Para Navidad, para año nuevo, suelo estar solo. En realidad suelo estar solo todo el año, desde hace varios años, lo que bien mirado equivale a estar solo toda la vida. Pero era fin de año y no sé, aunque ya no le daba bola a nada, se notaba más.
La poca familia que tengo, la poca familia que me quedaba, estaban lejos, menos en la geografía que en lo afectivo. Nunca fui partidario de estar demasiado acompañado. Estar acompañado es más o menos como estar solo, pero con gente.
Así que volví a casa. Mi idea era comer algo, una milanesa fría que me había sobrado del día anterior. Napolitana, la milanesa. En realidad, tres cuartos de milanesa, porque a la milanesa le faltaba un pedazo. Con papas fritas, frías también. Y tenía un champán importado, un Möet Imperial. La idea era comer la milanesa, tomarme la botella de champán, fumar un purito holandés. Antes de las doce de la noche estar durmiendo, recibir el año así.
Tocaron el timbre. No el timbre de la calle, sino el timbre de arriba. Raro.
–Sí –dije y abrí la puerta.
–Hola, disculpe –un señor bajito, de lentes y cabello enrulado. Unos cincuenta años, ojotas, bermudas–. Soy su vecino.
–Lo felicito –dije–. Ser vecino mío debe ser una experiencia única. Ser mi vecino podría ser una disciplina olímpica. ¿Quiere que le firme algo, un autógrafo?
Se rió, el hombre. Se acomodó los lentes. Tenía, en la mano, algo. Una botella de vino.
–No, je –carraspeó, quería decir algo–. Soy su vecino de abajo.
–De abajo, de arriba –abrí más la puerta, eso lo intimidó. Retrocedió un paso–. Somos todos seres de luz, somos espacios de conciencia. Qué carajo importa el piso.
–No, le explico –tragó saliva, transpiraba un poco–. Es fin de año, y estoy solo. Estoy solo y muy triste, además. Escuché sus pisadas en el techo y pensé, ‘bueno, quizás podemos pasar año nuevo juntos’. Sé que usted vive solo, también.
–¿Eh?
–No se ofenda, por favor –tendió la mano, la mano con la botella de vino–. Fue una mala idea. Le dejo el vino, no lo quise ofender. No soy marica, ni estoy loco. Estoy solo, nada más. Y triste. Me pareció que si pasaba fin de año acompañado podía ser mejor.
–Pase, por favor –terminé de abrir la puerta, le señalé las sillas del comedor–. Quizás yo no sea buena compañía. Pero tengo una milanesa fría, eso sí. Y un Möet.
Se quedó quieto. Dudaba.
–Pase nomás, ahora abro el champán –pasó–. Conversemos un rato, nos debería hacer bien. O hagamos silencio, el silencio es una experiencia totalizadora, tan reconfortante y compartible a la vez.
–No me gusta el champán –dijo–. Prefiero el vino.
–Hay un sacacorchos en el primer cajón de la cocina –dije–. Y en el armario de al lado hay whisky, eso sí que tengo. Para mí el whisky es un artículo de primera necesidad. El whisky deberían venderlo en ‘Farmacity’, es un medicamento de amplio espectro.
Corté la milanesa en cuadraditos. Probé una papa frita, las papas fritas en la heladera se marchitan, se ponen mal. Abrí el champán. Él abrió el vino. Traje vasos, no pude encontrar dos vasos iguales. Me di cuenta que todos los vasos de mi casa eran distintos.
–Bueno –dije, levantando mi vaso–. Feliz año nuevo, no sé su nombre.
–Víctor –dijo–. Felicidades, cosas buenas.
Bebimos un poco.
–Oiga –dijo Víctor– ¿No quiere que le diga a la vecina del tercero?
–Decirle qué.
–Que suba –dijo Víctor–. Es una buena mujer, tarotista. Vive con la hija, la hija es odalisca, baila en un local de la calle Scalabrini. Capaz que nos hace un show y todo. Tira la goma por poca plata, es buena piba.
–Por mí no hay problemas –dije. Le puse hielo, al champán. Un sacrilegio quizás, o un homenaje al Gato Dumas, mi heladera no enfriaba bien. Encendí un cigarrito.
Empezó a subir gente. La vecina tarotista trajo una fuente con ensalada rusa. La hija, odalisca, ofreció nomás hacernos un show. Pasó al baño a cambiarse. Vinieron del primero, un matrimonio joven con dos o tres parejas amigas y un perro salchicha que se llamaba Max y no paraba de ladrar. Apareció el portero, que tocaba la trompeta en una banda de cumbia. Vino con varios de los músicos y una chica que hacía los coros, les habían cancelado un show a último momento. Alguien trajo dos cajones de cerveza, y más vino.
Unas chicas jovencitas habían traído marihuana, venían a una fiesta por el barrio, pero se habían perdido. Un hombre en silla de ruedas se acomodó junto a la puerta de entrada del departamento y pareció quedarse dormido, alguien le puso lentes oscuros y una gorrita con visera que decía ‘Copa Nissan’.
Yo había empezado con el whisky, me pareció, en un momento que fui al baño, que había más de treinta personas. No conocía a nadie, pero todos tenían buena predisposición, hablaban a los gritos, sonreían.
Cuando me desperté eran casi las tres de la tarde. La odalisca estaba durmiendo, en mi cama. Conmigo. Bueno, miré de nuevo y no era la odalisca, era la tarotista. Se le notaba un costado de la cara como pegoteado, podía ser champán, podía ser esperma, podía ser las dos cosas. Había gente durmiendo en el piso del comedor, las paredes pintadas con aerosol, y olor a quemado, habían arrancado gran parte del parquet y habían intentado encender una fogata en el medio del living. La puerta del departamento estaba abierta, cuando pasé por la cocina me di cuenta que faltaba la heladera.
Bajé a la calle. Estaba Víctor apoyado contra un auto, fumando un cigarrillo, vestido todavía como la noche anterior.
–Se llevaron la heladera –dije.
–Sí, y el televisor también. Fueron los chinos que trabajan en el supermercado de acá a la vuelta, eran una banda, no había forma de pararlos. Querían llevarse los inodoros, también, pero no los podían arrancar. Alguien llamó a la policía. Una de las chicas dijo que la quisieron violar, después dijo que no, que no la habían querido violar, pero que le habían robado los zapatos. Después dijo que no le importaban los zapatos, pero que igual quería denunciar que venía el fin del mundo, que las multinacionales estaban contaminando el planeta, que dejaran de matar a los delfines. Dijeron de la seccional que tenés que pasar a declarar, porque el departamento es tuyo.
–Qué quilombo –me dio un papel con la notificación, le hice señas para que me convidara un cigarrillo.
–Después te ayudo a limpiar –me dijo. Se levantó apenas la camisa, para que viera la culata del revólver que llevaba en la cintura–. La verdad que ayer a la noche había pensado en suicidarme. Brindar con cualquier pelotudo, con vos, y después pegarme un tiro en el medio de tu casa. También pensé en matarte después, mientras dormías. Pero me dio no sé qué, a veces las cosas mejoran. Viste cómo es, a veces pasa algo.