30.12.15

Sh


El fracaso, como las piñas, como los rayos de sol, es acumulativo. Mirá cómo tenés la cara.
El fracaso, como el uranio, o como el polonio, te contamina por exposición, ni que hablar por contacto. Se te mete en la sangre, en la piel, no se te va más.
El fracaso es un hámster en pantuflas que come sueños infantiles, no para de comer, hasta que te quedás mirando por una ventana, sabés que estás triste, pero no podés recordar por qué.
¿El consejo? ¿Vos querías un consejo? No, hoy vine sin consejos. Fracasá sin rencor, no sé.

24.12.15

Papas fritas frías


Para Navidad, para año nuevo, suelo estar solo. En realidad suelo estar solo todo el año, desde hace varios años, lo que bien mirado equivale a estar solo toda la vida. Pero era fin de año y no sé, aunque ya no le daba bola a nada, se notaba más.
La poca familia que tengo, la poca familia que me quedaba, estaban lejos, menos en la geografía que en lo afectivo. Nunca fui partidario de estar demasiado acompañado. Estar acompañado es más o menos como estar solo, pero con gente.
Así que volví a casa. Mi idea era comer algo, una milanesa fría que me había sobrado del día anterior. Napolitana, la milanesa. En realidad, tres cuartos de milanesa, porque a la milanesa le faltaba un pedazo. Con papas fritas, frías también. Y tenía un champán importado, un Möet Imperial. La idea era comer la milanesa, tomarme la botella de champán, fumar un purito holandés. Antes de las doce de la noche estar durmiendo, recibir el año así.
Tocaron el timbre. No el timbre de la calle, sino el timbre de arriba. Raro.
–Sí –dije y abrí la puerta.
–Hola, disculpe –un señor bajito, de lentes y cabello enrulado. Unos cincuenta años, ojotas, bermudas–. Soy su vecino.
–Lo felicito –dije–. Ser vecino mío debe ser una experiencia única. Ser mi vecino podría ser una disciplina olímpica. ¿Quiere que le firme algo, un autógrafo?
Se rió, el hombre. Se acomodó los lentes. Tenía, en la mano, algo. Una botella de vino.
–No, je –carraspeó, quería decir algo–. Soy su vecino de abajo.
–De abajo, de arriba –abrí más la puerta, eso lo intimidó. Retrocedió un paso–. Somos todos seres de luz, somos espacios de conciencia. Qué carajo importa el piso.
–No, le explico –tragó saliva, transpiraba un poco–. Es fin de año, y estoy solo. Estoy solo y muy triste, además. Escuché sus pisadas en el techo y pensé, ‘bueno, quizás podemos pasar año nuevo juntos’. Sé que usted vive solo, también.
–¿Eh?
–No se ofenda, por favor –tendió la mano, la mano con la botella de vino–. Fue una mala idea. Le dejo el vino, no lo quise ofender. No soy marica, ni estoy loco. Estoy solo, nada más. Y triste. Me pareció que si pasaba fin de año acompañado podía ser mejor.
–Pase, por favor –terminé de abrir la puerta, le señalé las sillas del comedor–. Quizás yo no sea buena compañía. Pero tengo una milanesa fría, eso sí. Y un Möet.
Se quedó quieto. Dudaba.
–Pase nomás, ahora abro el champán –pasó–. Conversemos un rato, nos debería hacer bien. O hagamos silencio, el silencio es una experiencia totalizadora, tan reconfortante y compartible a la vez.
–No me gusta el champán –dijo–. Prefiero el vino.
–Hay un sacacorchos en el primer cajón de la cocina –dije–. Y en el armario de al lado hay whisky, eso sí que tengo. Para mí el whisky es un artículo de primera necesidad. El whisky deberían venderlo en ‘Farmacity’, es un medicamento de amplio espectro.
Corté la milanesa en cuadraditos. Probé una papa frita, las papas fritas en la heladera se marchitan, se ponen mal. Abrí el champán. Él abrió el vino. Traje vasos, no pude encontrar dos vasos iguales. Me di cuenta que todos los vasos de mi casa eran distintos.
–Bueno –dije, levantando mi vaso–. Feliz año nuevo, no sé su nombre.
–Víctor –dijo–. Felicidades, cosas buenas.
Bebimos un poco.
–Oiga –dijo Víctor– ¿No quiere que le diga a la vecina del tercero?
–Decirle qué.
–Que suba –dijo Víctor–. Es una buena mujer, tarotista. Vive con la hija, la hija es odalisca, baila en un local de la calle Scalabrini. Capaz que nos hace un show y todo. Tira la goma por poca plata, es buena piba.
–Por mí no hay problemas –dije. Le puse hielo, al champán. Un sacrilegio quizás, o un homenaje al Gato Dumas, mi heladera no enfriaba bien. Encendí un cigarrito.
Empezó a subir gente. La vecina tarotista trajo una fuente con ensalada rusa. La hija, odalisca, ofreció nomás hacernos un show. Pasó al baño a cambiarse. Vinieron del primero, un matrimonio joven con dos o tres parejas amigas y un perro salchicha que se llamaba Max y no paraba de ladrar. Apareció el portero, que tocaba la trompeta en una banda de cumbia. Vino con varios de los músicos y una chica que hacía los coros, les habían cancelado un show a último momento. Alguien trajo dos cajones de cerveza, y más vino.
Unas chicas jovencitas habían traído marihuana, venían a una fiesta por el barrio, pero se habían perdido. Un hombre en silla de ruedas se acomodó junto a la puerta de entrada del departamento y pareció quedarse dormido, alguien le puso lentes oscuros y una gorrita con visera que decía ‘Copa Nissan’.
Yo había empezado con el whisky, me pareció, en un momento que fui al baño, que había más de treinta personas. No conocía a nadie, pero todos tenían buena predisposición, hablaban a los gritos, sonreían.
Cuando me desperté eran casi las tres de la tarde. La odalisca estaba durmiendo, en mi cama. Conmigo. Bueno, miré de nuevo y no era la odalisca, era la tarotista. Se le notaba un costado de la cara como pegoteado, podía ser champán, podía ser esperma, podía ser las dos cosas. Había gente durmiendo en el piso del comedor, las paredes pintadas con aerosol, y olor a quemado, habían arrancado gran parte del parquet y habían intentado encender una fogata en el medio del living. La puerta del departamento estaba abierta, cuando pasé por la cocina me di cuenta que faltaba la heladera.
Bajé a la calle. Estaba Víctor apoyado contra un auto, fumando un cigarrillo, vestido todavía como la noche anterior.
–Se llevaron la heladera –dije.
–Sí, y el televisor también. Fueron los chinos que trabajan en el supermercado de acá a la vuelta, eran una banda, no había forma de pararlos. Querían llevarse los inodoros, también, pero no los podían arrancar. Alguien llamó a la policía. Una de las chicas dijo que la quisieron violar, después dijo que no, que no la habían querido violar, pero que le habían robado los zapatos. Después dijo que no le importaban los zapatos, pero que igual quería denunciar que venía el fin del mundo, que las multinacionales estaban contaminando el planeta, que dejaran de matar a los delfines. Dijeron de la seccional que tenés que pasar a declarar, porque el departamento es tuyo.
–Qué quilombo –me dio un papel con la notificación, le hice señas para que me convidara un cigarrillo.
–Después te ayudo a limpiar –me dijo. Se levantó apenas la camisa, para que viera la culata del revólver que llevaba en la cintura–. La verdad que ayer a la noche había pensado en suicidarme. Brindar con cualquier pelotudo, con vos, y después pegarme un tiro en el medio de tu casa. También pensé en matarte después, mientras dormías. Pero me dio no sé qué, a veces las cosas mejoran. Viste cómo es, a veces pasa algo.

