28.12.17

Algunas cosas que tenés que saber antes de salir a la calle

La billetera buscala donde la perdiste.
No me cuentes tu vida. No le cuentes tu vida a nadie, salvo que te pregunten. Tu vida tiene la relevancia de un pedo en una tormenta eléctrica.
Cada tanto, en medio de una conversación sobre cualquier tema, podés decir ‘la naturaleza no tiene ángulos rectos’, o ‘el universo no fabrica ángulos rectos’. Eso te transformará de inmediato en una persona interesante.
Entre los problemas de la abundancia y los problemas de la escasez, prefiero los problemas de la abundancia.
No confundas conveniencia personal con orden universal, no jodas más con eso.
No trates de tener razón, todo el mundo tiene excelentes motivos para hacer lo que hacen. Así funciona el planeta tierra.
El subte viene lleno.
Todo lo que te parecía importante en algún momento dejará de serlo. Y cuando llegue ese momento no lo vas a poder creer, yo sé lo que te digo.
No existe un ránking de tragedias.
El criterio es la alegría.

*ah, y que nos vaya bien a todos.

21.12.17

La búsqueda del tesoro


A veces voy al subterráneo, temprano, entre las ocho y las nueve de la mañana. Bajo al andén, en cualquier estación, del lado de enfrente al que está todo el mundo. La gente va para el centro. Me siento en el andén, en un banco o en el piso, apoyo la espalda contra la pared. Me quedo quince o veinte minutos viendo pasar los subtes. Llega más gente, enfrente, y más gente, es la hora pico. Yo enciendo un cigarrillo, una vez se me acerco alguien, otro pasajero supongo, y me dijo ‘señor, no se puede fumar acá’. No le dije nada, ni lo miré, seguí fumando.
A veces voy a la cancha de River o al club Obras Sanitarias, un sábado a la tarde. Antes leí en el diario que hay un recital, que vino a la Argentina AC DC o Luis Miguel o un hiphopero portorriqueño que usa el pelo muy cortito y como pegoteado a la cabeza y dice muchas veces ‘pana’ o ‘broder’ o ‘vaina’ y canta canciones donde dice todo lo que le va a hacer a una determinada mujer, pero lo que exuda, lo que transmite, es que quiere ser sodomizado por un chino, por un negro, por un enano, por un chino negro enano de ser posible. Dicen que es el recital del año. Me pongo en la fila, tres o hasta cinco horas antes, me apretujo con la gente bajo la lluvia, las chicas gritan por cualquier cosa, alguien se agarra a trompadas con otro alguien, hay olor a faso. Me quedo un par de horas y cuando finalmente estoy por llegar a la puerta, cruzar el control, me aparto como si estuviera esperando a una persona o me hubiera olvidado de comprar papel higiénico.
A veces voy algún domingo a la mañana a Palermo, donde está anunciada una maratón, miles de persona echando humito por la boca. El chuic chuic de las zapatillas preparándose para masticar el asfalto. Hay saludos, una clase de furia contenida, algunos africanos que deben tener las porongas del tamaño de antebrazos humanos, chicas en calzas, casi puedo imaginar el olor de esos culos transpirados, esas chicas dispuestas a correr 21 kilómetros pero que serían incapaces de traerte un vaso de agua a la cama. Voy con ropa deportiva, me vuelvo a atar los cordones de las zapatillas, estiro un poco. Y me quedo sentado a un costado, al rato me voy a desayunar.
Y no, la verdad que no lo he logrado, lo admito, no pude encontrar nada que me interese, ni un poquito, en la vida. Pero no hacer nada de lo que hacés vos, no tener casi punto de contacto con vos, eso sí me sirve. Algo es algo.

14.12.17

Hacia el azul


Corría, corría por mi vida. Era la noche más oscura que yo pudiera recordar, y corría. Estaba agitado, sudoroso, una leve brisa se mezclaba con el sudor y me enfriaba el cuerpo. Sentía arañazos, las ramas me rozaban la frente o la boca o el cuello o la nariz, sentía los raspones pero sabía que la única opción era continuar, seguir.
Debía escapar, una sensación que no podía ni necesitaba ser verbalizada. Tenía que escapar, tan angustiante, tan indefectible. Me dolían los pies, los desnudos pies, y sobre todo las rodillas.
Correr porque en eso te va la vida, correr y al mismo tiempo saber que no vas a poder, que tu esfuerzo no será suficiente. Que en algún momento, en algún cada vez más cercano momento vas a desfallecer, vas a caer, exhausto, exánime, famélico, y entonces todo habrá sido en vano.
Insistir, seguir, con esa terquedad que iba más allá de toda explicación. La obstinación de ser, de seguir siendo, ‘la tentación de existir’, había escrito alguna vez Cioran. Se me vino la frase a la mente, qué buen título.
Pero no podía, ya no podía. En el borde exacto de mis fuerzas, sentí un pinchazo, la espalda, justo en la base de la columna, me desinflé de un prolongado, lastimero suspiro. De rodillas, las manos hundiéndose en la fangosa superficie, bajé la cabeza.
Entonces abrí los ojos. No, no estaba durmiendo, qué durmiendo. Estaba cogiendo, con vos. Supe que no iba a poder completar la faena. Vos estabas ahí, echada sobre la cama. Era la muerte, era tan triste.

7.12.17

Café con leche con medialunas y tantas pero tantas maneras de contarlo


Fui a Pinamar fuera de temporada. Agosto, un frío del carajo. Tenía que vender un departamento que había dejado mi abuela. Cuarenta metros en un edificio cagado a palos pero bien ubicado, la inmobiliaria me había dicho que tenía un interesado. Habíamos pedido cien lucas, imposible, pero ochenta tenía que valer. Le tenía que dar la mitad a mis primos, pero cualquier cosa me servía. Me había quedado sin laburo y me había separado de Mónica hacía más de dos años y me seguía reclamando plata. Con la venta del departamento me enderezaba, quedaba nivelado, sacaba la cabecita del agua. Pagaba todo lo que debía y tiraba quizás seis meses. En seis meses algo se me tenía que ocurrir.
Había arreglado con el tipo de la inmobiliaria a las once, era viernes. Me había ido a pinamar el jueves, y pensaba quedarme hasta el lunes. Volver con el departamento vendido y la cabeza despejada.
Me desperté temprano, caminé por la playa. Me fui a desayunar a Innsbruck, el mundo no podía ser tan malo.
Pedí un café con leche con medialunas de manteca, hacía un frío del carajo y había algunos vivos que habían logrado escapar de la ciudad y vivían refugiados. Saben que no sos de ahí y te miran raro.
Entró una mujer, menos de treinta años. Con calzas de gimnasia y buzo cerrado hasta el cuello. Morocha, con lentes de sol, se notaba que estaba bárbara. Flaca, flequillito Stone, debía venir de hacer una clase de algo.
Se sacó los lentes como si buscara algo, una revista, una mesa, un conocido. Vino directo hacia mí.
–¿Juan? –Asentí–. Permiso –dijo y se sentó. Pidió un café, me pareció que el mozo la conocía. Se abrió un poco el cierre del buzo, parecía recién bañada y olía a perfume, algo floral y sutil, algo japonés, eso pensé.
–Qué decis, Juan. Acá estamos.
–Ehh –dije–. Disculpame, no sé quién sos.
–Mirá –dijo–. Pasaba y te vi y dije ¡no puede ser, Juan! En la secundaria nos conocimos. En un baile en la casa de Miguel. Nos miramos y supimos, como sólo dos adolescentes pueden saberlo, que éramos el uno para el otro. Nos fuimos al balcón, ¿te acordás? Nos besamos, compartimos un cigarrillo. Después viste cómo es, me fui a vivir a Entre Ríos, nos dejamos de ver, la vida. No me digas que te viniste a vivir a Pina porque me muero de alegría. Mirá dónde nos venimos a encontrar.
–Mirá –dije, tomé un sorbo de café con leche–. No sé. Estás bárbara, te invito a cenar, a vivir conmigo, lo que quieras. Pero lo que me estás contando no sucedió, no sé quién es Miguel. Si te hubiera dado un beso alguna vez te juro que me acordaría.
Se hizo una pausa, me tocó una mano por encima de la mesa.
–Bueno, tenés razón –dijo–. La verdad que ayer chocaste en la ruta, estás muerto. Terminá de desayunar y nos vamos, tenés que venir conmigo.

28.11.17

Una curiosa flor, una particular fragancia


Durante mucho tiempo estuve triste. Deprimido, asustado, con tag y toc y tctp (tachín tapún) y quién sabe qué más. Pero triste, básicamente, porque había descubierto que la vida no tenía el menor sentido. No, qué crisis de los cuarenta, yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once años.
​Pero me curé. Te cuento cómo me curé.
​Empecé a ir a un bar, a la mañana, a las nueve de la mañana más o menos. Un bar de barrio, un bar cualquiera. El asunto, entonces, es que iba a un bar y me pedía un café. Y me quedaba más de media hora, pero menos de una hora, cuarenta minutos ponele. Sin hacer un pomo, probaba un sorbo de café.
​Y prestaba atención, que no es mirar. A la gente que entraba al bar, las otras mesas. La parejita abrazada o que discutían casi a los gritos, el hombre de la notebook y la planilla de cálculos soñando con millonarios negocios, el hombre con el crucigrama robado que no le salía nunca, la mujer que se maquilla para la entrevista, la chica con auriculares leyendo ‘el perseguidor’.
​Listo, eso es todo lo que hacía, de lunes a viernes. Media hora, en un bar cualquiera. Y va sucediendo algo, se te va impregnando como una mancha. Te das cuenta que no te soportás, a vos, que tu vida es una verdadera mierda, un asco. Pero al mismo tiempo entendés que sería imposible, no sabrías cómo, no podrías ser ninguno de todos los demás.

21.11.17

Algo atípico


Podríamos decir, si es que es preciso decir algo, que existen, básicamente, dos tipos de personas.
Están aquellos sujetos más primitivos, faltos quizás de cierto refinamiento. Seres que se mueven por encima de la animalidad más pura pero no mucho más que eso. No poseen mayor inquietud artística, transitan la dureza de lo real. No desean tocar el piano ni el violín, y si vieran un Pollock se burlarían, preguntarían quién fue el bobo al que se le volcó la pintura. Son sujetos que carentes de dichas aptitudes y apetitos, sin embargo saben hacer asado, incluso matar a un jabalí. Saben cambiar las ruedas del automóvil y los cueritos de las canillas y todo tipo de lamparitas también. A falta de crear, saben hacer. Saben conducir una motocicleta y hacer la mezcla para pegar ladrillos y todo lo demás que pueda hacer falta para deambular por la curiosa superficie de la materialidad.
Después tenés otra clase de sujetos. Han conseguido cambiar de pantalla en el jueguito de la vida. Han advertido que la vida no puede ser sólo lo que parece ser, lavarse los dientes, pagar el gas. Esos sujetos componen sinfonías, escriben, tocan el violín. Vuelan por encima del resto de los mortales, el arte es su motor. Cantan o pintan o van al Colón a ver Ballet. Son sujetos que se han alejado de lo básico, les cuesta hacer un trámite bancario o estacionar un automóvil. Se pierden en los aeropuertos y se ponen nerviosos cuando deben comprar zapatos. Desearían que exista un mundo más amable y más sutil, más acorde con su sensibilidad.
Y después estoy yo. Me cuesta ir a una estación de servicio a cargar nafta, y no sabría ni cómo agarrar una guitarra. Pero me gusta el whisky y te puedo chupar la concha con una energía bien parecida al entusiasmo, eso sí.

