30.5.12

Autopista espiritual

         Probé con Osho. Claro que probé con Osho, todos probamos con Osho. Sus discursos de un magistral ingenio, su formidable sentido del humor, sus uñas tan perfectas. Sus espectaculares relojes, sus lentes de sol detrás de los cuales habitaba esa tremenda mirada, su carita algo perversa que parecía sugerir que estar iluminado no le impedía deambular por la tierra y celebrar todo aquello que hubiera para celebrar.
         De ahí vas a Krishnamurti sin escalas. La iluminación absoluta, la demolición del yo a través de una catarata de palabras. La negación de la negación de la negación de todo lo que no es. El razonamiento hasta la extenuación, la disección de la imbecilidad hasta hacerla desaparecer. La angustia en ese rostro de un hombre que sabía demasiado, simplemente demasiado, quizás más de lo que podía soportar un ser humano por más excepcional que fuera.
         Después te pegás una vuelta por el Maharishi Mahesh Yogi. No hay manera de no ir por ese lado. El tipo con su carita a lo Charles Manson y esa vocecita tan suave. Su meditación trascendental marca registrada, su mantra de la palabra mágica que te estaba esperando a vos y a nadie más que a vos, para llevarte más allá de la pútrida realidad. Sus paseos con pasos tan cortitos a orillas de un lago quieto, tan quieto y tan profundo como la conciencia, y una flor en la mano siempre.
         Todo te lleva a Sai Baba. El hombre de la túnica naranja y el cabello con el afro perfecto, solamente superado en originalidad e impacto, quizás por el peinado de Don King. El hombre caminando entre la multitud de fanáticos, con esa sonrisita como si se estuviera por hacer pis, frotando apenas los dedos, dos o tres dedos de una mano, y haciendo aparecer una cadenita de oro aquí y allá.
         Vas y leés lo que podés de Ramana Maharshi, su esplendoroso silencio. Cuando le preguntaron a Ramana Maharshi cómo saber si uno estaba progresando en el camino espiritual, y el tipo respondió ‘la ausencia de pensamiento, el grado de ausencia de pensamientos, es el verdadero indicador del progreso en el camino de la iluminación’. Te comprás todos los libros que encontrás de Chopra, original cruce de caminos entre la oriental sabiduría y la occidental picardía. Seguís con los videítos de Barry Long, con su mirada a punto de saltarte a la yugular, parado en el borde de la locura misma que casi le dificultaba transmitir lo que tenía para contar, te pegás una vuelta por Ram Dass y su ‘fierce grace’, vas a Eckhart Tolle, una especie de duende lleno de luz y alegría con su encantador repackageo de sagradas escrituras, Adyashanti y su infinitamente dulce manera de explicar lo que no se puede explicar. Vas con Papaji, y entendés que es un segundo nomás, que es ahora y que es posible ser feliz, parás el motor de la mente y estás bendito para siempre. Probás con sus discípulos, con la delicada combinación de énfasis y bondad de Gangaji que te toma de la mano, con Mooji y su manera tan pero tan agradable y divertida de mostrarte que la magia es para vos también y es fácil, vas a recuperar las ganas de reírte, de caminar por la calle, de tomar un café con leche. Vas a Nisargadatta Maharaj que te grita, con absoluta vehemencia, que vos sos eso, que ya llegaste, que ahí estuvo desde siempre, que no hay que buscar lo que ya sos. Vas y te metés de zabiola con el sarteneo de la supersarasa del mindfulness de Jon Kabat Zinn. Hacés  el cursito de Sri Sri, te dijeron que lo único que tenés que hacer es respirar, con respirar alcanza para ser feliz, ya te vas a dar cuenta.
         Y entonces te das cuenta que pasaron unos tres o cinco años y no entendiste un pomo, no tenés la más puta idea de nada, no trascendés un carajo ni sos un alma consciente ni despertaste a esa dimensión que se oculta detrás del velo de la mente. Querés tomar un buen vino y coger un poco. Te estás cayendo a pedazos, no das más.

25.5.12

El sueño del perro

         Invierno, playa. No importa qué playa. Ponele Necochea, ponele Pinamar. Lo que te resulte más cómodo.
         Amanece. Hay un perro, un perro vagabundo que duerme, detrás de un médano, apenas guarecido del viento.
         El perro duerme y sueña que es un hombre. Sueña que está casado con una dulce esposa que lo quiere. Sueña que ve crecer a sus hijos, los lleva al colegio y camina un par de cuadras con ellos de la mano. Responde alguna pregunta de su hija de siete años, miran un pájaro, se ríen. Sueña que lo ascienden en el trabajo y gana más dinero. Sueña que cambia el auto. Sueña que arma vacaciones y cenas de navidad con familiares y amigos. Sueña que toma un buen vino, y envejece.
         Se despierta, el perro. Se pone de pie, estira las patas. La playa está desierta, hace mucho frío. Siente algo en el estómago, el perro, una inquietud, hambre.
         El perro está despierto, mueve la cola.