18.12.15

Yo adivino el parpadeo


Hace muchísimo tiempo, cuando yo era chico, había un juego. En la escuela primaria, en el recreo, todavía no se había inventado internet, no andaba todo el mundo enchufado a algo, los niños se han vuelto instrumentos, apéndices de algún dispositivo electrónico, mala cosa.
Se jugaba de a dos, el juego. Había que sentarse, o de pie también, frente a frente. La idea era mirarse, de muy cerca, a los ojos. Y no pestañear. Resistir, sin pestañear, mirándose a los ojos. Con lo cual la mirada, los ojos, cumplían una doble función. Debían, al mismo tiempo, luchar por no pestañear, mientras vigilaban, los ojos propios, que no pestañearan los otros ojos, los del otro participante que tenías enfrente. No era algo demasiado sofisticado, duraba poco, era un juego.
Tiempo después, ya de grande, le enseñé lo mismo a una chica que salía conmigo. Durante la cópula, durante el coito. Podía ser que ella se echara de espaldas y yo me tirara encima, o con ella subida encima mío. No, si ella estaba en cuatro patas era difícil, con ella en cuatro patas no se podía, salvo que hubiera un espejo.
Durante el garche propiamente dicho, había que mirarse a los ojos. Sin parpadear. Era tan extraño como intenso, porque sentías que le agregabas una cuota extra, algo que iba más allá de la intimidad, era intimidad y espiritualidad al mismo tiempo. Entrar de algún modo en la comunión más perfecta con la otra persona, sin decir palabras. Como los animales, que tienen esa desesperación tan muda. Vos mirás adentro de los ojos de un animal y ves el origen del universo, allí descansa el sentido (no la explicación) de todas las cosas, algo que no está corrompido por el lenguaje. Insondable, los ojos son la ventana del alma.
Además, de esa forma, concentrado en no parpadear, zambullido por decirlo de algún modo en sus pupilas, podía no mirarla, quiero decir, el resto, de ella. Se había convertido en un inmundo bofe, me quitaba las ganas.