14.11.17

Maestro Wu


Iba a las clases de chi kung, la verdad que me hacía bien. Había probado todo, yoga, tai chi, natación, terapia de grupo. Hasta un amigo me había llevado con él a tomar clases de salsa, decía que estaba lleno de minas.
Pero yo estaba triste, me había venido grande y parecía como si todas las posibilidades se hubieran ido como una luz debajo de una puerta. Mónica me había dejado, se había vuelto a su pueblo a trabajar con su hermana en la heladería de la familia. El trabajo era lo mismo, como viajar en tren por un paisaje desértico, las mismas caras en el subte, la comida en el centro con sabor a fracaso. Un día fui a comprar empanadas y cuando el pibe del mostrador me preguntó de qué gusto las quería le dije ‘da lo mismo flaco, las de carne son de pollo’, y me largué a llorar como un chico ante la atónita mirada de los que esperaban en la fila.
Fui a un psicólogo que me recomendaron, hablé un rato. El psicólogo usaba una camisa a cuadros bastante vieja y lentes gruesos. Me escuchó y me dijo ‘¿y usted qué cree que le pasa?’. Estoy triste, pelotudo, eso es lo que me pasa, le dije y no volví más.
Pasé un día por la puerta de una casa vieja, por Almagro, vi caracteres en chino. Daban clases de chi kung, empecé a ir. Era eso que hacen los chinos en los parques, se quedan quietos, con las piernas apenas flexionadas, o abrazando un imaginario árbol, o levantan un brazo. Y vos los ves y pensás ‘qué forros’, pero no. Parece que están lobotomizados, pero yo los veía y me transmitían una paz. Porque los veías y te dabas cuenta que habían entendido algo, que estaban tranquilos.
Empecé a ir, todo sencillito. Pocas explicaciones, cosas simples, los chinos tienen eso. Te enseñaban una posición y te tenías que quedar parado así, sin moverte, sin pensar, sintiendo la energía.
Y por curioso que parezca, a los tres meses me sentía un poco mejor. Me volvieron las ganas de coger, me había vuelto a reír.
Además el profesor, que era un chino bajito con la cabeza rapada, podía tener veinte años o mil, terminaba las clases con una frase, alguna semblanza. Y yo me volvía a casa energizado, tratando de entender el significado de las palabras que el profesor había dicho. Me calentaba algo en el hornito eléctrico, me tomaba media botella de vino y dormía como un bendito.
Terminaba el año, los alumnos organizaron un asado en la casa de una mujer que vivía en San Antonio de Padua. Tenía una casa con jardín, todos tenían que llevar algo, un ambiente de sana camaradería. Alguien fue a buscar al profesor, le preguntaron cuál era su plato preferido cuando vivía en su China natal. El profesor, como toda respuesta, se limitó a sonreír.
Ahí fuimos, había gaseosas y vino tinto. Una linda casa, las ensaladas sobre la mesa. Habían agregado a los bancos de madera una sillas de plástico. Una mujer había venido con el marido, otra con su pequeño hijo, éramos como veinte.
Primero empezaron a sacar unos sánguches de chorizo. La gente conversaba, alguien pidió un aplauso para la dueña de casa por recibirnos.
Los encargados del asado dijeron que ya estaba todo listo, que ya salía.
Alguien le pidió al maestro que dijera unas palabras.
Se puso de pie, el maestro Wu. Delgado y bajo, vestido con esas camisas de cuello mao tan características.
Nos miró a todos y después perdió la vista en algún lugar, más alto y más lejos. Sonrió apenas.
–El criterio es la alegría –dijo. Tenía un choripán en la mano, dio un mordisco.

7.11.17

Another Pereyra


Me fui una semana al sur. Necesitaba descansar, sentía que me estaba pasando por encima el Flechabus de la vida, no daba más. Me estaba viendo con una chica que había conocido unos diez años antes. Nos cruzamos por la calle, pareció contenta de verme otra vez, la invité a cenar.
La cosa fluía, ella estaba divorciada, yo me quería pegar un tiro en las pelotas como de costumbre. Se quedaba a dormir en casa los jueves, nos llevábamos bien.
Le dije que necesitaba descansar, quedarme mirando un lago y ver si se me lavaba un poco el bocho. Le pregunté si se podía tomar unos días en el trabajo, la invité, dijo que sí.
Reservé en un buen hotel en Villa la Angostura, la idea era hacer un par de caminatas, había estado varias veces y conocía buenos lugares para comer. Puede que Villa la Angostura fuera mi lugar en el mundo, o quizás fuera simplemente un lugar donde me sentía bien.
Avión a Bariloche, hotel de primera línea, buena comida, coger un poco. Al segundo día empecé a dormir siesta, para alguien que había tenido la crisis de los cuarenta a los once era una buenísima señal.
Pedí un taxi para que nos llevara hasta la base del cerro Bayo. La idea era subir al cerro, ver las cosas desde arriba, respirar un poco, pasear. Hacer tiempo hasta el mediodía para elegir adónde ir a comer.
Vino el auto, nos subimos. Le dije al conductor que nos llevara al Bayo. Salió a la ruta, era un precioso día de comienzos de Diciembre. Poca gente, todo fine.
–Disculpame –vi que el conductor me miraba por el espejito retrovisor. Me hablaba, a mí– ¿Juan?
–¿Eh? –Lo miré.
–Sí, sos Juan. Claro que sos Juan –dijo y golpeó el volante con una mano–. Soy Pereyra.
Lo miré.
–¡Pereyra! –Se rió–. Nos sentamos cerca en primer año de la secundaria. Hipólito Vieytes de Caballito. Después me cambié de colegio, nos fuimos a vivir a Entre Ríos.
–Pereyra –asentí–. Mirá vos.
–Sisi –dijo, aceleró–. Las vueltas de la vida, Juan.
–Increíble, la verdad –Le palmeé un hombro.
–Me acuerdo las clases de gimnasia. ¿Te acordás cómo nos rateábamos de física para ir a jugar al pool?
–Genial –dije–. Y comprábamos esos cigarrillos de mierda.
–¡Siii! –dijo Pereyra–. No sabíamos ni cómo fumar.
–Qué locura –dije yo.
–¿Y cuando nos íbamos a pelear contra los del Huergo?
–Sí –dije–. Había que pelearse, eh. No podías arrugar.
–Las peleas que se armaban –se reía, Pereyra, se pasó la mano por el pelo–. Todos contra todos, no sabías ni a quién le estabas pegando.
–Una barbaridad –dije–. Lo importante era pelearse. Después nos sentíamos genial.
Agarró una rotonda, Pereyra. Al rato dobló a la derecha, volvió a doblar.
–Bueno –dijo–. Llegamos.
–Bueno –le pagué, amagó con no aceptar–. Por favor, estás trabajando. Una alegría verte.
–Mirá dónde nos venimos a encontrar –dijo Pereyra. Ya habíamos bajado los dos del auto. Le di la mano a través de la ventanilla–. Cómo pasa el tiempo.
–La verdad –dije.
Se fue por el camino por el que nos había traído. Por suerte andaban los medios de elevación para subir al cerro. Arriba la vista era bellísima, te parecía que el aire te pinchaba los pulmones. Cuando mirás la naturaleza, algo que no haya sido tocado por la mano del hombre, te parece que la vida no es tan mala, que todavía tenés alguna posibilidad.
Al mediodía, mientras almorzábamos en una parrilla cerca del centro, Mónica me dijo.
–Qué loco, cómo te reconoció el conductor del taxi. Las vueltas de la vida.
–No lo conozco -dije, terminé mi vino de un trago–. No sé quién es, la verdad.

28.10.17

Chocolate suizo


Estábamos en la cocina, recién despiertos. Ella preparaba su té y mi café. La heladera hacía un ruido raro, como si tuviera moco en la garganta y no lograra escupirlo. Sacó del mueble sus galletitas que parecían pequeños trozos de tergopol, y una mermelada dietética que iba del naranja hacia el gris.
La miré, nunca había sido linda y definitivamente no sería joven. Antes de probar los primeros dos sorbos de café yo no decía palabra, era parte de la rutina. Hacía cinco años que vivíamos juntos, quizás más.
–Te miro –dije, pero no la miraba, miraba la ventaba que daba al contrafrente donde se veía del otro lado del decorado de la vida, húmedo, desprolijo, forever gris–, pero no se me ocurre ningún motivo por el cual deberíamos seguir juntos. Quiero decir que no nos interesa el sexo, es un mecanismo nomás que ejecutamos lo más rápido posible, como quien revisa antes de bañarse que el piloto del calefón continúa encendido. Y no hablamos, no tenemos absolutamente nada para decirnos, quizás nunca lo tuvimos.
Ella puso el queso untable y otra mermelada (la que comía yo) sobre la mesa, el olor del café llenó por un instante el vacío de la cocina. Gran cosa, el café. Seguí.
–No hay nada atrás que me interese en particular recordar, alguna noche en Pinamar quizás, en el casino cuando salió el ‘28’, el día que nació Ramirito. O el domingo ese que comimos helado de chocolate suizo y se me ocurrió tocarte con la cuchara un antebrazo. Y te reíste.
Sirvió el café, se sentó. Yo a la mañana comía una rebanada de pan con mermelada, a veces dos. Iba cambiando el sabor de la mermelada, cuando se acababa la de naranja, abría una de frutilla o de ciruelas, y así. Hizo ruido al apoyar un plato sobre la mesa.
–Y hacia adelante no hay nada –dije–. Veo el mismo trabajo de siempre, cada viaje en subte me mastica el alma, si se inventara una forma de poder revisar el alma, su estado. El doctor me diría que mi alma es una bolsa de esas que te dan en el supermercado, polietileno arrugado. Sólo queda esperar la vejez y la muerte, las desgracias que irán aumentando en intensidad hasta taparnos, hasta pasarnos por encima. Sabemos que la nariz del avión se puso para abajo y sólo queda esperar que se acelere la pendiente, la velocidad de caída. Como te dije, no se me ocurre ningún motivo por el cual deberíamos seguir juntos. Voy a ver si averiguo algo para alquilar, un departamentito por Chacarita o por Almagro, después pasaré a buscar mis cosas. Mi idea es pasar a ver a Ramiro los sábados así podés ir a ver a tu hermana, o tenés tiempo para salir con tus amigas.
–A la noche voy a hacer pastas –dijo ella–. Vos preferís los agnolottis, pero ayer en La Juvenil vi que había promoción de sorrentinos.
–Está buenísimo –dije–. Está muy bien.

21.10.17

Lo que me gustaría


yo quiero ser feliz y no me sale yo quiero ser feliz pero no puedo yo quiero ser feliz perdí la llave me atropelló el flechabus de los recuerdos.
yo quiero ser feliz y no sé cómo un chimpancé confuso frente a un piano que no entiende y no hay bananas Darwin me suena de algún lado.
yo quiero ser feliz como un conejo como una liebre una jirafa y dar consejos.
no ir arrastrando los huevos como dos garrafas. ya estoy viejo.

14.10.17

Todos los fuegos el fuego y dame dame fuego


Entre tantas cosas que tengo, entre la caspa y el odio tengo una hermana, mi hermana F. Mi hermana se casó joven, armó una familia. Su marido se llama M. Se casaron, dije, y comenzaron a remar la precaria canoa de sus vidas. Vino un hijo, y después otro más. Mi hermana F. se ocupaba de las tareas de la casa, mantenía impecable el pequeño departamento sobre la calle E, hacía las compras, cuidaba a los chiquitos que todavía eran casi bebés. M. trabajaba como un loco, tenía un local de venta de artículos de limpieza, pero sabía que no era suficiente y abría otro más, compraba un departamento hecho pelota, lo reacondicionaba y lo volvía a vender, sentía que tenía la fuerza de un coloso y la Argentina era pura oportunidad, o eso le parecía a él.
M. y F. soñaban con cambiar el auto, con ir de vacaciones a Brasil, tener es lo más parecido que se inventó a ser, mientras todos somos llevados por la cinta transportadora de la vida hacia la mismísima mierda sin excusas. Después de todo algo tenés que hacer mientras estás vivo, no se debe juzgar con excesiva dureza.
Debía ser martes.
Eran más de las ocho de de la mañana pero no las nueve todavía. M. ya se había ido a trabajar, F. tomaba un par de tibios mates mientras empezaban a despertarse los chicos, había que arrancar con la rutina de todos los días. La señora de la limpieza había empezado con los baños.
Y entonces F. sintió olor a quemado. Podía ser algo sin importancia, pero no, abrió el ventanal y se asomó al balcón. Humo, humo negro, el contrafrente se teñía de un gris oscuro. Alguien de otro piso gritó ‘¡Fuego!’. Venía de arriba, costaba respirar.
F. se asustó. Abrió la puerta del departamento, pero era peor. Venía humo del pasillo, de todos lados. Se oyó un portazo y más gritos, F. se dio cuenta que estaba asustada. Llamó por celular a M. Gritaba. Un incendio, le decía, no sé qué hacer. Y M. le preguntó por los chicos.
F. le dijo que los chicos estaban bien, que todavía dormían, que iba a intentar bajarlos a la calle por las escaleras y esperar en la vereda, porque el fuego parecía venir de arriba.
Y entonces F. se dio cuenta que no había escuchado bien, porque mientras iba y venía por el departamento, mientras se terminaba de poner un jean volvía a escuchar que M. le preguntaba por los chicos, por los chicos, pero no.
–¡Los cheques! –gritaba M. del otro lado de la línea– ¡Bajá los cheques!

