30.10.14

Lenguaje de Dios


Hay una ley física, funciona de la siguiente manera. Cuanto más irrelevante sea tu rol en el planeta tierra, mayores serán tus ganas de hablar al respecto. Así de sencillo.
Por ejemplo, si vos sos una retardada que anda en calzas y lo único que pudiste hacer es estudiar educación física, entonces, cuando alguien te invite a tomar algo, bueno. Empezarás, a los gritos, a contar ‘soy perrrsonal trainerrr, porque la gente está mal hidratada, y eso tiene severas repercusiones en las mitocondrias y en la contracción de los cuádriceps…’. Cuando lo cierto es que no hacés otra cosa que sacar a pastorear a un par de viejos por el rosedal, que suelen pedorrearte en pleno rostro mientras los ayudás a elongar por unas pocas monedas.
Por ejemplo, si sos un muchacho con barba candado que usa trajes muy claritos y vende semanas de ‘tiempo compartido’ en Buzios, y tu mayor precupación es que, pasada esa semana, el supervisor descubra que los ocasionales turistas se han robado desde el champú del baño hasta las cubeteras del freezer. Entonces podrías ponerte a hablar con tu chica, de solemne manera, en un restaurante de barrio donde las ensaladas son libres aunque no tan libres porque tenés que ir y servírtelas vos, así que son libres pero no vienen solas. Dirás cosas como ‘la demanda turística tiene una estacionalidad que no sólo depende de las lluvias y los vientos, sino, también, del estado anímico de la población. Es un fenómeno multicausal’.
Sucede, entonces, de esta forma. No importa lo que creas que estás haciendo, el estúpido rol que consideres te fue asignado en este mundo. Lo que tenés que saber es que las cosas importantes suceden en silencio.

24.10.14

Amor amor


–Llevá si querés plata para el taxi, hay arriba de la mesa –dije desde el cuarto, mientras terminaba de ponerme las zapatillas.
–No soy una puta –me dijo ella. Se asomó al marco de la puerta, acomodaba cosas en su bolso, una revista, una remera. Me miró feo.
–Yo no dije eso. Simplemente no quería que te vuelvas en colectivo, vas para Flores, y son las dos de la mañana. En algún momento comentaste que andás corta de dinero. Quizás me expliqué mal, no quise ofenderte.
–No hace falta que te disculpes –dijo ella.
–¿Te querés quedar a dormir? –dije, me puse de pie– No te insistí porque me dijiste que tenías que arrancar muy temprano, pero a mí no me molesta en absoluto.
–De ninguna manera, Juan, no te confundas –dijo ella, mirándose un pie, un dedo gordo que asomaba de su sandalia–. No soy tu novia.
–No, claro –me puse la camisa–. Pero podríamos desayunar juntos, hacer otra vuelta.
–A la mañana no desayuno, a veces tomo un té –caminamos por el pasillo–. No me gusta tener que hablar con nadie cuando me despierto. A la mañana por lo general estoy enojada y me molesta que me pongan la mano encima.
–Comprendido –me puse una camperita, agarré las llaves, terminé un vaso en el que había quedado medio dedo de whisky–. Te bajo a abrir.
–¿Me estás echando? –ella había encendido un cigarrillo– ¿Ya me la pusiste y ahora me echás como si fuera un perro?
–Tomatelás, pelotuda –Le puse un empujón de atrás, intenso, en un hombro. Descubrí que había cerrado el puño, a punto estuve de pegarle una trompada. Se encendió, de milagro, una lucecita, alguna clase de freno inhibitorio–. Te voy a dar una patada en la concha que van a tener que venir de médicos sin fronteras para ayudarme a sacar el zapato. Me cansaste.
Bajamos en el ascensor, sin hablar. Abrí la puerta de calle.
–Bueno, llamame –dijo, se acercó, me dio un beso–. La pasamos bien juntos, estuvo bueno.

