30.10.12

Con el tiempo


         Cuando Moni vino a contarme que estaba embarazada de tres meses, de un novio con el que estaba viviendo y que se había dado a la fuga ni bien conocida la noticia, yo le dije que le quedaba bien estar, justamente, en ese estado. Que le iban por fin a crecer esas magras tetitas, que se bajara un poco el pantalón y apoyara las manos contra la pared, que se la iba a poner así, de parada.
         Cuando Moni vino a contarme que su tía estaba internada en el Hospital Italiano, y parecía nomás que se moría, su tía que era prácticamente como una madre, ella se había criado con su tía. Su tía que ahora estaba en terapia intensiva, con respirador, toda cableada, en una absurda agonía. Yo le dije que estaba linda incluso con la cara lavada, muerta de sueño. Que se arrodillara y que me la chupara como ella bien sabía, después le iba a preparar un mate cocido y podíamos seguir conversando.
         Cuando Moni vino a contarme que la habían echado del trabajo, al parecer un padre se había quejado de cómo ella trataba a los alumnos. La acusaron de haber zamarreado a un chico, con lo que ella quería a los chicos, ser maestra de una escuela primaria, educar, dar amor, había sido desde siempre la pasión de su vida. Yo le dije que no era bueno para ella que empezara a fumar desde tan temprano. Que dejara el encendedor con el que estaba jugando y me hiciera una paja, así como estaba, vestida. Tenía ganas de acabarle sobre ese pulóver color salmón que le quedaba divino.
         Me la crucé a Moni, el otro día, por la calle, después de tanto tiempo. Me dijo que tenía gratos recuerdos míos, a pesar que ella siempre me había considerado una basura humana, un asco de persona. Una de las cosas que le había permitido seguir adelante, aún en las peores circunstancias, había sido el que yo siempre quería cogerla, sin importar lo que le estuviera sucediendo. Sentirse deseada había sido una tabla de salvación en medio del naufragio de su vida.

25.10.12

Raspón


         Ella lo único que quería era una bicicleta. Y, finalmente, su padre había dicho bueno, había dicho sí. Para el día del niño, se despertó, y ahí estaba. La bicicleta, flamante, roja, los pedales donde jamás nadie había pisado, el metálico manubrio con cintas de tres colores colgando a cada lado, esperando el viento.
         Ella tenía nueve años y el mundo era perfecto. Volvía del colegio, merendaba lo más rápido posible, y salía a pasear con su bicicleta nueva, por las arboladas calles de Palomar, Ciudad Jardín, donde las flores huelen como en ningún otro lugar y los pájaros se sientan al lado tuyo a conversar. Se alejaba una o dos cuadras no más, lo prometido, daba vueltas.
         Un domingo a la mañana ella volvía pedaleando a casa, estirando tanto como fuera posible el corto y permitido trayecto, doblando y volviendo a doblar. La excusa había sido ir a comprar el pan, las facturas, para desayunar.
         Sintió el impacto, pero cuando abrió los ojos ya estaba en el piso. Se puso, como pudo, en cuatro patas, le sangraba la frente por el raspón, y una rodilla. Se le había aflojado un diente de adelante, sintió la tibieza de la sangre en sus labios.
         La habían empujado, venía distraída. Dos muchachotes salidos de alguna parte, de pie, las puertas delanteras del Fiat abiertas. Uno guardaba su bicicleta en el baúl. Todo sucedía muy rápido.
         –¡No! –gritó, ella, y le salió un sollozo. Se pasó una mano por la frente.
         –Nenita –dijo uno, el que estaba más cerca, y se acercó un paso. La miró, a ella nunca la habían mirado así. Sintió que todo lo malo del mundo estaba en esa mirada, sintió que todo lo malo existía, como posibilidad. Aún sin poderlo definir con exactitud, lo supo el cuerpo.
         –Dale, no hay tiempo –dijo el otro, que después de guardar la bicicleta en el baúl, se subió al auto en el asiento del acompañante–. Después buscamos algo.
         Ella estaba sentada sobre el camino de tierra, el hombre de pie. Iba de jeans y camisa a cuadros de manga corta, peludo, muy peludo. Le salían pelos por todos lados. El hombre se inclinó hacia ella, y le puso una mano debajo del mentón. La mano era fuerte, callosa, los dedos muy gruesos. La obligó a levantar la cara. Ella vio el bulto en el pantalón, y más arriba los orificios nasales tan negros, tan oscuros.
         –Nenita –dijo el hombre, otra vez, y se subió al auto. Se fueron.
         Han pasado más de veinte años de aquel suceso. Ella es docente en una escuela primaria, vive en un pequeño departamento en el barrio de Congreso. No lo dice, pero cree que el mundo es un lugar extraño y hostil. Le gustan los jugos de frutas, tiene un gato que se llama Sigfrido, también le gustan las películas donde alguien lucha contra una catástrofe natural o una terrible enfermedad. No volvió a andar en bicicleta, nunca más.

