sumergido en agua recibe un empuje de abajo hacia arriba igual al volumen de agua desalojado, pero cuando se cae el avión, se cae el avión, y eso es todo lo que cuenta. Sucede que trabajás y volvés a trabajar como quien pica una piedra sin saber cuál se supone que debe ser el resultado final, y después de veinte años de oficina un doctor observa los estudios, se acomoda los lentes sobre el enrojecido puente de su inconcebible nariz, y uno percibe que algo se ha complicado mucho más allá de la propia capacidad de entendimiento.
Sucede que no había nada para lo que prepararse, y la persona a la que te gustaría hablarle está bajo ese absurdo rectángulo de tierra, y el sol te seca las lágrimas antes que se atrevan a ponerse a correr como ratones locos.
Sucede que todos los dones que han venido de visita se irán, y eso es más que suficiente castigo.

12.12.07

Viajes

La sala de interrogatorios es más o menos como en las películas, no hace falta ponerse en detallista, no hace falta aburrir. Más berreta, eso sí, todo es mucho más berreta, pero la idea de fondo, lo que subyace, es lo mismo.
Las paredes están forradas de corcho, y en algunas partes de ese cartón que se usa para las cajas de huevos. Se trata, supongo, de una insonorización ‘sui generis’. Hay una mesa empotrada al piso, y dos sillas de material parecido al aluminio, aunque no creo que sea aluminio. El suelo, el piso, es de goma, de una goma color verde agua o musgo, un verde podrido, un verde que nadie con una pizca de criterio hubiera elegido jamás como color para un piso. El piso está lleno de marcas, pequeños círculos del tamaño de una moneda, donde se han incrustado millones de veces las patas de las sillas. Hay cenizas de cigarrillos esparcidas por todas partes.
Hay poca luz, una luz mortecina de tinte azulado, que da sueño. Hay una ventana por donde dos agentes, o tres, me están observando, aunque yo no puedo verlos. Como en las películas.
Estuve esposado pero me quitaron las esposas para que pueda tomar un café aguachento y gris que me trajeron en un vasito de plástico. Me preguntaron si quería fumar y dije que sí, aunque no fumo. Fumo en pipa, bah, pero para eso tengo que estar en casa, relajado. Es evidente que no puedo pedir una pipa. Además, uno no fuma en una pipa que no es suya, en una pipa prestada, cualquiera lo sabe. Entre el fumador y su pipa se establece una relación muy particular. Pero me pareció adecuado fumar, aceptar un cigarrillo, tener algo para ocupar las manos.
El último que me hizo preguntas, por espacio de una hora, fue el Comisario Salerno. El pelo al rape, algo gordo, el nudo de la corbata demasiado apretado, las gotas de sudor cayendo sobre la goma verdosa.
Hace un calor del carajo.
En realidad no hay mucho para preguntar, me dijo. Cuando llegó la policía yo estaba sentado en el comedor, viendo la televisión. El canal de National Geographic. Estaba comiendo maníes, más precisamente maní japonés; es un maní que tiene una cascarita riquísima. Había estado tomando vodka caro, no recuerdo la marca, polaco o danés, me lo deben haber regalado.
Tatiana estaba tirada en la cocina. Llevaba puesto uno de los remerones largos que usa cuando sale de bañarse. Celeste o turquesa. El hacha había entrado en su cráneo desde atrás y desde arriba, con fuerza, y había roto el material de su cabeza como si se tratara de un melón. Cayó de inmediato, se derrumbó y atinó a girar la cabeza; en su rostro no había odio ni dolor, pero sí contrariedad. Era evidente que algo la había tomado por sorpresa y la había incomodado.
Había mucha sangre sobre las baldosas de la cocina, sangre por todos lados. Cuando la encontraron a Tatiana, a Tatu, todavía tenía un cucharón en la mano. Cuando la sorprendió el hachazo, estaba cocinando, ravioles, o sorrentinos, sí, sorrentinos, con tomate y albahaca.
Salerno me dice que no hay mucho que preguntar, porque cuando llegaron, avisados por algún vecino que oyó un grito, un golpe, algo, no había nadie más. La puerta del departamento estaba cerrada. No había sido un robo, no había sido una violación, no había sido nada. Yo estaba mirando la televisión, el canal de la National Geographic, eso ya lo dije, así me lo contaron, y Tatiana estaba tirada en la cocina, con el hacha clavada en mitad de la cabeza, y el cucharón en la mano.
Tomate y albahaca, eso le ponía a los ravioles, a los fideos, a los sorrentinos.
Encontraron para colmo, me dice Salerno, la boleta de la ferretería en uno de los bolsillos de mi saco. Dice: hacha ‘bosque’ mango corto. Al parecer, compré un hacha modelo ‘bosque’, así se llama, en la ferretería ‘Don Eliseo’. Me muestran la boleta, la boleta que estaba en el bolsillo de mi saco.
Salerno me pregunta si quiero más café, más cigarrillos, y ya que estamos, si tengo algo para decir. Si quiero decir algo.
Y entonces tendría que decir que Tatiana estaba desde hace un mes, todas las noches, diciendo que no viajamos, que nunca viajamos, que nunca vamos a ninguna parte.
Decía que estaba mal, que eso era algo terrible, porque viajar te abre la cabeza, decía ella que le había dicho alguien, el psicólogo o una amiga, qué se yo. Igual prefiero no decir nada.

