30.3.19

Lo que necesitamos es confianza


Estaba en el casino. En Miramar. Principios de diciembre, algo de gente pero no tanto, no el infierno todavía.
Me acerqué a una mesa, una mesa de ruleta.
–Señor –dije–. Sé exactamente el número que va a salir. Se lo digo si me promete compartir el diez por ciento del premio, conmigo. No voy a fallar, es como si lo estuviera viendo.
El tipo, algo mayor, me miró con desprecio. Siguió jugando. Cargó con calles y cuadros la primera docena. Puso tres o cuatro fichas grandes, fichas de chance, al colorado. Salió el 31.
Cambié de mesa. Caminé unos pasos. Había gente, algunos matrimonios, muchos desesperados, muchos solos.
Me acerqué a un hombre de lentes que se pasaba la mano por el pelo, nervioso. Tenía la camisa manchada a la altura de la panza con salsa, con tuco.
–Disculpe –dije–. Tengo un don, puedo ver exactamente el número que va a salir. Pero no tengo dinero. Le digo el número, el número que va a salir, si comparte el premio conmigo. Algo, no sé, una comisión.
–Salí de acá, forro –me contestó el hombre, y se cambió de lado de la mesa.
Entonces tuve una revelación. Vi todo con demoledora claridad. Me estaba sucediendo, justamente, lo que me había sucedido siempre. Con las mujeres, quiero decir, en el amor. Nadie me había dado, nunca, una oportunidad. Nadie había aceptado tomar el riesgo, conmigo, aceptar que yo fuera ni más ni menos que la suerte.
No, ya sé, vos querés saber si acerté los números que fueron saliendo. Problema mío.

20.3.19

Rey de la selva


Básicamente no miro televisión. Pero miro la televisión, enciendo la televisión un rato, como compañía.
No me interesa un pomo de lo que pasen por la televisión. Tampoco me interesa lo que pasa, en mayor medida, en la realidad. La televisión es básicamente concursos, programas donde la gente compite, bailan o cantan, se fijan quién puede pishar más lejos o escupir más alto. Y después tenés los noticieros, que no son más que un delivery de tragedias, terremotos, asesinatos. La idea es tener a todo el mundo mansito y asustado.
Pongo la televisión en el canal de National Geographic y miro cualquier cosa. Un rinoceronte caminando, una jirafa buscando algo, las llaves de su casa o el cepillo de dientes, dentro de la copa de un árbol. Un cocodrilo esperando, esperando y esperando que pase alguien más o menos distraído para arrancarle una pierna de un mordisco.
Algo llama mi atención.
Si te fijás bien, no importa lo temible que sea la criatura en cuestión, el poder que tenga. Siempre hay alguien que le está rompiendo las pelotas.
Podés ser el león, el rey de la selva, y cuando con un teleobjetivo lo enfocan de cerca vas a ver que los mosquitos le dan vueltas alrededor de la nariz, de los ojos. Sos un tigre, te acabás de mandar una estratégica maniobra para cazar un antílope, te sentás a comer, tranquilo, debajo de un árbol. Al toque se te presentan siete o nueve hienas a mangarte, te tratan de afanar algo, te piden diez pesos para la birra.
La verdad que me sirvió mucho, ver eso que te estoy contando. Porque entendés de una vez y para siempre que no importa dónde vivas o de qué labures, no importa el barrio en el que te sientes a tomar un café. Siempre te van a estar molestando. Alguien que habla por teléfono a los gritos, alguien que te tose en la cara, un televisor encendido en el canal de mtv latino, los colectivos que paran sobre la senda peatonal, alguien que te pisa en el subte mientras juega al candy crush y no aprendió a decir ‘perdón’.
Son leyes de la naturaleza, no se puede luchar contra eso.

10.3.19

El otro Cooper


En mi época de estudiante secundario, en las clases de educación física, solía haber un test, una prueba. La prueba, clásica por cierto, consistía en correr por el tiempo de doce minutos. Test de Cooper, así se llamaba la prueba.
Se ponía a los alumnos a correr por doce minutos, y luego se observaba la distancia que habían recorrido. Creo, si mal no recuerdo, que para estar vivo, para verificar que a uno le anduviera más o menos bien el corazón y las piernas, era preciso correr más de 2.5 km. Luego, si uno era capaz de correr 3 km, listo. Eso significaba que uno estaba dotado de cierta capacidad de atlético orden.
Hacen falta años, como tantas otras cuestiones en esta vida, para descubrir la futilidad de la prueba. El error de conceptual índole en que el test está basado. La falta de mayor aplicabilidad, por qué no de criterio.
Lo que uno puede hacer, aunque ya se haya terminado la escuela secundaria, es probar. Ver cuánto whisky sos capaz de tragar en doce minutos, cuántos cigarrillos sos capaz de fumar, cuántas milanesas se pueden devorar. En doce minutos. Si podés chupar una concha durante doce minutos, o permanecer con la japi parada adentro de algo, de una boca, de un culo, de un frasco de mermelada de naranja La Campagnola, doce minutos.
Porque nunca es tarde para aprender, demos gracias a Dios por eso.

*y queda todavía un cooper más, el mini cooper. pero no jodamos.