20.5.12

El origen del universo y algunas otras cuestiones

         La gente sigue con lo mismo, siempre con lo mismo. Vas a cualquier parte y la gente quiere saber cuál fue el origen del universo, la gente mira programas de televisión donde se habla del big bang, de los agujeros negros. Te metés en cualquier conversación y alguien dice que hay vida en Marte, que encontraron un microbio tomando un vaso de Fanta en Urano, que descubrieron una mancha de pis contra un zócalo, en Venus. La gente va y te tira de una que hay vida después de la muerte, que existe la reencarnación, que de acuerdo a cómo te comportaste en esta vida podés reencarnar en Michelle Pfeiffer o en una cebra, que existe algo superior, una fuerza, una pelota de cósmica energía, llamalo Dios, llamalo como quieras, hay algo más.
         A mí me suele preocupar por qué carajo no encuentro el queso rallado cuando ya casi están los ravioles, cuánto me va a costar pasar una semana fuera de temporada frente al mar, si voy a volver a coger con esa gordita tan macanuda que conocí el domingo en el supermercado. El discreto encanto de lo superficial.

15.5.12

Polvo al polvo

Parecés una mujer ecléctica y variopinta, tirando a extraviada.
Parecés una mujer elocuente y estentórea, tirando al ridículo.
Parecés una mujer circunspecta y reflexiva, tirando a banal.
Parecés una mujer enigmática y misteriosa, tirando a inconexa.
Parecés una mujer melancólica y emotiva, tirando a retriste.
Parecés una mujer rebuscada e instruida en las lides del amor, tirando a sequita.
Parecés una mujer perfecta para compartir una vida, tirando a media hora, cuarenta minutos.

10.5.12

Venías mal

         Yo sé que te parece que soy genial, la forma en que revuelvo el café con leche, cómo miro por la ventana, la manera en que me compro en el kiosco un alfajor o cigarrillos. Pero es que vos venías acostumbrada a tipos con severas dificultades expresivas, tipos que sueñan con ir al obelisco a festejar cuando Argentina salga campeón de algo, de cualquier cosa, campeón panamericano de bochas, o cuando el país reciba una medalla por haber fabricado el sánguche de milanesa más largo del mundo, lo mismo da.
         Yo sé que no podés creer que te coja así, no podés creer que a alguien le interese hacerte acabar como si soltaras un plato de sopa que estuviste cocinando durante tanto tiempo, que le cuentes, estupefacta, a una amiga, que jamás pensaste que podía existir la imaginación horizontal, que nunca pensaste que te iban a hacer, y que te iba a gustar, y que harías, cosas así. Pero es que vos venías muy mal cogida, tres noviecitos en la adolescencia, un fastidiado marido. Semanales polvos de cinco o siete minutos con la luz apagada, mejor no mirar demasiado, mejor pensar en otra cosa, ya pasa.
         Yo sé que te resulta increíble las cosas que hablamos, las cosas que se me ocurren, lo que estuve pensando, el sentido del humor, cosas que jamás se te habían pasado por la cabeza. Pero es que vos venías de estar con tipos que creen que un libro  es algo que vino con el estante donde por lo general también vienen otras cosas, tipos que te pidieron para su cumpleaños una camiseta de San Lorenzo o quizás la Playstation, una vez un muchacho te invitó a su domicilio y vos le preguntaste dónde tenía la biblioteca y el pibe te dijo que coleccionaba autitos matchbox y se rió y vos te reíste también, para acompañar.
         Yo sé que para vos soy un tipo inteligente, pijudo, con sentido del humor, brillante en un sentido amplio del término, lo mejor que te pasó en la vida, seguro. Pero es que justamente no te había pasado nada de nada, no es culpa mía, no tenés con quién comparar.

