29.3.24

En la mitad


Estamos en la confitería Richmond, en el centro. La Richmond es una confitería vieja para viejos, para garcas, para turistas. Un interminable living rectangular, antiguo, arañas que cuelgan del techo, cómodas sillas con apoyabrazos recubiertas de cuerina verde.
Y aunque no creemos pertenecer a ninguna de las categorías mencionadas entramos en la Richmond, es martes, son las seis de la tarde, tomamos un café.
–¿Sabés cuál es mi problema? –dice M–. Mi problema es que no tengo el colmillo, la voracidad, para venir a trabajar al centro no sé, veinte años más y arrancarle el corazón a alguien. Pero tampoco sé tocar la guitarra como Spinetta, ni siquiera como algún primo bobo del flaco. No tengo el ánimo, la vocación ni el interés para poner un local de venta de empanadas, para tratar de romper la lógica de oficina y horario y algún ascenso tal vez mientras esperás la oportunidad de afanarte algo. Pero tampoco estoy dispuesto a cantar tangos en un cabaret por unas monedas en medio de patéticos borrachos y viejas prostitutas. No tengo los anticuerpos necesarios para estar casado con una mujer veinte o treinta años, no podría resistir esa monumental catarata de fastidio derramándose sobre mí como si yo fuera el culpable hasta de los fenómenos climáticos. Pero tampoco soy un galán, no estoy dotado genéticamente, no recibí ninguna gracia que se acomode con el patrón estético imperante. Coger siempre me costó, tuve que convencer, insistir, mendigar. No tengo la fuerza, carezco de la capacidad para viajar en subte por más tiempo, pero no podría asaltar un banco.
–En definitiva –siguió M. después de terminar de un sorbo su café que ya debía estar frío–, no voy a poder, no veo cómo hacer para torcer mi vida, pero tampoco veo que la pueda soportar así como está. Estoy así, tengo treinta y cinco años, no doy más.
–Vayamos a comer una pizza al Palacio –dije–. Napolitana con ajo, un par de cervezas.
Salimos caminando muy despacio por Florida hasta Corrientes. Hace calor, Enero en Buenos Aires es el horror de estar vivo. Lo que mata es la humedad.

*la Richmond cerró hace algunos años, cosas que pasan.

20.3.24

Unas ojotas tres números más grandes


Hace tiempo, más de un año seguro pero menos de cinco, que no me pasa nada. Me lavo los dientes antes de ir a dormir eso sí, después de cenar un plato de pastas y un vaso de vino de calidad media. A veces hiervo arroz. Miro la tele un poco aunque no miro, da lo mismo un partido de fútbol que el canal de cocina, hasta que me quedo dormido.
Me encuentro con gente a la que no le pasa nada. Un divorcio, un infarto, un hijo que quiere estudiar programación o hacerse un poco puto. Me cuentan que se encontraron con alguien, alguien que me conoce, alguien a quien no le pasa nada tampoco.
Llevo la ropa al Laverap y el chico que me atiende, quizás sea japonés, quizás sea coreano, usa unas ojotas tres números más grandes que el tamaño que precisarían sus pequeños y mugrientos pies, unas ojotas que se debe haber olvidado alguien y que el chico usa hace como cinco años, me dice ‘mdía’, y no le pasa nada.
Viajo en subte, en taxi, en colectivo, viajo con gente que habla por celular a los gritos de todo lo que no les pasa.
Voy a trabajar, trabajo en una oficina donde la gente en sus casas ve fútbol o queda embarazada (por lo general los que ven fútbol son hombres, por lo general las que quedan embarazadas son mujeres), alguien cambia el auto, alguien se pone tetas, alguien pregunta si se puede pedir para el almuerzo peceto al horno con papas, igual si te traen una porción de tarta de verdura da lo mismo, no pasa nada (las de carne son de pollo quizás sea una de mis mejores frases, significa tanto que me da un poco de miedo).
El otro día le comenté el tema, el tema es que a nadie le pasa nada, se lo comenté a un amigo mientras tomábamos una cerveza que debería ser artesanal y sólo era una cosa tibia y adulterada.
–Pero no entiendo –dijo mi amigo– ¿Vos qué querés que pase?
–No sé –dije–. Algo.

10.3.24

Algo trivial, ponele


Vivimos en un mundo muy extraño.
Vivimos en un mundo donde los peluqueros por lo general son pelados.
Vivimos en un mundo donde el que maneja un automóvil sueña con manejar un automóvil más caro y el que maneja un automóvil más caro le paga a alguien para que maneje su automóvil más caro. Y a otro alguien para que lo saque a caminar, a él.
Vivimos en un mundo donde todo lo que te gusta hace mal y a medida que vas soltando todo lo que te gusta porque hace mal sabés que te estás haciendo un bien pero estás cada vez más triste. Y después estás rebien pero no te reís nunca más.
Vivimos en un mundo donde las secretarias se ponen tetas de doscientos cincuenta megahertz pero le lloran a sus respectivos psicólogos porque nadie las invita a caminar de la mano.
Vivimos en un mundo donde la gente está dispuesta a comprar todos los artilugios que sean necesarios para no mojarse cuando llueve. Y a poder prender el aire acondicionado con el teléfono celular, a distancia, treinta kilómetros antes de llegar a casa. Podés controlar la temperatura de todo man, llegaste.
Vivimos en un mundo donde los millonarios viajan al Tibet para que algún peladito de escuálido torso les de un puñado de arroz al día y les enseñe que para vivir hace falta en principio respirar y no mucho más que eso. Mirá vos, qué loco todo.
Vivimos en un mundo donde mujeres algo mayores miran fotos y estarían dispuestas a jurar y perjurar que ahí justo ahí fueron felices y plenas y radiantes, pero cualquiera que haya estado presente en la escena congelada por la fotografía o a unos veinte metros de distancia sabe que es mentira, lo que equivale a decir que no es cierto. No eras feliz, yo te vi.
Vivimos en un mundo muy extraño.