7.10.17

Leo no suelta


Iba al gimnasio, era joven. A falta de algún talento específico, creía que desarrollar el cuerpo me permitiría imponerme de algún modo, abrirme paso. Te repito por las dudas, por si no entendiste. Era chico.
No, no te puedo decir a qué gimnasio iba, tres o cuatro veces por semana. Quería usar remeras ajustadas, que las chicas me miraran cuando iba a bailar, si no podía ser querido ser al menos temido. En fin.
Llegaba al gimnasio a las seis de la tarde, tenía fuerza y tenía el objetivo. Tenés que entender que los gimnasios de antes, no sé, hace veinte años, no estaban plagados de depilados maricas como ahora. Ni la gente se empastillaba hasta que los testículos les quedaran del tamaño de arvejas. La gente iba, saludada, hacían pesas, miraban el culo de alguna chica que hacía bicicleta fija.
A la hora que iba al gimnasio había poca gente. La gente más grande, la gente que trabajaba llegaba a partir de las siete de la tarde, y yo a más tardar a las ocho me iba. Así que nos conocíamos, los que llegábamos en el horario de la tarde. Un par de jugadores de rugby, un tipo de bigotes tirando a gordo y con el pelo teñido de un color inadmisible, un pibe en cueros muy atlético que hacía sólo ejercicios con el peso de su propio cuerpo, flexiones, barra, paralelas para los tríceps, decían que era luchador.
Y estaba Leo. Leo era un chico con síndrome de down, pero no era un chico. Debía tener treinta años o más, imposible saberlo. La expresión tan particular en el rostro, tan característica, algo de espuma en la boca, la mirada perdida. Empastillado, bajado en vueltas, la madre venía al club a hacer alguna clase de gimnasia y lo dejaba tirado ahí por un par de horas. Los profesores lo dejaban sentarse en la entrada, le daban galletitas. Cada tanto, Leo imitaba a alguien que hacía un ejercicio, hablaba pero costaba entenderlo, se le trababa la lengua. Todos los que llegaban lo saludaban, y si Leo preguntaba algo le tenían paciencia. Era parte del elenco estable, lo querían.
Sucedió, lo que quería contar, un día cualquiera, ponele un martes, en el gimnasio había más gente que de costumbre, era verano. El profesor había ido hasta la pileta a merendar con el guardavidas y ver chicas en malla.
Yo estaba acostado haciendo abdominales, escuché gritos. Era Leo. Gritaba, aullaba de dolor, no decía nada específico. Tardé en incorporarme, fui al sector de donde provenían los gritos.
Entonces lo vi.
Estaba colgado, Leo, de la barra para hacer dorsales. Con ambas manos, como podía. Debía haber visto a alguien haciendo el ejercicio y lo había imitado. Pero. No podía soltarse.
Alto, alto, el asunto era más complejo. Colgado de la barra debía estar, como mucho, sus pies, a treinta centímetros del piso. Lo único que tenía que hacer era soltarse, abrir las manos, no había forma que se lastimara. La altura que lo separaba del piso era la altura de un par de escalones, pero entonces entendí. Leo no podía procesar la orden. Le dolían las manos, le dolía todo el cuerpo por el esfuerzo, y no lograba entender que si abría las manos de pronto aparecería otra vez sobre el piso.
Se habían juntado dos o tres personas.
–¡Bajate, Leo!
–¡Soltate! ¡Abrí las manos!
La escena era horrible y graciosa a la vez. Al final, lo agarraron entre dos, le sostuvieron el cuerpo abrazándolo, y un tercero subido a un banquito logró abrirle los dedos para que soltara la barra, uno por uno.
Lograron ponerlo otra vez sobre el piso, Leo dejó de gritar.
Al rato nos olvidamos de Leo, alguien le dio un vaso con Coca Cola y le limpió la cara con una toalla. Cada uno siguió con lo suyo.
Pero yo me quedé pensando que la situación había sido de lo más curiosa, todo el problema, porque Leo no había entendido que debía soltarse. Soltarse y nada más. Años después nos tocaría darnos cuenta que todos haríamos, de algún modo, lo mismo. Que todos seríamos tarde o temprano una clase de Leo, con el tiempo vas entendiendo.

28.9.17

El secreto de la felicidad


–La mente es un mecanismo diseñado para ir hacia atrás o hacia delante –dije–. Somos un autito chocador hecho de mente, ese es el problema.
Estábamos tomando algo en un bar sobre la calle Paraná. Ella se había pedido un daiquiri de frutilla, yo fui al whisky. Debían ser casi las diez de la noche y ella había preferido ir a tomar algo en lugar de ir a cenar. Dijo que no tenía hambre, a mí me daba igual.
–La mente va hacia delante –dije–. La mente corre hacia delante como si el futuro existiera, como si el momento por venir pudiera de algún modo ser más satisfactorio que el actual. Es un mecanismo de escape, involuntario por cierto, pero te hace moco. De ahí brota el stress, la ansiedad en cualquiera de sus formas. Y el miedo a lo desconocido, por supuesto.
Ella tenía buenas tetas, se veía por debajo de su camisa que había unas tetas firmes, no excesivas. Se podía percibir el contorno de los pezones, gruesos, en relieve, unos pezones gorditos quizás de un rosa pálido, muy pálido, entre el rosa y el beige. Unos pezones que ya casi no se fabrican.
–La mente marcha hacia atrás –dije–. La mente se pega un loop hacia atrás, todo el tiempo. Va y revuelve el inmodificable pasado como una rata metiendo el hocico en una bolsa de residuos. El pasado te trajo hasta acá, claro que sí, pero el pasado no sos vos, como si miraras algo que fue escrito en el agua. Confundirse con el propio pasado es creer que eso te define, que el pasado va a levantar la mano para reclamarte tal o cual cosa, ahí tenés una verdadera tragedia. Eso genera baldazos de angustia, nubarrones de tristeza que parece que no se van a ir nunca. Una ducha de melancolía.
Ella probó un dadito de queso. Jugó, con la yema de un dedo anular, a pescar la cascarita de un maní. Tenía piernas largas, y buenos tobillos. Le quedaba bárbaro andar así, como si se hubiera puesto cualquier cosa, un gastado jean. Como si no prestara demasiada atención a su aspecto, la belleza de la displicencia. Culito compacto, cabello corto peinado al descuido.
–Por eso hay que lograr parar la mente –dije–. Ahí está el secreto de la felicidad. Entender de una buena vez que la mente no es un objeto, es una acción. Entendés eso y tu vida cambia. Ni pasado ni futuro, estar acá, forever acá, en esta intersección de espacio-tiempo hecha del más puro presente.
Terminé mi whisky. Miré por la ventana. La ciudad aflojaba un poco su caudal de locura. Un tipo pasó con su perro. Tironeaba de la correa y le recriminaba algo al animal, algo relativo a su comportamiento. El animal lo miraba como si quisiera entender.
–Me encanta lo que decís –djjo ella–. Pero ni sueñes que me vaya a coger con vos. No me gustás, Juan.

21.9.17

Este asqueroso mundo


Debían ser las dos de la mañana, más o menos, quizás más. Iba caminando por Chacarita. Había estado cogiendo con una chica flaca como un alambre y el flujo vaginal excesivamente fuerte. O quizás no, quizás había estado en un cumpleaños donde me sirvieron un whisky berretísimo, un whisky nacional que yo no tomaba desde que había tenido veinte años, y había tenido veinte años hacía muchísimo tiempo. O las dos cosas, eso sentí cuando me olí los dedos de la mano izquierda.
Palpé los bolsillos, tenía la billetera, bien. Encontré el celular, apagado, sin la batería. Me faltaba el reloj, también, y tenía algo de sangre reseca en la frente, como si me hubieran cruzado la cara de un rasguño. Quizás había peleado con alguien por algún motivo que no lograba recordar y que sería igualmente válido ni bien lo recordara. Siempre había motivos para pelearse con alguien, de eso se trataba estar vivo.
Tenía hambre. Estaba a media cuadra del Imperio. Decidí ir, comer dos porciones de fugazzeta, tomar una cerveza, irme a dormir. Tener un plan me hizo sentir mejor, muchísimo mejor. ¿Tenía las llaves? Decidí no fijarme hasta estar de vuelta en la puerta de mi casa, para no amargarme. Haber sido un fantástico jugador de ajedrez durante la adolescencia me había dejado el triste don de preocuparme por anticipado, tratar de ver tres movidas adelante, no mucho más que eso. Primero la pizza, después ya vería.
Entré, fui a la barra, pedí, Isenbeck de litro, dos porciones de fugazzeta, una fainá, el mundo comenzaba a ordenarse.
Un hombre entró y salió. No, está mal dicho, el hombre ya estaba adentro, comiendo en la barra también, cerca de mí. Salió y entró, con la porción que estaba comiendo en la mano, masticando. Me fijé. El hombre había dejado encadenado a su perro, afuera, a un poste de luz. El perro ladraba, hacía una especie de lobuno aullido que se iba apagando. El hombre había salido y se había quedado de pie, a un metro del animal, con un dedo en alto.
–¡Chsss! –Había dicho el hombre, y había dado un mordisco a su porción de napolitana. El perro miraba la pizza y aullaba de perruno dolor, casi al borde del estrangulamiento por la correa que le impedía avanzar, muerto de hambre.
El hombre volvió a entrar, indiferente, masticando. Llegó a la barra y bebió su vaso de vino en dos tragos. Me pareció que sonreía.
Me enfurecí. Ese tipo dejaba a su perro afuera, con frío, con hambre, y seguía comiendo, devorando una porción de pizza en tres bocados.
Agarré una de mis porciones de fugazzeta y salí, con la porción rebosante de delicioso queso apoyada sobre la palma de la mano.
–Hola, picho –me puse en cuclillas, el perro movió la cola–. Qué vida de mierda ¿no? Tomá.
Puse la porción de pizza sobre la vereda.
El perro la olió, luego la ignoró por completo. Retrocedió un paso.
–No le gusta la pizza –de atrás me hablaba el tipo, con la boca llena–. Pero si le das un pedacito de alfajor por ahí lo come. También la gusta la provoleta y las achuras, ni pastas ni pollo. Si le ofrecés pollo te mira como si le hubieras dado una patada en el hocico. Y helado come solo de vainilla. Es raro.

14.9.17

El peral y la nube


La historia que quería contar es más o menos, siempre más o menos porque la vida es más o menos, así.
El hombre se llamaba G. Va al médico, y en los análisis le cantan la vacía. Enfermedad de las terribles, tiene la papescu. No hace falta entrar en detalles, pero se tenía que operar primero, rayos después, ver cómo seguir. Entrás en la maquinola de los médicos como un lobo que aúlla y aúlla pero que sabe que le va a costar volver a mover esa pata.
Y por trabajo, con la intervención programada para el mes siguiente, tuvo que viajar a la provincia de Mendoza. Como después de las reuniones y de atender algunos clientes no tenía nada para hacer y la tristeza lo tapaba como una manta polar, antes de volver al hotel a dormir tomaba un café, caminaba un poco.
Ve una casa antigua, que también era un museo. No, no puedo decir el nombre del museo y tampoco importa. Y ve un cuadro. No sabe por qué, jamás tuvo la más puta idea de pintura, carecía de la menor inquietud artística.
Pero se detiene ante un cuadro. El cuadro se llamaba ‘El peral y la nube’, de Fader. Algo lo atrapa, mira el cuadro, se queda allí, frente al cuadro, unos diez o quince minutos. Descubre que hay belleza en el universo sin importar lo que a uno le pase. Frente al cuadro, G. llora.
Después, corre la cinta transportadora de la vida. G. se opera, G. se aplica rayos, G. se hace análisis y le dicen que no quedan rastros de la enfermedad. La vida continúa.
Y ha pasado más de un año pero menos de dos. G. decide ir en auto a Mendoza, llevar de paseo a su familia. A su mujer, y a sus dos hijas ya adolescentes.
Les ha contado a los suyos que además de ir a una moderna cabaña, a visitar las bodegas y andar a caballo, van a pasar por un museo. Les ha contado la historia de ‘El peral y la nube’ ante el cual lloró cuando pensó que se moría. Hizo una promesa aquella vez: si se salvaba, volvería.
Y ha vuelto. Le dice a su mujer y a sus hijas que bajen, él estaciona el auto y vuelve. Se agarra la cabeza, sonríe.
Cuando deja el auto y vuelve lo aguarda su familia en la puerta del museo. Le dicen entre risas que el cuadro no está más. Él no les cree, piensa que le están haciendo un chiste. Pregunta en un mostrador, pide hablar con un superior. Logra que lo atiendan.
Le explican que el cuadro fue vendido a una colección privada. No, no saben quién lo compró. No se podrá ver, el cuadro, nunca más.
Entonces G. le dice a su familia que lo esperen un momento, que se olvidó algo en el auto, la billetera, el celular.
Vuelve al auto, G., y se va. Sale de la ciudad, vuelve a la ruta, a cualquier ruta hacia cualquier parte. Tira el celular por la ventanilla, G. Se va.

7.9.17

Y sí


Cada tanto se me acerca alguien en la calle. Puede ser una mujer, usa un pulóver con botones y el cabello a la altura de los hombros. Yo acabo de comprar un alfajor en un kiosco cualquiera, o caramelos de eucalipto.
–Te odio, hijo de puta –me dice la mujer, los puños apretados, un feo rictus le tuerce un poco el rostro–. Me arruinaste la vida.
O se me acerca un señor, algo mayor, tiene el marco de los anteojos, una de las patillas, pegada con cinta adhesiva, y lleva un gastado maletín.
–Qué tipo hijo de puta sos –me dice–. Cómo nos cagaste a todos.
Los demás encuentros, en un bar mientras tomo un aguachento café, o en el andén del subte, son variaciones por el estilo. Alguna mujer que se larga a llorar a moco tendido, alguien que me larga una desprolija trompada o una enfática escupida.
Y yo no los conozco, la verdad, tengo buena memoria, sé que jamás los vi en mi vida. Pero ni me molesto en decir nada, no hay mucho que aclarar. De seguro me recriminan cosas que alguna vez he pensado hacer.

