30.12.21

El mago Wilkins se gana la vida


Me lo pidió Moni y bueno. Estamos saliendo, nos conocimos ya grandes, cuando ves que la curva de la vida te va a llevar a la mismísima remierda y lo único que te queda es agarrarte fuerte del volante porque no hay adónde doblar.
Nos vemos, salimos a cenar una vez por semana, elijo algún restaurante y vamos a comer algo rico, tomamos vino caro y nos venimos a dormir a casa. Después la veo un fin de semana sí y uno no porque ella, Moni, tiene una nena. Eso quería decir.
La nena se llama Delfina pero todos le dicen Delfi, tiene 7 u 8 años y es un sol. Tampoco es que me interesen demasiado los chicos, quiero decir. Me parece que los chicos y los animales tienen inmunidad e impunidad, son puros, los adultos son una mierda repugnante, ese es mi sentir. No me molesta estar en absoluto en algún lugar donde haya un par de niños o perros, o gatos. Tampoco es que interactúe demasiado, pero siento que transmiten otra energía. Yo voy hace más de diez años al microcentro a trabajar a una oficina, así que te podés imaginar.
El asunto es que con Moni estamos bien, cogemos, dormimos juntos una o dos veces por semana, fumamos un cigarrillo en silencio mirando cualquier cosa por televisión. No sé, no creo que haya mucho más para pedirle a la vida.
Y Moni me dijo que tenía todo arreglado. Era sábado y la nena, Delfina, tenía un cumpleaños de una amiguita. Y me pidió que la acompañe porque no quería ir sola y para ella era importante. Me dijo que después Delfina se quedaba a dormir en lo de una amiga, otra amiga no la del cumpleaños, y nosotros estábamos sueltos para hacer lo que quisiéramos. Era un trato de lo más justo.
Y fui, total no pasaba nada. Era entrar y saludar, chicos por todas partes, las mamás de los chicos, y varios padres también. Para Moni era importante no ir sola, así me lo dijo, y nosotros estábamos saliendo hacía más de seis meses y jamás me había pedido que la acompañara a ningún lado. Una vez nomás salimos con su hermana y el marido a cenar, buena gente, sencillos.
El departamento estaba en Almagro, entramos, hacía calor y eso me ponía un poco en estado de alerta porque la incomodidad hace que empiece a transpirar como un chancho pecarí. Era diciembre y debía hacer treinta grados y no había un puto aire acondicionado prendido, en fin. Chicos corriendo, platos con papas fritas y maníes, una chocotorta para la nena que cumplía años. Se llamaba Astrid, me pareció raro el nombre.
Saludé aquí y allá, un par de madres amigas de Moni, algún marido. Me trataron bien, alguien me acercó una cerveza, la dueña de casa me agradeció por ir, saludamos a Astrid que no tenía la más remota idea de quiénes éramos.
Acá viene la cuestión, el asunto. Le habían preparado como acto principal, a la homenajeada, a Astrid, un acto. Un mago.
La mamá se paró en el medio del living, y lo anunció: ¡Con ustedes, el mago Wilkins!
Prendieron las luces, los chicos estaban sentados en el piso, haciendo un semicírculo. Apareció el mago Wilkins.
El mago Wilkins estaba grande, algo excedido de peso. Le sobresalían las orejas de la galera, y de las orejas salían unos mechones de pelo oscuros. Le quedaba chica la capa.
–¡Ahora necesito un voluntario para hacer el truco de la moneda del fararón! –gritó el mago Wilkins. Los chicos estaban encantados. Daban grititos de satisfacción cuando desaparecía la moneda y el mago la encontraba en el bolsillo de uno de los chicos. Aplaudían.
–¡Lo tiene en la muñeca, lo escondió en la muñeca! –Gritó. Era uno de los padres, apoyado contra el marco de la puerta. Tenía en par de sánguches de miga enrollados en una mano, daba un mordisco y salpicaba miguitas.
Siguió el acto. El mago Wilkins sabía perfectamente que ser mago de fiestas infantiles era el equivalente para un médico de tener que hacer revisaciones en un natatorio. El escalón más bajo de su profesión, pero lo hacía con el poco entusiasmo que le quedaba, tratando de esparcir algo de alegría, de recordar por qué había elegido la magia alguna vez en la vida.
–¡La paloma estaba en la galera, jaaaa! ¡Se veía! –Otra vez, el mismo sujeto. se tomó el vaso de coca cola de un trago y se sirvió más de una botella de dos litros, se reía.
Llevo algunos años trabajando en oficinas y he visto todo, sé que el ser humano es la mierda pura, no tiene remedio. Es descriptivo.
Me acerqué, tuve que pedir permiso dos veces y tener cuidado de no pisar algún chico.
–Escuchame –lo rodeé con un brazo y sonreí como si lo conociera, como si fuéramos amigos de toda la vida–, si prestás atención ahí, te vas a dar cuenta que tu señora está muy cerca de ese pelado –dije–. Fijate, ya sé que hay poca luz pero fíjate, parece que están uno al lado del otro pero no es así, no exactamente. La está apoyando, el pelado, a tu señora, porque esa es tu señora, ¿no?
–Sí –dijo el tipo, se había puesto serio.
–Bueno –dije yo–. Yo estoy hace un par de horas acá, jamás te había visto en mi vida, y me di cuenta bien fácil que sos un imbécil. Y tu señora te detesta, se queda con vos porque no le queda otra, porque no tiene quizás la fuerza para escapar, por los chicos. Pero si te fijás bien,si prestás atención, cada vez que vos hacés un comentario ella hace un rictus, una mueca de profundo desprecio. Y se acurruca, se deja apoyar. Por el pelado.
–Pero..
–Así que ya sabés, descubriste dónde el mago esconde la moneda, pero no descubriste que a tu señora la están apoyando. No sos tan vivo.
Me iba a alejar, terminé mi cerveza de un trago. Volví.
–Algo más –dije–. Si volvés a hablar durante el acto, si decis una palabra más, te siento de una trompada. Se van a acordar de vos, de este cumpleaños, toda la vida. Pensalo.
Me separé para que pudiera verme. Fui jugador de waterpolo, y aunque estoy arrasado por la vida mido un metro noventa, cien kilos.
Le palmeé la cara como si nos acordarámos de una anécdota de la infancia, de algún chiste compartido.
Volví adonde estaba parado antes. El mago hizo un par de trucos más, dejamos a Delfina con su amiga y nos fuimos. Cuando salimos a la calle Moni me preguntó de qué hablaba con Héctor.
-Nada –dije-. Me pareció que lo conocía.

