30.9.06

Mientras le pase a otro

Con preocupante regularidad, alguien se me acerca, en la oficina, para decirme que estoy más viejo, más gordo, más pelado. En resumen; alguien desea dejar constancia de mi deterioro.
Los comentarios, si se piensa, adquieren ribetes de escandalosa obviedad.
Lo que no entiendo es de qué te reís.

Las aceitunas te cambian la vida

Ella abre la puerta a las seis y cuarenta y cinco, cuarenta y siete a lo sumo, como cualquier otro día. Vuelve del trabajo. Entra al departamento, de memoria, sin encender la luz todavía. Se saca las sandalias dando una corta patada, como un caballo en miniatura. Y por la intensidad de esa patada, por el ruido que haga su primer sandalia al caer, y también por la intensidad del ruido que escucho cuando ha cerrado la puerta del ascensor, por esos dos sonidos, calibrados en mi mente con milimétrica precisión, sé con exactitud cuál es su estado de ánimo.
No hace falta que aclare que en los últimos meses el sonido de la puerta del ascensor ha alcanzado entidad de estampido. Y el sonido de las sandalias es un cachetazo. En realidad, dos.
Así estamos.
Aguardo en silencio, en penumbras, oculto tras el respaldo del sillón. Estoy calmado.
Entonces descubre que algo diferente está sucediendo. No hay forma que no lo note. No podría dejar de notarlo.
–¡Pero! ¡Pero qué pasa! –Enciende la luz.
Me pongo de pie, frente a ella. Estoy en shorts. Mi pipa preferida en los labios.
Ella mira hacia abajo. Descubre que el piso del comedor está tapizado de aceitunas. Descubre que ella misma, sus pies, son una isla en medio de un mar de aceitunas.
Se toma con una mano la frente; con la otra, intenta tomarse el corazón. Observa sus sandalias, que han caído sobre aceitunas. Las aceitunas han sido prolijamente desplegadas. Se podría afirmar, sin temor a caer en la metáfora, que el suelo es de aceitunas. Miles de aceitunas.
Las aceitunas brillan de aceite. Algunas, como si de una laguna se tratara, se mueven, cuando alguno de nosotros, ella o yo, nuestros pies, se mueven.
–¡Qué es esto, por Dios! ¡Qué pasó! –Siente que se va a desmayar, pero se detiene en su andar hacia el sillón más cercano. Se resiste a avanzar, se resiste al contacto de los dedos de sus pies con las aceitunas.
Vuelvo a sentarme y miro por la ventana. Los autos se pierden a lo lejos, por la avenida que nunca termina.
No hace mucho, en otra tarde parecida, ella me dijo que nunca nos sucedía nada original, nada diferente. No hace mucho me dijo que se aburría.

27.9.06

Supervivencia

El hombre, en medio de la fiesta, cuenta que practica una disciplina llamada ‘supervivencia’. Es médico, oftalmólogo. Pero no es lo que en verdad le interesa. La pasión que lo consume es la ‘supervivencia’. Por lo que cuenta, existen diversos tipos de competencias. Tener que correr durante veinticuatro horas consecutivas, por ejemplo, con sólo veinte minutos para descansar. O ser arrojado al mar, bien lejos de la costa, y tener que luchar por su vida. Exigir al cuerpo y ver hasta dónde puede soportar, eso es lo que lo conmueve. Cuenta que ha llegado a beber su propia orina, mientras se hallaba recorriendo algún desierto.
Una mujer escucha, fascinada. Otra sonríe. Otra, con lánguida sutileza, deja su copa de champagne.
El oftalmólogo se muestra encantado de ser el centro de atención. Tendrá unos cincuenta años, y es delgado, con el cabello gris plata, la piel dorada por el sol.
Alguien me toca con un codo, me mira, quiere saber mi opinión. Pierdo de vista por un momento a la chica que se desplaza entre la gente con la bandeja repleta de empanadas. La imagino desnuda, sobre una cama, con todas las empanaditas a su alrededor, a modo de guarnición.
–Lo lamento –respondo–; pero lamento tantas cosas, que una más no creo que me haga ningún daño.