28.8.17

JC deja la filosofía


Hace mucho tiempo tenía un amigo, mi amigo JC. Nos habíamos conocido y nos gustaba charlar, tomar café. Íbamos a comer a Pippo de Montevideo los viernes a la noche. Comíamos vermicelli con tuco y pesto, longaniza de entrada. Tomábamos vino Norton y nos parecía que el mundo era un maravilloso abanico repleto de posibilidades. Pero me fui de tema.
El asunto es que mi amigo JC había querido ser filósofo. Y contaba, al respecto, una anécdota.
Mi amigo JC estudiaba filosofía. Iba a la facultad con alegría, con interés, la filosofía era su pasión. Leía a los filósofos de la antigüedad. Leía a Sócrates y a Platón, a Spinoza, a Kant. Leía a Heiddeger, soñaba con cruzarse en la calle con Foucault.
Y mientras estudiaba trabajaba en una librería, iba a sus clases, leía, leía todo lo que podía como si se tratara de un animal con sed. Quería ser filósofo, esa era su vida.
Hasta que. Estaba cursando una materia, no, no sé qué materia. Ya tenía más de tres años de carrera adentro. La materia que estaba cursando era genial, le abría un mundo tan anhelado como nuevo. Y la profesora era una mujer que parecía saberlo todo. Tenía las respuestas, lo guiaba. Le mostraba nuevos caminos dentro de las procelosas aguas del saber.
La materia que estaba cursando finalizaba con una investigación, un trabajo. El trabajo tenía una fecha de entrega. Así suelen funcionar las cosas cuando uno estudia, filosofía o cualquier otra carrera.
Y JC sintió que en esa materia, en ese trabajo final, se jugaba su destino. Se aplicó, escribió, investigó tanto, que se quedó sin tiempo. Quería mostrar todo lo que tenía para dar, lo serio que era para él el asunto. Así que le dijo a la profesora, que había dicho que los trabajos debían ser entregados el siguiente miércoles, que no le alcanzaba el plazo.
La mujer lo venía estudiando en su comportamiento, reconoció la llama más genuina. Le dijo que no se preocupara, que le alcanzara el trabajo a su casa, a la casa de ella, el sábado a la mañana, o el domingo. JC anotó la dirección, agradecido.
El domingo a la mañana, con el trabajo prolijamente ensobrado, JC fue a la dirección que le había dado la profesora. Era poco más de las diez de la mañana, tocó timbre.
La dirección era en un precario edificio por el barrio de Constitución. En la puerta había un sujeto semidesmayado, con pinta de haber recibido un botellazo en la cabeza. La entrada del edificio estaba cubierta de vómito, y había un penetrante olor a pis.
–Ah, sí –dijo la mujer por el portero eléctrico–. Ahí bajo a abrirte.
Y bajó. Estaba con unas chancletas y medias de lana, un camisón bastante sucio. Despeinada, los lentes caídos sobre la nariz. La mujer lo hizo pasar, le ofreció té.
Ahí termina la historia. Pero no termina todavía.
Contaba JC que lo que vio esa mañana, la cocina con los azulejos verde agua resquebrajados, la canilla que goteaba, un despanzurrado sillón en el comedor. Los libros con los lomos destrozados, parte de la dentadura de la mujer en un vaso, platos sin lavar. El camisón al que le faltaban un par de botones permitía atisbar el azulado pecho. JC vio todo eso, vio, por decirlo de algún modo, el otro lado de la filosofía. Y el lunes largó la carrera. No fue más. Decidió, aunque la palabra, el verbo, no era decidir, sintió que no iba a ser filósofo. No era eso lo que quería.
Podría uno seguir la línea argumental, hacer comparaciones. Como por ejemplo, el remanido caso del pibe que ve a la madre de la novia y se da cuenta, bueno, que la dulce niña que le gusta se convertirá en algo así. Y decide que no podrá soportarlo.
Pero mucho más importante es entender que algún tiempo después, siempre algún tiempo después, estarás en un lugar que jamás imaginaste. Hubieras estado dispuesto a jurar que tu vida jamás se convertiría en algo así.

21.8.17

Para resumir


Lo expliqué tantas veces que no me cuesta nada explicarlo de nuevo. Tampoco tengo un pomo para hacer, lavarme los dientes, pagar el gas.
​En la vida te va a pasar alguna desgracia. No, no me comí una gitana con papas españolas. Sucede así, es lo que se estila. Vas viviendo como podés, como te sale, y te sucede una desgracia de mayor o menor intensidad.
​Ahí empieza el partido, te pasó una desgracia, una tragedia, un imprevisto, llamalo como quieras. Aquí se abren dos caminos. O la desgracia te despabila, en medio del dolor te obliga a volantear un poco el destartalado camión de tu existencia, te volvés más reflexivo, más bueno, entendés cosas que antes no entendías. Aceptación en sus múltiples sabores. O no. Te ponés a empujar, querés atropellar la desgracia como si fuera una pared. Lo que querés es seguir siendo lo que sos, que no se te cruce nada en el camino. Que no te jodan.
​Bueno. Si estás en el primer grupo, empieza una deliciosa etapa de perplejidad, de confusión, nada es como vos creías que era. Vas a navegar las turbulentas aguas de no saber.
​Si pertenecés al segundo grupo no hay demasiado que pueda hacerse. Y es de lo más sencillo por cierto, te hace falta más.

14.8.17

In fraganti


Me contó todo Martín. Me dijo, me llamó y me dijo de vernos, y entonces me contó. Me dijo que no sabía cómo, cómo contarme, y que cuando lo había consultado con su mujer su mujer le había dicho que no me contara nada, que no se metiera.
Pero nos conocíamos desde la adolescencia, y aunque la vida se había encargado que dejáramos de vernos salvo para los cumpleaños de alguno de los pibes, bueno. Nos conocíamos de toda la vida, éramos amigos.
Me contó, Martín, que había visto a Mónica.
–¿Y? –Le dije.
–No, boludo –dijo él.
Y me contó que se había jodido la cintura jugando al fútbol. Y le habían recomendado un japonés que hacía acupuntura, por San Cristóbal. El japonés era un mago.
–¿Y? –Dije otra vez.
El japonés atendía en un pequeño departamentito sobre la calle Venezuela. Y él estaba haciendo tiempo porque había pedido el primer turno, a las nueve de la mañana. Había entrado a un barcito a tomar un café. Y entonces la había visto, a Mónica.
–¿Y?
Con un tipo. Un tipo de más o menos treinta años, flaco, de barbita. Estaban dándose la mano por encima de la mesa. Y se besaron.
–No puede ser –dije. Pero podía ser. Los martes Mónica daba clases, se iba bien temprano. Ah, Mónica erar mi mujer, mi novia, mi pareja. Llamalo como quieras, vivíamos juntos hacía más de dos años.
Martín me dijo que Mónica no lo vio, para nada. Y se fue. Me dijo que pensó en fijarse al otro martes. Me dijo que pasó por el bar y los volvió a ver.

Se fue, Mónica, el martes bien temprano, mientras yo tomaba el segundo café para despabilarme. Te llamo al mediodía, me dijo. Yo tenía que ir al laburo pero podía llegar tarde, a nadie le importaba.
Me bañé, me vestí, me puse el traje. Tenía la dirección del bar.
Estaba, Mónica, de espaldas a la puerta, con el pibe. Lo medí, un pibe flaquito, podía sentarlo de una piña sin inconvenientes. Iba a entrar y decirle a ella lo puta que era, lo trastornada y mala mujer que había resultado. Cómo tiraba por la borda todo lo vivido, los planes compartidos, las alegrías. Sentí rabia, furia, ganas de pegarle a ella también, ganas de llorar y decirle que me había lastimado y que la herida era imposible de soportar, muy profunda.
Entonces, todavía en la puerta del bar, di un paso atrás. Como si me hubiera confundido de dirección. Retrocedí otro paso, media vuelta, me fui.
A pesar de lo que acababa de ver, sabía que Mónica había sido lo mejor que me había pasado en la vida. Que después de ella todo lo que vendría para mí sería sombrío y triste.
Aunque durara quince minutos más, o dos días, lo mejor era seguir.

7.8.17

Chupo la concha


Creo que comenzó como un juego. Un chiste, no sé. No debía tener demasiado para hacer, esa es la verdad. Cuando no tenés nada para hacer por lo general te anotás en un gimnasio, te agarra un ataque de salud, o te ponés a jugar al candy crush o a twittear estupideces. Te parece que tu opinión sobre algún tema le puede interesar a alguien, como si alguna vez hubieras tenido algo para decir. Te volvés un comentarista de la vida. Lo del gimnasio es peor todavía, no te das cuenta que si estuvieras más saludable serías todavía más vos. Y lo que yo quería era ser menos yo, mucho menos yo, ser otro de ser posible. Desaparecer.
Abrí un blog. Era fácil la verdad, tenés que tener una casilla de correo y completar dos boludeces. No, qué escribir, no tengo nada para decir, tampoco me saco fotos en cueros frente a un espejo poniendo cara de ganso.
‘Chupo la concha’, puse. Eso nada más, y mi dirección de correo electrónico.
Listo, eso fue todo. Después me olvidé del tema.
A la semana me acordé de chequear mis mails, tengo una hermana que vive en Canadá. Cada tanto nos escribimos para ver como estamos.
Tenía 147 mails. Mails y más mails, mujeres. Mujeres de todos lados, de Capital Federal, del gran Buenos Aires. Mujeres de otras provincias. Desesperadas.
Me decían que por favor me querían ver, que cómo hacían para sacar turno, que cuánto cobraba. Había mujeres que me decían tener algún defecto físico evidente, una renguera, una obesidad mórbida. Había mujeres jóvenes que me mandaban fotos desnudas abriéndose la vagina con un par de dedos quizás de manera algo excesiva, mirando a la cámara con lascivia. Mujeres que me pedían por favor verme lo antes posible.
Las empecé a citar en un bar de Cabildo, tomaba un café y las llevaba a un hotel. Les chupaba la concha diez o doce minutos, no cogía, no hacía nada más. Ese era el servicio.
Se corrió la voz. No daba abasto. Atendía entre cinco y diez mujeres por día. Empecé a tener problemas en las cervicales, tuve que consultar a un traumatólogo y a un especialista en reiki. Cuando me preguntaban cuál era mi profesión no sabía qué responder.
Subí los precios pero la demanda no paraba de crecer. Averigüé cuánto cobraban los psicólogos que atendían pacientes particulares en los barrios más caros de la ciudad y pedía el doble, después el triple. Tenía turnos dados hasta con tres meses de anticipación.
Tuve que empezar a contratar gente. Tres o cuatros personas, un pibe que había venido a hacer un trabajo de plomería, un tucumano flaquito y callado. Un amigo de la secundaria que se había divorciado y no tenía cómo ganarse la vida.
Anuncié todo en la página. Había mujeres que preferían esperar, pagar más pero seguir atendiéndose conmigo.
A los dos años había juntado dinero para vivir sin trabajar el resto de mi vida. Le vendí la empresa a un grupo inversor y me desentendí del tema. Puse un maxikiosco en Villa Urquiza y compré un barcito en Acassuso. Me fui a vivir a Pinamar, recuperé el sabor en las comidas, volví a jugar al ajedrez.

28.7.17

Informado


En el bar donde estoy yendo a desayunar hay un tipo que me molesta. Bueno, si es preciso ser sincero, todo me molesta, desde hace tanto tiempo. El mundo en general. Algo se rompió en mí, hace bastante, perdí la facultad de comprensión respecto al orden de las cosas. El mundo se transformó en un lugar extraño y absurdo, pero me estoy yendo del tema.
El tipo me molesta, en el bar. Debe tener unos sesenta años, usa siempre la misma campera. Pide un café, el tipo, y paga con tarjeta. Llama al mozo con un chistido, de mala manera. Sale un momento a fumar, porque el bar tiene un sector externo que da directo a la calle, donde se puede fumar. Y, para fumar, pide fuego, a alguien que pase por la calle, o a alguien que esté fumando.
Y acá viene lo importante. Lee el diario, el tipo, en el bar. El bar compra todos los días dos diarios. El tipo entra al bar y se desespera por localizar el diario, los dos diarios. Si lo está leyendo alguien en otra mesa, se levanta y se lo pide, a los dos minutos se lo pide de nuevo. Y se lo pide una vez más.
Eso es todo, básicamente. El tipo paga con tarjeta un mísero café, el tipo fuma todos los días pero no es capaz de comprarse un encendedor, el tipo lee el diario, se sienta a leer el diario, podríamos decir que leer el diario es la actividad más importante de su mañana, y del resto del día también. Pero no piensa comprarlo jamás.
Así que me molesta, el tipo. Su actitud ante la vida, no sé.
Entonces hago lo siguiente. Un domingo, cuando voy de visita a lo de mi madre, me llevo algunos diarios viejos. Diarios que guarda mi madre para tirar la basura, o para envolver cosas. Diarios que tienen seis meses de antigüedad o más.
Voy al bar. Voy al bar diez minutos antes.
Hay poca gente, en el bar, gente que desayuna antes de ir a trabajar, nadie te lleva mucho el apunte.
Espero un momento, agarro un diario del bar, como para leerlo. Pero no lo leo. Lo que hago es sacar de mi mochila los diarios viejos. Y lo cambio por el nuevo. Alto, alto. El asunto es más complejo. Dejo la primer hoja, del diario nuevo, dejo la tapa. Y reemplazo, el cuerpo del diario nuevo, por el cuerpo de un diario viejo. Meto el cuerpo del diario nuevo en la mochila. Hago como que busco unos papeles, libros.
Listo, ya está.
Dejo el diario cambiado sobre mi mesa, como si hubiera terminado de leerlo. Termino mi café, espero.
Llega el tipo. Se lleva el diario de mi mesa, casi sin pedir permiso. Se sienta, pide un café, lee. Lee con avidez, con desesperación. No se observa en su rostro mayor contrariedad. Paga con tarjeta, sale a fumar, pide fuego. Vuelve y sigue leyendo.
Me hace bárbaro, la verdad, verlo leer un diario que es de hace siete u ocho meses. Por un momento pienso en pararme, ir a su mesa y decirle ‘estás leyendo un diario del año pasado, ¿no ves que sos un infeliz?’ Después pienso por un instante que quizás yo sea una mala persona, pero no, tampoco es eso. La mañana es preciosa, está muy bien así.