18.10.14

Curso de capacitación


Lo leí por internet y quizás por eso no lo recuerdo con exactitud, puede que se me escape algún detalle. Igual, lo leí mientras vos seguro veías pornografía o bajabas doce mil trescientas veinticuatro canciones o no parabas de tuitear estupideces. Yo por lo menos lo leí, dame algo de crédito. Quedate con la idea general que es lo que importa.
En una universidad norteamericana pusieron un buzón, un pequeño buzón en la entrada y una nota en la cartelera. Pedían, a los estudiantes, que donaran un dólar, apenas un dólar. Había, para la donación, para el destino de la donación, tres opciones. Si elegías la opción a), querías que tu dólar fuese utilizado para combatir el hambre en Etiopía. Si elegías la opción b), querías que tu dólar se lo dieran al gobierno de los Estados Unidos (te recuerdo que la universidad estaba en los Estados Unidos), para que fuera utilizado, por el gobierno, en gastos de defensa, para proteger al país ante la eventualidad de un ataque extranjero. Si elegías la opción c), querías que el dólar donado se usara para comprar una fotocopiadora nueva, para que la utilicen los estudiantes de la universidad. 
Eso era todo, dejaron el buzón, dejaron las instrucciones en la cartelera, dejaron los sobres. Y esperaron tres meses.
Los resultados fueron, más o menos, así. Más del sesenta por ciento de los alumnos donó un dólar. Luego. De los que donaron el dólar, el 90% lo donó para que compraran la fotocopiadora, el 8% lo donó para los gastos de defensa del país, y el 2% lo donó para combatir el hambre en Etiopía.
Entonces. Si te dedicás a mendigar, si pedís plata en el subte, mi recomendación sería que no digas que tenés sida ni chagas, ni botulismo, que  no digas que necesitás comprar pañales o leche para tus diecinueve hijos, que ni te molestes en decir que tenés una pata de palo o un ojo de vidrio, que de chiquito tus padres te quemaron el rostro con una plancha. No intentes mostrar las muletas, las cicatrices, los muñones.
Lo único que tenés que hacer es entrar al vagón y decir que si no te dan dinero te vas a tirar un pedo. Un rotundo pedo, y que acabás de desayunar un huevo duro, una empanada de carne vieja de tres o cuatro días, medio paquete de bizcochos Don Satur húmedos, y un vaso de Mirinda tibio. Tenés que decir que te vas a tirar un pedo y te vas a quedar ahí, parado en el vagón, hasta el final del recorrido.
Y vas a ver cómo en seguida la gente te ayuda. Porque a veces todos andamos en otra cosa, apurados, distraídos. Pero yo te aseguro que la gente es buena.

12.10.14

Tiburón Carlitos


En una oportunidad estaba mirando por televisión el canal de la National Geographic. Lo he dicho alguna vez, todo lo que tenés que saber sobre el comportamiento humano, lo podés aprender, ponele, en tres meses. Viendo, una o dos veces por semana, la National Geographic. Hacés eso, hacés lo que yo te digo, y vas a saber más sobre las personas que si hubieras estudiado psiquiatría en Düsseldorf. 
El fastidio del león después de coger, las ganas de rajarse de una, de irse a tomar un whisky a cualquier lado. La organización de las hienas para afanarse algo, algo que cazó otro, distraerlo y afanarle parte del botín. La vigilancia de dos o tres elefantas a una cría para que no se ahogue al cruzar un río, el acuerdo entre el rinoceronte y el pajarito, donde el pajarito consigue protección y el rinoceronte consigue que le saquen los parásitos, que lo rasquen. Todo está ahí, en la naturaleza, todo lo que vas a ver en una oficina o cuando tengas que vivir en pareja. No hay más que prestar atención. 
En aquella oportunidad la cosa sucedía en el fondo del mar. Estaban estudiando la vida de los tiburones blancos.
El asunto, lo que quiero contar, ya llego. Estaban estudiando a un tiburón, llamalo si querés ‘Carlitos’, si querés ‘Tiburón A’, como lo quieras llamar. De pronto, surge una escena de conflicto. Alguien, otro tiburón, llamalo ‘Facundito’, llamalo ‘Tiburón B’, se metía en una zona que no correspondía, o se quería comer un churrasco, un churrasco que también quería el tiburón ‘Carlitos’, o se quería encarar a la misma tiburona que le gustaba a Carlitos.
Acá viene lo interesante. Cuando en medio del programa los que estaban relatando esperaban lo peor, cuando todos esperaban lo inevitable, la crueldad, lo despiadado y puro al mismo tiempo, violencia natural. Bueno, no.
Lo que hacía, Carlitos, era acercarse a Facundito, acercarse. Y por un instante, empardarlo. Quiero decir, se ponía, lateral contra lateral, de lado, a menos de un metro de distancia. Lo que hacían era medirse. Así ambos tiburones advertían, sin dificultades, que el tiburón Carlitos era más largo, más corpulento, que Facundito. Y entonces, sin decir nada, no, ya sé, los tiburones no hablan. Sin pelear, Facundito se retiraba.
Una fantástica lección de la naturaleza.
Y está todo bien con vos, linda. Pero me mostraste quizás demasiadas fotos de tu viaje al norte de Brasil. Es bien probable que hayas estado con varios de esos negros que te abrazan en las fotografías, que sonríen. Se percibe, claramente, en tus facciones, que parte de la diversión ha sido comerte algunas de esas notables vergas de temibles proporciones. Y entonces me va a dar un poco de cosa ponerme en pelotas, quizás lo mejor sea que me vaya.