12.12.15

No mente


El templo estaba ubicado a unos cien kilómetros de la capital federal. Para el lado de Luján. Pero no se hablaba, del templo, en el curso se referían al lugar como ‘El Himalaya’.
Había empezado a ir a meditación porque me lo recomendó mi amigo Adrián. Adrián era amigo mío desde la adolescencia, y yo lo había visto estar en todas. Desde su etapa en que lo único que le interesaba eran las minas, hasta su enganche tan intenso con la cocaína. Después, como por arte de magia, se había calmado. Había empezado con el yoga. Se había hecho vegetariano primero, vegano después. Había empezado ‘el verdadero viaje, que es hacia adentro, Juan’. Eso me había dicho.
Y yo un buen día me había dado cuenta que no daba más. Ana Laura me dijo que estaba saliendo con otro, en el laburo vino un tipo de afuera y nos bajó las comisiones. Me vine grande, me vine triste. Me puse mal.
Me llevó un día, Adrián, a una práctica de meditación zen. La gente era muy amable, la atmósfera de puro silencio. El maestro daba poquísimas explicaciones. Observar la respiración, dejar pasar los pensamientos pero no pelear con ellos. La mente no existía, la mente no era un objeto sino una acción. Ser el testigo.
Trataba de sentirme mejor, que la tristeza no me pasara por encima como un flechabus de dos pisos. El objetivo de la vida es seguir vivo.
Para finalizar el año, organizaban un retiro. Un fin de semana largo en ‘El Himalaya’. Nos llevaban en combi, íbamos a ser dieciséis, pero fuimos doce. Un puñado de arroz al día, dormir en el piso. Doce horas de meditación diaria, no se podía hablar, cinco días sin hablar. Lo más cerca que ibas a estar de Nepal si vivías en Almagro.
Estábamos en el segundo día. La verdad que la venía pasando para el culo. Se me acalambraban las piernas, y a la noche me habían comido los mosquitos. Había tomado como dos litros de un repugnante té y tenía ganas de pishar. Hacía calor. La construcción donde meditábamos era una especie de pagoda japonesa, con suelo de madera y pequeñas ventanas circulares colocadas a más de dos metros de altura. En algún lugar del bosque había unos pájaros de mierda que lanzaban gritos a intervalos regulares. No paraban.
No estaba teniendo ningún viaje interior ni nada parecido. Veía el desastre de mi vida pasar ante mis ojos y me daban ganas de llorar. Quizás todavía estaba a tiempo de conseguir una mina que me quisiera, cambiar de laburo. Volantear.
Sentí un cachetazo. No podía ser cierto, pero sentí toda la potencia de un cachetazo, y cuando abrí los ojos ya estaba tirado en el piso. Me ardía la cara, había caído de costado. ¿Me había dormido?
Abrí los ojos. Frente a mí, el maestro Tanaka. Impertérrito, con su caña de bambú en una mano, como si fuera un director de orquesta. Iba vestido de blanco, esas camisas de lino con cuello mao y botoncitos. Iba descalzo, con las uñas de los dedos gordos de sus pies quizás demasiado largas, muy amarillas.
–No deje que lo distlaiga su mente, Hundled –me apuntó con su varita–. Sí, el cachetazo fue leal. ¿Pelo el sonido lo hizo mi mano, o su cala?
Algunos otros alumnos habían abierto los ojos y observaban, embelesados, la sabiduría del maestro. El hombre con su gesto, con su koan, nos guiaba hacia adentro, hacia el vacío que no tenía principio ni final del cual estaba hecho el universo, la pura conciencia, la fuente de todas las cosas.
–¡No mente, Hundled! –se acercó, un paso– ¡No mente!
Con un tan brusco como inesperado movimiento, le di un cabezazo. En las pelotas. Con la parte superior de mi cabeza.
Se derrumbó sobre el piso, Tanaka. Aullaba de dolor, se tomaba los testículos. Se le había juntado una excesiva cantidad de saliva en los labios, como espuma.
–No importa si voy a un restaurante o a lo de una prostituta, chino forro –me puse de pie, me sacudí la tierra de los pantalones–. Si pago, me gusta que me traten con algo de cortesía.

