28.2.17

Las miguitas


Tengo que ver a una persona, no importa demasiado para qué. Pero no es un asunto afectivo, eso estoy seguro, y tampoco podríamos decir que es laboral. Entra dentro de la categoría ‘trámites’, si es preciso ponerle un nombre. Estar con vida en el planeta tierra suele tener esas cuestiones.
Arreglamos entonces para tomar un café, a la mañana, en un bar.
Es verano, hace calor. Yo estoy sentado adentro, adentro del bar, que también tiene una hilera doble de mesas sobre la calle. El bar tiene alguna ventana abierta pero no corre una pizca de aire. Transpiro, me dedico a transpirar. Había una época en la cual me molestaba un poco, transpirar, pero ya no. Transpirar es una actividad tan buena como cualquier otra. Tiene mala prensa quizás, eso sí.
En una de las mesas de afuera hay sentado un matrimonio, con una nena. Es evidente, por las edades, que los adultos son los abuelos de la niña. La niña puede tener cinco años o seis, no más. Le han dado una galletita y se dedica, siguiendo las instrucciones de su abuelo, a alimentar a las palomas. Arroja pedacitos de la galletita, con torpeza y alegría, al piso. Las palomas la rodean y comen. Las palomas se comunican de algún modo con más palomas, y vienen más.
Continúa, la niña, maravillada con la escena. Una nueva galletita que le alcanza su abuelo, y luego otra.
Pero. De pronto, no hay más. No hay más galletitas. La nena mira a su abuelo que abre las manos, luego mira la mesa, y comprende que no han quedado más galletitas para repartir.
Las palomas demoran un instante en descubrir el cambio de la situación. Picotean un poco más las últimas miguitas, aquí y allá.
Y entonces van contra la niña. Que sonríe, que no entiende. Pero yo alcanzo a ver que le picotean los tobillos, que la miran en puro amarillo y que le arrancarían los ojos si tuvieran la fuerza, la oportunidad.
La niña lanza un chillido y patea. Las palomas se van.
Lo que ha sucedido es todo lo que hay que entender de la naturaleza, aunque yo quizás no lo haya podido explicar con la debida claridad.

21.2.17

La otra parte


Se me acercó el mozo. No le presté atención, hasta que llegó una voz y me di cuenta que me estaba hablando. A mí.
–Señor –dijo, otra vez. Con el trapo rejilla sobre su hombro y la bandeja vacía sobre el pecho como si fuera el escudo del Capitán América, no sé. Como si se estuviera protegiendo de algo.
–Señor –dijo.
Levanté la vista. En realidad no levanté la vista, está mal dicho. Porque estaba con la vista al frente, mirando sin mirar hacia la calle, a través de uno de los ventanales. Entonces enfoqué la vista en el mozo que me hablaba.
–Sí –dije.
–Le quiero preguntar algo –dijo el mozo, pero no esperó mi respuesta, siguió–. Usted viene casi todos los días, de lunes a viernes, a eso de las ocho de la mañana.
–Sí –dije–, puede ser.
–Y pide todos los días lo mismo –se inclinó un poco hacia delante, el mozo, como si lo que estuviera por decir fuera de algún modo un secreto–. Un café chico, y una medialuna de grasa.
–Es probable –dije–. Quiero decir, puede ser.
–Acá viene la cuestión –dijo el mozo, sonrió. Tenía los dientes muy amarillos, como los de un perro, eso pensé. Me sorprendió que usara la palabra ‘cuestión’–. Usted no toma el pedido. Me paga de entrada, y me deja propina cuando se va. Pero no prueba ni un sorbo de café, ni le da un mordisco a la medialuna. Nada, lo vengo observando hace más de un mes.
Asentí, apenas. No tenía nada para decir.
–Y usted trae un cuaderno, abre el cuaderno, saca una birome –siguió el mozo–. Pero no escribe nada. Lo vengo mirando y jamás lo vi escribir ni una palabra.
–Puede ser –dije. Lo miré con algo más de intensidad. Podríamos decir que lo miré más fuerte.
–No entiendo –dijo el mozo.
–No entiende –dije yo.
–Es que usted, como le dije –se puso serio, el mozo, frunció el ceño–, viene a desayunar, pero no desayuna, y viene a escribir, pero no escribe. No sé.
–Mire –dije–, su curiosidad me resulta genuina, no le digo válida, parece usted una persona, un ser humano a la vez correcto y quizás algo primitivo, así que no tengo inconvenientes en comentarle. Me pasa que me fui dando cuenta con el tiempo, una de las cosas que más disfruto, una de las cosas que más satisfacciones me da, es no estar. Podríamos decir mi ausencia.