8.12.07

Tres cosas hay en la vida

Aquellos que tienen salud, aquellos afortunados que tienen salud, suelen agregar, en medio de cualquier frase, como quien condimenta una ensalada, suelen decir ‘lo importante es la salud’.
Aquellos que tienen dinero, aquellos que tienen lo que Ortega y Gasset llamó ‘libertad acuñada’, suelen ver el mundo desde una óptica tan particular como pragmática. Pueden incluso llegar a afirmar ‘no podría vivir sin dinero’.
Aquellos que tienen amor, aquellos que han hallado en el amor, en el cariño, en el afecto, un verdadero refugio, aquellos que han hecho del amor un pilar que les permite sostener sus vidas, dicen ‘todo lo que necesitás es amor’.
En mi caso particular, como un niño frente a una juguetería, me quedo con el labio inferior ligeramente abierto, un índice en alto no demasiado rígido, sin hablar, sin moverme.
Porque preciso todo, me cuesta decidirme.

Pequeño artefacto

La mujer me cuenta el procedimiento. Me cuenta que cuando me pide que la llame, determinado día, a determinada hora, se da un baño y se prepara un café. Enciende un cigarrillo. Y se coloca el teléfono celular (pequeño artefacto de la más alta tecnología, por cierto) en el interior de la vagina. Entonces yo llamo, dejo sonar el teléfono varias veces. Ella no atiende.
Me cuenta, me explica, que cuando yo llamo y el teléfono suena y ella no atiende, es un momento muy intenso de la relación.
–Me hacés muy feliz –dice, no exenta de cierta emoción que hace brillar su pupila izquierda.
Está por llover. Miro por la ventana del bar, y está por llover.

5.12.07

Sin Stephen, sin King

Y es entonces, en una escena de la cotidianeidad más absurda, cuando el terror se desata.
Voy hacia las medias, voy a tomar las medias, y las medias, como roedores, me pasan entre las piernas en medio de un espeluznante chillido y corren a esconderse debajo del sillón.
Voy hacia los zapatos, intento agarrar un zapato, y el zapato, con un gracioso movimiento, a todas luces practicado y ensayado, se pone en puntas de pie, y me descarga un tacazo en el meñique de mi pie derecho. Aúllo de dolor.
Voy hacia la corbata, logro agarrarla de la cola, y la corbata se arquea en el aire, es una cobra, lanza su siseo de cobra y se dispone a inocularme su veneno en el rostro.
Es el terror, el más puro terror, lo que te quita el aliento, lo que te hace mover los ojos en círculos buscando una explicación, un escape.
O quizás no. Quizás no tengo ganas de ir a trabajar. Quizás estoy borracho.