20.10.12

Si no te contesto


         Si me saludás. Si me ves en la calle y me saludás, o en un bar. Me ves y me saludás, me decís ‘Eh, Hundred. Cómo andás’, o ‘Me gusta cómo escribís, loco’, algo así. Me hablás, mientras estoy comprando un alfajor en un kiosco, o tomando un café con leche a la mañana, bien temprano,  en algún bar. Si ves que no te saludo, no te contesto, no te miro, ni siquiera te miro o te miro pero sigo mirando a través tuyo, el resto del paisaje, esa piba que pasa llevando un perro con un culito divino, la piba, no el perro. Si no te digo nada, no te pongas mal.
         Es que no puedo creer lo que me sucedió, a mí. El paso del tiempo como si me hubiera pasado un catamarán por encima, o un Flechabus, pero de dos pisos. Mi cara, mi cara de loco recién escapado de un hospital psiquiátrico, mis ojeras como si no hubiera podido dormir desde la adolescencia, como si me hubiera enterado de algo muy feo a los quince o dieciséis años y no hubiera vuelto a dormir jamás. Mi legañosa mirada, mi abrumadora calvicie, mi deterioro físico en general. Y mi tristeza, esa tristeza que salió como si hubiera pisado una equivocada baldosa de la vida y hubiera quedado enchastrado de algo que no se me fue más. El fastidio de saber que hice todo mal, que me equivoqué en todo, que jamás tuve la más mínima oportunidad.
         Por eso te digo, es todo, la vergüenza de ser como soy, de estar como estoy, la tristeza de haber perdido la magia y haber olvidado el truco, justamente, de magia, para volverla a encontrar.
         Es eso lo que me pasa, no me soporto, a duras penas puedo con mi alma. O quizás también me parecés un tremendo pelotudo y no me interesa hablar con vos, no descartes esa posibilidad.

15.10.12

Preferiría no tener que decirlo, preferiría no saberlo


         Salí con mujeres. Quizás demasiadas. No, boludo, no soy Julio Iglesias. Quiero decir, salí con más de tres mujeres, con cinco si querés, y ya está. Ya sabés todo lo que hay que saber, del sexo, de la menstruación, del secreto anhelo de ser mamá aunque te jure que lo más importante que le puede suceder en el planeta tierra es que la nombren subgerente regional de marketing interconductual de Pindorchita Corp. o encontrarse en el Malba con Jim Jarmusch que salió a dar una vuelta después de hacerse emporrar por un pibe chiquito y saludarlo, de la existencial angustia por el paso del tiempo, la fatiga de materiales, la decadencia y caída de las tetas, la celulitis devorándolo todo como un aplicado insecto.
         Lo demás es la gota en la piedra, repetir el experimento y creer que el resultado puede ser distinto. Locura, diría Einstein.
         El asunto es que te acostumbrás a muchas cosas, lo importante deja de ser tan importante, uno aprende, en nombre del amor, a tolerar absurdas interpretaciones sobre tu manera de meterte el dedo en la nariz o de rascarte el culo, peludas verrugas, cuñadas y suegras, vaginitis, mil y una maneras de tedio. Supongo, claro, por supuesto, que del otro lado, para la mujer que vive con vos, debe ser más o menos parecido. Nos vamos volviendo, todos, esforzados gimnastas en el deporte de la paciencia donde no hay medallas ni podios, sólo seguir con el entrenamiento.
         Pero hay cosas que están mal. Síntomas, señales, que deberían indicarte al instante que llegó la hora de escapar. Que es mil veces mejor ser un lobo solitario (y ponerle un pañuelo en el cuello a tu perro, mezcla de ovejero alemán con algo), un pervertido amante de las bebidas gasificadas y la pornografía, un anacoreta, un incomprendido para familiares y amigos, un eremita.
         En alguna circunstancia, en alguna situación, puede ser compartiendo una semanita en Necochea, o un domingo cualquiera, después de haber dormido juntos, bien temprano. O porque esperan para la tarde, para tomar un café o mate, visitas.
         Van a una panadería, a comprar, dos docenas de facturas. Vos te ocupás de pagar, de sacar el ticket, para eso fuiste puesto sobre el planeta tierra. Los leones cazan antílopes, a los osos pardos les gustan los salmones, los hombres pagan las cuentas, son leyes de la naturaleza.
         Y la dejás, a ella, que pida las facturas (*). Es importante, como algo casual, das un ínfimo pasito atrás, le indicás, desde lo gestual, que haga el pedido. Te hacés el distraído, como si te hubiera sonado el celular o estuvieras buscando en el piso una moneda.
         Y mirás. Vos mirás.
         Ponele que son dos docenas de facturas. Si ella dice ‘dos docenas de facturas, por favor, surtidas’, está bien, está muy bien. Si ella dice ‘una docena de medialunas, y una docena con dulce de leche’, también está bien. Si dice ‘por favor, no me pongas con crema pastelera’, está bien, no importa, la crema pastelera puede no gustarle o traerle gases. Si dice ‘seis tortitas negras’, o ‘seis vigilantes de membrillo’, bien, no problem.
         Pero si ves que ella se pone a elegir las facturas, las veinticuatro facturas, de a una. Si dice ‘esas dos’, y dice ‘no, la de al lado tiene más dulce’, y dice ‘una de arriba, un churro, no, a ver,  el otro, a la derecha, más a la derecha, el otro’.
         Entonces esa mujer es una pelotuda sin alma, su foco de atención le impedirá estar contenta en ninguna circunstancia, verá manchas de humedad en el techo mientras fornica, y sentirá olor a gas en la cocina del departamentito en Almagro a las cuatro y cuarto de la mañana. Para resumir, es una mujer que cree que tiene algo para decir en lo relativo al orden del universo en general, a la rotación y traslación del planeta tierra en particular. Cree que su opinión importa, que ella entiende, que está en los detalles.
         Es una mujer incapaz de ser feliz. Tenés que irte.