14.2.17

Sesenta y nueve mil novecientos setenta y cinco pensamientos por día


–Está estudiado que tenemos, los seres humanos, las personas –dije–, alrededor de setenta mil pensamientos por día. Así como escuchás, setenta mil. Y de esos setenta mil te sobraría con cincuenta, cincuenta pensamientos, para hacer todo lo que tenés que hacer durante el día. Puede que incluso con veinticinco pensamientos sea suficiente. Los otros sesenta y nueve mil novecientos setenta y cinco pensamientos son un extenuante ejercicio para mantener vivo eso que creés que sos, lo que podríamos denominar, de alguna manera hay que denominarlo, el ‘yo’. Pensás y pensás y no dejás de pensar, hacia atrás, recordando cosas que quizás ocurrieron pero que carecen de la menor importancia y que no te definen de modo alguno y que por pertenecer al pasado, por obvia definición, ya no existen. Y hacia delante, imaginando eventos que sucederán en el futuro o quizás no y que nada tienen que ver con el momento presente, no lo tocan. Y todo eso, lo que recordás y lo que imaginás son como un videojuego destinado a mantener sobreestimulado tu cerebro. Y te hace moco. Si pudieras desprenderte de toda esa carga que cuelga sobre vos como las nubes negras de los dibujitos animados, tendrías alguna posibilidad de descubrir que no sos nada de lo que creías ser. Como si mantuvieras encendida una linterna y enfocaras hacia atrás y hacia adelante, hacia adelante y hacia atrás, con la única finalidad de hacerte creer que sos real en el ahora. Si parás eso, entonces puede suceder algo que roza lo milagroso. Es un instante y está al alcance de la mano, ni siquiera se trata de una acción. Sería lo contrario de una acción, aunque quizás las palabras resultan un imperfecto vehículo, porque la acción que se requiere es dejar de hacer.
–No sé si alcanzo a entender lo que decís –dijo ella.
–Que me parecés una boluda –dije–. Todo el tiempo hablando de vos, cansás.

7.2.17

Buenas noches, Juan


Entré a trabajar en el hospital, turno noche. Mantenimiento, limpieza, una tarea que podría hacer un chimpancé sin mayores inconvenientes. Un chimpancé aplicado desde ya, al que le explicaran un poco la tarea.
Estaba por el hospital desde las doce de la noche hasta las seis y media de la mañana. Limpiando, limpiando, los pisos básicamente, con lavandina y detergente y algo más. Limpiando los interminables pasillos, las habitaciones vacías que quedaban con el aire cargado de ese olor tan pero tan particular, tan característico.
Iba y venía, me ponía auriculares, alguna enfermera de las más antiguas me saludaba o me ofrecía una porción de tarta que había preparado. ‘Buenas noche, Juan’.
Para mí con ganar algo de dinero y no tener que interactuar con demasiada gente estaba bien. El horario no me molestaba, me había pasado más de diez años con insomnio. A las seis y media de la mañana me daba un baño en el subsuelo y salía a la calle. Desayunaba un café con leche con medialunas en un bar cualquiera, y me iba a dormir. Volvía a salir después de las siete de la tarde, cuando oscurecía y la gente volvía a sus casas. Iba al revés de todo el mundo, con eso era suficiente.
Empezó como empiezan todas las cosas, un poco de casualidad. Una mujer desesperada en la sala de espera porque su madre se moría, se moría pero no terminaba de morirse. Oí hablar a los médicos en un patiecito mientras se fumaban un cigarrillo. La mujer era un vegetal, no tenía la más mínima posibilidad de recuperarse.
La maté un martes. A las tres de la mañana. Puse música clásica en la radio (Shostakovich) y le tomé las manos. Le dije al oído ‘ya está bien, es tiempo de marchar’, y la asfixié con un almohadón. Fue una exhalación apenas, un suspiro, la besé en la frente. A la mañana siguiente vi a la hija haciendo los trámites, agotada pero un poco mejor, aliviada después de días y días de esperar por algo que no tenía remedio.
Esa fue la primera vez.
Tomé el hábito, yo no diría el gusto. Todos estamos sobre la faz de la tierra con algún propósito que a veces permanece oculto, no se nos revela a lo largo de todas nuestras vidas. El mío había aparecido como una fuerza de la naturaleza, aliviar el dolor de aquellos que sufrían sin sentido.
Empecé a matar gente. Ancianos con enfermedades terminales o en estado comatoso del cual no despertarían nunca. Después vinieron los pacientes producto de accidentes automovilísticos que quedarían inválidos de por vida, gente que se había dado un definitivo golpe en la cabeza o con fractura de columna. Gente que había quedado con la facultad de parpadear apenas y que ni siquiera podían ir al baño por sí mismos. Después empecé con los recién nacidos. A pesar de todos los avances científicos, bebés que nacían con horrorosas malformidades, o con distintas clases de retardo que harían de sus vidas un absurdo calvario. El almohadón o desenchufar algo, a veces un pinchacito.
Sabían, todos sabían. Alguien me debe haber visto a una hora extraña saliendo de terapia intensiva. Los médicos, las enfermeras, los demás muchachos de mantenimiento y limpieza.
Cuando alguien debía morir, cuando alguien estaba condenado a la desgracia porque la medicina no podía ayudarlo más que a seguir sufriendo, me dejaban una carta. Una carta de un mazo de cartas de truco, una carta cualquiera, sobre la mesita al costado de la cama. Dejaban esa sola carta, junto al vaso de agua, boca arriba. Entonces yo iba y hacía lo mío y daba vuelta la carta, eso era todo. Como quien limpia una mancha de mermelada de una baldosa de la cocina.
Nadie hablaba conmigo más de lo necesario, hola y chau, algo relativo al clima o al partido de fútbol del día anterior. Pero todos me trataban con respeto y consideración. Los médicos que me cruzaban en un pasillo asentían, apenas, o murmuraban ‘buenas noches’. Las enfermeras me preguntaban si quería una gaseosa, un café.