A veces voy al cine, al Village Recoleta. A veces voy al
Abasto. No, no entiendo nada de cine, nunca entendí nada de cine, tampoco me
interesa la película que voy a ver.
Lo importante es que salgo del centro, me voy del
trabajo, ponele, a las cuatro de la
tarde. Digo que voy a ver a un cliente, que tengo una reunión. Y me voy al
cine. Me tomo un café, miro las vidrieras, cosas que no me interesan y que
jamás voy a comprar.
Elijo una película. Pido última o anteúltima fila, cuerpo
central, en un extremo. Y me siento. Por lo general no hay casi nadie, y las
butacas son cómodas. Hay aire acondicionado, oscuridad. Es todo lo que
necesito, un par de horas fuera del planeta tierra en general, de mi vida en
particular.
Lo ideal es ir al Abasto, sí, porque salvo que te metas a
ver ‘Alvin y las ardillas’, o una película donde actúa Ricardo Darín, entonces
no va a haber casi nadie. La gente hace rato fue lobotomizada, quieren que Boca
salga campeón, recuperar las Malvinas tirándole a los ingleses alfajores de
maizena, y twittear que se tiraron un pedo, o que se comieron un durazno, o que
se están por cagar. Entrás al Abasto, lo digo con respeto por nuestros hermanos
latinoamericanos, y sos más extranjero que si estuvieras en el Machu Pichu, o
haciendo la ruta del inca. Entrás al Abasto, y sentís una pachamamización
infinita (sí, el verbo que acabo de inventar es ‘pachamamizar’, no me lo
agradezcan).
Saqué mi entrada, anteúltima fila, cuerpo central, en un
extremo. Dejé mis cosas en la butaca de al lado, me senté. Cerré los ojos,
respiré un par de veces, estaba vivo, estaba vivo y afuera estaba la calle. Había
sobrevivido, un día más.
–Perdón –abrí los ojos. Un muchacho, quizás veinte años,
pantalones adidas tipo pescadores, gorrita. Quería pasar.
–Sí –dije, y me puse de costado. Raro, el cine debía tener
como diecisiete filas, y en total no había más de cinco butacas ocupadas. Vi
las orejas del muchacho, las orejas que sólo había visto en Carlos Monzón, y en
algunos programas periodísticos donde entrevistan presos que están confinados en
cárceles de máxima seguridad. Las orejas, esas orejas, Dios me perdone, eran
mala señal.
Las cosas no paraban de empeorar. Estaba yo, sentado en un
extremo de la anteúltima fila. En la butaca de al lado, mis cosas, mi saco, mi
libro, mi cuaderno, mi mochila, una botella de vino que acababa de comprar para
la cena. El muchacho se sentó en la butaca de al lado, de al lado de mis cosas.
La fila estaba vacía, el cine entero estaba vacío, pero el pibe se sentó al
lado. Mal, muy mal.
Se apagaron las luces, comenzaban las propagandas y la
promoción de próximos estrenos. Había tenido la precaución, al sentarme, de
sacar la billetera del bolsillo interior del saco, y guardarla en uno de los
bolsillos de mi pantalón. Para resumir, no había nada demasiado importante que
el muchacho pudiera robarme. Mi cuaderno, a quién le importa, un libro, para
qué, la botella de vino quizás, el celular.
–Ey –me dijo, y se inclinó un poco sobre mis cosas–. Ey.
Lo miré.
–Dame todo –dijo.
–¿Qué?
–Dame todo –se abrió un poco la campera, vi un brillo, algo
de metal–. Dame todo lo que tengas, no te hagás el loco. Tengo un cuchillo.
Dame la billetera, el teléfono, la guita, porque te corto de una.
–No, loco –dije–. No te voy a dar nada.
–¿Cómo? –dijo.
–Que no te voy a dar nada –dije, y lo dejé de mirar. Volví a
concentrarme en la pantalla.
Se hizo una pausa, un silencio. La pantalla mostraba el
trailer de una película de terror. Unos adolescentes que vivían en un pueblito,
era otoño, era de noche. Cerca de un cementerio. Siniestras fuerzas hacían
abrir las ventanas, se movían las mesas de lugar. Soplaba un viento muy fuerte,
las fuerzas del mal o lo que corno fuese, venían a buscarlos. Los pibes corrían
y gritaban, no paraban de gritar.
–Ey –otra vez, el pibe. Con la visión periférica no
distinguí ningún cuchillo, se inclinaba otra vez, para murmurar.
Decidí no decir nada, no contestar.
–Sí –dije.
–Te la chupo –dijo el pibe.
–¿Qué?
–Dale, te la chupo –sonrió–. Dame cien pesos y te la chupo
acá. Te hago acabar al toque, soy bueno de verdad. Además me gustás –me tocó
con dos dedos el antebrazo.
–No –dije, moví el brazo–. Prefiero las chicas, disculpá.
Otra pausa. Otro trailer. Ahora de una película donde Julia
Roberts paseaba por Nepal, le tocaba la trompa a un elefante, hablaba con un
chiquito de cabeza afeitada y túnica naranja, como si fuera un Dalai Lama en
miniatura. Un chiquito que al parecer le decía un par de giladas, pero en realidad
le decía el sentido de la vida. Julia Roberts hacía un esfuerzo, ponía cara
como de estar pensando.
Bajaron todavía más las luces. Se ensanchó la pantalla.
Ahora sí, empezaba la película.
–Ey –dijo el muchacho, otra vez.
Lo miré, le señalé, con un índice, la pantalla. Indicándole
que la película estaba por comenzar.
–¿De qué trata? –se inclinó hacia mí, se levantó un poco la
gorrita–. La película, digo. De qué es.
–De acción –dije–. Un asesino a sueldo que se da cuenta que
está viejo, y le piden que haga un último trabajo. Se esconde en un pueblito de
Italia, pero sabe, mientras se prepara, que también a él lo van a venir a
matar. Actúa George Clooney, la crítica que leí dice que es buena. Igual es
martes, son las cuatro de la tarde. Debería alcanzar.