(*) se puede hacer con masas secas. la lógica argumental se mantiene. 

10.10.12

AG/DG


         Claro, para poder categorizar, uno debe marcar un hito, un mojón, una divisoria línea de aguas. La mente en realidad es un instrumento diseñado casi exclusivamente para eso. Un instrumento muy útil, por cierto, pero que no debe tener bajo ningún concepto el protagónico del ser. La mente clasifica.
         Y entonces, vas a ver que no sé, por ejemplo si querés el cristianismo, va y te dice que el mundo se divide en antes y después de Cristo. No sólo como algo histórico, sino evolutivo de la humanidad.
         En lo privado, en la pequeña escala, por trivial que parezca, ocurre lo mismo. Una chica, una adolescente, contará sus experiencias a una amiga y le explicará que hay un antes y un después del debut sexual. El mundo, su mundo, ha cambiado. Ya nada será lo mismo.
         Y así podríamos seguir, dependiendo de la situación vital de quien escribe la clasificación, sus gustos, sus apetitos. Alguien te dirá que hay un antes y un después de tomar cocaína por primera vez, el punto en el cerebro que la sustancia es capaz de tocar, tan único y exquisito. Alguien te dirá que hay un antes y un después de tirarse en paracaídas, hay un antes y un después de casarse, hay un antes y un después de chocar un automóvil a más de ciento cincuenta kilómetros por hora, hay un antes y un después de nadar de noche en el mar, hay un antes y un después de tener un hijo.
         Pero no, para mí no. Se trata de distractivas maniobras, la clasificación, como te dije, la categorización, para mantenerse, de algún modo, entretenido. El denodado intento por esquivar el existencial tedio, distraerse, gambetear el fastidio de estar vivo.
         Ahora, hay un antes y después de tener guita. Con eso no se jode, ahí coincido.