5.5.12

Se contará en Kyoto

        Últimamente, todo lo que me pasa, me pasa en una pizzería. Sé que está mal, sé que me deberían pasar otras cosas, pero no me pasa más nada. Me vas a tener que disculpar.
         Una vez por semana me encuentro con mi amigo JM, a comer pizza. La pizzería puede cambiar, una vez por semestre, el sabor de la pizza puede cambiar, cada tres meses. Sin demasiadas explicaciones, sin causa.
         Nos encontramos en El Cuartito, chica de fugazzeta, Quilmes Imperial (una vuelta a los orígenes, a las fuentes), dos porciones de fainá.
         A veces charlamos un poco, generalidades. A veces ninguno de los dos dice nada y está bien igual.
         Lo bueno de esos lugares, lo que equivale a decir lo único bueno de la Argentina, son esas tres o cinco pizzerías con la lumínica potencia de La Meca o de Jerusalém, Tierra Santa. Se reúnen allí turistas alemanes, obreros de la construcción, ladrones, prostitutas, estudiantes de filosofía, locos, tristes, solos, terroristas chechenos, familias disfuncionales enteras. A comer pizza, esa pizza, que sana, y que salva, amén.
         Es bueno estar ahí. El resto del país se fue a la mierda, el resto del país quizás ya no vale nada. Quedate con los glaciares y con las cataratas, quedate con los indios wichis y la fiesta de la vendimia y el carnaval de Gualeguaychú y el Canal de Beagle, también. Dejame esas tres o cinco pizzerías, ahí está la patria. El resto del país te lo podés meter bien en el culo, te lo quería decir.
         Estamos con JM, entonces, comiendo la chica de fugazzeta. Pedimos otra Quilmes Imperial.
         El lugar está ocupado, como siempre, lleno total. Mucho movimiento y ruido de cubiertos, carcajadas, algún grito, gente que entra, gente que sale, gente que no sabe si salir o entrar.
         Hay una mesa, con japoneses. Dos japonesas, dos japoneses, dos chicas, dos muchachos, aunque sea bastante difícil, por los modos, por las formas, definir su sexualidad. Se nota que es la primera vez que vienen al lugar. Han dudado mucho a la hora de elegir del menú, miran las paredes cubiertas de afiches que recuerdan épicos combates de boxeo, la carita de Tommy Hearns después de romperle la boca a Pipino Cuevas en una pelea que debería mostrarse en las escuelas primarias, en alguna clase de formación moral y cívica, una foto de Maradona cuando nos hizo creer que la Argentina tenía alguna posibilidad, el afiche de la legendaria Leonard versus Lalonde de la cual hasta Nietzsche se hubiera sentido orgulloso, una camiseta firmada por alguien, por algún jugador de algo.
         Les traen el pedido, a los japoneses. Dos pizzas chicas, iban a pedir dos grandes pero los salvó el mozo de pedir el triple de lo que serán capaces de comer. Una de muzzarella, una de anchoas. Toman Warsteiner de a pequeños sorbitos.
         Se sacan fotos. Uno de los chicos, delgado como un alambre, tiene una cámara digital, un rectángulo ultradelgado, un artefacto de lo más moderno, como una servilleta de metal. Fotografía a sus acompañantes, primero, con un tenedor o con un vaso en la mano, a las paredes después. No sabe qué hacer con su alma, está contento pero no le enseñaron cómo manifestar su alegría. Desea fotografiar.
         Fotografía la pizza, sí, la pizza. Muy de cerca. No puede creer lo que ve, una deliciosa columna de humo sobre la casi chorreante muzzarella. Se asoma, el ponja, sobre la pizza, como si se tratara del Vesubio, como si estuviera contemplando por vez primera las entrañas de la tierra, el enigma que quizás buscaron toda su vida sus ancestros en algún monasterio zen.
         Sucede algo. Alguien se levanta, para irse, y pasa por detrás del japonés. Lo golpea, sin intención, con el movimiento de una cadera al querer pasar de perfil entre los respaldos de dos sillas que están muy juntas. Lo golpea entonces, decía, apenas, en la espalda.
         El golpecito lo sorprende quizás, lo toma desprevenido, y se le cae la camarita de siete mil dólares. Sobre la pizza. De muzzarella. Es un hundimiento comparable al del Titanic. La camarita se hunde, muy lentamente, pero también literalmente (y es justo lo que yo quiero decir, aunque odie esta manera de adjetivar), la muzzarella se encuentra en punto de fisión. Desaparece la cámara ante los azorados ojos de los cuatro japoneses. La cámara es comida por una volcánica lava de muzzarella mientras los japoneses no saben qué hacer, cómo proceder ante la manifestación de las más profundas fuerzas de la naturaleza, así que no hacen nada.
         Japón es una poderosa nación, logró sobreponerse a la bomba atómica, su pueblo es abnegado y laborioso, poseen notables conocimientos en el campo de la tecnología, tienen una desarrollada industria pesquera y automotriz.
         Pero nosotros tenemos la pizza, la pizza y unas tremendas ganas de reírnos, de pasarla bien a pesar que todo nos sale para el culo, que ya no tenemos ninguna oportunidad como país, que fracasamos y lo volveremos a hacer todas las veces que haga falta. Hasta que no quede nada, hasta que nos borren del TEG.
         Meto dos dedos en la pizza, hurgo en la pizza como si mis dedos índice y mayor fueran un espéculo, recupero la cámara, estirándome un poco, desde mi mesa, que es la mesa de al lado.
         –Tomá, che –limpio la cámara con una servilleta de papel–. Probala, capaz que todavía anda. Aguante Mishima, loco.