21.7.17

Ahora mismo


–Es de algún modo curioso –dije–. Nos aferramos de una desmesurada manera a todo aquello que ocurrió, aunque sería mejor decir que nos ocurrió. Y omitimos que transcurrido el hecho, si uno mira, por decirlo así, hacia atrás, todo aquello que nos sucedió, y aquello que no nos sucedió, se disuelve en un indiferenciado magma. Lo que equivale a decir que mirando hacia atrás, en el territorio del recuerdo ya despojado de todo presente, lo que ocurrió y lo que no ocurrió pasa a estar constituido del mismo material. Y si te fijás, si levantás la vista quizás hacia adelante, hacia lo que podríamos denominar el futuro, bueno, también sucede algo similar. Porque hacia adelante entonces, en el territorio de la potencialidad más pura, todo aquello que podría pasar y lo que podría no pasar de ninguna manera, nace del aquí, coexiste y se superpone, permanece como una oculta combinación de dados que se agitan dentro de un cubilete que todavía no fue lanzado. Repasemos entonces, lo que fue y lo que no fue, una vez transcurrido, se transforma en un indiferenciado todo hecho del mismo material. Y lo que está por ocurrir en el futuro está hecho de una nada que es lo mismo, hasta que el presente decida por un instante picar el boleto hecho de la más pura nada y transformar algo de esa nada en presente y ahora, y deje pasar un momento de otra nada, deje que esos momentos salten el molinete del presente sin el menor registro y se pierdan para siempre en la multitud hecha de crudo pasado. Y hay algo más, todavía. Y es que lo que no pasa, lo que no ocurrió y que tampoco va a pasar, supera en escalofriante infinitud a lo que sí ocurrió u ocurrirá. Quiero decir, nunca es proporcional ni equilibrado, porque por cada cosa que ocurrió dejaron de ocurrir mil, por cada cosa que ocurrirá no ocurrirán muchísimas más. La proporción de lo que pasa con respecto a lo que no pasa es de una insignificancia que roza la crueldad.
–Bueno, Juan –dijo ella, dio un sorbo a lo que quizás era un daiquiri, quizás era un mojito, y se pasó una mano por el pelo–. No alcanzo a entender del todo por qué me decís esto.
–Para coger –dije yo–. Quizás si logro confundirte un poco después te garcho.

14.7.17

La peligrosa mamba negra


Estoy mirando la televisión, el canal de la National Geographic. No, ya sé, no es muy divertido, pero también me han pasado un montón de cosas que se suponía que tenían que ser divertidas y no lo fueron. Bioy dijo aquello de ‘vivir es distraerse’, punto para Bioy.
La televisión es una mierda inmunda desde ya, y todo lo que allí sucede es apenas un pálido reflejo de la mierda más absoluta en que nos hemos ido convirtiendo. Y si no te das cuenta eso significa que ya estás tan untado en mierda que te parece que el mundo siempre fue marrón.
El programa que están dando, el programa que estoy viendo, consiste en un tipo, una especie de Indiana Jones que va por la selva o el desierto analizando la vida de los animales, sus conductas, el tipo se arriesga, salta desde un árbol, corre mientras va explicando alguna de las tantas cosas que suceden en la naturaleza y que nosotros, los que miramos el programa, desde ya no sabemos.
En el programa el tipo está agazapado detrás de una roca, munido de una especie de varilla de metal con un pequeño doblez en ángulo recto cerca de la punta. Al parecer está buscando a una peligrosa serpiente.
Y la encuentra, escondida entre las piedras. La serpiente, descubierta, se inquieta, intenta retirarse. Pero el hombre es un experto y logra atraparla. Juega, con la serpiente, para que los televidentes alcancen a apreciar su particular destreza en el manejo de los animales. Tiene a la serpiente, que quizás sea la peligrosa mamba negra, atrapada de la cola con una mano, mientras utiliza la varilla de metal para mantener a la serpiente a cierta distancia de él mismo. La serpiente se arquea aterrada, intentando comprender lo que está sucediendo. Se mueve en el aire, lucha por aferrarse a algo que no existe mientras la cámara la toma en un primerísimo plano. Podemos ver una mezcla de furia y animal estupor.
Y de pronto. El hombre, que habla a la cámara con humor y naturalidad, quizás se ha descuidado, apenas. Ha dejado que la serpiente se acerque demasiado.
Es un parpadeo nomás, un momento, la serpiente logra una imposible contracción hacia atrás por sobre la varilla de metal, y pivoteando prácticamente en el aire logra escupir un chorro de veneno sobre el rostro del hombre.
El hombre aúlla de dolor. El veneno le ha entrado en un ojo, y en la boca. Tira la varilla (y la serpiente) tan lejos como puede, y cae de rodillas. Comienza a vomitar mientras grita, la cámara lo enfoca, el ojo se le ha puesto del tamaño, y quizás del color, de una pelota de tenis.
El hombre cae desmayado y patalea mientras el que maneja la cámara no sabe muy bien qué hacer. Se oyen gritos, ruido de más objetos que se caen.
Y descubro que me estoy riendo a carcajadas, ni en los programas de Olmedo me reía así. Es tan importante que si andás por la vida rompiendo las pelotas algo se te complique, tan importante. Sé que me voy a acordar de la escena cuando pase algún tiempo y me voy a seguir riendo.

7.7.17

Ruso


Me tuve que mudar y me mudé, cada tanto me pasa. Escapar, aparecer en otro lugar y sentir que sos otro. Aunque sabés que no sos otro, sabés que nunca vas a poder parar de ser vos mismo, pero el movimiento te da esa efímera sensación de libertad. El turismo está hecho de eso.
Como me estaba separando, como mi vida era un quilombo absoluto y total, me alquilé un departamento hasta que lograra estabilizarme. Me fui a un barrio lindo, donde las calles son arboladas y la gente es repugnante. Creen que son descendientes de un rey o un faraón, las personas, los árboles no creen nada, de ahí su encanto.
Compré una heladera, un sillón, un televisor, y un hornito eléctrico. Una mesa y una silla. Si tenés una puerta que podés cerrar todavía estás vivo, en occidente capitalista civilizado funciona así.
Trabajaba, vivía. De noche me limpiaba una botella de vino que compraba en el supermercado y me quedaba viendo la televisión en el canal de la National Geographic hasta que me dormía.
Empecé a sentir que me volvían las fuerzas, habían pasado unos tres o cuatro meses.
El asunto. En medio del edificio, de las reuniones de consorcio para determinar quién compraba los escobillones y la gente a la que le tenías la puerta del ascensor y no eran capaces de decir ‘buenos días’. Había un vecino, ruso. Ruso de Rusia, apenas hablaba el idioma. Me cayó bien de inmediato. Un urso rubión de casi dos metros con carita inocente, la mirada de un celeste muy claro. Vivía con su mujer que se llamaba Irina, y un bebé. El portero me había dicho (sin que yo le preguntrara) que el ruso trabajaba en la embajada, y que su mujer era una conocida bailarina.
Una tarde volví del trabajo, se habían juntado tres porteros, el nuestro y un par de los edificios vecinos. Traté de no interactuar, de poner cara de ir apurado hacia alguna parte, hacia mi departamento por ejemplo, pero no pude. Estaba el ruso, en la calle, con su pequeño niño. Al parecer, el bebé había logrado caminar por primera vez. Era un costumbre de la madre Rusia que el padre brindara con vodka, para festejar los primeros pasos de su hijo. El ruso había bajado una botella a la calle y todos bebían un traguito del pico. Se lo veía emocionado, al ruso, feliz. Uno de los porteros tenía al pequeño Sacha sentado sobre el capot de un automóvil. Se había juntado más gente, lo palmeaban al ruso, lo felicitaban. Tuve que brindar yo también, cómo negarme.
​Me gustó la escena la verdad, me devolvía la fe en la humanidad. Como cuando algún domingo al mediodía me iba a comer a cualquier restaurante del centro, puchero, milanesas con puré, gente simple manifestando una sana alegría.
​–No sabe lo que pasó –Me dijo el portero ni bien me vio, a la semana siguiente.
Había que escucharlo aunque fuera un par de minutos, qué otra opción tenía. Me dijo que Vassily, el ruso, la noche anterior había apuñalado a su mujer y a su pequeño hijo, varias veces. Había logrado matar a los dos, se oían los chillidos en medio de la noche. Alguien había llamado a la policía. Cuando entraron los agentes vieron las paredes, las alfombras, todo salpicado de sangre. Vassily estaba sentado en un sillón del comedor, en calzoncillos. Tomaba pequeños tragos de vodka de la botella y sonreía. El televisor encendido en un canal de dibujos animados.

28.6.17

No es un consejo


Todos creemos que algo va a cambiar, que nuestra mala suerte va a terminar en cualquier momento, lo malo no puede durar para siempre.
Ese ridículo matrimonio con esa mujer mala y absurda, ese trabajo mal pago y anodino, ese dolor de cintura que te espera para abrazarte cada mañana ni bien intentes ponerte de pie, ese viaje en subte como si estuvieras yendo al mismísimo centro de la tierra rodeado de primitivas criaturas, esa cola en el supermercado mientras la cajera bosteza y le podés ver entre los dientes un pedacito de lechuga, esa cabina de peaje, esa mancha de tuco, ese neumático desinflado, esas vacaciones en una playa llena de aguavivas.
Pero no. No funciona así. Lo malo no se termina nunca. Vas a seguir siendo vos, vas a seguir haciendo más o menos lo que estás haciendo. Todo va a seguir siendo igual porque para cambiar tendrías que ser otro pero no podés ser otro porque sos vos, siempre lo mismo.
Lo que sí podés hacer es abrazar tu desgracia, tu horrenda cotidianeidad, tu insípida vida. Abrazarla como si fuera una novia que tuviste a los once años y con la que bailaste el lento más dulce del mundo (*) y nunca más la volviste a ver. Hola qué tal cómo te va tanto tiempo qué alegría. Y entonces, cuando dejes de soñar con cambiar, cuando le des la bienvenida al repugnante ser que te habita. Entonces puede que la vida se vuelva más amable, entonces sí.

(*) el lento era ‘all out of love’ the air supply
https://www.youtube.com/watch?v=JWdZEumNRmI

21.6.17

Plan de carrera


Necesitaba trabajar. Bueno, en realidad, no necesitaba trabajar, lo que necesitaba era dinero. Pero no sabía hacer nada, no sabía tocar el piano ni robar bancos, así que para ese tipo de personas tan particularmente mediocres, bueno. Lo que se estila es trabajar.
Hice un operativo, mandé doscientos mails, a consultoras de recursos humanos, a empresas. Con que me llamaran, no sé, el 5%, bueno, eran diez entrevistas. Era una posibilidad.
Me llamaron, bah, me respondieron, tres. Una era una empresa de artículos de cosmética, higiene personal. Una multinacional. Yo había trabajado unos años en el departamento de finanzas de una compañía, no sé. Tenía fuerzas en esa época, era joven.
Fui a las entrevistas individuales, primero, después a una grupal. Después me mandaron a un psicólogo, me hicieron tests para chequear si no era un retardado, si podía distinguir los colores, si sabía copiar un dibujito, completar ciertos patrones. Después un chequeo médico, me sacaron sangre, me miraron el corazón y el agujero del culo como si ambas cosas estuvieran unidas por una secreta conexión. Me hicieron pedalear en una bicicleta fija, me hicieron soplar y estornudar.
Todo eso sin haberme dicho con excesivo detalle en qué consistía el puesto de trabajo, cuál era la paga.
Iba, en el proceso, un mes largo. Me volvieron a llamar.
–Mmm, a ver, Juan –dudaba, la mujer. Daba cortos sorbitos a un té de color verde pálido y arrugaba la frente, como si cada sorbito del brebaje le provocara repulsión, alguna suerte de pinchazo interno– ¿Por qué cree que la compañía Garomp Inc. debiera contratarlo?
–Bueno –dije–. Me hicieron pruebas como si fuera a tener que manejar un transbordador espacial cargado de animales salvajes, estacionarlo, el transbordador, entre Júpiter y Saturno, en medio de una tormenta de nieve, para que los animales puedan bajar a pishar supongo. Me preguntaron hasta de qué gusto me gusta el helado, me revisaron el color de los pelos de mis huevos. Sólo alguien tan pelotudo como yo sería capaz de soportar semejantes estupideces para conseguir este trabajo de mierda, así que soy el indicado para el puesto, no tenga dudas. Pero si quiere le puedo chupar la concha mientras usted sigue tomando ese horripilante té. Chupo la concha sin excesiva habilidad pero con singular entusiasmo, con energía. No sé, usted dirá.