6.10.14

Una anécdota de mi padre


Recuerdo una anécdota, una anécdota de mi padre. No, ya sé, no te importa, además no conociste a mi padre. Mi padre murió, de hecho empecé a escribir estas estupideces cuando murió mi padre. Sabía que me iba a tapar un maremoto de tristeza, la tristeza más alta y más profunda que yo jamás hubiera experimentado. Me pareció que si escribía, que si tenía algo para hacer cada mañana, un lugar donde dejar cucharaditas de mi alma, bueno, eso podía llegar a ser una suerte de antídoto. Me equivoqué, la tristeza igual me pasó por encima. Me estoy yendo del tema.
La anécdota, lo que te quiero contar, de mi padre. Fue más o menos así.
Llegaba mi padre de trabajar, a eso de las ocho de la noche. De traje y corbata, andaba siempre con un maletín, cargado de papeles.
Era verano, hacía calor, un calor del carajo, no teníamos aire acondicionado ni nada que se le parezca. El sol pegaba toda la tarde en la cocina, la casa hervía.
Llegó mi padre, de trabajar. Hecho sopa. Era gordito, le apretaba la corbata, se notaba que sufría el calor. Le caía agua de la cabeza, de la frente. Besó a mi madre, se sacó el saco. La camisa estaba empapada, como si hubiera estado combatiendo en Vietnam, tan metafórico como cierto. La mesa ya estaba puesta. Lo esperábamos para cenar temprano, esa era la rutina.
–¡Estás empapado! –dijo mi madre.
–¡Estás todo mojado! –dijo mi hermana.
Yo en ese entonces ya estaba preocupado por mis temas. Estuve preocupado desde que puedo recordar, desde siempre. Sabía que mi vida iba a ser un desastre, lo presentía. Te diría que yo la crisis de los cuarenta la tuve a los once. Así que no le daba mucha bola al mundo en general, ni a mi padre en particular. Seguí con lo mío, no dije nada.
No sé, quizás mi madre hizo un risueño comentario, mientras le servía un vaso de agua fría (mi madre quería a mi padre, eso lo recuerdo bien, estoy seguro). Mi hermana le sugirió que se cambiara, que se pusiera un short para estar más cómodo. O que antes de cenar se diera un baño. Viste qué calor que hace. 
Mi padre fue a su cuarto, que estaba al final del pasillo y a la derecha. Mi madre comenzó a servir la cena. Volvió, mi padre. 
Iba igual que como había llegado, vestido. Con zapatos, pantalón de traje, camisa, corbata. Había sacado del placard un acolchado. Era un acolchado de los de antes, relleno de plumas, para una cama de dos plazas. Se había envuelto, él, con el acolchado. Como si fuera un poncho.
Y se sentó, muy tranquilo, a la mesa.
Lo miramos. Quizás mi madre se rió, o le dijo que estaba loco, o le preguntó qué hacía.
–Tengo frío –dijo. Y se puso a comer, asomando apenas las manos por debajo del acolchado, veía el noticiero, como si fuera un esquimal en medio del hielo. Como si fuera la cosa más normal del mundo. Le caía agua de la cabeza, sobre el plato.
Esa es la anécdota que más recuerdo de mi padre. Y es quizás todo lo que hace falta saber sobre cómo enfrentar la adversidad, a lo largo de la vida. Sí, estoy llorando, no, no me pasa nada.