6.12.15

Instructivo para citas


Para él.
No hables de tus logros financieros, no expliques que sos un tipo, por decirlo de algún modo, solvente. El restaurante al que la llevaste a comer dice todo lo que hay que saber sobre tu poder adquisitivo. Y el vino que elegiste.
No uses ropa ajustada, no uses gel, no uses barba candado.
Las mujeres necesitan que las escuchen. Que uno está escuchando es algo muy difícil de probar, desde lo técnico, desde lo fáctico. Con que levantes la vista del plato cada dos o tres minutos, y la mires, es suficiente.
Si manejás tu automóvil, no es el momento de mostrar que de chiquito te gustaba Niki Lauda.
No le preguntes al mozo si los agnolottis vienen bien, o si la porción es abundante, no consultes cuál es la salsa que va mejor con el plato, no le preguntes a ella si prefiere malbec o cabernet. La mujer, por lo general, es un extraviado ser en el planeta tierra. Lo que precisa es conocer a alguien que parezca ser poseedor de alguna certeza.

Para ella.
No hables en un tono de voz excesivamente alto, no te rías excesivamente fuerte. El hombre que tenés enfrente está tratando de hacerse a la idea de si podrá soportarte.
Está bien que quieras mostrar algunos, en caso de poseerlos, de tus atributos. Pero no es preciso que te vistas como una prostituta de Plaza Flores. Como regla general, desde donde está ubicado el hombre no debiera poder verte (ni olerte) la vagina. La persona que tenés enfrente quiere cogerte, claro que quiere cogerte, a eso vino. Pero vos estás intentando establecer un vínculo de una duración superior a los veinte minutos.
No rechaces el alcohol, no rechaces la comida. Las mujeres que no beben ni un dedo de vino exudan un existencial aburrimiento. Las mujeres que son vegetarianas deberán conformarse con introducirse, cada tanto, un paquete de acelga por el culo.
No digas que ‘estás bien’, o que ‘estás rebien’, o que estás ‘pasando por un momento fantástico de tu vida’. El tipo que tenés enfrente sabe que te estás por matar con sólo ver cómo agarrás el tenedor.
No te quejes del clima, no te quejes del ruido que hay en el restaurante, no te quejes si el café está tibio, no te quejes si no hay lugar para estacionar, no te quejes porque considerás que el mundo es muy injusto. ¡No te quejes, pelotuda!

Para él.
No digas que te gusta el teatro, que tu pasión siempre fue la fotografía o el avistaje de aves exóticas. Ella sabe que sos abogado o contador, alguien se lo dijo.
No expliques que sos un amante de la aventura, de los deportes extremos, que te gusta saltar en paracaídas o nadar entre tiburones en aguas del Caribe. Ella está buscando un boludo que sea capaz de pagar las expensas sin sobresaltos, alguien que la deje ir a la peluquería sin tener que pedir cada maldito descuento.
No inventes ser poseedor de una agitada vida social llena de cócteles y farándula. Ella tiene várices y pie plano y se cansa de estar parada. Trabajó de moza en Villa Gesell cuando era jovencita, hace muchos años.

Para ella.
No hables de los novios que tuviste. Si jugaban en la primera de vóley del Club Comunicaciones o si te llevaban a esquiar a Las Leñas en temporada baja. Esos tipos te cogieron, bastante, antes que el tipo que tenés enfrente. Es imposible no ver que esos tipos se fueron, y el residuo de esas relaciones, lo que ha quedado, sos vos.
No seas en exceso contundente en tus opiniones, no pongas énfasis en tus convicciones. No insistas en aclarar todo aquello de lo que estás segura. Tus más rotundas certezas se irán a la remierda ni bien alguna de tus amigas te diga que va a ser madre o que cambió el auto. Es atributo de la mujer ser flexible, acompañar.
No hables, durante la cena, de temas ginecológicos o relacionados con la menstruación. No digas la palabra ‘útero’ ni ‘óvulo’, aflojá con las esdrújulas. No hables de chequeos, de enfermedades.

Para él.
No te comas todo el pan de la panera, con esa mantequita de mierda. No pases la lengua por sobre el último montoncito de tuco que quedó en el plato. No sacudas la botella de vino para ver si todavía lográs que caiga otro chorrito. El ejercicio de estar vivo es conformarse.

Para ella.
No consultes tu teléfono celular. No tenés con quién hablar, nadie te escribe hace muchos años. Estás muy sola, te viniste grande.

Para él, para ella.
A veces vivir no es como en las películas.