14.6.17

El arte de curar


Siempre, desde que puedo recordar, tuve el don de curar. La gente viene a mí y quieren que los escuche, que los haga reír, que les diga que lo que les sucede, lo que ellos creen que les sucede, no es tan grave. Que van a estar bien.
Te cuento cómo ayudo a la gente, ahora, el método podríamos decir.
Cito a la persona, podríamos decir al paciente, en un parque. Un parque de barrio, puede ser el Parque Chacabuco, puede ser el Parque Centenario, claro, mi querido Parque Centenario, puede ser Plaza Irlanda también. Tiene que ser temprano, a las nueve de la mañana ponele.
En esos parques, en cualquier parque, a la mañana van los paseadores de perros. Han armado, para ellos, una especie de corral. Es una suerte de superficie bastante grande con unas rejas de un metro de altura o más, para que los perros no puedan escapar.
Llega el paciente. Previamente he conversado con los paseadores. Quiero decir, les he ofrecido algo de dinero que han aceptado de buena gana.
El paciente, que también puede ser la paciente, debe desvestirse. Quedarse en calzoncillos, o en bombacha y corpiño, respectivamente. Entonces el sujeto debe acostarse en el centro del corral, boca arriba, ojos cerrados, palmas hacia arriba, en la posición denominada ‘savasana’ para aquellos que tienen alguna noción de yoga. Es la posición del muerto. Sí, se puede llevar una toalla, para acostarse sobre la toalla.
Se acuesta la persona. Se relaja, hace respiraciones profundas, ojos cerrados.
Y entonces. Se suelta a los perros. Veinte o treinta perros. Libres, sin correa ni nada. Los perros van y hacen lo que quieren. Se acercan a la persona o la pasan por encima. Huelen, o se ponen a intentar coger con algún otro perro, o cagan, lo que quieran hacer. Ladran desde ya. Alguna vez un perro ha mordido a la persona pero nada serio, una mordida sin importancia.
Eso es todo, la persona debe permanecer con los ojos cerrados en medio de los perros, entre cinco y nueve minutos.
Pasado el plazo de tiempo se le indica a la persona que ya está, que puede levantarse. Los paseadores juntan a sus perros. La persona se viste.
Es dos sesiones, tres como máximo, la persona entiende que sus problemas son irrelevantes.

7.6.17

Papel higiénico


Mi amigo G., que ya no es más mi amigo, se fue a vivir a Madrid. Trabajaba en un diario, quería rajar de la Argentina dónde todo fracasa siempre. Vio la oportunidad y se fue.
La verdad que le iba bien, vivía en Madrid en un barrio pobre pero muy bonito, ganaba en euros y empezaba a ahorrar, descubría las delicias de estar en Europa, en fin. Como cualquier persona que se va del país, tenía cierta necesidad de demostrar que su decisión había sido, por decirlo de algún modo, correcta. Lo que implicaba decir, aunque no lo dijera, que los que no nos habíamos ido del país éramos algo quedados, sin inquietudes. Unos pelotudos, para ser más precisos.
Mi amigo G. le enviaba mails a su madre, fotos del fin de semana que había pasado en Roma o en Paris, los museos que había visitado, una foto con Valdano en gamulán, cosas así. Los padres, gente que se había pasado la vida arañando la clase media, se sentían orgullosos y contaban en la fiambrería a algún vecino la situación de su hijo, o mostraban un regalo recibido, algo que su hijo les había enviado desde España. Un pulóver, una porción de jamón ibérico envasada al vacío, cosas así.
Mi amigo G. anunció que venía de visita, por una semana, al país. Debía hacer unos trámites, ir al consulado, llevarse una computadora que utilizaba para trabajar, ver a los amigos, esas cuestiones. Iba a pasar una semana en la casa de sus padres, en el departamentito sobre la calle Frías donde había transcurrido su infancia. Quería aprovechar la semana para estar con su familia, arreglamos para ir a comer pizza a ‘Nápoles’. Traía regalos e historias de un mundo desconocido. Alguien que se animaba a romper el cascarón, a crecer, a seguir.
El asunto fue así.
Llegó, G., a Argentina, y se fue derechito para la casa de sus padres que habían armado una cena para esa misma noche con toda la familia. Había besos y abrazos en la pequeña cocina donde estaba la mesa revestida con fórmica naranja. Dejó la valija en su cuarto, le pareció mucho más chico de lo que lo recordaba, su pequeña cama individual, el poster de Jaco Pastorius pegado sobre la puerta.
Sentía que sus padres estaban más viejos, aunque todo el año y medio de su ausencia le habían respondido siempre que estaban bárbaros, que todo estaba muy bien.
Su madre, que era profesora de piano, le preguntó si quería tomar algo. Y mi amigo G. dijo que quería un té. De pronto tuvo ganas, G., de defecar. G. fue al baño a cagar.
Cagó, G., en el baño de ajados azulejos celestes donde había cagado siendo niño. Cagó en medio de un torbellino de emociones, de recuerdos, Todo lo que había sido, de dónde venía y cómo se había ido abriendo paso hacia un promisorio futuro. Ya se consolidaba y pintaba la posibilidad de cambiar de trabajo. Ser ciudadano europeo, moverse por el mundo, se llevaba a su novia a vivir con él. Las cosas parecían fluir.
Terminó de cagar, G., y se dio cuenta que no había papel higiénico.
–¡Maaa! –Gritó y era chico otra vez– ¡Papel!
–Ah, sí –dijo la madre, acercándose a la puerta–. A ver, esperá. Ahí bajo a comprar.
Y entonces G. supo que si había que bajar a comprar, era porque su madre ya no usaba papel higiénico para limpiarse el culo. Entendió, G., aunque entender no fuera quizás el verbo exacto pero tampoco encontraba otra forma de procesarlo, entendió, decía, que el papel higiénico había pasado a ser un objeto de lujo en la casa de sus padres. Que quizás sus padres para limpiarse el culo debían robar servilletas de papel de los bares, o quizás se limpiaban el culo con papel de diario. Que mientras él los llamaba desde España y sus padres le decían ‘bien’, o ‘bárbaro’, quizás acababan de limpiarse el culo con la mano, porque no tenían dinero para comprar papel.
Y se largó a llorar, G., ahí sentado mientras esperaba que su madre volviera de la calle con un rollo de papel higiénico. Se le ocurrió pensar que las cosas no eran, nunca habían sido lo que parecían.
Mi amigo G. ya no es más mi amigo, pero recuerdo esta bellísima historia y eso es todo lo que quería decir.

28.5.17

Fruta, verdura


Tengo un arreglo con el tipo que atiende en la verdulería que está a la vuelta de mi casa. Es un boliviano flaquito que siempre está en ojotas y shorcito. Escucha cumbia y pop latino, se llama Ismael.
Voy los sábados a la mañana, a la verdulería, que es también frutería desde ya, por supuesto. Abre bien temprano.
Le pago a Ismael, doscientos pesos. Mientras él termina de acomodar la mercadería que le trae su socio en una destartalada furgoneta, del mercado central.
No, no compro nada. Empiezo a jugar.
Escupo, ponele. Unos buenos gargajos, sobre las manzanas rojas. Sobre las verdes, también. Agarro los morrones, y me los pongo de a uno debajo de las axilas hasta que siento que se impregnan de mi transpiración, se calientan. Pido pasar al pequeño bañito que tienen al fondo del local, hago mis necesidades, cago más precisamente, y me limpio el culo con varios paquetes de espinaca, o de acelga. A veces lechuga. Vuelvo a acomodar todo en su lugar. Me siento con un cajón de tomates perita entre las piernas, y me los voy pasando, de a uno, por las pelotas. Pisho, pisho un poco sobre las papas, sobre las remolachas, sobre las zanahorias. Apoyo las plantas de los pies sobre las naranjas, sobre los pomelos. Si no cogí ni el jueves ni el viernes (y es bien probable que no haya cogido ni el jueves, ni el viernes), aprovecho para pajearme. Le pido a Ismael que salga a fumar un cigarrillo y me pajeo, eyaculo sobre los zapallitos, sobre las calabazas recién cortadas en rodajas.
Después, Ismael prepara unos mates. Termina de barrer.
Yo me quedo ahí sentado un par de horas, viendo a las señoras que vienen a hacer las compras. Malhumoradas por lo general, discuten, se quejan del tráfico, del clima, de los precios. Chicas jovencitas a veces, que eligen dos bananas o medio kilo de ciruelas mientras hablan por sus teléfonos celulares con pantallas táctiles de última generación.
Tomo un par de mates, escucho la absurda música. A veces hojeo una revista.
–Chau, Ismael –digo cerca del mediodía. No sabría explicarlo con exactitud, cuando me voy me siento bien.

21.5.17

Me gustan los perros


A la mañana, cuando arranco, camino tres o cuatro cuadras hasta llegar al bar donde tomo un café. Avanzo por C., doblo en F., y me estoy cruzando, porque debemos arrancar más o menos a la misma hora, con un paseador de perros. El asunto es que deben haber echado al paseador anterior, y apareció un pibito nuevo. Un pibe joven que evidentemente no domina todavía su trabajo, los perros no lo respetan y se nota que el pibe la pasa mal. Grita, patea, pero los perros no le llevan el apunte.
Hice la de todos los días, para arrancar. Me lo encontré, al pibe, debía estar con doce o catorce perros, algunos luchaban por escapar, otros intentaban cogerse a alguno de los perros que estuviera distraído, otros ladraban a más no poder. El pibe luchaba por poner algo de orden, pero se lo veía desesperado.
–Hola –dije, el pibe me miró– ¿Querés que te ayude?
El pibe no entendía a qué podía estar refiriéndome. Intentó alejarme haciendo un movimiento con la mano donde tenía las correas enrolladas, miró hacia abajo, hacia el perro que le ladraba como increpándolo, negó con la cabeza.
–Mirá –le dije. Hice una pausa, lancé un chistido, un solo chistido y me puse a mirar fijo a un ovejero alemán que debía pesar unos sesenta kilos y mostraba los dientes.
De inmediato los perros comenzaron a acomodarse. Uno al lado del otro, en fila, como si me estuvieran dando el presente. Todo se ordenaba, se desenrollaban las correas como por arte de magia, un pekinés pasó por debajo de un dogo, un cocker con cara de preocupación se puso al lado de un perro atorrante y bigotudo. Quedaron todos sentados, jadeando apenas, en el más absoluto silencio.
–Increíble –Me dijo el pibe, que recién pudo respirar un poco, aliviado.
–¡Hop! –Dije. Levanté una mano y apunté con un índice hacia arriba, como si estuviera señalando al cielo cargado de nubes.
Los perros se acostaron de a uno empezando por una punta de la fila. Como si de una coreografía se tratara. Se fueron echando de lado y así permanecieron.
–Pará –me dijo el pibe–. No puede ser. Falta que me digas que los podés hacer cantar.
–Claro –dije–. Fijate.
Alcé ambas manos como si estuviera levantando un objeto, abrí los dedos. Los perros comenzaron a aullar ‘love me tender’. Un caniche desfinó y fue de inmediato corregido por un bull dog que tenía al lado y que le puso mala cara.
–Ah bue…
Hice un movimiento brusco, como si estuviera agarrando una mosca que me diera vueltas sobre el pecho. Los perros dejaron de aullar.
–Bueno, me tengo que ir –dije.
Al día siguiente, arranqué para ir a trabajar. Me lo crucé al pibe con los perros, venía con dos pibes más.
–¡Es él! –dijo el pibe–. Van a ver lo que hace, no lo van a poder creer.
Me pidió, el pibe, que se llamaba Freddie, que hiciera, o mejor que les hiciera hacer a los perros algunas de las cosas que habían hecho el día anterior.
Chisté, levanté las manos. Nada. Nada de nada. Los perros ladraban, uno hasta intentó morder a Freddie. Un verdadero caos. Se burlaban los amigos de Freddie, que parecían estar drogados. Saludé y me fui.
Pasaron los días, terminó la semana. De eso se trataba básicamente, por lo general, estar vivo. El sábado a la tarde volvía de un almuerzo, dejé el auto y se me ocurrió ir hasta el supermercado a meter una compra.
Entonces lo vi. Atado a un palo, en la puerta del super. El ovejero alemán que venía siempre con el paseador. Aburrido pero expectante, aguardando a su dueño.
–Hola, qué hacés –Me arrodillé a su lado, de costado, para que pudiera olfatearme y reconocerme. A pesar del tamaño y de su amenazador aspecto, sabía que podía acariciarlo sin problema. Sentía su energía.
Le rasqué un poco el lomo, y entre las orejas. Me acerqué, lo abracé, se tocaron nuestras orejas. Me gustan los perros.
–Disculpá lo del otro día –me dijo al oído–. Pero no podemos hacerte caso delante de mucha gente. Nos caés bárbaro, a mí particularmente, pero nosotros queremos seguir boludeando, que nos saquen a pasear, no hacer un pomo. Si se descubre que podemos obedecer órdenes, que entendemos todo lo que nos dicen, podemos terminar laburando de acróbatas en algún circo por poca plata y una comida de mierda. Todo bien con vos, pero preferimos seguir así. Seguro lo vas a entender.