23.9.06

Valeria, Vanesa, Verónica, Victoria, Violeta, Virginia, Viviana

Entonces metí la mano por debajo de la camisa, costó un poco, se escuchó un sonido apagado, grave, sordo, tuve que tirar con fuerza, dar un verdadero tirón.
Apoyé mi corazón todavía palpitante, todavía caliente, húmedo, sobre la mesa del bar, entre el plato donde descansaba una medialuna, de grasa, y la jarrita de agua.
Ella pitó un cigarrillo. Jugó con un índice a enroscar y desenroscar uno de sus demasiado maravillosos para ser descriptos bucles color miel. Hizo luego un imperceptible gesto, hacia atrás, dejando que su antebrazo se apoyara contra el filo, el borde donde concluía la superficie de la mesa. El cigarrillo era un dedo más, displicente, humeante, apuntando hacia abajo, a mi corazón.
Y bajó, por un momento, por lo que dura un momento, nada más, sus ojos, para mirarse el vestido, para constatar que no la hubiera salpicado en la maniobra.

Por la oreja

Sonó el despertador. Por fuerzas ajenas a mi voluntad y raciocinio, me puse de rodillas en la cama, a la altura de la almohada. Tomé la cabeza de la mujer, semidormida, e intenté fornicar con su oreja, por espacio de unos tres minutos. Empujé y empujé. La mujer por un momento intentó girar la cabeza, entendiendo que el requerimiento era diferente, que apuntaba a otra cavidad. Pero no; no era un error movido por el sueño o la ingesta de alcohol durante la noche previa. Era mi pito luchando por abrirse paso contra su oreja izquierda.
Al cabo de un rato, desistí. El acople, el ensamble, el encastre mínimo y necesario de los elementos participantes no se había producido.
Sin embargo, y aunque parezca inverosímil intentar una explicación, la experiencia había resultado gratificante y satisfactoria. Lo afirmaría ella en ronda de amigas, no mucho tiempo después.

20.9.06

No llueve

Bajo el sol. Esperando que un semáforo, una convención cromática, lo autorice a cruzar la avenida 9 de Julio, hay un hombre. De impecable traje, moño algo torcido, zapatos recién lustrados. Tiene el cabello blanco y alborotado.
Es delgado, mayor. Muy mayor.
Sostiene un paraguas, abierto, por encima de su cabeza. Parece cobijarse aunque sin impaciencia ni temor.
–Disculpe –digo, y señalo con un índice el artilugio–. No llueve, hay sol.
–Le agradezco –me responde con una ínfima inclinación de cabeza, y vuelve a fijar su vista al frente–. Pero esa es su opinión. Yo tengo la mía.

Mesiánico

Tras una amplia, variada, compleja gama de maniobras de carácter financiero, el cliente había terminado por perder casi la totalidad de su dinero.
Me pareció atinado contarle que hubo alguien, alguna vez, narraba la Biblia, que había multiplicado los peces y los panes.
Y que me había tocado a mí dividirlos.

16.9.06

Tres de tres

Entro al bar. Me siento. Pido.
–Un café, una medialuna de manteca, y un vaso de agua, por favor.
Vuelve el mozo, transcurridos unos tres minutos.
Coloca sobre la mesa un cortado, una medialuna de grasa, y un vaso con jugo de naranja, a todas luces adulterado.
Le digo que me cobre. Cerrada la transacción, me pongo de pie y me encamino hacia la puerta. El pedido ha quedado sobre la mesa, intacto.
–¡Señor! –al parecer, el mozo tiene algo para decirme–. No consumió nada– dice, y señala con la bandeja la mesa de la cual acabo de levantarme.
–No, no consumí nada –digo–. Es que usted se ha equivocado en la totalidad del pedido. Su error ha rozado la perfección. Permítame felicitarlo.

Timming

Todo aquello que precisaba saber, lo supe. Pero más tarde.
Todo aquello que deseaba tener, lo tuve. Pero más tarde.
Todo aquello que tengo para decir, lo diré. Lo diré, lo juro. Lo diré más tarde.

13.9.06

Ajeno

Alguien decide que soy un genio, sin ninguna razón aparente.
Alguien descubre que me detesta, por motivos que siempre estuvieron a la luz, pero han brotado con amazónico frenesí.
Todo esto sucede mientras yo, en una calle cualquiera, me rasco la nariz.

9.9.06

Por eso, por eso

Leo a un escritor que cita a otro escritor. Leo lo que cita el escritor, que escribió el otro escritor.
‘Si el corazón pensara, dejaría de latir’.
Por frases como esa, es que he tratado de escribir.