20.12.21

Llega el miedo


Los sueños, se ha estudiado el tema hasta agotarlo, supongo. No tenés más que ir a un psicólogo de barrio y decirle que querés hablar de tus sueños. Te vas a dar una panzada de interpretaciones. Andá a ver a una psicóloga y contale que soñaste que cogías con un delfín y fijate qué pasa. Te vas a divertir muchísimo.
Pero están los sueños que te hacen daño, los sueños que te atormentan y te dejan boqueando como un pez fuera del agua. Por ejemplo, dentro de los clásicos, los sueños donde te caés, te caés en un precipicio o de una terraza, te caés y sentís cómo te caés, cómo te vas cayendo de un lugar muy alto.
También están los sueños donde fallás, donde no tenés fuerza. Angustiantes sueños donde das un par de trompadas y las trompadas llegan a destino, impactan en un rostro que permanece impertérrito porque tu trompada no causa efecto. Tu trompada no consigue cambiar nada, no lastima.
Y después están los sueños donde te persiguen. Sos perseguido por mitológicos monstruos todavía no inventados, mezcla de víboras con insectos que se paran en dos patas, tienen colmillos, también, rugen, y una venenosa y fosforescente baba. Y te pasás el sueño escapando, escapando, luchando por tu vida.
Esos serían más o menos, en grandes rubros, con variaciones, los sueños que te lastiman el alma.
Pero últimamente me pasa algo peor, algo más jodido. Sueño que soy yo. Y en el sueño, mientras sueño, me doy cuenta que soy yo. Me doy cuenta que no hay escapatoria, me parece que voy a seguir siendo yo toda la vida.

10.12.21

Esas cosas


Empezó de la nada, cómo lo explico. Me despierto un domingo a la mañana, voy a calentar agua para tomar un par de mates, para arrancar. Y hay agua en el piso de la cocina. Tardé en darme cuenta, estaba borracho de la noche anterior. Cerré los ojos mientras esperaba que se calentara el agua, y sentí esa sensación de jugar con el agua entre los dedos de los pies.
‘Estoy en Villa Gesell, a la noche voy a coger con Elina, tengo veinte años’, pensé. Y abrí los ojos. Venía el agua del lavadero. Estaba mojada la pared, muy mojada, caía agua a borbotones de la llave de paso. Empecé a luchar para mandar el agua por la rejilla del lavadero, pero la rejilla regurgitaba y me devolvía el agua con más fuerza. Domingo a la mañana, repito.
Esa semana, ponele el miércoles a la noche, abrí la heladera. El freezer. ¡Pum!, hubo un fogonazo desde atrás de la heladera. Se quemó el motor, me dijo el técnico. Nada, muerte cerebral, kaput, imposible repararla.
Al día siguiente se rajó un vidrio, de punta a punta. Una ventana del dormitorio principal. Como si me hubieran tirado un piedrazo a la noche, mientras dormía. Imposible, séptimo piso, desde dónde.
Se empezó a levantar el parquet, baldosita por baldosita. Cada paso que daba por el comedor, clac clac clac.
Y así podría seguir. Dejó de salir agua de la ducha. Un mísero hilito de agua para enjabonarme las bolas y el resto de mi atribulado ser. Olvidate de bañarte. Se rompió el botón del inodoro, mi silla preferida comenzó a renguear de una pata. Las puertas de los placares dejaron de cerrar, apretaba los botones y las luces no encendían.
Pero no, lo pensé un poco y no. No se trataba de un embrujo ni de una maldición, tampoco era una racha de mala suerte. Mi departamento de un día para el otro se había cansado de mí, dejó de soportarme, no quería verme más. Como te pasó a vos, más o menos eso.