14.5.17

Resfrío


Estaba en el subte, yendo al centro, vivía por Chacarita. La mejor forma de moverse en la ciudad es por debajo de la tierra, como los roedores, como las ratas. De más está decir que no es divertido, viajar en subte, pero nada es demasiado divertido últimamente. No se usa más, divertirse, pasó de moda, como los pantalones pata de elefante.
​Debían ser las nueve de la mañana, y el subte iba cargado hasta las bolas. Todos íbamos para el mismo lado, a la misma hora, ése es el problema. La única forma de sobrevivir en la ciudad es ir al revés de la gente, pero para poder ir al revés de la gente deberías ser bien distinto al resto de la gente. No tener que trabajar, por ejemplo.​
​Ahí estaba yo, de pie, esperando que pasaran los veinte minutos que me dejarían en el microcentro, tratando de no pensar, tratando de no morirme de pena.
​Quedé parado frente a una hilera de asientos. Y justo sentada frente a mí, una chica. Era joven, era bonita y lo sabía, inclinada hacia el lado de la sensualidad. Había aprendido que la belleza era su arma para salir adelante en la vida y estaba dispuesta a utilizarla. Pero por ahora, hasta que lograra que su magia le permitiera subir en la pirámide social, todavía debía viajar en subte.
​Iba sentada, la chica, las rodillas juntas, su minifalda cortísima. Se pintaba los labios, se le marcaban los pezones puntiagudos por debajo de la camisa. Se miraba en un espejito, jugaba con la lengua, se arreglaba las pestañas. Se ponía contenta viendo los mensajes que recibía en su teléfono celular. Se reía tipeando una o dos palabras, ensayaba una mueca seductora, volvía a sonreír.
​Sabía que era observada y jugaba con eso. Parecía decir a cada momento ‘sí, estoy que exploto de buena pero no soy para vos, vos viajás en subte y sos pobre. Yo estoy para la salir en las revistas, ya me vas a ver y te vas a acordar’.
​El asunto fue, como suceden tantas cosas, de improviso. Yo venía resfriado desde el fin de semana por haberme metido en la pileta en la quinta de unos amigos. Comimos asado y nos metimos a la pileta, pero se hicieron como las siete de la tarde y había viento. Me resfrié.
​Y cuando me resfrío me pica la garganta, siempre. Es una sensación fea porque te pica, pero no te podés rascar. Te podés rascar el cuello si querés, pero no la garganta. Así funciona el cuerpo humano.
​Quise gargajear, apenas, dejar que subiera algo de la mucosidad que me raspaba el fondo de la garganta, pero no sé. Algo se aceleró, el movimiento cobró vida propia, se convirtió en una especie de tos. Fue un segundo.
​Me salió un moco, un animal parecido a una ameba, a un protozoo, a un aguaviva pequeña y gelatinosa de un verde intenso. Cayó, el moco, furibundo y autónomo, sobre la camisa de la chica, y un poquito sobre el teléfono celular, también.
​Viendo lo que había sucedido me salió inclinarme hacia adelante, tratar de algún modo de quitar el moco del centro exacto de la camisa de la chica, pero el moco se había prendido a la tela como una garrapata, y a los botones entreabiertos que daban paso al escote.
​El movimiento que intenté implicaba que le estaba tocando de algún cuidadoso modo las tetas mientras decía algo como ‘disculpame’ o ‘no pude’.
​Gritó, la chica. Un alarido como un bocinazo que no iba a terminar nunca, como la sirena de una ambulancia. Gritó mientras se ponía de pie y me daba un empujón, todo al mismo tiempo.
​Gritó y siguió gritando, la gente me miraba. Iba a ser un día largo, el subte se detuvo en Pueyrredón.

7.5.17

Mermelada, queso para untar


El experimento es de lo más sencillo. Las cosas importantes suceden sin exceso de implementos. Ponele que te estás haciendo café, a la mañana, para desayunar. Y te hacés, no sé, dos tostadas.
Una de las tostadas la untás, generosamente, con mermelada. Y la otra, la otra tostada, la untás también, pero con queso untable. El queso que no es untable resulta, por definición, difícil de untar.
No, todavía el experimento no empezó. Hasta ahora no pasó gran cosa, podríamos decir que hasta ahora no pasó nada. Ahora empieza.
Tenés que tirar la tostada al aire. La tostada con mermelada, primero. Y deberías lograr tirarla como si de una moneda se tratara. Que gire, la tostada, aunque sea una vez, sobre sí misma, en el aire. Sí, ya sé, no es tan sencillo. No importa, vos podés.
Cae la tostada, al piso. Ya estamos viviendo el experimento. Te fijás si la tostada cayó del lado de la mermelada, o del otro lado, del lado del pan podríamos decir. No importa cómo haya caído la tostada, la levantás, y repetís el lanzamiento. Tres veces, cinco mejor.
Entonces agarrás la otra tostada, la tostada con queso. Y hacés lo mismo. Tirás la tostada hacia arriba, la tostada gira en el aire, la tostada cae. La levantás, y la volvés a tirar. Cinco veces, también.
Eso es todo. Tiraste cinco veces la tostada con mermelada, después tiraste cinco veces la tostada con queso para untar. Y vas a ver que hay diferencias. No es lo mismo, no caen de la misma manera. Las leyes de la física no funcionan igual si la tostada tiene mermelada o queso untable.
Descubrir eso, lo que acabo de contar, tiene profundas implicancias, está cargado de significados. Todavía no desayunaste y tenés que limpiar el piso, para empezar.

28.4.17

Algo acerca del boxeo


Siempre me gustó el boxeo desde que puedo recordar, a mi padre también le gustaba. Tiene algo de nobleza absoluta, porque una cosa es pegarle a una pelotita y pasarla del otro lado de la red, distinto es tener un tipo enfrente que te quiere pegar y tener que pegarle.
Está la bellísima frase que dijo Mike Tyson alguna vez, aquello de ‘Everyone has a plan, until they get hit’. Porque si te fijás, si viste boxeo, hay un momento tan genial y tan único, cuando uno de los boxeadores le ha pegado al otro y el otro descubre, no encuentro otra manera de decirlo. El otro boxeador, el boxeador al que le han pegado descubre, decía, que le duele. Que el otro es mejor y le va a ganar, que le ha dolido la piña y tiene miedo.
Porque es en ese preciso instante donde entra a tallar una clave psicológica. Al hombre le ha dolido la piña y descubre, como dijo el señor Tyson, que todos sus planes se han ido como por arte de magia a la mismísima mierda. Y debe tratar que no se note. Porque si se nota está perdido, en el literal sentido del término, si se nota lo que le pasa, lo que le está pasando, entonces no tiene la menor oportunidad. Lo van a moler a palos mal.
Y entonces es de lo más común ver que un boxeador se ríe, sonríe y dice algo, o bailotea con ampulosidad, hace algún gesto que hasta entonces no había hecho.
Es esa antinatural sonrisa, esa negación con la cabeza, ese gesto de estar pasándola fenómeno, esto es lo que más me gusta hacer en la vida, lo que delata la gravedad de la situación. Se ríe porque lo están matando.
Me pareció importante comentarte todo esto para que entiendas lo que me pasa. Sí, te entendí que te cansaste de mí, que no me querés ver más, que de algún modo me estás dejando. Y quizás mi cara, algún comentario que te hice, la forma en que termino mi café y miro con curiosidad algo que ocurre del otro lado del ventanal, puede que te haya confundido un poco. Pero me estás haciendo moco, quedate bien tranquila.

21.4.17

En lo real


Estoy esperando para cruzar, esperando que el semáforo cambie de color, es lo que se estila. Justo en la esquina, a menos de diez metros, se detiene un camión. Es un camión bastante grande, con la caja metálica cerrada, parece de acero, como si de una gran heladera se tratara. Y de eso se trata, es un camión para transportar carne, y se ha detenido a pocos metros de una carnicería.
Descienden dos hombres, el conductor y su acompañante, de la parte delantera del camión. Uno de los hombres abre las metálicas trabas de la caja del camión. El otro hombre, que va como vestido de médico, aunque se percibe que el género de su uniforme es de una tela áspera, rústica, se coloca una toalla sobre los hombros, como si se colocara una corta capa. Lleva una cofia en la cabeza, pareciera que se está por duchar y no quisiera arruinarse el peinado.
El conductor del camión, que se ha subido al interior de la caja, le coloca media res, que quita de un gancho con un preciso movimiento, sobre los hombros, al otro hombre, que asimila el impacto, traba la media res con ambos brazos en alto, como si le estuviera haciendo una toma de catch.
Resopla, el hombre, se acomoda al peso, respira, se dispone a avanzar, a caminar los veinte o treinta pasos que lo separan de la entrada de la carnicería.
–Perdón –me acerco, lo miro–, lo molesto un segundo.
El hombre me mira con desprecio infinito, dejando en claro que la situación es por demás inoportuna. Abre las palmas, mira por un instante a los lados, un casi imperceptible movimiento de la cabeza. ¿Acaso no veo la media res que carga?
–Justamente –digo–. Me gustaría que me la pase. Llevarla, yo.
–¿Qué? –sonríe, es una verdadera sonrisa de genuina sorpresa.
–Eso, pasame la media res. Dejame cargarla a mí.
–Te vas a arruinar el traje –dice y niega con la cabeza–. La carne muerta chorrea jugo, todavía sangra.
–No importa –digo–. Pasamelá, dale.
–¿Qué le pasa a este forro? –pregunta el otro hombre, el conductor, desde arriba del camión–. Dale, que tenemos que bajar cuatro y seguir repartiendo.
–Quiere que le pase la media res –dice el tipo, y me apunta con el mentón.
–¿Qué?
–Que se la pase –dice–. La quiere llevar él.
–¿Y se puede saber por qué carajo la quiere llevar él? –pregunta el tipo desde arriba, ha prendido un cigarrillo y da una pitada que consume medio faso.
–No sé –dice el tipo que carga el animal muerto. Da un pequeño saltito para acomodarse la carga sobre los hombros.
–Yo tampoco sé –digo–, dale.
–Bueno, pasaselá –dice el de arriba–. Si se te llega a caer, te cagamos a patadas. ¿Estás de acuerdo?
–Sí –digo–. No se me va a caer.
Con un diestro movimiento del de abajo, y la ayuda del de arriba, me pasan la carga. Me calzan la media res sobre los hombros. Debe pesar unos buenos setenta kilos, quizás noventa, resoplo. Me miran. Siento la carne contra la parte de atrás de mi cabeza, la carne goteando sobre mi traje, el peso muerto.
–¿Y? –dice el de arriba–. Ahora movete, caminá.
Camino, me sigue el tipo de abajo, apoyando una mano sobre el animal. Me guía. Me ayuda a bajar la media res en el interior de la cámara frigorífica de la carnicería. Alguien se ríe. Alguien grita una puteada.
Vuelvo al trotecito al camión.
–Dame la otra –digo.
Repito el procedimiento, otras tres veces. Siento que crujen las costuras del saco, me duele una rodilla. Transpiro. Voy y vengo. Algo de gente que pasa por la calle se sorprende, me miran.
–Listo, flaco –el tipo que fuma baja del camión de un salto, termina su segundo cigarrillo, cierra la puerta–. Esa era la última.
–Tomá, limpiate aunque sea la cara –el otro me pasa una desteñida toalla de mano que llevaba enganchada en la cintura.
–Bueno, nos tenemos que ir –dice el conductor, se sube, arranca.
–¿Te sentís bien? –el otro me da la mano. Le devuelvo la toalla.
–Sí –le digo, me saco el saco, sonrío apenas–. Te juro que nunca me había sentido tan útil en toda mi vida.