Despedida

Asisto a una despedida de soltero.
El sujeto en cuestión, el que se despide, intenta fornicar con mujeres que ejercen el sexo rentado; con animales domésticos, con personas de sexualidad difusa.
El sujeto en cuestión procede a la ingesta de estupefacientes diversos, que cualquier adolescente sabe incompatibles.
El sujeto en cuestión llora, grita, ríe. Intenta tomarse a golpes de puño con un semáforo, en medio de una general algarabía.
El pensamiento que acaricia mi mente es que, excluyendo desde ya el homicidio, la violación, y el secuestro extorsivo, una amplia gama de conductas tipificadas como delictivas, debieran estar sancionadas tal vez, no con la cárcel, sino con el matrimonio.

6.9.06

Pelusas de magia

Fracasa, todo fracasa, mucho me temo, siempre. Y esto es lo suficientemente triste como para llenar una bañadera de lágrimas.
Pero lo que fracasa, todo lo que fracasa, siempre, fracasa por motivos diferentes a los que uno suponía.
Y eso es, me atrevería a decir, bien mirado, algo entretenido.

Plastilina

Entra un jefe. El jefe se dirige a un muchacho que trabaja conmigo, y le encomienda una tarea. No importan los nombres, no importa en qué consiste el trabajo, ni siquiera importa la tarea. No es sustancial, ni forma parte del núcleo duro del relato. Es una oficina; hay muchas paredes y puertas y tubos fluorescentes. Planeta tierra.
El jefe se retira. El muchacho, vaya uno a saber porqué, se subleva.
Se pone de pie. Grita.
–¡Así no se puede! –dice– ¡No puedo hacer la tarea! –dice– ¡No tengo las herramientas!
Gesticula, mueve los brazos, ofuscado.
–Mi estimado colaborador –contesto–; desde salita azul para acá, desde jardín de infantes, desde que me robaron la plastilina, que no tengo las herramientas. Justamente, mucho me temo, que vivir de eso se trata; hacer las cosas sin contar con las herramientas. Pero tómalo como un minúsculo comentario, nomás.
El muchacho se acerca, tal vez con la intención de darme un golpe. Duda, se hace un peligroso silencio. Luego vuelve a sentarse, y me sugiere que pidamos empanadas para el almuerzo.

3.9.06

Mi dosis de preguntas

¿qué me pasa, doctor?
¿qué me pasa?
¿qué significa este grano?
¿quién se afanó la magia?
¿para qué sirven las fotos?
¿dónde queda Bulgaria?
¿cómo se arregla esta radio?
¿y si no llueve mañana?
¿cuánto cuesta estar vivo?
¿quiénes son mis vecinos?
¿hay atún en esta lata?

qué me pasa, doctor.
qué me pasa.

2.9.06

Sin mí

Cuando alguien, y esto sucede con una regularidad más o menos elocuente, me manifiesta que puede vivir perfectamente bien sin mí, no siento enojo ni tristeza, no, pero sí sorpresa.
Yo no podría.

Pescado, pescar

Un mendigo, en la calle, me pide una moneda. Por motivos difíciles de discernir para mí, pero que de seguro no están emparentados con la generosidad ni el altruismo, acato el pedido.
La mujer que me acompaña, en un arranque bíblico, me dice ‘no le des pescado, enséñale a pescar’.
Al día siguiente un mendigo, en la calle, me pide una moneda. Procedo entonces a manifestarme por la negativa. Le digo que no, que no voy a darle un peso, pero que me interesa saber qué circunstancias lo han empujado a su condición de mendigo. Asimismo, le digo, estoy dispuesto a asistirlo en la búsqueda de un trabajo, un oficio acorde con sus habilidades, una tarea que le permita ganarse con dignidad, con decoro, el pan. Puedo ayudarlo, lo sé, en tal dirección.
–Dejáme en paz. Andáte, puto –dice el mendigo, no sin antes dedicarme una reprobatoria mirada.
La mujer que me acompaña me aprieta el brazo, e intenta apurar el paso.
No creo que la ausencia de citas bíblicas implique una disminución de su fe. Tal vez, como cualquier otra actividad, cada tanto precise de un recreo, una pausa.