5.10.12

La vida


         El doctor miró mis análisis, y negó con la cabeza. Casi pude intuir un atisbo de contenida sonrisa. Me dijo, se sacó los lentes y me dijo que tenía que empezar a cuidarme. Apretándose los globos oculares con las yemas del índice y el pulgar de la misma mano, me dijo que yo tenía que adelgazar, caminar, dejar algunas cosas, cosas que me gustaban. Medicarme.
         –El cuerpo es una maquinaria que se va atrofiando con el paso del tiempo –dijo–. La vida.
         –¿Le puedo comentar algo, doctor?
         Suspiró, asintió. Esperando lo habitual, la negación, el desesperado intento de creer que alcanza con comer un diente de ajo a la mañana o tomar una cucharada de aceite de oliva, o quizás miel. Medidas distractivas.
         Debía tener casi sesenta años, el doctor. Canoso, peinado para el costado, delgado, con el rostro y los antebrazos bronceados de jugar al golf los domingos. Chorreaba dinero de sus lentes Armani sin marco, su discreto Rolex, sus zapatos Salvatore Ferragamo. Se lo veía satisfecho, omnisapiente, poseedor del don de curar, de administrar (y conocer) la diferencia entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte. Respetado profesional, merecía, sin dudas, haber llegado adonde había llegado. Una hija casada con un prestigioso oftalmólogo, un hijo que tocaba la guitarra pero ya se le pasaría. Vacaciones en su departamento en Punta del Este, frente a la mansa, parada 23, semanita de esquí en invierno, sexo ocasional con alguna enfermera de la clínica, una copa de vino italiano en las cenas de los viernes.
          –Sí –dijo, volvió a ponerse los lentes con un estudiado, casi teatral movimiento–. Lo escucho.
         –Me estoy cogiendo a su mujer –dije.
         –¿Qué? –se sorprendió, se inclinó hacia delante, como si alguien, desde atrás, le hubiera dado un empujoncito.
         –Que me estoy cogiendo a su mujer.
         –No –dijo–. Es un error, además de una falta de respeto inadmisible.
         –Le explico, doctor. Tres veces por semana su mujer va al Megatlón de Migueletes, a hacer su clase de gimnasia, de Pilates, de Taebo. La paso a buscar por ahí, los miércoles por lo general. Nos vamos a coger a un hotel de la Panamericana. Andrea, porque su mujer se llama Andrea, ¿no? –asintió, abrió la boca como un pez– me dice que debe estar en su casa al mediodía. Porque almuerza con su hijo, Cristian. Bastante vago, y ya está grandecito para seguir boludeando, pero buen chico.
         –Pero –dijo el doctor, que parecía haber recibido un impacto en el pecho, y se curvaba hacia adentro–. Pero.
         –Sigo. Usted lo único que quiere es irse a jugar al golf con sus amigos todos los domingos. Pero aunque Andrea insiste, yo los domingos no la veo, no me la cojo. Los domingos yo veo a mi novia, y a mi madre también, al mediodía. Mi mamá por lo general los domingos hace lasaña, o arroz con pollo. Le dije a Andrea que no puedo, que no insista.
         –No puede ser –dijo el doctor.
         –Sí puede ser, doc. Andrea viene con su Honda Civic, más de una vez me ha tirado de la goma en ese automóvil. Le gusta mucho que la pajeen, que le metan los dedos, se moja enseguida, me deja la mano hecha un pegote. Dice que usted la coge poco, igual todavía lo quiere. Debe ser por la diferencia de edad, la convivencia, eso desgasta mucho. Está buena su mujer, doc. Todavía joven, bastante firme el culito, y tiene una cosa más, un gesto, como si por un instante saboreara el esperma, antes de tragarlo. Eso está bien, se ve que conserva algo de iniciativa.
         El doctor se dejó caer sobre el escritorio, la cabeza entre los brazos, como si quisiera dormir un poco. Escuché que lloriqueaba.
         –No la culpe, doctor –por un momento pensé en darle una palmada en la cabeza, pero me salió apretarle un hombro, dos segundos–. La vida.
         Salí del consultorio. La secretaria me preguntó si necesitaba pedir un turno, pero dije que no. Dije, señalando los análisis que tenía en la mano, que tenía que esperar dos meses y repetir los estudios. Llamaba por teléfono más adelante.
         Bajé en el ascensor. De más está decir que todo lo que le dije al doctor era mentira. Pero me tuvieron más de una hora en la sala de espera, y justo pasó la mujer del doctor, a retirar unas bolsas con unas cremas. La escuché hablar con la secretaria sobre el turno con el chapista para reparar el Honda, y después por teléfono celular. Hablaba del gimnasio, de tomar café en el Starbucks al lado del gimnasio el miércoles a la mañana, después de la clase, con una amiga. Vi la foto de su hijo sobre un estante de la biblioteca del doctor, la escuché quejarse porque le cambiaban el horario de una clase de gimnasia, y habló con otra amiga sobre el plan del domingo, quizás ir al cine después de caminar, sin los maridos.
         No me fue difícil unir los puntos, inventar el resto. Si me vas a decir que estoy hecho mierda, no te la podés llevar de arriba.