14.4.17

La vida en colores


Después de hacer un curso de meditación, Tamara fue a un curso de respiración. Una amiga le había recomendado el curso, le había dicho que el instructor había vivido varios años en la India, el instructor había vivido en un ashram.
De ahí Tamara pasó al yoga sin escalas. Meditaba, respiraba, hacía su rutina de asanas con férrea tenacidad. Se despertaba a las siete menos veinte cada mañana y hacía lo suyo, durante cuarenta minutos. No se la podía molestar.
Después se bañaba, comía dos frutas y se iba a trabajar. Había encontrado, Tamara, después de tantos años, lo suyo. Se sentía más calmada, alegre, ya no tenía dolores de cabeza, le brillaba la piel. Había adelgazado, estaba siempre de buen humor, había entrado, como ella decía, en una dimensión espiritual. Ahora veo la vida en colores, le había dicho en una oportunidad a su novio, Gabriel.
Se había hecho vegetariana, Tamara, había dejado de fumar, no tomaba alcohol, ni siquiera una cerveza. No podías comer nada que hubiera tenido ojos. Porque si comías algo que hubiera tenido ojos, al comer absorbías la tristeza del animal en el momento de su muerte. Si comías carne, por ejemplo, eras un asco de persona que ni siquiera alcanzaba a comprender en qué consistía su paso por la tierra. Satanás, belcebú.
Tamara sentía que crecía como ser humano, se elevaba. Estar viva era suficiente motivo para estar contenta. Su vida, por decirlo de algún modo, no paraba de mejorar.
Hasta que un domingo a la mañana Gabriel le dijo que se iba. Bah, en realidad la que se tenía que ir era Tamara, porque el departamento era de Gabriel. Le dijo, Gabriel, que hacía unos cuatro meses que se estaba viendo con otra chica. Ante la insistente mezcla de asco y estupor de Tamara, Gabriel se vio obligado a dar algunos detalles. La chica con la que se estaba viendo se llamaba Paola, trabajaba de cajera en un supermercado. Solían ir todos los martes a una parrillita de Parque Patricios a comer, tomaban un vino de calidad media y después se iban a un hotelito cualquiera. No, Paola no estudiaba, le gustaban mucho los alfajores y las telenovelas. Tenía un perro que se llamaba Max.

7.4.17

Te explico lo que me pasa


Te explico lo que me pasa, lo que me ha pasado desde que puedo recordar, o sea desde siempre. A mí.
Tengo la angustia de los grandes hombres. Ya está, ya te lo dije. ¿Qué más? Nada más, eso.
Tengo, ponele, la tristeza que debía tener Onetti mientras escribía ‘La vida breve’, o después, mucho después, cuando se metió en la cama y se dio cuenta que no iba a poder salir a la calle nunca más. Tengo el nivel de locura que debió tener Bobby Fischer después de ganarle el match a Spassky, después de llevarse el mismísimo imperio ruso a babucha y tirarlo a la remierda y bajar a la calle a tomar un café con leche y darse cuenta que no se podía llegar más allá de lo que había hecho, porque sencillamente ya no había nada más para hacer. Tengo la angustia que debió sentir Maradona Diego cuando se dio cuenta que le dolían las patadas, que le iba a costar levantarse, que Dios le había tocado alguna vez la cabeza como la caricia de una madre pero de repente te vas perdiendo en medio de la bruma para nunca más volver.
Podría seguir, claro que podría seguir. Tengo la angustia, la tristeza, la locura, la frustración, la sensación de la más absoluta falta de sentido que sólo está reservada a los genios, a los grandes hombres que dejan una marca sobre este fatigado planeta. Pero mi vida está plagada de la más anodina cotidianeidad. Me lavo los dientes antes de acostarme a dormir, pago una boleta de gas (no, después de lavarme los dientes no, antes, durante el día). Trabajo en una oficina, los sábados a la noche pido pizza en La Continental. A veces fugazzeta, a veces napolitana con ajo. Envejezco sin excesivas calamidades, fatiga de materiales, decadencia y caída, lo normal.
Sí, qué boludo.

28.3.17

The times they are a-changin, cantaba Dylan


Durante un tiempo fueron las tetas. Tetas todo el tiempo, lo único importante sobre la faz de la tierra eran las tetas. No podía pensar en otra cosa. Veía tetas, soñaba, con tetas. Las tetas asaltaban mi imaginación, mi mente, sin importar la circunstancia. Quería ver tetas, tocar tetas, apretar tetas, chuparlas, mordisquear esos pezones de un rosa pálido, o color cremita, grandes como hamburguesas, incluso los pezones negros y chiquitos de araña. Quería que me apoyaran las tetas en la nuca, oler tetas que recién acababan de amamantar, que me pajeen, con las tetas. Necesitaba ver mujeres bañándose, lavándose las tetas, comer delante de mujeres en tetas, pajearme con una mano (con qué querés que me pajee), mientras con la otra mano tocaba una teta.
Después vino un período de culos. Los culos tomaron la totalidad de mi atención, se volvieron la obsesión de mi atribulado ser. Quería culos, culos de cualquier grupo y factor. Culos endurecidos de chicas que trotaban o hacían gimnasia, culos de gorditas que desbordaban de las bombachas, culos que se derramaban pero que se podían apretar con énfasis, culos cortos que quedaban tan pero tan bien en cuatro patas. Quería culos, cualquier culo, oler culos de chicas jovencitas, quería coger, culos, claro, meter la primer falange de un pulgar en algún culo y quedarme así, como si fuera para mí una meditación, un mudo mantra. Quería meter la nariz en algún culo y respirar adentro, chupar culos también, meter la lengua hecha un cartucho y sentir la aterciopelada textura del culo, la vibración. Necesitaba eyacular, sobre culos, sobre nalgas apenas entreabiertas, untar culos con aceite Johnson’s para niños y meter un dedo o dos, o la garompa, ya lo dije.
Pero ahora no, ya no. Desde hace un tiempo a esta parte. Así que no te preocupes, no te des manija con tal o cual imperfección, de tus tetas, de tu culo, estrías o várices, granos, el paso del tiempo en general, la decadencia y caída, fatiga de materiales. No tiene la menor importancia.
Ahora lo único que me interesa es que te vayas. Sí, que te vistas, claro, y que te vayas.

*https://www.youtube.com/watch?v=e7qQ6_RV4VQ

21.3.17

Silencio del altiplano


Me llamó, debían ser como las doce de la noche, tenía mi teléfono de antes, de cuando trabajaba en casa. Me dijo que acababa de volver de Bolivia, que el hombre con el que vivía la había echado a la calle después de intentar matarla, que no tenía ni dónde pasar la noche. Estaba en la terminal de micros de Retiro, se largó a llorar. Le dije que esperara, media hora como mucho, que ahí iba.
Normita había trabajado de mucama en mi casa cuando yo vivía con mis padres. Una de las pocas personas ajenas al círculo familiar que a mí no me molestaba ver dentro de la casa. Impecable, con su larga trenza negra y sus modales de duende, todo el sabio silencio del altiplano.
Mucho después, cuando me fui a vivir solo después de un divorcio más o menos traumático, la volví a encontrar en la calle. Y empezó a venir a limpiar mi departamento una vez por semana. Me gustaba que viniera, me hacía acordar cuando yo había sido un niño, además de hacer que el lugar donde vivía fuera más o menos habitable porque yo en esa época me dedicaba a tomar whisky y a mirar por la ventana y a pensar que la vida no tenía mayor sentido, no mucho más que eso.
Pasaron los años, nos vinimos grandes todos. Normita perdió un hijo en un accidente automovilístico, puso una verdulería con sus hermanos, le fue mal, me pidió dinero prestado y jamás pudo devolverlo. Se volvió a Bolivia.
Llegué a Retiro. Le llevé tres mil pesos y la acompañé a una pensión que manejaba un amigo por San Cristóbal. Dejé pagado el cuarto por una semana, le di más plata.
La llevé a comer algo, estaba muerta de hambre, avejentada. Me di cuenta que le temblaban un poco las manos, estaba quizás borracha.
–Gracias, gracias señor Juan –lloraba un poco, de a ratos, me preguntó si podía pedir vino, le dije que sí, claro–. Usted siempre tan bueno.
–No es nada, Norma, nos conocemos hace muchos años.
La dejé comer tranquila. Me contó un par de desgracias, hay un momento de la vida donde viene la pendiente y agarrás velocidad, no hay nada que hacerle.
Fue al baño, volvió más enfocada, quizás había tomado cocaína, se limpiaba demasiado la nariz con el revés de una mano.
–Usted es tan bueno, señor Juan –negaba con la cabeza.
–Está bien, Norma. No pasa nada.
Entonces me contó, que mientras trabajaba conmigo había quedado embarazada. En un análisis le habían dicho que tenía sida. El padre de la criatura había desaparecido de inmediato. Y ella, enojada con la vida que había sido tan injusta, hacía lo siguiente. En las casas donde trabajaba, en mi casa también, cuando quedaba sola, aprovechaba para bañarse, para comer. Hasta ahí todo normal.
–Y hacía algo más –dijo Normita, que ya se había limpiado un tubo de vino.
Lo que hacía, Normita, lo que me contó que hacía, era agarrar el cepillo de dientes del dueño de casa, y metérselo en la concha, o en el culo también. Y cepillarse bien adentro, un rato. Después dejaba todo acomodado como si nada.
–Quería esparcir lo malo que me pasaba a mí –juntó por un momento las manos sobre el pecho, como si estuviera rezando–. Estaba enojada, muy enojada, hasta que encontré el perdón de Dios. Dios es misericordioso y me perdonó, señor Juan. Y usted también me va a perdonar, yo estoy segura que usted me va a saber entender.

14.3.17

psi psi


de chiquito fui freudiano
después me hice lacaniano
ahora para ser feliz
como pollo con la mano.

estudié a Melanie Klein
leí a Maud Mannoni
y lo que mejor me hizo
fue que me toquen ahí.

logré controlar impulsos,
toleré la frustración,
pero me costó un montón.

quiero envejecer tranquilo
tener un perro, una mina
y un poco de sertralina.

7.3.17

El club de las corredoras


Bajé a la calle, era temprano. Era domingo también, pero yo, después de tantos años de oficina, quedé programado para despertarme temprano. Tuve unos años donde estuve muy triste y no dormía, no se lo deseo ni a mi peor enemigo. Volvés a tu casa, sabés que se va a hacer de noche y que no vas a poder dormir. Entrás a la cama sabiendo que vas a perder, que no vas a encontrar el botón de apagado porque no depende de la voluntad. Es tremendo, es jodido.
​Decidí ir a caminar un poco por Palermo para cortar el día. Bajé por Pampa hasta Alcorta y me metí para dar la vuelta al lago. La idea erar caminar, dar una vuelta al lago y después ir a desayunar a un lugar lindo.
​Empecé a dar la vuelta. Debí darme cuenta porque había algunas vallas, y una ambulancia, y gente con pecheras fosforescentes. Tardé un poco porque venía distraído, pensando en mis cosas y tratando, justamente, de no pensar. Ni en mis cosas ni en ninguna otra cosa. Lleva tiempo darse cuenta que con no pensar la vida se acomoda. Si no pensás tenés el 87% de la vida resuelta.
​Empezaron a venir, las primeras. Una maratón, una maratón de mujeres exclusivamente. Venían, de frente, dos mujeres, tres, corriendo como si les hubieran metido un matafuegos en el culo y corrieran con la secreta intención de correr lo suficientemente rápido para poder quedar, supongo, adelante, adelante de los matafuegos. Y quizás de ese modo poder quitarse, el matafuegos, los matafuegos, de los respectivos culos, aunque fuera parcialmente.
​Salí del asfalto, me puse a un costado, sobre el pasto, junto a un árbol. Y empezó a llegar el pelotón. Mujeres, mujeres altas y bajas, mujeres gordas y flacas, todas con remeras rosas y algún número estampado, el ‘chuic chuic’ de las zapatillas.
​Hacía frío, había un poco de viento y me quedé mirando, adelante, a lo lejos, a la nada misma hecha de rosa. Dos, tres, cinco mil mujeres que no paraban de correr, agitadas, sudorosas.
​Y entonces olí. Levanté la nariz como el mismísimo Doctor Lecter en aquella entrañable escena donde Jodie Foster lo va a visitar por primera vez y él la huele a través de los pequeños agujeros que tiene el vidrio de su celda. La huele y es un momento genial, tan único y tan perfecto, donde el señor Hopkins es sólo nariz. Nos muestra en esa escena el señor Hopkins, al oler, todo lo que hay que saber sobre el oficio de actuar.
​Olí, decía. El olor golpeó mi mente y me llevó de la mano a ese recuerdo. Percepción sin conceptualización.
​Olía a conchas tristes. Lo explico.
​Hacía algún tiempo yo había salido con una chica, y la chica que parecía no venir tan mal en la vida, en determinado momento se deprimió. Y la depresión, su depresión, lo recuerdo perfectamente, se podía oler.
​En la concha.
​No era un tema de higiene personal ni de hábitos en la alimentación. La depresión, el proceso depresivo en el cuerpo de la chica, hacía que su concha oliera así.
​Cuando dejé de salir con esa chica, al poco tiempo me olvidé del tema por completo. Podríamos decir, en un rapto de originalidad, que la vida continúa.
​Y ése era el olor que venía ahora en la mañana de domingo, en el aire, multiplicado por dos, por tres, por cinco mil.
​El olor a concha tan particular y único, tan característico, que genera en la mujer la depresión.
Ahí me quedé, parado junto al árbol, viendo a las chicas que pasaban y pasaban corriendo hacia un esforzado lugar en el que descubrirían que seguían siendo ellas mismas. No había adónde ir.