1.12.07

Plegarias alternativas

*… y perdona, señor, a la gente que no se tira a la pileta porque no saben la temperatura del agua, perdona a todos aquellos macanudos que no se emborracharon nunca, que tomaron un poquito pero jamás demasiado, perdona a los que no se animaron a saltar, a los que no saltaron porque saltar implica estar en el aire y esa materia no se cursa en ningún colegio, perdona a los que aplauden en el cine aquello que jamás harían en la vida real, perdona a los que prefieren la milimétrica precisión del colesterol a una mirada, perdona a aquellos que cuando la magia golpea a sus puertas responden ‘equivocado’ o ‘ya dimos’, perdona a las dulces criaturas que escriben poemas fabulosos pero precisan de un escribano que certifique, que registre pesos y medidas, que haga constar en actas. perdona a esos tipos que dicen ‘a mí lo único que me importa son mis hijos’, pero un perro que renguea por la calle les resulta absolutamente indiferente, perdona a esas secretarias tan cansadas de saber que después de servir el café su jefe les mirará el culo, que casi les duele el culo y se lo quitarían si tan solo pudieran, y por primera vez veríamos que el estado abriría una oficina de devolución de culos, perdona a esos tipos que se sienten tan orgullosos de sus autos nuevos como sólo esos tipos podrían estarlo, perdona a esas muchachas voluntariosas y dispuestas a correr tremendas maratones nike feraldy y a gritar con énfasis en el túnel de libertador pero que no, de ninguna manera se levantarían de la cama para alcanzarte un vaso de agua (no es preciso que me tires de la goma, corazón, no te estreses, no hace falta). perdona señor a los fanáticos del viagra porque, como frankestein, no pueden evitar experimentar lo que es coger con la pija de otro, perdona a las mujeres que barren la vereda y son puro fastidio, no porque sepan que la vereda volverá a ensuciarse sino porque el mango del escobillón genera en sus callosas palmas reminiscencias, un dulce cosquilleo de formas olvidadas. perdona señor a los tipos que se aferraron a la religión o a un extracto bancario o a fútbol de primera, porque esto es un naufragio y de algo hay que aferrarse, perdona a la chicas que se miran las tetas frente al espejo y descubren que después de los treinta se quedarán sin armas. perdona a todos los que intuyen que es demasiado tarde y lo único que pueden hacer es viajar a cancun o comprar un plasma. perdónalos, señor, porque sí saben lo que hacen, porque lo saben perfectamente, porque tenían todo muy claro desde el principio, porque jamás dudaron. perdónalos, señor, porque se empacharán un domingo de julio comiendo tristes nugatones de bonafide mientras miran radiografías y fotos de un mundo repleto de cosas que nunca sucedieron por los siglos de los siglos. amén.

nos ponemos de pie, pasamos a la página 319, y nos preparamos para entonar ‘zona de promesas’, del pastor cerati, así, para la mierda, desafinando con energía, como les salga.

Ella hacía cosas geniales

Ella me cuenta que cuando era niña, sus padres la llevaban de vacaciones a Mar del Plata. Ya en Mar del Plata, de vacaciones, su padre le compraba alfajores. Pero aquí comenzaban los problemas; ella, la chica, aún más chica, no lograba decidir si quería comer alfajores de chocolate, o alfajores de dulce de leche. Los dos le gustaban. La elección se transformaba en un dilema insoluble.
Finalmente, la chica pedía que le compren una caja de doce alfajores, mixtos. Esto implicaba que la caja en cuestión tenía en su interior seis alfajores de chocolate, y seis alfajores de dulce de leche.
Pero ni aún así. La situación estaba lejos de ser resuelta.
Entonces la chica se encerraba en su dormitorio, provista de la caja de alfajores, y un cuchillo. Un cuchillo extremadamente afilado.
Pero no se mataba, no. Se dedicaba durante lo que se extendiera una tarde de lluvia a abrir los doce alfajores. Los abría de manera longitudinal, dejando con milimétrica precisión dos idénticas mitades.
Y luego, aquí venía el corazón del experimento, el rapto de extrema originalidad. Se dedicaba a pegar las mitades, cruzadas. Una mitad de un alfajor de dulce de leche, con una mitad de un alfajor de chocolate.
Finalizada la prodigiosa operación, los alfajores eran prolijamente envueltos. La chica ofrecía entonces, por la noche, a familiares y amigos, su creación. Un manjar todavía no descripto. Un sabor todavía no inventado.
Pero la gente, los receptores de los alfajores creados, se mostraban contrariados. Porque quien había elegido un alfajor de chocolate, no saboreaba el alfajor de chocolate tal como lo imaginaba. Y quien escogía un alfajor de dulce de leche, tampoco recibía un alfajor de dulce de leche en el sentido exacto.
Y la chica, que era entonces más chica, descubría que la mezcla de dos cosas buenas no provocaba necesariamente una mejor, que a veces la gente sólo se anima a lo que conoce, que a veces las mejores intenciones no tienen porqué conducir a los mejores resultados.